Discapacidad: clínica y educación
Los niños del otro espejo

Discapacidad: clínica y educación
Los niños del otro espejo

Esteban Levin

ESTEBAN LEVIN. Licenciado en psicología, psicomotricista, psicoanalista, profesor de educación física, profesor invitado en universidades nacionales y extranjeras, director de la “Escuela de Formación en clínica psicomotriz y problemas de la infancia”, www.lainfancia.net. Visitante distinguido de la Universidad Católica de Córdoba. Profesor
Honorario del Instituto Universitario Gran Rosario. Autor de numerosos artículos en diversas publicaciones especializadas nacionales e internacionales, y de los libros:
La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje (Nueva Visión, 1991); La infancia en escena. Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor (Nueva Visión, 1995); La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia (Nueva Visión, 2000); Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo (Nueva Visión, 2003); ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (Nueva Visión, 2006); La experiencia de ser niño. Plasticidad simbólica (Nueva Visión, 2010); Pinochos: ¿Marionetas o niños de verdad? (Nueva Visión, 2014). Este último libro ha sido presentado en Italia, Estados Unidos, Uruguay, Colombia y México. Todas las obras han sido traducidas y reeditadas al idioma portugués por la editorial Vozes. Ha reeditado con la editorial Noveduc el libro Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor. La infancia en escena (2017).

A Ali, en la complicidad e invención del tiempo compartido, imaginario como la realidad, real como la fantasía.

Agradecimientos

Agradezco a todos los compañeros que me abrieron las puertas de sus alumnos, pacientes e instituciones para compartir en esa intimidad mutua las angustias, los interrogantes, las alegrías, los fracasos, las estrategias, las utopías, las parodias y los disparates. Sin ellos, este libro no sería posible.

Escribir implica siempre desvelarse por una pasión que, en su esencia misteriosa, no se puede explicar. Sostener este misterio trama el origen de la invención; a su vez, ella nos vuelve a inscribir, a crear e inventar. En esta intensidad, lo incalculable de la transmisión jugará en lo plural su sensible destino secreto.

A jugarlo, entonces...

Introducción

¿Quién eres?” dijo la Oruga. “Yo... apenas sé... Temo que no pueda explicarme... porque yo no soy yo” replicó Alicia. “Sabes muy bien que no eres real”, dijeron Tweedledum y Tweedledee. “¡Soy real!” protestó Alicia y se echó a llorar. Humpty, Dumpty le reprochó: “Deberías significar... ¿Para qué supones que sirve una niña sin significado?

Lewis Caroll

Para comenzar, cabría preguntarnos quiénes son los niños del otro espejo.

Darío con sus seis años deambula sin otro interés más que golpearse. Camina golpeando las cosas (paredes, ventanas, estufas, muebles, vidrios...) y su cuerpo, en especial el rostro: no se lo puede detener. No registra al otro, no habla, permanece inalterable, escéptico. Vive en un cuerpo sin dolor, indescifrable.

Al verlo por primera vez, me conmueve: me duele su falta de dolor.

A los seis años María no puede sostenerse de pie. No camina ni habla, los temblores le repercuten en todo el cuerpo, tornándolo inestable. Al moverse se cae, babea, tiembla, gesticula en la tristeza. Su mirada vivaz alumbra y alienta el contacto con ella. Mirándonos en silencio, en la demora registro la vibración de mi cuerpo.

¿Sería posible conectarse con ella sin vibrar frente al desamparo?

Cristina tiene 12 años, no se mueve, está parada en el cuerpo, endurecida, sin gestualidad, se balancea inclinando el peso del cuerpo en una y otra pierna. Da la imagen de una estatua pétrea, inexpugnable e inconmovible.

Frente a ella me inmovilizo, registro el profundo exceso de la letanía que dura sin pausa. Desde esa opacidad consistente busco una fisura, una variable, una intuición para encontrar lo diferente.

Martín, a los 10 años, no se comunica; gira objetos y realiza movimientos estereotipados. Cuando lo veo por primera vez está tirado en el piso, la mirada se dirige al suelo. Totalmente hipotónico, aplastado, se queda profundamente dormido. El rostro en el suelo, el cuerpo desvencijado, aplanado en el suelo, tal vez su único sostén.

Procuro moverlo, hablarle, hacerle algo, pero no hay respuesta. Por unos instantes, quedo perplejo, desolado, comparto con él la caída, la agonía de un dormir sin sueño...

¿Será eso lo imposible de representar? Y entonces... me angustio. ¿Qué hacer, cómo actuar?

A sus 6 años, Ariel se presenta estereotipando todo el tiempo, con una soga, con sus manos y aleteando. El rostro asustado y triste delimita el exceso de sufrimiento que se enuncia porque habla escuetamente, tenuemente, en tercera persona. No sonríe, continuamente (con la cabeza agachada) mueve la soga, la agita, tengo la sensación de que habla con ella.

Decido comenzar a dialogar con la soga. ¿Será éste un modo de armar una relación con él y la tristeza?

Alberto es un niño que tiene 4 años, temeroso, atento a todo lo que pasa, tenso en la postura corporal; está muy angustiado, repite palabras y frases que parecen no tener sentido ni ilación una con otra. No entra en el juego, se queda mirando objetos o se aísla en ellos. Reproduce cuentos de memoria, los narra con todos los detalles, sin emocionarse ni conmoverse. Siento que no puede entrar en el cuento, lo bordea sin salida, pero ¿cómo entrar y salir del cuento para que un acontecimiento se inscriba?

Necesito encontrar la respuesta en la misma escena del cuento que no cuenta, salvo el hastío de lo mismo, siempre. ¿Podré entrar en la irrepresentable escena para contar otro cuento?

Carla, una niña de 11 años, se autoagrede, golpea puertas, tira del pelo, pellizca, no habla. A veces grita, no se comunica con sus compañeros, no esgrime ninguna demanda. El sonido inmóvil del dolor se hace presente drásticamente en sus gritos anónimos.

¿Cómo abrir un eco distinto si Carla no demanda? ¿Podré encontrarme con ella respondiendo a su grito?

Juan a los 10 años dice algunas palabras y pellizca. El pellizco de él es siempre idéntico a lo que es, pellizca encerrándose. La dureza del pellizcar extenúa la perpetuidad sin cambio. Es un pellizco irreversible que no miente; certero, destruye. Cuando lo conozco no deja de pellizcarme, pellizca descontrolado... En el límite, retiro su mano-garra de mi brazo y vuelve a agarrarme. En ese vértigo desgarrante, mi cuerpo queda marcado: lleva la huella de una marca sin piel, sin sombra; indivisible, se pierde, despojada de imagen.

La escena del pellizco se reproduce inmóvil, persistente; coagulándose insiste en la solidez de la garra, en la desazón y desesperación sensible. En la parodia del equilibrio estallado, turbulento, Juan existe.

El pellizcar, ¿es un símbolo de Juan?

¿Es la negación de sí mismo?

¿Será la morada inconclusa de un recuerdo devenido pellizco?

¿El pellizcar cuida a Juan de desaparecer?

¿Pellizcando se defiende antes de que lo ataquen?

¿Podrá ser una búsqueda de lo que, como imposible, marcó su cuerpo?

¿Se produce, en el pellizcar inalterable, la plenitud de un dolor sin pena?

Pellizco sobre pellizco, grito en la marca, tristeza detenida, ¿cómo encontrar a Juan en el otro espejo?

A los niños del otro espejo generalmente se los clasifica, tipifica, selecciona e institucionaliza en prácticas terapéuticas, clínicas y educativas especiales de acuerdo con pautas, pronósticos y diagnósticos que estigmatizan la estructuración subjetiva y el desarrollo.

En este escrito pretendemos incluirnos en el otro espejo, apartándonos de lo que supuestamente estos niños no pueden hacer, ni crear, ni decir, ni representar, ni simbolizar, ni jugar, para ubicarnos fervientemente a partir de lo que sí pueden construir, pensar, imaginar, hacer, decir y realizar, aunque parezca extraño, desmedido, intraducible, caótico o imposible.

Desde esta posición se nos abre la posibilidad de encontrarnos con el otro espejo, con la otra infancia sufriente, aquella que en su desmesura permanece en la impermanencia de lo inmóvil. Ella se agota en el mínimo desplazamiento, en ese movimiento ínfimo consume su significado. He allí la otra imagen que se pasea voluptuosamente en la mudez informe.

El mundo del niño del otro espejo es desértico en su esencia, siempre idéntico a lo que no es, persiste cercenándose. Sin simbolizar vibra retráctil en el goce continuo, violento, donde perdura en la inminencia del instante pétreo, sufriente. Construye definitivamente una escena fija, desguarnecida del Otro, obscena; en ella ocupa el tiempo todo.

Estamos persuadidos de que existe una estructura sin sujeto constituido como tal. Los niños del otro espejo no hacen más que confirmarlo; crean huellas en el agua, por lo tanto, no hay registro de ellas a menos que, en una increíble parodia, nos metamorfoseemos en agua para recuperarla como acontecimiento significante propio de un decir aún no dicho y de una relación no concluida ni develada.

La imagen del cuerpo no perdura en el anonimato del agua, más bien se ve arrastrada por ella a las profundidades de un abismo sin pausa ni fronteras, donde termina evaporándose. ¿Será por ello que escenifican el dolor sin sujeto, creando una imagen en lo real refractaria del lazo relacional y simbólico?

Al introducirnos en el escenario detenido de lo otro, solos allí, en ese aislado e insólito espejo con el niño, compartiendo el siniestro borde del goce, en esa opacidad del cuerpo sin sombra, el eco resuena distinto, la desolación puede orientarse y, en el quiebre en lo idéntico, en el pliegue del doblez o en el impenetrable trazo del detalle, la fragilidad del espejo de cristal surge desbordándose, estallando en el encuentro sensible con el otro.

Muchas veces me encontré estereotipando con el niño, fue la única ventana de entrada, mirando ciegamente con él una luz, el blanco de la nada, moviendo un objeto, gritando, girando en el vacío, balanceándome mecánica, rítmica, locamente. Y sólo desde allí, en la extravagancia, dejándome desbordar por la plenitud gozosa y sufriente, en esa soledad y estatismo obscenamente indiferente, pude anticipar un sujeto e iniciar un lazo transferencial.

Al creer que había un gesto en la estereotipia, suponer en una mirada la demanda, percibir en la desmesura del grito la alteridad de un detalle; al captar lo insignificante en el estereotipar, una otra escena aparecía a través de la cual nos (des)conocíamos del mudo y tedioso otro espejo, para re-conocernos en otra imagen.

En este escrito me acompaña el asombro y la perplejidad del registro corporal-sensorial de esos intensos y dramáticos momentos en que el niño que sólo miraba la luz, por primera vez se demora y en esa intensidad me mira. Cuando la niña que nunca había llorado (sin registro del dolor), al despedirnos de una sesión se lanza al estrépito del llanto. Llora porque nos despedimos, llora en y por la existencia del otro. Cuando la niña que sólo rompía plantas se detiene ante el grito de dolor que, como personaje planta, encarnaba (suponiendo la otra escena) y reacciona tomando el borde de la hoja, parpadea, me mira, se sonríe y corre a otra planta para darme a leer otro gesto en la infinidad del encuentro.

Estos acontecimientos y la plasticidad simbólica y neuronal que los mismos conllevan no dejan de afectarme conmoviéndome, impactando en lo irrepetible que se ha creado en el escenario junto al niño; somos sensibles a él. Es necesario descentrarnos de nuestros prejuicios e ideales para dejarnos desbordar por la novedad en devenir del encuentro inesperado del indispensable espejo.

En esos vértices, desde esos ángulos, el espacio otro que invade al niño deshabitándolo se resquebraja, aparece una fisura, el hastío sofocante de lo mismo se desvanece y en esa pérdida emerge una nueva imagen, tal vez el primer y efímero secreto.

En la re-escritura del encuentro con el niño el espacio-tiempo se ensancha, proponiendo un nuevo juego cuyas huellas ya no se asientan en el agua; por el contrario, marcan el cuerpo en el artificio móvil de la otra escena.

En la sensible complicidad íntima, el despertar de lo infantil del niño acontece jugando el otro espejo, develando los infinitos caleidoscopios de las formas por-venir, guiados ahora por las huellas secretas del cuerpo, aquellas que en el niño del otro espejo siempre se pierden, si uno no está dispuesto a crearlas, recogerlas y recuperarlas junto a él.

Los niños del otro espejo nos abren las puertas para pensar el universo infantil más allá del malestar en las aristas, litorales y acertijos cuyos laberintos secretos no dejan de conmovernos. Introducirnos en ellos es el digno desafío al que les proponemos no renunciar.

Retomemos el primer interrogante: ¿Quiénes son los niños del otro espejo? Son aquellos que no pueden producir plasticidad y construir lo infantil de la infancia. Por lo tanto: ¿qué es lo que constituyen?