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Violencia, reconocimiento del otro e identidad. Una postura inspirada en Hannah Arendt y Emmanuel Levinas

 

Resumen

¿Cuántos han perdido a un ser querido en la guerra en Colombia?, ¿cuánta indiferencia ante estos hechos? Es necesario tomar como propia la responsabilidad de desnaturalizar esas violencias. Así lo hicieron Hannah Arendt y Emmanuel Levinas, dos filósofos judíos que vivieron y escribieron en un momento en que esa identidad judía representaba un peligro de muerte. Sin embargo, ellos no callaron, nos invitaron a ser críticos de la realidad, no con una sed de venganza, sino con un llamado ético que trascendiera a una no-repetición de la violencia totalitaria que presenciaron.

Este texto presenta una reconstrucción crítica de los argumentos de ambos filósofos frente a la violencia, con el fin de estudiar en qué consiste este fenómeno desde lo político e interpersonal. Se teje un argumento respecto a la exigencia de ser agentes del reconocimiento del otro, haciendo explícitos los elementos que nos constituyen como personas, para así evaluar las implicaciones de un acto violento en la identidad de víctimas y victimarios. Esta obra busca defender la tesis de una violencia de base para responder a la pregunta: ¿qué subyace al inicio de toda violencia? Se plantea desde allí una invitación al lector para asumir la responsabilidad del ejercicio del reconocimiento del otro como primer acto de no-violencia.

 

Palabras clave: Violencia, reconocimiento del otro, identidad, memoria, justicia, Hannah Arendt, Emmanuel Levinas.

 

Violence, recognition of the other, and identity. A position inspired by Hannah Arendt and Emmanuel Levinas

 

Abstract

How many have lost a loved one in the war in Colombia? How much indifference to these facts? It is necessary to accept as our own the responsibility of denaturalizing these violences. This is what Hannah Arendt and Emmanuel Levinas did, two Jewish philosophers who lived and wrote at a time when the Jewish identity posed a death threat. Nevertheless, they did not remain silent; instead, they invited us to be critical of reality, not with a thirst for revenge, but with an ethical call that transcends to the non-repetition of the totalitarian violence they witnessed.

This text presents a critical reconstruction of the arguments of both philosophers on violence, in order to study what this phenomenon means from a political and interpersonal perspective. An argument is constructed about the request to be agents for the recognition of the other, making explicit the elements that constitute us as persons, in order to evaluate the effects of a violent act on the identity of victims and victimizers. This work seeks to defend the thesis of a fundamental violence in order to answer the following question: what is behind the beginning of all violence? It also extends an invitation to the reader to assume the responsibility of recognizing the other as a first act of non-violence.

 

Keywords: Violence, recognition of the other, identity, memory, justice, Hannah Arendt, Emmanuel Levinas.

 

Citación sugerida

Mejía Quintana, J. (2017). Violencia, reconocimiento del otro e identidad. Una postura inspirada en Hannah Arendt y Emmanuel Levinas. Bogotá: Editorial Universidad del Rosario.

DOI: doi.org/10.12804/th9789587389876

 

 

Violencia, reconocimiento
del otro e identidad

Una postura inspirada en Hannah
Arendt y Emmanuel Levinas

 

 

 

 

Juliana Mejía Quintana

Mejía Quintana, Juliana

Violencia, reconocimiento del otro e identidad: una postura inspirada en Hannah Arendt y Emmanuel Levinas / Juliana Mejía Quintana. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2017.

 

xxi, 140 páginas. – (Colección Textos)

Incluye referencias bibliográficas.

 

Filosofía de la violencia / Otro (Filosofía) / Identidad / Arendt, Hannah, 1906-1975 -- Crítica e interpretación / Lévinas, Emmanuel, 1906-1995 -- Crítica e interpretación / I. Universidad del Rosario / II. Título. / III. Serie.

 

303.6 SCDD 20

 

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. CRAI

 

JDA  Septiembre 25 de 2017

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

 

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Colección Textos

 

©  Editorial Universidad del Rosario

©  Universidad del Rosario

©  Juliana Mejía Quintana

©  Wilson Ricardo Herrera Romero, por el Prólogo

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501

Tel: 2970200 Ext. 3112

editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá, D. C., noviembre de 2017

 

ISBN: 978-958-738-986-9 (impreso)

ISBN: 978-958-738-987-6 (ePub)

ISBN: 978-958-738-988-3 (pdf)

DOI: doi.org/10.12804/th9789587389876

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: María José Molano Valencia

Montaje de cubierta y diagramación: Precolombi EU-David Reyes

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S.

 

Hecho en Colombia

Made in Colombia

 

Los conceptos y opiniones de esta obra son responsabilidad de sus autores y no comprometen a la Universidad ni sus políticas institucionales.

 

El contenido de este libro fue sometido al proceso de evaluación de pares, para garantizar los altos estándares académicos. Para conocer las políticas completas visitar: editorial.urosario.edu.co

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de los editores.

Autora

 

 

Juliana Mejía Quintana

Profesional en Artes Liberales en Ciencias Sociales y en Sociología de la Universidad del Rosario y magíster en Filosofía de la misma universidad, en la cual también ha trabajado como docente e investigadora, así como tutora de un diplomado de educación para la paz. Actualmente se desempeña como docente de Ética y asistente de investigación en la Universidad del Rosario.

Entre sus publicaciones destacadas están: “Pedagogías lúdicas de educación para la paz. Una mirada a las percepciones de violencia en niños y niñas de Ciudad Bolívar” (tesis meritoria para optar al título de socióloga), así como dos publicaciones en la revista Nova et Vetera: “Anarquismo, ¿utopía, necesidad o error?” y “Suspensión de los diálogos ¿Suspensión de la paz?”.

A Dios, a mis padres y a mis hermanos
por marcar los principios que
guiaron estas páginas.

A Wilson, compañero y guía de este camino.

Y a todo aquel que se anime a seguir
—con estas páginas­— el reto del
mutuo reconocimiento.

Prólogo

 

 

Wilson Ricardo Herrera Romero

 

 

 

 

 

En esos momentos en que una sociedad está tratando de superar un conflicto armado y asume la tarea de construir una cultura política y unas instituciones que hagan posible una convivencia pacífica entre sus ciudadanos, se vuelve necesario reflexionar sobre lo que ha sido la violencia y cómo esta ha afectado no solo las vidas de víctimas y victimarios sino también las de todos aquellos que viven en esa sociedad. En ese sentido, dos de los expertos más reconocidos en este tema, John Galtung y John Paul Lederach, muestran que para comprender los retos que implica la construcción de paz es necesario indagar sobre las diferentes causas estructurales que han llevado a que en una sociedad se siga el camino trágico y la sin salida de la violencia para lidiar con sus conflictos.

Se ha vuelto común señalar que el cese de hostilidades entre los combatientes no significa que la violencia haya culminado, pues en este país —como en otros que han pasado por procesos similares— aquella permea las distintas esferas de la realidad hasta el punto que se ha convertido en parte de la vida cotidiana de los ciudadanos. Pero si en las experiencias vitales de cada uno de nosotros se ha naturalizado la violencia física, la simbólica, o ambas, esto hace más difícil pensar lo que significa e implica la paz, y esto resulta altamente problemático en tanto que el pensamiento es la condición necesaria —aunque no suficiente— para que este ideal se vuelva una realidad. Pensar la paz, aunque suene paradójico, supone reflexionar sobre su opuesto.

Sobre la violencia es posible realizar análisis desde las ciencias sociales que nos aclaren las dinámicas económicas, sociales, políticas y culturales desde las cuales emerge el conflicto, con el propósito de realizar transformaciones que alienten la modificación de nuestras prácticas y el desarrollo de una mejor vida. Este tipo de reflexiones es fundamental ya que da un sustento de comprensión real que deja de lado la ilusión voluntarista que supone —desde una postura más bien ingenua y que se niega a asumir responsabilidades fuertes— que la intención de vivir en paz basta. Pero, además de ello, resulta apremiante pensar lo que es la violencia conceptualmente, lo que esta significa en nuestra experiencia de mundo y lo que implica para unos y para otros en el marco de la convivencia más cotidiana. Esta reflexión va más allá de la constatación de unos hechos y de su explicación, pues concierne al sentido, a los fines que como sociedad perseguimos.

Es sobre este problema que se ocupa el presente libro de Juliana Mejía: teniendo como telón de fondo el pasado reciente en Colombia, y de la mano de Hannah Arendt y de Emmanuel Levinas, dos de los filósofos que más nos han puesto a pensar en torno a la manera en que la violencia permea nuestras instituciones —y con ello nuestras experiencias—, la autora se enfrenta al problema de cómo la violencia está imbricada con la construcción de una identidad personal, social y política en la que hay una patente falta de reconocimiento de la alteridad del prójimo.

Después de leer las cuidadosas reflexiones de Mejía, surgen algunas inquietudes que quisiera poner sobre el tapete, y que pueden ser la invitación o provocación para que el lector se sumerja en este iluminador libro. En sus reflexiones sobre el poder político, Arendt sostiene que este remite a la capacidad de los seres humanos de actuar juntos a partir del discurso y no —como muchos lo entienden— en el marco de una relación asimétrica en la que quien domina impone sobre los subordinados el cumplimiento de sus órdenes a través de la violencia. Para Arendt la violencia, lejos de garantizar el juego de la política, constituye una triste negación de lo político1. En este sentido, pensar la paz y aspirar a su consecución implica pensar a fondo el problema de cómo constituir ese poder de convivir y actuar juntos a partir de la palabra y del diálogo abierto entre quienes son distintos. En otras palabras, cómo hacemos para vivir juntos y de manera justa en el marco de la pluralidad.

Contrario a lo que claman los feroces defensores del nacionalismo y de una patria homogénea, las personas y los grupos que conviven en una comunidad política, si bien pueden tener experiencias compartidas, también tienen formas distintas de concebir su pasado, su presente y su futuro. Así como lo mostró Aristóteles —del que parte Arendt en sus reflexiones—, a la polis le es inherente la pluralidad que, por definición, implica disenso, desacuerdo, conflicto. Es justo allí donde surge la cuestión central de lo político, a saber: ¿cómo los miembros de una comunidad política logran actuar de manera conjunta siendo distintos? Quien asume seriamente esta pregunta, y con Arendt, considera que el pluralismo, además de un hecho, es una expresión de la agencia humana, una condición ontológica que debe ser protegida, la posibilidad de disentir, de no estar de acuerdo con la mayoría, es un principio que debe ser respetado por todos. Lo que debemos buscar no es el acuerdo homogenizante sino la posibilidad del disenso, y que nuestros conflictos se resuelvan en la palabra y no de manera violenta. Como bien lo muestra Jeremy Waldron, el principio y el fin de lo político en una democracia respetuosa de los derechos de los ciudadanos es la defensa de quien disiente, siempre y cuando no use medios violentos para imponer sus creencias y deseos2.

La violencia a la que todos estamos tentados a acudir para lidiar con el conflicto, que siempre está latente, es una negación de la humanidad, tanto de quien la sufre como de quien la usa, independientemente de si es física o verbal. En otras palabras: la violencia simplemente no responde a la pregunta propia de lo político; la suprime, la ignora y con ello se deshumaniza a quienes están en conflicto. El resultado de la violencia puede ser una especie de consenso impuesto, en el que quien disiente se convierte en víctima, en un ser cuya vulnerabilidad, en lugar de ser escuchada y atendida, se instrumentaliza al servicio de aquellos que se creen los dueños de la verdad y de los sueños de los otros.

En este punto, una tesis de Emmanuel Levinas puede ayudar para entender tanto lo que se pierde con la violencia, como el fin de lo político. Para Levinas, uno de los ejes de lo ético, sobre el cual se debe fundar lo político, son las interacciones cara a cara entre unos y otros; esto es el desarrollo de relaciones en las que, independientemente de la diferencia, se reconoce el valor intrínseco de la vida, las necesidades y las legítimas pretensiones del otro. En esta interacción cada uno debe responder, sin condiciones, a una demanda que emana de la sola presencia del otro: no harás daño y lo socorrerás en su humanidad. En esta interacción lo que está en juego es la otredad. Cuando el Estado, el orden social, o cualquier agente pasa por encima de los individuos, la alteridad pierde su horizonte y se convierte en violencia; esto es, en una falta de reconocimiento de las demandas morales a las que no solo los individuos sino también las instituciones, de manera preponderante, deben atender.

Recogiendo lo dicho y parafraseando a Kant, una paz duradera requiere superar la violencia y recuperar lo político. Para esto es necesario concebir que la democracia, más que un sistema de elección de quienes nos gobiernan, es una manera de convivir juntos, cuyo fin es proteger la alteridad que hay en cada uno de nosotros y la de quien disiente. La falta de democracia que señala el informe ¡Basta ya! puede ser entendida bajo esta perspectiva, ya que en nuestra sociedad quien disiente se convierte en el enemigo que debe ser destruido. La pregunta final que quiero dejar planteada, y sobre la que el texto de Juliana Mejía nos da muchos elementos de juicio para reflexionar, es la de cómo podemos construir una democracia incluyente, en la que no haya más víctimas sino, simplemente, diferentes formas de concebir la vida, las cuales en el juego de lo político algunas veces pueden ganar y otras perder, sin que ello implique convertirse en el enemigo, ni negarle una vida decente a quien piensa distinto.

 

Bogotá, D. C., noviembre de 2017

Notas

1 En varias de sus obras Arendt expone este argumento. En este trabajo se siguen los planteamientos que ella hace en On violence (1970).

 

2 Véase Waldron, Derechos y desacuerdos. Madrid: Marcial Pons, 2005, pp. 127-129.

Introducción

 

 

 

 

 

Cada uno de nosotros es culpable de todo
ante todos, y yo más que nadie

Dostoievski

 

Inicio estas páginas con la nostalgia de miles de miradas, de rostros que claman por ser reconocidos en las situaciones más inhumanas, aquellas que atraviesan distintos momentos históricos, distintas zonas geográficas, pero todas ancladas a la violencia de la que es capaz el ser humano y que muchas veces se torna invisible por la indiferencia.

Lo decía Primo Levi luego de tener que vivir la realidad del Holocausto:

 

Los que vivís seguros

En vuestras casas caldeadas

Los que os encontráis, al volver por la tarde,

La comida caliente y los rostros amigos:

Considerar si es un hombre

Quien trabaja en el fango

Quien no conoce la paz

Quien lucha por la mitad de un panecillo

Quien muere por un sí o por un no.

Considerar si es una mujer

Quien no tiene cabellos ni nombre

Ni fuerzas para recordarlo

Vacía la mirada y frío el regazo […] (Levi, 2005).

 

Dichas descripciones también enmarcan nuestra realidad colombiana y llevan a preguntarse: si todos somos personas que nos determinamos mutuamente, ¿por qué elegimos negarnos o, lo que es lo mismo: hacernos mal? El problema del mal ha sido estudiado de manera recurrente, en especial tras los evidentes fenómenos de maldad que hemos vivenciado a lo largo de la historia, en los que se pone de manifiesto la capacidad del hombre de hacerse daño a sí mismo y a los otros. Por ejemplo, Pavel Antokolsy —corresponsal de la Segunda Guerra Mundial—, padre de uno de los jóvenes soldados rusos que lucharon durante esta guerra, escribía:

 

Mi hijo ya no existe. Su corta vida ha terminado antes de empezar en verdad. No pudo conseguir nada. Su único logro fue crecer sano y hermoso, listo para amar y ser feliz. Pero no le tocó la suerte de experimentarlo. Solo una breve y terrible iniciación a un conflicto aterrador y sangriento. Al principio era un bebé, luego un niñito encantador, de pelo rizado, que llamaba la atención de todo el mundo; después un niño de colegio. Creció, se hizo más serio, más guapo y más listo; desarrolló un carácter, una voluntad y un punto de vista con respecto al mundo…

No hay final para todo esto, no hay escapatoria, y aunque pasen otros diez años o bien más, todo seguirá igual: tú, joven, lleno de fuerza y esperanza, lleno del derecho a vivir, a amar y a ser feliz, secuestrado por un arma rapaz, en las profundidades de una trinchera, con la cabeza caída entre las piernas. Nada ha terminado: ni la vida, ni la muerte, ni el amor, ni las heridas ni el dolor. Para ti, no hay final (Jones, 2012, p. 42; 300).

 

Reflexiones como estas también podrían extenderse al caso colombiano. ¿Cuántas madres han perdido a sus hijos en la guerra en Colombia?, ¿cuántos niños huérfanos?, ¿cuánta indiferencia? Todo esto podría hacernos pensar que somos naturalmente violentos, pero —como se mostrará en este trabajo— no es así. Por ello es necesario tomar como propia la responsabilidad de desnaturalizar esas violencias.

Así lo hicieron Hannah Arendt y Emmanuel Levinas, dos filósofos judíos que vivieron y escribieron en un momento en que esa identidad judía representaba un peligro de muerte; pero no callaron, sino que invitaron a ser críticos de la realidad, no con una sed de venganza ante sus victimarios, sino con un llamado ético que trascendiera a una no-repetición de la violencia totalitaria que ellos presenciaron.

Lo que estos autores han planteado puede ayudarnos a entender también la realidad colombiana que, bajo sus propias lógicas, ha sido impregnada por una violencia constante de más de cinco décadas. Los silencios, la generalidad de dividir el conflicto entre “amigos y enemigos”, la falta de una postura crítica frente al ser persona de cada uno de los implicados no han permitido la finalización de la guerra aun a pesar de los diversos intentos (armados, mediáticos, civiles, o de diálogo) que se han llevado a cabo.

Es por ello que para acercarnos a dichas realidades y entender más a fondo las numerosas situaciones de violencia, vale la pena analizar la postura de Arendt, que nos ayudará a entender mejor el carácter instrumental y la lógica institucional que sirven de base a la violencia. Pero más allá del análisis que puede hacerse desde lo estructural (al examinar, como hace Arendt, los sistemas de poder y sus implicaciones), el estudio de la violencia debe complementarse con un análisis en tanto acción iniciada por individuos concretos, y en cuyo ejercicio siempre hay sujetos que resultan dañados. Para comprender las implicaciones de la violencia en los sujetos, es pertinente una lectura a la postura de Emmanuel Levinas que nos servirá para comprender mejor quién es el otro y qué responsabilidades tenemos frente a él.

En este trabajo se hará una reconstrucción crítica de los argumentos de estos autores en lo que respecta a la violencia, con el fin de rescatar sus principales aportes e intentar ir un paso más allá del rastreo de aquello que está a la base de las violencias que ellos develaron; esto con el propósito de cuestionar la afectación que el ejercicio de la violencia trae, no solo para quien la sufre sino también para quien la ejerce.

En una primera parte se dará cuenta de (i) la concepción de violencia que sugiere Arendt al contraponerla al poder y al rescatar el valor de la acción, del discurso y de la pluralidad como fuentes de la condición humana; y de (ii) la concepción de violencia que sugiere Emmanuel Levinas en relación con la responsabilidad ética que nos exige el otro a través de su rostro, su infinitud y nuestra responsabilidad.

En la segunda parte se analizarán cuatro elementos que son esenciales para que alguien reconozca al otro, así como algunas características fundamentales en lo que concierne a nuestra constitución de personas. Para ello se expondrán: (i) el juicio y la banalidad del mal, (ii) la autonomía y la libertad, (iii) la vulnerabilidad, y (iv) la trascendencia.

Finalmente, en la tercera parte se mostrará (i) cómo la violencia en Colombia se ha escondido bajo distintos victimarios que —aunque antagónicos— cometen actos similares contra sus víctimas, y esto se evaluará desde la noción de justicia de Levinas, en la que siempre hay un Tercero3 que exige reconocimiento. Además se indagarán (ii) las implicaciones que tiene la acción violenta en la memoria tanto de las víctimas como de los victimarios, y las implicaciones de esto en la constitución más general de la historia que construimos como humanidad. En un tercer apartado (iii) se evaluará cómo el llevar a cabo un acto violento —además de causarle un daño a la víctima— afecta negativamente la identidad del agresor.

El centro de análisis del presente texto no es propiamente diferenciar las posturas de Levinas y Arendt, sino más bien señalar los puntos de encuentro que permitan abordar —de una manera más amplia y desde diversas aristas— lo que nos constituye como personas en el campo social. En ese sentido, el eje transversal son los sujetos de la violencia, y es por esto que aspectos como el tratamiento del judaísmo en Levinas no se abordarán en su totalidad; en lugar de ello, se buscará generar una discusión aplicada al fenómeno de la violencia, evaluando los elementos que subyacen a su ejercicio para invitar a pensar cómo hacerles frente.

Todos estos elementos servirán para afirmar —en la conclusión de este libro— la tesis de lo que llamo violencia de base, que será la manera de responder a la pregunta: ¿qué subyace al inicio de toda violencia?

Notas

3 En adelante, al hablar del Tercero se usara la mayúscula inicial, ya que toda referencia a este concepto corresponde al uso que de él hace Levinas.

Capítulo I

Dos aproximaciones
al concepto de
violencia

 

 

 

 

 

Los estudios sobre la violencia son diversos; nos centraremos en dos formas particulares de concebirla: (i) la postura de Hannah Arendt, quien la ve en su carácter político e instrumental; y (ii) la de Emmanuel Levinas, quién la ve a partir de cómo afecta la relación con el otro. Esto con el fin de plantear los aportes y limitantes que las teorías de ambos autores pueden ofrecer para evaluar los hechos que están a la base de la violencia.

 

1. Hannah Arendt y el carácter instrumental de la violencia

Usualmente la idea de violencia ha estado ligada al poder político en tanto ambos se presentan como correlatos del monopolio de la fuerza. Hannah Arendt ha mostrado que hay un riesgo en equiparar el ejercicio de la violencia y el ejercicio del poder político, ya que este último es plural y emana de la acción, mientras que la violencia instrumentaliza al individuo. Esta tergiversación del poder político la sitúa Arendt en el abandono que hemos dado a la postura griega bajo la cual el poder hacía referencia al habitar de la polis. En palabras de Arendt, “ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas pre-políticas para tratar con la gente” (Arendt, 2005, p. 53).

Lo político era concebido como la esfera pública de interacción y acción; el lugar de la comunidad y no un espacio en el que convergen individuos aislados. Contrario a dicha postura, cada vez se equipara más el poder con las relaciones mediadas por la amenaza, la coerción, o el uso de la violencia. Tras hallar este problema, Arendt nos invita a replantear el concepto de lo político y a entenderlo como una forma de acción (que es siempre acontecimiento) y de discurso. Un ejercicio de autoridad legítimo que permite defender un espacio de libertad y pluralidad. Miremos cada elemento.

 

1.1. La acción

Desde la perspectiva de Arendt, la acción no puede confundirse con un simple ejercicio, con hacer o trabajar, sino que es un acto que, a pesar de partir del individuo, se hace en cooperación con otros e inicia una secuencia infinita que nos hace responsables de lo que hacemos y de las consecuencias que traerá dicha acción en el todo social. Es con la conjunción de todas nuestras acciones que se configura lo político. Al actuar no solo estamos poniendo en uso nuestros medios para realizar algo, sino que tenemos presente unos fines que no necesariamente están bajo nuestro control, pero que guían el curso de la acción concebida como resultado de un ejercicio racional que no se reduce a hacer, sino a saber hacer, lo cual vincula el acto con una responsabilidad1.

En la acción ocurre también una revelación del agente que —habiendo interiorizado su lugar común con otros (el estar con el otro)— se reconoce a sí mismo como individuo pero a partir de su constitución social. En otras palabras, en tanto actuamos podemos reconocernos como sujetos iguales imbricados en una relación de necesidad para poder existir. En ese sentido, es característico de la acción el no estar dirigida a objetos sino principalmente a personas; es por eso que resulta irreversible, y el hecho de interferir con esta capacidad es de por sí violento en la medida en que le impide al otro realizarse.

La acción como aquí se entiende no es un fundamento instrumental, no busca ser un medio para algo, sino que —desde su realización— enmarca un fin no violento que es el del reconocimiento del otro, por eso la mayor revelación de la acción se da desde el discurso, porque la palabra es el acto mediante el cual nos insertamos en el mundo (Arendt, 2005, p. 206).

 

1.2. El acontecimiento

Toda acción es además un acontecimiento, el cual es entendido por Arendt como una irrupción en la cotidianidad que hace imposible pensar en un futuro determinado de antemano. De ahí que sea importante considerar que la violencia enmarca una arbitrariedad que ha existido en el trascurso de la historia más allá de los hechos específicos que se querían causar con ella al momento de iniciarla; entre otras cosas porque la violencia lo que causa es la ruptura de la acción, del ejercicio del reco­nocimiento del otro.

Con dicha ruptura se llega a una pérdida de la libertad propia de la capacidad de acción. Violentar al otro es interferir con el derecho de libertad que está dado desde la natalidad, acontecimiento que —como bien afirma Guillermo Zapata, a propósito de Arendt— “”