1

El viento frío llenaba todo el valle. Lobías Rumin caminaba a través de un sendero de tierra seca flanqueado por pinos y trataba de decidir qué haría esa noche, cuando se celebraba la llegada del solsticio. Días atrás, había decidido que la fiesta sería la ocasión perfecta para acercarse a Maara. Lo tenía todo preparado. La invitaría a un vaso de sidra, bailaría con ella, le hablaría de los zorros que habían visto cerca del lado sur del bosque, por el puente de Mor; ella se asustaría, le confesaría que su casa estaba más allá del puente, y entonces él se ofrecería para acompañarla hasta allí. Pero todos esos pensamientos, que habían endulzado sus noches durante el último mes, se echaron a perder el día que su tío Doménico Rumin le dijo: “Éste es un país de locos, Lobías, acabo de ver a la Maara esa de la mano de un energúmeno desgraciado como Emú. ¿Qué piensan estos jóvenes? Si ése es un bueno para nada”.

Desde entonces, Lobías se sentía tan desanimado y sombrío que no hacía más que considerar la posibilidad de quedarse en casa y beber una jarra de té de hojas de lumbra, lo que sería suficiente para dormir durante días. Lobías sabía que el viejo Emulás, un carpintero vecino suyo, había dormido una semana entera luego de beber una jarra de aquel té, y cuando despertó, según dijo, había soñado con un viaje hasta un bosque de grandes árboles donde vivían unas hadas tan amables como buenas cocineras. Para sorpresa de todos, a pesar de que el viejo Emulás había dormido todo ese tiempo, había engordado notablemente, para lo cual nadie poseía una explicación.

Al dejar el sendero de pinos, Lobías Rumin llegó a la propiedad de su tío Doménico y caminó hasta el establo de las vacas. Si hubiera estado menos distraído se habría percatado mucho antes de la lámpara encendida en el lugar, lo cual era inusual a esa hora de la madrugada, cuando todos debían estar dormidos. Se encontraba demasiado cerca cuando descubrió la tenue luz amarilla que salía de allí. Se detuvo súbitamente. Incluso retrocedió un paso o dos, sin hacer ruido. Recordó que en el pueblo había escuchado que los caminos hacia las montañas se habían vuelto peligrosos en los últimos días. En todo Eldin Menor se contaba que muchos viajeros habían sido atacados por ladrones que se escondían entre las frondas de los árboles, a la vera de los caminos. Era sabido que cuatro hermanos que se dirigían a Porthos Embilea habían sido asesinados. Como siempre que sucedían esa clase de eventos terribles, muchos culparon a los ralicias, esa gente tan seria y poco amable del país vecino, escondida tras su enorme muro rojo, que había sido construido en el último siglo y se extendía a través de valles, marismas y montañas, separando los dos países.

Aunque todo era una especulación, pues nadie podía asegurar quiénes eran los asesinos.

Lobías Rumin tomó un trozo de madera que creyó manejable y caminó con sigilo hasta el establo. Un sonido de voces susurrantes vino de adentro y Lobías se preguntó si sería capaz de enfrentarse a unos ladrones. Un instante pensó que lo mejor sería ir en busca de su tío y al otro que quizá los indeseables visitantes podrían marcharse mientras él caminaba hasta la casa en busca del señor Doménico, y era seguro que, si eso sucedía, su tío, su tía y sus primos, lo tildarían de cobarde para luego censurarlo en cada taberna, y así su reputación quedaría manchada en todo Eldin Menor. No habría quien no lo señalara, como había sucedido ya, cuando siendo niño contó a todos que había visto un domador de tornados en una colina. Primero, lo escucharon, luego, se burlaron de él, pero ese año, cuando las cosechas sufrieron debido a una tormenta de escarcha que arrasó con varias hectáreas de trigo, se acordaron del niño Lobías y lo acusaron de portador de malos presagios. Si era cierto que había tenido una visión de un espectro del pasado, el chico Rumin sólo podía ser considerado un Malavista, como se denominaba a los que observan muertos; alguien indeseable y, sin duda, peligroso. Casi nadie creyó que su visión había sido de un domador vivo y no de un espectro. Por años, Lobías sufrió cuando sus vecinos lo miraban con cierto recelo, incluso con temor. Le había costado más de una década que se olvidaran de lo sucedido, por lo que detestaba la idea de volver a ser víctima de habladurías injustas.

Lobías Rumin llegó hasta una pared lateral. Caminó frotándose, casi aferrándose a la pared como si se arrastrara por el suelo. Cuando se asomó para mirar a través de la puerta abierta, alguien volvió la vista de inmediato. Era como si hubiera sentido su presencia. Lobías retrocedió, tropezó con un cuenco vacío, cayó al suelo y se levantó de un salto aferrando el leño con ambas manos, listo para enfrentar a quien fuera que saliera por la puerta. Un viento frío trajo de atrás un olor fétido, y Lobías estuvo a punto de girar la cabeza, pero en ese momento una sombra atravesó el umbral y se detuvo antes de que la persona de quien provenía ese hedor se hiciera visible.

—¿Quién anda ahí? —exclamó Lobías. Sus palabras le sonaron patéticas y débiles, así que lo intentó otra vez—. ¿Qué buscan aquí, sean quienes sean?

El rostro de antes alcanzó a la sombra que había proyectado y se asomó por la puerta. Era una mujer. Tenía el pelo rojo como el otoño, amarrado en un moño en la coronilla de la cabeza.

—Buscamos al señor Lobías Rumin —dijo la mujer.

2

De algún lugar del occidente vino un aullido de lobos o perros salvajes. La brisa bajó a los pies de Lobías Rumin, pero éste no notó que el suelo se hacía más duro. El sonido del viento en la hierba llegó hasta sus oídos, lo mismo que el brillo de la lámpara dentro del establo.

—No soy ningún señor —dijo Lobías.

—Lo sabemos, eres sólo un muchacho.

—Que no sea un señor —dijo Lobías— no quiere decir que no sea una persona respetable.

—No he dicho eso, he dicho sólo que no eres un viejo, señor Rumin.

Lobías se sintió intimidado por la altura de la mujer, unos diez centímetros por encima de él, y lo disimuló lo mejor que pudo. Quería mostrarse fuerte. Evidentemente, la mujer era una ralicia, para quienes esa estatura era algo habitual, no como en las regiones del país de Trunaibat, menos aún en Eldin Menor.

—Buenos días, señor Rumin —dijo entonces un hombre que salió del establo. Lobías notó de inmediato que era un poco más bajo que la mujer—. Mi nombre es Alanu Atu Tamín, pero todos me dicen Nu, y esta mujer es mi esposa, Lóriga. Tu tío, el señor Doménico, nos dijo que podíamos venir en la madrugada, antes que el sol, y pedir al señor Lobías Rumin que nos vendiera algo de leche.

—¿Leche?

—Sí, señor, a eso hemos venido, a comprar leche. Somos viajeros, venimos de Tamín, un pequeño pueblo cercano, junto al mar.

—Así que leche…

—Sí, señor Rumin —dijo la mujer.

—Vaya —exclamó Lobías—. Leche. ¿Y tanto misterio para eso?

Lobías Rumin entró al establo y la pareja lo siguió. Fue mientras ordeñaba una vaca enorme y gris llamada Mua, que los viajeros hablaron por primera vez del lugar de las nieblas.

—Dime algo, señor Rumin —dijo Lóriga—, ¿es cierto lo que se cuenta acerca de las siluetas que pueden verse a la orilla de las nieblas? He oído decir que en los últimos años son bastante frecuentes.

—No son nada frecuentes —respondió Lobías—. Siempre hay un tonto que dice que ha visto algo, pero nunca ha podido comprobarse que haya nada en la niebla.

—¿Las has visto? —quiso saber Nu.

—Ni una sola. Aunque el tío Doménico asegura que, siendo un chico, observó una carreta salir y entrar de la niebla, y perderse dentro.

—¿Y quién manejaba la carreta?

—Nadie —aseguró Lobías—. No tenía conductor, la arrastraba un caballo enorme de patas peludas.

—¿Crees que sea peligroso, señor Rumin? —preguntó Nu.

—¿La niebla? No, si se mantienen alejados.

—¿Y si nuestra intención no es mantenernos alejados, sino caminar a través de ella? —preguntó Lóriga.

El rostro de Lobías se volvió una sombra. Dejó de ordeñar a la vaca y miró a los ralicias.

—Entonces diría que es tan peligroso como lanzarse por un acantilado. Sólo un demente se adentraría en ella.

—No somos unos dementes, pero es lo que pretendemos —dijo Nu.

—Acabo de decir que es como lanzarse del abismo de Elar en la isla de Férula. O peor aún. ¿Acaso no temen morir?

Lobías tomó el cuenco con la leche recién ordeñada, se levantó y lo dejó sobre un barril junto a la puerta.

—No será peligroso si se hace de la forma correcta —dijo Lóriga.

—¿Y qué manera es ésa? —quiso saber Lobías. Lóriga se acercó hasta la leche y la olisqueó.

—Huele bien —dijo la mujer.

—Es dulce y cremosa —admitió Lobías—. La mejor de todo Eldin Menor. ¿Quiere probar un poco?

—Sí. Sin duda que sí.

—Ahora mismo —dijo Lobías y se acercó hasta la pared, a una repisa donde se hallaban dos vasos de madera. Mientras lo hacía, volvió a preguntar cuál era la forma correcta de lanzarse por un abismo.

—No lo sé —dijo Nu—. No sé nada de abismos. Pero sí sé cómo encontrar un camino en la oscuridad de la niebla.

3

Lobías notó que había una luz encendida en la casa de su tío. A esa hora, su tía estaría prendiendo el fuego de la cocina. Pronto silbarían las teteras y el olor del pan recién horneado llegaría hasta el establo. Lobías no solía desayunar con ellos, salvo en alguna rara ocasión, la última de las cuales había sucedido casi un año atrás. Que su propio tío no fuera más considerado con él era algo que lo había amargado durante mucho tiempo, aunque era cierto que en los últimos meses trataba de zafarse de esa amargura.

—¿Y cómo encontrar un camino en la oscuridad de la niebla?

—De la manera que dicen los viejos libros —dijo Lóriga—. De donde venimos se cuentan muchas historias, y la mayoría de ellas se retoman de libros muy antiguos, más antiguos que la ciudad de Luan, más antiguos incluso que la gran guerra que trajo las nieblas interminables. Libros, señor Rumin, que fueron escritos hace tantos siglos que están llenos de palabras cuyo significado hoy tomaríamos por magia, cuando entonces era sólo el recuento de un día cualquiera.

—Nosotros también tenemos libros antiguos —dijo Lobías—, los hay en Eldin Mayor y en Porthos Embilea, aunque no los he leído, pero estoy seguro de que son tan antiguos como los de sus bibliotecas, y en ninguno de ellos se habla sobre cómo atravesar el Valle de las Nieblas.

—¿Cómo sabes que no es así, si no los leíste? —preguntó la mujer.

—Porque en este lugar no hay nada que hacer cada noche salvo ir a las tabernas y beber cerveza y contar historias, y he escuchado muchas historias, algunas de ellas muy extrañas, pero ninguna que dijera cómo atravesar ese valle. Al contrario, he oído demasiadas historias que advierten que, quien camina entre la niebla, jamás regresa.

—También las hemos escuchado —dijo Lóriga.

—Muchas veces —aseguró Nu.

—Demasiadas —redundó Lóriga—, pero hemos leído también otras que cuentan sobre las abejas. Las hermosas abejas Morneas, que emigran hacia el norte en primavera y hacia el sur en otoño. Quien siga la ruta de las abejas, llegará al Árbol de Homa. El primero de todos los árboles, señor Rumin.

—Seguro hay una buena historia en verso sobre eso —dijo Lobías con retintín, mientras ofrecía un vaso de leche recién ordeñada a Lóriga y otro a Nu.

—Más de una —dijo Nu, tomando el vaso.

—Pues por aquí no las conocemos —dijo Lobías Rumin— y aunque las conociéramos, nadie caminaría por el valle siguiendo a unas abejas. Es una locura. Ni siquiera su zumbido es demasiado ruidoso.

—Qué leche más deliciosa —dijo Lóriga.

—La mejor —dijo Nu, que también la había probado.

—Pues disfrútenla, porque si persisten con esa idea suya de seguir a las abejas puede ser la última que beban.

—No seas pesimista, Lobías —dijo Lóriga.

—No lo soy, sólo que me parece una tontería tan enorme, tanto como si alguien pensara en estos días que la historia del Faro de Édasen es verdadera.

—¿Y qué historia es ésa? —preguntó Nu.

—Una que no tengo tiempo de contar ahora mismo —replicó Lobías—. Pero… voy a decirles algo que quizá ya sepan. En los últimos días se han contado algunas historias sobre asaltantes en los caminos desolados, y el sendero que llega al Valle de las Nieblas es tan desolado como sombrío. Y se dice que es gente venida de más allá del muro rojo…

—Eso es una enorme mentira —lo interrumpió Nu—, nosotros no andamos por los bosques asaltando gente.

—Puede que no sean los ralicias, pero tampoco somos nosotros, y hace dos noches el viejo Emú nos contó que muchos años atrás, cuando él era un niño, sufrieron una temporada de asesinatos en los caminos, y que entonces se había asegurado de que los culpables habían sido unos hombres que venían de la niebla. O no hombres, sino espectros. Eso fue lo que dijo. Incluso nos contó que lograron asesinar a uno de esos espectros y que portaba una armadura de guerra. Y el viejo Emú asegura que la causa de estos nuevos asesinatos puede deberse otra vez a extraños visitantes, a sombras que vienen desde la oscuridad.

La oscuridad de la que hablaba Rumin se apoderó de los rostros de Nu y Lóriga.

—Hay que ser precavidos —dijo la mujer.

—Lo hemos sido —resaltó Nu.

—Pero hay que serlo aún más —insistió Lóriga.

—Si yo fuera ustedes —interrumpió Lobías—, alquilaría una habitación en una posada y me quedaría ahí a esperar a que todo pasara. Es lo más prudente. Pero ya están advertidos.

—Lo estamos —dijo Nu.

A pesar de la advertencia, cuando bebieron leche suficiente, los viajeros se marcharon rumbo a los caminos que bordean la montaña junto al Valle de las Nieblas. Al despedirse, Lóriga le pidió a Lobías ir a verlos con la excusa de contar algunas historias como esa que mencionó sobre el Faro de Édasen, beber té y comer unos buenos bocadillos. Lóriga le dijo a Lobías que estarían en alguna parte del camino, mientras las abejas no se movieran. Lobías les prometió que los buscaría, aunque lo dijo a sabiendas de que no lo haría. O al menos eso creía en ese momento, cuando ignoraba por completo que aquel encuentro providencial en el establo de su tío iba a cambiarle la vida.

4

Luego del encuentro con los ralicias, Lobías hizo lo de todos los días, ordeñar las vacas hasta llenar dos cuencos, colocarlos a ambos lados de una burra llamada Mirta, y transportar la leche a sus clientes habituales, lo que le ocupó buena parte de la mañana. Sus pensamientos lo llevaban de Maara a los ralicias. Consideró lo que podía suceder si se atreviera a acometer una aventura como la que pretendían los ralicias. Más de una vez, Lobías había soñado con ciudades que no conocía, y había pensado que quizás eran visiones de países más allá de la niebla. Pero eso no era suficiente. Sabía bien que nadie en Trunaibat se había internado en esa oscuridad, y que, quien lo hizo, no volvió para contar lo que había visto. Era como morir, pues ¿quién podía contar lo que había más allá? Pese a ello, sabía que, de ir y volver, se volvería alguien famoso en todo Trunaibat. Y si algo necesitaba era dejar de ser un simple vendedor de leche. Lobías Rumin estaba seguro de una sola cosa: detestaba su vida. Y quería cambiarla como fuera. Pese a ello, no había dejado de considerar que entrar en la niebla equivalía a un doloroso suicidio.

Lobías estuvo tan distraído toda la mañana que derramó un poco de leche con dos clientes distintos, y olvidó un mensaje que Tronis, el hijo de la señora Loria, la dueña de La Posada del Norte, le había dado para su tío. Cuando, al final de la mañana, de vuelta en casa de su tío, el señor Doménico le preguntó si había alguna novedad, Lobías negó con la cabeza y se marchó de inmediato.

Mientras caminaba bajo los pinos del sendero que llevaba de la granja de su tío, a las afueras de Eldin Menor, hasta su casa, situada en el centro de la ciudad, pensó que no sería mala idea ir por la tarde en busca de los ralicias y compartir algunas historias con ellos. Tenía ganas de preguntarles si sabían algo de los domadores de tornados. Era probable que en los libros que mencionaron hubiera algo sobre ellos, una descripción más precisa, por ejemplo, o quizás una rima escrita en el lenguaje de los domadores, incluso podría existir una escena semejante a la que él mismo presenció. Hacía mucho que no pensaba en ello, pero la conversación con los ralicias había despertado una vieja emoción, un antiguo deseo por conocer lo que para otros era mitología, pero que para él era algo tan real como la llegada de la primavera o el color de la leche. Si todo iba bien, quizá podría atreverse a contarles lo que él había visto. Después de todo, eran sólo unos extranjeros y poco importaba si le creían o no.

Lo del domador de tornados sucedió cuando Lobías Rumin era un chico de nueve años. Acababa de llegar de la isla de Férula para vivir con sus tíos, y pese a lo ocurrido sólo meses antes, la tragedia de haber perdido a sus padres debido a la fiebre que acabó con tres cuartas partes de la población de la isla, no era un niño triste o huraño. Al contrario, en esa época Lobías era un chico jovial, amable, y siempre parecía querer hablar con los mayores, a los que pedía que le contaran historias. Una mañana, luego de ayudar a su tío con las labores de la granja, que en esa época consistían en ordeñar una cabra, darle de comer a las gallinas y llenar el estanque de los cerdos, Lobías quiso dar un paseo por el bosque cercano. Nunca se alejaba demasiado, pero ese día quiso ir hasta unas colinas donde alguien había mencionado que crecían unas setas llamadas gambaritas, que le gustaban mucho a su tío. Cuando llegó a las colinas, las encontró repletas de las tales gambaritas y se entretuvo cortando algunas de ellas. Se encontraba arrodillado cuando de alguna parte empezó a soplar una brisa, primero suave y deliciosa, y cada vez más fuerte. Escuálido como era, la brisa no tardó en arrastrarlo colina abajo. Parecía que una tormenta se cerniese en pleno verano, el día se volvió gris en un instante y el viento apenas lo dejó ponerse en pie. Entonces observó, con temor, cómo en la redondeada cúspide de la colina, alto como un gigante oscuro y enloquecido, giraba un tornado. Lobías no había visto un tornado jamás, pues no eran habituales ni en las islas ni en Eldin Menor, aunque sabía de ellos por las historias que contaban de esos monstruos de viento que giraban sin detenerse destruyendo todo lo que tocaban. Se sintió perdido. Dominado. Incapaz de escapar. Y, por un instante, era como si la muerte lo tuviera atado de los talones. Pero en ese momento descubrió a aquel hombre, tan irreal como si hubiera salido de cualquiera de las historias que tanto le gustaban. Montaba un caballo de parches grises, amarillos y blancos. Llevaba botas de piel de serpiente, y a Lobías le pareció que todo su traje estaba elaborado con esa clase de cuero. El caballo emitió un relincho fortísimo y se levantó sobre sus patas traseras, al tiempo que aquel hombre de tez curtida por el sol, dorado él mismo, lanzó su látigo contra el tornado. Y a la vez que lo hacía, pronunciaba unas palabras en un lenguaje que Lobías jamás había escuchado, pero que le parecieron poderosas y antiguas. Pronto, el gigante oscuro retrocedió y retrocedió, y Lobías pudo levantarse y correr tras aquella escena. Le pareció que el tornado tenía brazos largos que lanzaba contra aquel hombre, pero aun así retrocedía, cada vez más, hasta chocar con los pinos cercanos y disiparse, volviéndose apenas una brisa suave y dulce como las que nacen al alba, en los primeros días de la primavera. Entonces, aquel hombre volvió a mirarlo. Sus ojos oscuros se incrustaron en los suyos, y cabalgó hasta perderse en la espesura del bosque, aún más hacia el norte, en dirección a las montañas azules. Lobías se quedó mudo. Sus ojos, llenos de lágrimas. Había visto un domador de tornados, una figura mítica, de las que sólo hablaban las viejas historias fantásticas.

Como hubiera hecho cualquier niño, contó lo que había presenciado, y no tardó mucho para que fuera conocido como un Malavista o, si acaso, un mentiroso. Muchos pensaron que la tragedia que había sufrido, la de la muerte de sus padres, de alguna forma lo había trastornado y vuelto un inventor de historias que contaba para llamar la atención. A muchos les apenó aquel chico demasiado hablador para las costumbres de Eldin Menor, y se lo hicieron saber. Pronto, dejaron de tomarlo en cuenta en las festividades del pueblo. Y hubo, en esa época, muchos niños de su edad que tuvieron prohibido hablar con Lobías, pues se consideraba peligroso socializar con un chico capaz de ver muertos. Su propio tío hizo construir para él una habitación entre las ramas de un árbol junto al establo, que hizo pasar como un obsequio de cumpleaños. Al principio, Lobías recibió con alegría su regalo, pero no tardó mucho tiempo en comprender que su tío en realidad no quería verlo ya dentro de casa. El chico Lobías se alejó de las personas, no sólo de sus tíos y sus primos, sino de casi todo Eldin Menor. Se volvió huraño, silencioso, y el buen humor y la jovialidad de la que había gozado se extinguieron para dar paso a un joven que no reía casi nunca ni disfrutaba de hablar con casi nadie. Es cierto que, con los años, esa introversión se disipó, sobre todo cuando se volvió un repartidor de leche, pero no por completo. Lobías sabía que era considerado un Malavista, y aunque había negado serlo en infinidad de ocasiones, estaba convencido de que muchos desconfiaban de él. Solía repetirse que no le importaba, pero lo cierto era que le importaba demasiado. Muchas veces, en la oscuridad de su habitación, pensaba que debía marcharse, quizá volver a la isla de Férula o establecerse en una ciudad como Eldin Mayor, donde nadie lo conocería. Aunque sospechaba que su destino no se encontraba en un sitio como Eldin Menor, estaba convencido de que había una vida distinta para él en alguna parte y se mortificaba al pensar que era un cobarde, pues no se atrevía a emprender un viaje. Otras veces, se permitía pensar que no era el momento. Que debía esperar. Y que, cuando llegara el día propicio, lo sabría y partiría en busca de su destino.

5

—Ha sucedido algo extraño con ese chico —dijo Lóriga—. Era como si ya lo conociera de antes, de hace mucho.

—¿Crees que es a quien has visto en sueños?

—Sabes que no puedo saberlo, pero tuve una sensación muy extraña, como cuando has encontrado algo que has buscado largo tiempo y de pronto está allí.

En el último año, Lóriga había soñado muchas veces con un guía, alguien a quien debían seguir a través del Valle de las Nieblas para llegar hasta el Árbol de Homa. En su sueño, éste caminaba siempre delante, así que sólo podía ver su espalda, una capa con capucha. Una sola ocasión este guía había girado el cuello y Lóriga pudo observar la silueta de su perfil. En todo su viaje había buscado alguien con esas características, pero sin suerte. Cuando Nu le había preguntado cómo era, ella no había podido decirle mucho, salvo que era alguien joven y extraño, no un ralicia sino alguien quizá del país de Trunaibat, aunque ni siquiera podía estar segura de ello.

Lóriga había tenido visiones desde niña. Había visto la ola gigantesca que un verano había cubierto el puerto de Maunesí, donde murieron docenas de personas. Predijo la sequía que durante dos años azotó la región norte del país de los ralicias. A sus diez años, dijo a su madre que se despidiera de su hermana, pues moriría antes de que acabara el invierno, lo que sucedió como había dicho. Una ocasión, había conversado toda una noche con su abuelo, un hombre llamado Enú Ham, un poeta estudioso de los viejos mitos, quien había sido conocido en vida como Ham el Rimador. Lóriga les contó que el viejo Enú le había asegurado que las viejas rimas decían la verdad, que él mismo había cantado en susurros sus rimas frente al Árbol de Homa. Durante toda su vida, Lóriga había vivido este tipo de acontecimientos tan extraños como extraordinarios, y Nu la conocía de siempre, así que confiaba en ella plenamente. Si creía que podían atravesar el Valle de las Nieblas era porque ella le había dicho que era posible.

Cuando Lóriga empezó a soñar, confiaron que, llegado el momento, se encontrarían con un guía, un elegido, un domador o un vidente que los llevara hasta el Árbol. Según las antiguas leyendas, nadie más que los domadores o los videntes podían atravesar la niebla, pues sólo ellos sabían dónde se encontraba el Árbol y podían andar hasta allá incluso con los ojos cerrados, pues todos los caminos estaban en su interior, como tatuados en su espíritu. Tanto Nu como Lóriga estaban convencidos de que aquello contado en las antiguas rimas no era mitología sino historias acontecidas en otra época del mundo. Creían en la raza de los domadores, aunque no se había visto ninguno por esas tierras en siglos. Y creían en el Gran Árbol, como muchos maestros del pequeño país de los ralicias. Cuando Lóriga observó a Lobías Rumin, se llevó una impresión distinta a la de Nu, pues no observó a un simple chico vendedor de leche fresca, sino a alguien más, alguien a quien quizás había visto en sueños.

—Era sólo un granjero —dijo Nu—. Es evidente.

—Lo sé —dijo Lóriga—, pero ¿qué aspecto querías que tuviera? ¿Acaso esperabas que bajara de un caballo vestido como un rey o acaso esperabas encontrar a alguien como lo muestran las pinturas? No creo que eso exista. O no de esa manera.

—No quise decir nada malo sobre el chico —dijo Nu—, es sólo que no me pareció que fuera a quien has visto.

—Si lo es —dijo Lóriga, con decisión—, de alguna manera se unirá a nosotros. Y si no lo es, no lo veremos más. Es así. Y así será. ¿Confías en ello, buen Nu?

—Confío en ello. Sin duda, si debe ser, será.

7

Luego del desayuno, Lobías se tendió en su cama y se quedó dormido. Despertó a primera hora de la tarde y estuvo un buen rato pensando en Maara. La había conocido cuando eran unos niños, en el río, pero nunca había cruzado con ella ni una palabra, salvo cuando la ayudó a bajar una cometa de un árbol. Aquel día Maara estaba acompañada de su amiga Li, quien había tratado a Lobías de una manera tan amable que incluso le pidió que le contara cómo era un domador de tornados. Aún con la sospecha de que podía burlarse de él, Lobías contó su historia lo mejor que pudo, pero no consiguió entusiasmar a Maara, que escuchó el relato en silencio. Y, sin embargo, Li se entusiasmó tanto, que desde entonces llamaba a Lobías con el apodo de Domador.

Cuando se levantó de la cama, se lavó la cara y salió rumbo al mercado en busca de algo de pescado para prepararse una sopa. Como era día de fiesta, su tía lo había invitado a almorzar, pero era seguro que sus primos estarían en la casa y no quería cruzar una palabra con ellos. Tenía dos primos: Doménico, que se llamaba como su padre, y Ratú. No habían sido precisamente amigables con él, jamás lo invitaban a salir a cazar con ellos, ni a cabalgar, ni a cortar frutas, ni iban juntos a las fiestas. Doménico ni siquiera lo había invitado a su boda. Cuando se encontraban en casa de sus tíos, apenas le dirigían la palabra, y si lo hacían, era para compadecerse de él o criticarlo: “A ver, Lobías, si vas pensando en hacerte un hombre y casarte y tener hijos. A ver si te dejas de andar inventando historias estúpidas. A ver si aprendes un oficio de verdad y te ganas la vida más allá de las cabras. A ver si dejas de parecer un campesino”. A ver esto y lo otro, y Lobías había discutido tanto y en tan malos términos con ellos, que prefería evitarlos.

Cuando salió de casa era media tarde. Al llegar al mercado no quedaba nadie que pudiera ofrecerle algo para cocinar o comer. Regresó sobre sus pasos y cuando alcanzó la plaza, observó a Maara y a Li sentadas en un banco. Ambas parecían estar vestidas para la fiesta, aunque aún era temprano. Lobías pensó que bien podía acercarse y preguntarles cualquier tontería o contarles lo que el viejo Leónidas le había dicho por la mañana. En eso estaba, entre el sí y el no, cuando alguien se acercó a las chicas. Se trataba de Emú. De un momento a otro, Maara y Emú caminaron hacia un lado de la plaza y Li hacia el otro, en dirección a Lobías. Cuando Li estuvo cerca, Rumin simuló mirarse las uñas.

—Domador —lo saludó Li—, ¿no vas a vestirte para la fiesta?

—Hola, Li —dijo Lobías—. La fiesta, pues no sé si valga la pena esa fiesta.

—Todas las fiestas valen la pena, no seas perezoso.

—No sé por qué tienen que valer la pena.

—Ahora dime —dijo Li—, ¿por qué alguien preferiría no venir a una fiesta? ¿O crees que es mejor quedarse en casa sin hacer nada mientras todos están bailando o cantando o brindando o comiendo pasteles? No seas un anciano, Lobías. Ven a la fiesta y te dejaré bailar conmigo una vez… Tal vez dos. O incluso tres. Pero no más de tres. Hay una larga lista de chicos que quieren bailar conmigo.

—¿Y quién dijo que quiero estar en esa lista?

—Eres un grosero, Domador —se quejó Li.

—Lo siento, Li.

Li, molesta, se alejó, y Lobías se quedó en pie, en el polvo, sintiéndose un verdadero idiota.

Luego de un rato, caminó hasta su casa. Subió hasta el diminuto desván, buscó en una de las cajas apiladas y sacó su vieja espada. Como le había dicho el viejo Leónidas, aunque por distintos motivos, tomó una piedra y empezó a afilarla.

10

—¿Qué hace una de la raza de los ralicias tan lejos de casa? —dijo un hombre, que se encontraba justo atrás de Lóriga, quien, inclinada, preparaba una fogata. El hombre vestía una capa gris con capucha y sostenía en la mano una pequeña espada, briosa y dorada pero lisa, pues no adornaban su hoja ni un dibujo ni unas letras.

—No estoy sola, buen hombre —dijo Lóriga, girando el cuello para observarlo.

—No veo a nadie más por aquí, salvo que se refiera a mi compañero.

Otro hombre, que vestía con una capa de color rojo, se encontraba a unos pasos a su izquierda.

—¿Desean una taza de té? Estaba por encender un fuego.

—Nadie camina por estas tierras de sombra —dijo el de la capa gris—, a no ser que tenga una buena razón. Algo que comerciar, alguien de quien escapar o un tesoro que esconder. ¿Cuál de los tres es su motivo, señora?