título original:

Women in their Beds


© 1996, Gina Berriault


© de la traducción, 2018, Olivia de Miguel Crespo


© 2017, Jus, Libreros y Editores, S. A. de C. V.

Donceles 66, Centro Histórico

06010, Ciudad de México


Mujeres en la cama

isbn: 978-607-9409-96-8


Primera edición: diciembre de 2017


Imagen de cubierta:

Frederic Leighton, Flaming June


Todos los derechos reservados.

Queda prohibida la reproducción total o

parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

incluidos la reprografía, el tratamiento informático,

la copia o la grabación, sin la previa autorización

por escrito de los editores. 


GINA BERRIAULT


MUJERES EN LA CAMA


TRADUCCIÓN DEL INGLÉS

DE OLIVIA DE MIGUEL


 


A Julie Elena, de nuevo 

 


MUERTE DE UN HOMBRE

 INSIGNIFICANTE


En medio de un grupo de amigos que bebían cerveza de Dinamarca en altos vasos mexicanos en un apartamento con sofás rojos de polipiel y alfombras negras de pelo largo, justo en el momento en que la anfitriona, antigua corista en Las Vegas, se inclinaba risueña para susurrarle algo al oído, justo entonces, él se lanzó del sofá a la alfombra. Los demás, su esposa entre ellos, pensaron que fingía un ataque para bromear sobre la proximidad pechugona de la anfitriona o lo que ésta le había dicho al oído, aunque aquella clase de simulaciones eran totalmente ajenas a su tímida, graciosa y reflexiva personalidad. Pero justamente porque aquello no era habitual en él, enseguida se dieron cuenta de que se trataba de un acto que escapaba a su control. Los que estaban sentados junto a él se quitaron de en medio y, al igual que el resto, se pusieron de pie. Su esposa cayó de rodillas a su lado.

Durante varios segundos permaneció rígido y con los ojos en blanco mientras su esposa le daba golpecitos en la cara y le acariciaba las manos. Había espuma en el borde inferior de su cuidado bigote rubio. Los demás, en estado de shock, lo rodearon mientras conversaban en tono de duelo. Alguien preguntó a su esposa si algo así le había sucedido anteriormente: ella respondió que no, que nunca, y lo repitió ante el joven médico del piso de arriba, a quien la anfitriona había llamado y que se hallaba arrodillado al otro lado de aquel hombre ahora flácido.

Claudia, la esposa, se hizo a un lado mientras el médico, con gestos de aliento y un «¡vamos, arriba!», ayudaba a su marido, largo y débil, a tumbarse en el sofá. Ella se negó a sentarse por si se producía algún contratiempo imprevisto. La anfitriona la cogió por la cintura, pero ella no se entregó al consuelo. La dejaron en paz. Miraba el rostro conmocionado de su marido que, a su vez, miraba azorado la cara del doctor, encima de él, moviendo el estetoscopio por el amplio pecho descubierto. El joven médico levantó la vista para preguntar a Claudia qué brazo, qué pierna había sacudido, y ella le contestó que se había asustado demasiado para darse cuenta; notó la fugaz reacción del médico ante su persona, idéntica a la de tantos hombres y mujeres cuando la veían por primera vez: la lucha por ocultar la emoción que despertaba la belleza de una mujer, fuera cual fuera esa emoción: envidia, deseo o incluso miedo. La conciencia del efecto que provocaba duraba medio segundo e iba seguida de una sensación de cariño y lealtad que la convertía de nuevo en aquella chica que había sido para él al principio de sus nueve años juntos.

Cuando él se puso en pie, tambaleante, bromeando tímidamente con los labios secos, alguien dijo que las setas encurtidas eran alucinatorias y otro se rio con todas sus fuerzas y se tiró al suelo. La anfitriona lo ayudó a ponerse el abrigo y Claudia, pasándole el brazo por la espalda, lo condujo, con ayuda del anfitrión, a través de los cinco lentos pisos en el ascensor y a lo largo de la calle.

Mientras conducía a casa, recordó con remordimiento su pelea a primera hora de la noche. Ella no había querido ir a la fiesta. «Puede que no sepan quién demonios es Camus —ha­bía dicho él, estirando las palabras al tiempo que estiraba innecesariamente sus calcetines—. Pero ¿por qué no bajas de vez en cuando al nivel de los mortales?» Aquella noche, ambos habían bajado al nivel de los mortales y ahora él dormía profundamente con la barbilla hundida en la bufanda, las largas piernas estiradas y separadas entre sí, las manos en los bolsillos del abrigo; en uno de ellos había deslizado la nota del médico con el nombre de un neurocirujano. El médico no le había dado tranquilizantes, pero su sueño era tan profundo como si hubiera tomado alguna droga.

En el puente estaban casi solos; detrás de ellos, las luces delanteras de dos coches y muy por delante, cada vez a mayor distancia, los faros traseros de otro; todo aquello, unido al miedo que ella sentía de que el sueño de su marido fuera un preludio de la muerte, cambió el escenario de la oscura bahía y las engalanadas ciudades nebulosas que la bordeaban. Lo familiar se volvió muy extraño, como si, en caso de que él abriera los ojos, ésa fuera a ser la última visión que tendría del paisaje. Entonces volvió a sentir, casi avergonzada, aquella afinidad con Camus, y aunque Camus estuviera muerto, la adoración por él que la había llevado a París hacía siete años revivió de nuevo en su memoria. Había ido sola y vivido allí durante tres meses gracias a la pequeña herencia de una tía, pero el dinero se había acabado antes de que tuviera lugar el proyectado encuentro. Era verdad que no se había esforzado demasiado por entrar en contacto con gente que lo conociera, pero ¿cómo iba a hacerlo? Suponía que, si frecuentaba las calles por las que él quizá pasaba, podía producirse un encuentro casual y él se daría cuenta a primera vista de hasta dónde había sido capaz de llegar para estar con él. Sin embargo, en aquel tiempo también había sentido que su búsqueda era tan vergonzosamente obvia como la de una amiga suya que, enamorada de Koestler, había conseguido un lugar en las primeras filas de una conferencia y, fijando sus ojos en él, lo había hecho cometer un par de deslices en su discurso; luego se le había acercado en el vestíbulo y le había demostrado lo profundamente que había analizado su obra permitiéndose criticar algunos puntos de su conferencia en los que aparentemente él se había contradicho. Su obsesiva temporada en París no la había llevado a ningún lado y, desesperada (¿qué sería de su vida?), había regresado a Nueva York. Pero se había negado a embarcar en el avión a San Francisco. En la sala de espera del aeropuerto la había invadido una terrible y profética sensación: todas aquellas personas que esperaban para embarcar, la elegante mujer madura vestida de negro, la joven madre y su hijo con traje y gorra de marinero, los demás, todos iban a morir aquel día. Aún no había abandonado la sala de espera, todavía estaba en el banco, incapaz de levantarse, incapaz de volver con Camus e incapaz de volver con su marido, cuando el avión se estrelló al intentar despegar. Había vuelto al hotel y se había pasado el día llorando en su habitación, temblando de miedo ante aquella sensación profética que, de aparecer nuevamente, la mostraría vieja, sin rastro ya de belleza, sin rastro ya de curiosidad por la vida, sin rastro ya de esperanza por una gran pasión.

En la larga carretera llena de curvas que descendía de las colinas y llevaba hasta la ciudad, con sólo el bajo guardarraíl blanco entre el coche y la escarpada pendiente y su marido dormido junto a ella, volvió a sentir la inminencia de algo. Si hacía siete años ella hubiera iniciado otra vida, su marido habría encontrado otra esposa y habría continuado viviendo; ahora, una vida distinta sería el resultado de que él muriese. La sensación de crisis, seguida de una sensación de culpa, cayó sobre ella en forma de un terrible cansancio y, al ayudar a su marido a incorporarse y salir del coche, sintió su cuerpo tan pesado como el de él.

Lo sentó en la cama, le quitó los zapatos y los calcetines y, apenas lo había tapado hasta la barbilla, se quedó dormido boca arriba. El sueño de él la alcanzó mientras se desvestía y se ponía el camisón y la empujó junto a su marido; se dio la vuelta en la cama para ponerse frente a él y puso la mano sobre su pecho desnudo, intentando convencerlo con su mano, con todo su corazón, de que permaneciera con vida. «Querido Ger­ald, amado Gerald: permanece vivo.»

Gerald pasó casi todo el domingo durmiendo, aunque Claudia lo despertaba cada pocas horas por miedo a que hubiera caído en coma. Le llevó leche con tostadas y fruta como excusa para despertarlo. Por la tarde, después de deambular un poco tratando de recordar las sensaciones, los pensamientos, que habían precedido el ataque, leer los periódicos y darse una ducha, volvió a la cama a las diez y durmió hasta el día siguiente a mediodía, cuando su esposa lo despertó acariciando el suave interior del brazo surcado de venas que tenía doblado sobre la almohada, un medio marco para su pálida cara sin afeitar. Ella le dijo que el neurocirujano no podía darle hora antes del viernes de aquella semana y él por fin relajó el ceño: si el especialista no tenía prisa para verlo es que la cosa no debía ser tan grave. Se sacudió de encima las sábanas, levantó las piernas y pataleó en el aire hasta que consiguió sentarse. «Me levantaré, me levantaré», dijo.

A esa hora él siempre estaba levantado ya, tallando sus bellas esculturas de madera, vagabundeando por los caminos forestales o las playas o haciendo lo que le apetecía antes de bajar la colina, tomar el autobús a la ciudad y sentarse a trabajar ante su escritorio hasta la media la noche preparando el periódico del día siguiente. Se levantó y, en el momento en que él volvió a estar en pie, Claudia volvió a sentir la inercia que caracterizaba su vida. El que volviera a estar en pie, listo para irse a trabajar sin haber perdido un día, privaba a Claudia de esta crisis en su vida, de este crucial punto de inflexión. Alarmada por su propia reacción, abrazó a su marido por detrás, apretando su cara contra la espalda de él y besándolo tantas veces por sobre el hombro que lo hizo inclinarse hacia delante, encantado de plegarse al amor que ella le mostraba.

Claudia estaba en la bañera cuando él se marchó. Imaginó qué aspecto tendría mientras bajaba la colina, bajo la arcada de árboles: un hombre fuerte de treinta y seis años, sin sombrero, yendo a trabajar a la hora en la que la mayoría estaba a punto de volver a casa. En aquel momento, al imaginar que él desaparecía, sintió el vacío de la casa y, en aquella casa vacía, sintió su propio potencial. Se veía a sí misma con los ojos de otra persona: la mirada más intensa que se podía imaginar. Al minuto siguiente, temerosa de que algún maleante estuviera dentro de la casa, se levantó de la bañera, echó el cerrojo en la puerta del baño y, aturdida, se envolvió a toda prisa en una toalla. Tras un largo minuto buscando escuchar si alguien caminaba por la casa vacía, abrió la puerta del baño y, manteniendo cerrado su kimono, revisó descalza las habitaciones, sabiendo mientras buscaba que no había nadie en la casa sino ella.

Algunas noches cenaba en casa, sola, leyendo en la mesa, y otras bajaba a la ciudad, a uno de los restaurantes al borde del agua, con la tranquilidad de una residente en una meca turística. La gente la miraba con curiosidad: una joven atractiva que cenaba sola. Otras noches salía a última hora de la tarde, inquieta y cansada de leer, se acercaba a la librería que abría hasta la medianoche y se sentaba a una mesita redonda a tomar café y a leer un poco más: los periódicos de Inglaterra y Francia. Los años en que su marido había trabajado de día, ella había tenido algunos empleos. Fue recepcionista en una agencia teatral, dependienta en la sección de alta costura en unos grandes almacenes… Pero aquella superficialidad y la ansiedad de todo el mundo, unidas a la exposición de su propia persona, retraída por naturaleza, le provocaron noches de angustia y tuvo que abandonar. Había decidido no trabajar en lugares vulgares. Sólo quería leer. Las únicas personas, además de Gerald, con las que podía conversar eran los escritores famosos y algunos desconocidos cuya obra había descubierto por sí sola. Siempre se establecía una maravillosa telepatía en ambas direcciones. Mientras ella leía los pensamientos de ellos, éstos parecían leer los de ella.

Aquella noche se preocupó menos de lo habitual de la ropa que se ponía. Dondequiera que fuese, siempre se esmeraba en su apariencia por temor a las miradas críticas. Y siempre llevaba la cabeza descubierta porque su pelo rubio era un amoroso regalo de sus ancestros escandinavos. La blusa de seda malva que escogió tenía una lámpara de vino y había una manchita junto al dobladillo de la falda de lana gris. Llevar aquella ropa sin avergonzarse era, para ella, aceptar una mancha en el espíritu de la mujer que se permitía soñar con otra vida.

Aparcó el viejo y vulgar descapotable junto al pequeño parque oscuro y caminó por la acera bordeando el agua que, aproximadamente medio metro más abajo, lamía el muro de piedra. Los reflejos sobre las aguas oscurecidas por la niebla baja junto al canal, el cielo claro, apenas estrellado, y el grupo de gaviotas que flotaban donde los globos de los restaurantes iluminaban las aguas, todo evocaba aquella promesa que había experimentado en París. Justo antes de llegar al restaurante construido sobre pilotes en el agua, oyó un silbido bajito a su espalda y apareció un hombre que seguía sus pasos. Sintió su mirada cercana, sintió su torpe obstinación animal y quiso volverse para gritarle que se largara: una mujer tenía derecho a salir por la noche sola, y, al mismo tiempo, quiso correr y escapar de la acusación de que era ella quien lo había provocado con su largo pelo rizado iluminado por la luna, sus piernas enfundadas en medias negras de nylon y su pañuelo blanco de seda con flecos. En las escaleras del restaurante, él le habló para pedirle que se detuviera o para advertirla del escalón, y ella abrió la puerta de un empellón, golpeando a un joven que salía. Eligió la mesa más alejada de la puerta, cerca de la ventana que daba al agua. El encuentro con el hombre cuya cara había temido mirar estropeó aquella noche que, según lo previsto, la devolvería ilesa al antiguo sueño de otro futuro. Vio que le temblaban las manos, incapaces de levantar el tenedor sin dejar caer comida al plato. Apenas capaz de probar unos bocados, esperó a salir, esperó a que el hombre se hubiera ido, esperó a que su corazón se calmase.

Pero, tras haber caminado unos pasos por la acera, volvió a oír sus pisadas. Esta vez, él no le habló, la siguió como si fuera ella quien le hubiera hablado, como si ella fuera la invitación y él la respuesta. Su corazón latía enloquecido, subió al coche dando un portazo. La pesada falda y el abrigo se apelotonaban bajo sus piernas, pero le daba miedo tomarse un momento para liberarlos de un tirón. Dio una vuelta con el coche y, mucho antes de la hora en que había pensado regresar, ya estaba subiendo la colina de vuelta. Justo antes de tomar la primera curva, unas luces destellaron en su retrovisor, tomó la curva demasiado rápido y estuvo a punto de estrellarse contra una pintoresca puerta de hierro.

Permaneció de pie en la casa a oscuras, corrió con todas sus fuerzas las cortinas y las anillas metálicas sonaron al rozar la varilla. Si Gerald había tenido una corazonada antes de su ataque, esta sensación debía de ser parecida. El hombre estaba fuera, bajo la luz de la verja, obsceno y estúpido, siguiendo a una mujer que no imaginaba que pudiera rechazarlo, que esperaba en la casa a oscuras para abrirle la puerta y atraerlo hacia ella. El hombre apartó las ramas con la mano y subió por el camino. Ella oyó sus pasos sobre el empedrado, oyó los dos golpes secos en la puerta y se escuchó a sí misma gritar: «¡Fuera! ¡Fuera!». Se agarró a las cortinas hasta que oyó el motor del coche ponerse en marcha, vio las luces rojas traseras reflejadas en el follaje del patio y oyó el coche bajar la colina.

Entonces, mientras caminaba por la casa a oscuras, la desolación la invadió. Aquel patán le había impedido seguir soñando con su futuro, un sueño que, por otra parte, no era más que un recuerdo de sí misma en el pasado: aquel breve periodo en París, sola, deseosa de un destino, deseosa de un hombre con un destino, el que rompería la coraza de su culpa, la guiaría por las complejidades de su intelecto y la ungiría con la humedad de sus besos. El intruso le había robado su pasado y su futuro, y ella no estaba en otro lugar, sino en aquella casa a oscuras donde quizá se quedara para siempre. Su fino tacón quedó atrapado en la rejilla de la calefacción que había en el suelo del recibidor y ella abandonó los dos zapatos sobre el aprisionador y frío metal.

Para cuando Gerald llegó a casa, todas las lámparas estaban encendidas, su cena estaba en la cocina, la mesa puesta y el vino en la nevera; y frente a él, al otro lado de la mesita, ella se quejaba de los días que él tendría que esperar hasta que el médico lo recibiera.

—Debe de haber montones de gente con ataques —dijo él. Y, más tarde, tapándose con la manta—: Si es algo serio, no vale la pena preocuparse: cuando aparecen los síntomas, ya es demasiado tarde para poder hacer algo.

Durante un minuto se quedó tumbado mirando hacia arriba y luego apagó la lámpara para ocultar su cara. Ella lo oyó murmurar algo y después quedarse en silencio. Con aquellas pocas palabras había mostrado aquella noche más pesimismo que en todos los años que llevaban casados. Entregarse al pesimismo, como dejarse llevar por la ira o la crítica, era socavar el matrimonio, y a él no le importaba socavarlo. Nunca había dado la impresión de estar descontento con su vida. No la había orientado a grandes logros para permitir que lo desviaran. Todo en él era prueba de su firmeza: su costumbre de reflexionar sobre cosas sin importancia, su tendencia a asumir las circunstancias en lugar de combatirlas, la casi perversa falta de necesidad de cambiar su vida, de atacar, de luchar; y aquella naturaleza resistente era lo que había hecho que ella se aferrara a él. Pero ahora, tumbada a su lado, percibió cómo su propia ineficacia invadía a su marido, percibió el resentimiento que un especialista de la inaccesibilidad como él sentía a resultas de su propia cerrazón, y el que sentía hacia ella, su esposa, por denigrarlo imaginando otra vida sin él. El ataque y la incertidumbre, la posibilidad de que pudiera estar a merced de los médicos y de alguna enfermedad, incluso del propio final, todo ello era ya bastante denigrante. El marido que siempre había dormido boca arriba, mostrando su rostro confiado a la mañana que se avecinaba, dormía atemorizado, y ella temía tocarlo. Se quedó dormida con las manos sobre el corazón.

¡Oh, Dios! ¿Qué estaba pasando? Aquel patán obsceno, la presencia sin rostro, el extraño en la noche había hecho a un lado las ramas y estaba allí: le estaba cortando el pelo violentamente con unas tijeras grandes y frías. El pelo caía en hebras rizadas de un brillo pálido, iluminado por la luna, vivo. Caía al suelo y sobre la colcha, y, a medida que esa presencia sin rostro le cortaba el pelo, su rabia dio paso a una espantosa debilidad. Pero ¿era ella realmente la que estaba sola en esa cama mucho más estrecha, esa mujer joven con el pelo cortado, con el rostro marcado por el sufrimiento, con un rostro que excedía el sufrimiento? ¿Era realmente ella? Oh, Dios, bendito Dios: era ella, y estaba muriéndose mucho antes que Gerald. ¡Y qué joven era aquella mujer, ella misma, que no conocería jamás la vejez que tan insensatamente había temido! Llorando golpeó débilmente a la presencia sin rostro que le cortaba el pelo, pero él siguió cortándoselo. De repente, alguien se movió en la cama, alguien a su lado se levantó y se inclinó sobre ella. Era Gerald, y el terror que ella sentía cernirse lo invadió también a él. La agarró fuertemente de las muñecas con ambas manos pronunciando su nombre, atrayéndola con sus manos grandes y delicadas que la tranquilizaban y calmaban buscando despertarla.


LA LUZ DEL NACIMIENTO


La inmensidad de la luz (el resplandor del cielo invernal y su reflejo en el océano) la sorprendía dormida al mediodía, a las dos, a cualquier hora. Siempre había evitado dormir de día, salvo cuando estaba enferma y cuando, después de hacer el amor, se quedaba dormida con un amante; pero este sueño era como la orden de un curandero más poderoso que su propio yo, un yo que desde hacía algún tiempo había olvidado cómo curarse a sí mismo.

Dormía (sobre la alfombra o el sofá, echada en la cama) en la planta superior de una casa de dos pisos, de tejado marrón, construida sobre unos pilotes que se hundían profundamente en la arena. Con la marea alta, el agua entraba por debajo y se lanzaba contra los pilotes verticales. El constante sonido de las olas, aunado a la luz, la inducía al sueño. Los ruiditos, las voces suaves del piso de abajo, donde vivía la dueña de la casa (una mujer alemana con su madre de noventa y seis años) no perturbaban su sueño; sólo los sonidos agudos la despertaban: el ladrido de los tres perritos cuando una visita entraba en el porche o cuando se peleaban entre ellos por su lugar preferido.

El océano había sido su primer atisbo de la vastedad de la tierra cuando era niña, en una ciudad de playa cerca de la frontera, y había vuelto al océano, a esa ciudad al norte de San Francisco, para encontrarse de nuevo aquella vastedad en un momento en el que necesitaba desesperadamente liberarse de sus constricciones mentales. El sueño era como calentarse al sol y, después de tres días durmiendo, despertó.

Desde su pequeño porche en la segunda planta arrojaba al aire trocitos de pan y las gaviotas bajaban en picado a tomarlos. De cerca, cuando se cernían con las alas extendidas y las colas inmaculadamente blancas y translúcidas, resultaban criaturas extrañas e indescriptibles; pero cuando no quedaba más pan y regresaban a la arena, volvían a ser familiares.

La anciana madre de la casera, envuelta en un gran chal de lana de un azul intenso, estaba sentada en el sofá de la habitación delantera, y sus ojos azules de grandes párpados parecían ciegos. Una tormenta que se había levantado en el horizonte a mediodía arrastraba jirones de niebla ante la ventana; la habitación se quedaba un instante a oscuras y, al momento, volvía a iluminarse. La anciana parecía ajena a este juego de luces y sombras. Hablaba sólo en alemán y sólo a su hija. Una vez, mientras los perros dormitaban, lanzó unas cuantas palabras y Marie, sentada en otro viejo sofá frente a ella y separada tan sólo por una mesita baja, llamó a la hija, que estaba en la pequeña cocina.

—¿Me habla a mí?

—Habla con Paulie: es su preferido.

Las saetas de luz desaparecieron de nuevo de los vasos y botellas de la sala, y los colores de las vidrieras frente al océano, que tan sólo un minuto antes se habían proyectado sobre la cara de la anciana, se oscurecieron. La cara de la vieja pertenecía a un mundo antiguo y, aunque su cuerpo era pequeño y se la podía transportar fácilmente hasta el sofá, su figura era imponente por lo vetusta. Cuando Leni, la hija alta y robusta de sesenta y cuatro años, se sentó junto a su madre (el suave pelo blanco de la hija retirado de la frente, el pelo gris de la madre retirado de la frente, los ojos azules de ambas: del azul del cielo despejado), la visita sintió la misma confusión en su corazón, el mismo desconcierto que aquella noche del verano pasado en Colonia: la noche en que ella y su amante llegaron a su primera ciudad europea. Se habían subido a un autobús en el aeropuerto de Luxemburgo simplemente porque era bonito y estaba vacío, y ellos se sentían jubilosos e indiferentes respecto a qué dirección tomar. El autobús avanzó por una plácida autopista, atravesando bosques, hasta Colonia. Luego, a medianoche, en el restaurante de la estación de ferrocarril… Tan pocos clientes, tantas mesas vacías y aquel triste y pálido camarero cojo de chaqueta raída con una banda negra de satén en los puños. (Sentía que la acechaban los viejos terrores, como si lo que había sucedido en aquel país estuviera todavía sucediendo o fuera a suceder siempre.) «¿Ves al camarero? —le había dicho él, la cara entre el vapor que despedía la comida en su plato—. El camarero cojo. Toma a los desconocidos por enemigos: igual que tú estás haciendo ahora». Pero ella no estaba escuchándolo: escuchaba a su corazón para comprobar si éste estaba dispuesto a adentrarse con ella en aquel país.

Leni vio que a su madre se le resbalaba el chal y se lo volvió a poner sobre los hombros. La madre llevaba calzones largos acolchados forrados de lana suave color beige:

—Eran de mi hermano, que no se los ha vuelto a poner desde su época universitaria —dijo Leni con voz juvenil—. Cuando vino a visitarnos los miraba con añoranza.

El hermano, un médico jubilado mayor que Leni, había vuelto a Europa y ahora vivía en Suiza; «siente el frío en los huesos —solía decir ella—, por mucho que baile con mujeres jóvenes».

—¿A qué lugares de Alemania fuiste? ¿Estuviste en Heidelberg? —preguntó Leni—. Mi hermano y yo nacimos allí. En lo alto, encima del río, está el Paseo de los Filósofos, y se puede caminar y contemplar el viejo puente y el río que pasa por debajo, y los jardines del castillo, en las laderas. Nosotros vivíamos allí arriba; hay almendros, que son los primeros árboles en florecer, y melocotoneros silvestres, que tienen flores más grandes que los cultivados: en cuanto la semilla cae en la tierra empiezan a crecer. Y viejos cerezos: el que teníamos en nuestro huerto era tan alto como una casa de dos plantas. Florecían todos a la vez y la gente caminaba hasta allí para pasear a su sombra.

Se desató una tormenta y la intensa lluvia sumergió la casa en la penumbra. Ella subió corriendo las escaleras hasta sus habitaciones y se puso a contemplar cómo las olas lanzaban a la orilla maderas y ramas que hacía unas semanas se habían precipitado río abajo con otra tormenta que había azotado la costa. Al sur, a través del agua, podía ver el brillo plateado de la ciudad bajo la lluvia, al menos la punta donde el canal se abría al mar. Allá, en su aula, con la lluvia golpeando las ventanas y las voces apenas audibles, ¿se preguntaría algún estudiante qué habría sido de ella, la profesora perdida? Tantos amables sermones que había soltado sobre la necesidad de limpiar de minas la propia mente, limpiarla de trampas para los desconocidos que se acercaban, aquellas trampas mortales que destruyen tanto al otro como a uno mismo. «Dejemos que entre la luz», les había dicho. «Dejemos que entre la luz», se suplicaba a sí misma cuando estaba sola.

La lluvia contra las ventanas, las olas rompiendo a lo largo de la playa y contra las frágiles barreras de rocas y dunas de las casas; el brillo enloquecido de las luces de las boyas que las aguas turbias lanzaban al aire y la blanca luz trémula de la ciudad, una red de luces flotando, la mantuvieron despierta toda la noche. Abajo debía de estar oscuro, tan sólo la luz de las olas blancas reflejadas en los cristales de las ventanas. Estaba segura de que ellas dormían, acostumbradas a las tormentas al borde del océano después de doce años en aquella vieja casa resistente que antes había sido su casa de descanso, cuando vivían en la ciudad con el hermano de Leni. La anciana madre en su cuartito, en el lado más seguro de la casa; la hija en su habitación, ligeramente más grande, y los tres perritos donde ellos quisieran.

Cuando amaneció, el cielo estaba despejado. Una bandada de mirlos picoteaba por la arena húmeda. Volaban hasta los cables y allí se acicalaban en fila. Al mediodía, volvió a llamar a la puerta de abajo. Los perros ladraron, Leni los llamó y la dejó entrar.

La anciana no estaba en el sofá. El perro blanco de pelo enmarañado estaba tumbado allí; otro de los perros se movía por algún lado y el tercero estaba fuera, en la arena, olfateando los desechos que había arrojado el mar. Marie se sentó en su sitio habitual y Leni salió de la habitación de su madre, se sentó en el otro sofá y retomó su labor de punto.

—Cuando era jovencita —empezó a decir Marie, y su interlocutora dedujo, por el temblor de su voz, que había estado pensando en eso durante la noche—, también teníamos un jardín. Mi madre tenía naranjos, limoneros y muchísimos rosales. Había uno tan alto como los árboles y sus ramas colgaban hasta el suelo, como una tienda de campaña cubierta de rosas. Ellos, mi padre y mi madre, eran judíos refugiados provenientes de Alemania. Primero fueron a Cuba y mi padre trabajó en una fábrica de puros, enrollando hojas de tabaco, y luego vinieron a California.

Aquella confesión, aquella crónica narrada en un minuto, aquella súplica por liberarse de la falsa imagen que alguien tiene de ti y de los tuyos, le dejó cierta angustia en el pecho.

Ningún cambio en la cara de la mujer, ninguna pausa en las agujas con que tejía el suéter blanco:

—La tierra es como un campo de refugiados —dijo la mujer—. ¡Hay tantos! Tal vez no salven su vida, pero salvan su alma. Mi madre y yo vinimos en el último viaje del Bremen. Mi hermano ya estaba aquí. Sospechaban de mi madre: teníamos partidas de nacimiento y de bautismo, certificados de empadronamiento, pero no importaba. Cuando era un bebé, estuvo enferma y sus padres la llevaron a casa de su abuela en el campo; cuando volvió a casa de sus padres, los vecinos pensaron que no era su hija. ¿Aquella niña ajena, quién era, de dónde venía? ¿No es terrible que, muchos años después, los vecinos siguieran pensando que aquella mujer no era hija de sus padres? En aquel último viaje tal vez había cien o ciento cincuenta pasajeros, y el barco podía albergar hasta dos mil. A los jóvenes no se les permitió salir de Alemania: ésa era una de las razones de que estuviera vacío. Los pocos judíos que había nunca asistían a las comidas: comían en sus camarotes. Me imagino que les dijeron que se quedaran allí. Tantas mesas vacías en el comedor, cuando siempre había tres turnos de comida y muchos butacones vacíos en el salón. Un pasajero, pastor de la Iglesia anglicana, daba sermones, y yo asistí a cada uno de ellos. Sentía pena por el mundo: todos sentíamos pena por el mundo en aquel enorme barco vacío.

Caminó un buen trecho, hasta la laguna, por la ancha franja de arena húmeda y conchas rotas. Un poco más arriba, sobre la playa, yacían unas cuantas aves marinas muertas por la tormenta. El mar estaba resplandeciente y el aire era tan claro que se podían ver las islitas a kilómetros de distancia. Volvió cuando el sol se convertía en una oblonga joya en llamas en el horizonte.

Al día siguiente a mediodía, la anciana madre aún estaba acostada en su habitación. Marie nunca había entrado, pero desde su sitio habitual en el sofá podía ver que era más oscura que las demás y apenas más grande que un nicho.

—Sueña con fiestas en el jardín —dijo Leni—. Creo que ésta aún no ha terminado porque, según ella, la luz es preciosa. Me contó que hubo un banquete y que me podía llevar las sobras. Anoche le pregunté si le apagaba la luz y me contestó: «Si a ellos les parece bien». Ella les llama Herrschaften: ‘señores’. Son desconocidos. Me pregunta quién es uno y quién es otro y yo le contesto que no los he visto nunca. Esta mañana me dijo que había visto al káiser vestido espléndidamente. No, pensándolo bien, era el Señor. Ven a mirarla un momento. Me dijo que tú habías sido su amiga en Friburgo, donde nació, y yo no le aclaré que nunca habías pasado de Colonia.

La viejecita estaba tumbada de cara a la pared. Las mantas eran del mismo color que su pelo canoso y su pálida tez. En la cama, no ocupaba más espacio que una niña. Ése era el aspecto que había tenido su propia madre, aunque no llegó a ser tan mayor: su respiración era imperceptible, las mantas no se movían ni un poco. Tuvo que apartarse de aquella visión, dar un paso atrás y cubrirse la cara para ocultar su mueca de dolor ante la anciana madre, ante el recuerdo de su propia madre agonizante.

Aquella noche, los desconocidos de la fiesta en el jardín de la anciana madre la despertaron. Visiones de luz y de luminosos desconocidos bajo aquella luz: eso fue lo que vio mientras agonizaba. Ella sabía quiénes eran esos desconocidos: eran los primeros entre los muchísimos desconocidos de la vida de cualquiera, los que están ahí cuando sales del útero oscuro a la asombrosa luz de la tierra y que nunca vuelves a ver bajo esa luz hasta tus últimas horas. Se levantó y caminó descalza por la habitación, cuidándose de no hacer ningún ruido que importunara a aquellos desconocidos reunidos en la pequeña habitación de abajo. 


LA AMANTE


Se lo presentaron al poco rato de llegar, pero durante el breve lapso que antecedió a la presentación ella no había dejado de observarlo desde la ventajosa posición que le ofrecía una panorámica de la gran sala llena de gente y del jardín tras las ven­tanas. Lo observaba porque, con sólo verlo a través de las venta­nas romboidales, supo de inmediato que era el hijo del hombre que había sido su amante una década atrás: aquel niño que entonces tenía seis años. Lo sabía porque el parecido era tan sorprendente que creía estar viendo a su amante tal como debía de haber sido a los dieciséis; y cuando, en cierto momento, él había levantado sin más la cabeza para echar un vistazo a través de las ventanas, se había encontrado, tras una de ellas, con la cara de una desconocida que lo contemplaba paralizada. Lo vio entrar en el salón, vio cómo la anfitriona lo recibía con un beso y él se abría paso entre los grupos y las parejas sin buscar a nadie en concreto, sino sólo anhelando (suponía ella) que alguien lo detuviese, que le diera un abrazo, que algún grupo o la fiesta entera lo aceptase como uno de ellos. Durante varios minutos permaneció tan sólo a unos metros de ella, integrado a medias en un grupo de personas, sosteniendo un vaso de jerez y mirando hacia abajo como si esperase que el vino se precipitara del recipiente a la alfombra. Era alto, casi un hombre; aparentaba compostura, pero ella sabía que se sentía incómodo. La presencia de aquel joven entre todos esos adultos, a la mayoría de los cuales no conocería de nada, le recordaba la leyenda de Teseo y su llegada como extranjero a un reino que habría de gobernar un día.