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© 2016, Martha Soto

© 2016, Intermedio Editores S.A.S.

Edición, diseño y diagramación

Equipo editorial Intermedio Editores

Diseño de portada

Alexander Cuéllar Burgos

Fotos

Archivo El Tiempo

Foto de portada

Juan Manuel Vargas

Intermedio Editores S.A.S.

Av Jiménez No. 6A-29, piso sexto

www.circulodigital.com.co

Bogotá, Colombia

Primera edición, abril de 2016

Este libro no podrá ser reproducido sin permiso escrito del editor.

ISBN: 978-958-757-584-2

 

Diseño de ePub

Hipertexto

Contenido

En los dominios de Escobar

Asesinos

La Corte

Los montajes

La Línea

Retador

Anexo 1

Anexo 2

Anexo 3

Para la mayor gloria de Dios.

En los dominios de Escobar

Cuando a uno lo van a matar, lo matan. Los hombres de Pablo Escobar me dijeron que si yo estaba vivo no era por mis escoltas: “Si tiene cinco, le mandamos diez, si tiene diez, le mandamos veinte; si está vivo es porque no hemos querido disparar”. Pero yo tengo claro que el temor y la excesiva prudencia conducen a la inactividad. Por eso, la mejor manera de superar el temor es cumplir sin remordimiento el papel que nos correspondió. Mi maestro J. Guillermo Escobar Mejía me decía que debía hacer lo que me correspondía para poder dormir tranquilo. Y yo duermo tranquilo, no creo que haya cometido injusticias. No he perseguido a nadie injustamente. Nunca actué con animadversión contra congresistas, a pesar de que me maltrataron, ni contra los funcionarios presos en Guatemala, y eso da tranquilidad. Yo creo en la justicia y también creo que hay mucho por hacer en América Latina. Tomo decisiones en derecho y por convicción. Lo que hago es por vocación. Ahí está Dios y hay que tener confianza.

Desde el 22 de diciembre de 2008, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) comprobó que Iván Velásquez Gómez era blanco de seguimientos por parte de agentes del Estado colombiano y que corría peligro por su actuación como magistrado investigador de la Corte Suprema de Justicia dentro de los llamados procesos de la “parapolítica”, una peligrosa amalgama entre fuerzas paramilitares y políticos del más alto nivel, que buscaba tomarse el poder absoluto en Colombia para “refundar la patria”. La CIDH instruyó desde entonces al Estado para que adoptara medidas que garantizaran la vida y la integridad física de Velásquez, blanco de cinco complots, de seguimientos y espionajes a él y a su familia, de odios viscerales y de al menos dos planes para asesinarlo.

Uno de ellos quedó detallado en un sobre sellado que llegó a la CIDH, a principios de 2013, cuando Velásquez ya no hacía parte de la Corte Suprema. Allí venía el testimonio de un hombre que entregó pruebas de una reunión entre congresistas colombianos, realizada en Los Llanos, en la que se recogió dinero para matar a Velásquez. Dio el nombre del parlamentario que orquestó la colecta y aseguró que al menos un investigador de la Corte Suprema se había enterado del complot sin que lo denunciara.

Con esa información en su equipaje y el récord de obtener la evidencia para enviar a prisión a más de sesenta congresistas colombianos –incluido el primo del entonces presidente de la República, Álvaro Uribe Vélez–, el exmagistrado Velásquez aceptó partir a Ciudad de Guatemala. Naciones Unidas le pidió transferir herramientas legales anticorrupción similares a las que sirvieron de dique para contener a la parapolítica, pero esta vez desde la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), órgano creado bajo los auspicios de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Algunos creían que era la retirada digna de un hombre de 58 años, cuyas actuaciones desencadenaron una persecución a nivel nacional, tendiente a desacreditarlo a él y a la Corte Suprema, acorralarlos atacando a sus familias y sepultar las acciones contra la parapolítica. Pero, a los dos años, el llamado “magistrado estrella”, ya tenía tras las rejas a doscientas personas, entre funcionarios, jueces, abogados, empresarios y exmilitares, incluido el presidente de la República de Guatemala, Otto Pérez Molina, y su vicepresidenta, Roxana Baldetti.

Viejos capos de las drogas colombianos, paramilitares activos y jubilados, políticos corruptos y varios magistrados de la Corte Suprema, que conocían de sus alcances, empezaron a observar cómo, con el apoyo de autoridades locales y de diferentes gobiernos, las actuaciones de Velásquez en la cicig volcaron a las calles a cientos de ciudadanos que clamaban justicia.

El presidente Álvaro Uribe Vélez fue quien sacó del anonimato a mi papá. Antes, solo algunos, en el departamento de Antioquia, sabían de su trayectoria. Pero, en octubre de 2007, después de señalarlo públicamente de estar buscando pruebas en su contra para vincularlo con el paramilitarismo y hacerlo procesar, todos se enteraron de quién era el investigador de la parapolítica a quien Uribe graduó como su principal enemigo y al que sigue señalando –asegura Víctor Velásquez Gil, hijo de Iván Velásquez y su abogado en todos los casos de seguimientos, montajes e intentos de desprestigio–.1

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Hasta el día en que Uribe pronunció su nombre en una alocución nacional y lo acusó de ser su persecutor oficial, las actuaciones de Velásquez y las amenazas que había recibido del Cartel de Medellín y del paramilitarismo –dos de las más poderosas organizaciones criminales que ha tenido Colombia–, habían quedado tan solo en expedientes judiciales regionales. Sin embargo, desde los noventa, cuando aceptó ser procurador departamental de Antioquia, su cabeza empezó a tener precio. Velásquez asumió ese cargo el lunes 23 de septiembre de 1991, en medio de un confuso episodio que intentaba enlodar a su antecesor, Juan Guillermo Sepúlveda Arroyave, y que lo dejó a él en el radar de Pablo Emilio Escobar Gaviria, calificado en ese momento como el narcotraficante más sanguinario y poderoso del mundo.

El nombre de Sepúlveda apareció en un informe de inteligencia que daba cuenta de un allanamiento que el Grupo Élite de la Policía Nacional hizo en la madrugada del martes 23 de octubre de 1990, para dar con el paradero de Luis Hernando Gaviria Gómez, alias “Abraham”, jefe militar de la estructura mafiosa y primo de sangre del capo Pablo Escobar. El sujeto, acusado de coordinar los envíos de cocaína al exterior y las acciones de tipo militar del Cartel de Medellín, fue ubicado a la una de la madrugada en Manantial, una lujosa finca en la vereda La Mosca, del municipio de Guarne (Antioquia). Cerca de cincuenta uniformados, al mando del capitán Óscar Gamboa Argüello, ocuparon el predio y dieron de baja a un escolta y a Abraham, quien estaba en la alcoba principal. Horas después del asalto y de que se incautaran dos subametralladoras, dos granadas, munición de diferente calibre y un radio móvil, llegó al lugar María Victoria Viana Arroyave, viuda del sicario, quien alegó que su esposo había sido capturado mientras dormía una borrachera, torturado y asesinado con un tiro de gracia.2 Lo que más llamó la atención del operativo, calificado como uno de los grandes golpes al Cartel de Medellín dentro de la operación Apocalipsis III, fueron unos mensajes que el propio Escobar le había enviado a su primo en los que le ordenaba matar al esmeraldero Víctor Carranza y apoyar a un poderoso político antioqueño para que ocupara un escaño en la Asamblea Nacional Constituyente. Pero luego, la Policía puso los ojos en el acompañante de la viuda de Abraham: Juan Guillermo Sepúlveda Arroyave, nombrado meses después procurador departamental de Antioquia.

El joven abogado Sepúlveda recorrió con la viuda la escena del operativo e incluso su testimonio hizo parte de la millonaria demanda que se interpuso contra la Policía alegando que Abraham era un simple comerciante de carros, asesinado a sangre fría3. El informe del allanamiento empezó a circular en algunos sectores de la Policía que se encargaron de hacérselos llegar al procurador general, Carlos Gustavo Arrieta, y también a la prensa. Y aunque el funcionario salió a aclarar de inmediato que su presencia en la finca donde cayó Abraham obedecía a una actividad profesional como litigante, anterior a su llegada a la Procuraduría, y calificó de “chismes” los informes que recibió el procurador sobre el tema, ese episodio fue la antesala de su salida y la llegada a la entidad de Iván Velásquez Gómez.4

Cuando yo llegué a la entidad, en la regional de Antioquia estaba Juan Guillermo Sepúlveda, quien había sido nombrado por el doctor Alfonso Gómez Méndez. Tenía trayectoria en derechos humanos y realizaba un trabajo efectivo. Pero estaba involucrado en algunos asuntos políticos más de lo que yo habría querido; pasaron algunos meses y decidí que el doctor Sepúlveda ya había cumplido su ciclo. En ese momento, la regional de Antioquia era un cargo muy importante y yo no quería a nadie vinculado con la política”, recuerda Carlos Gustavo Arrieta, entonces procurador general de la Nación.5

La vacante que dejó Sepúlveda era considerada la más crítica del momento por la situación de orden público que había desatado el narcoterrorismo de Pablo Escobar. Para llenarla, el procurador Arrieta le pidió a gente de su confianza ubicar a candidatos con excelente hoja de vida pero, en especial, con solvencia moral. La delegada para los Derechos Humanos, Tahí Barrios Hernández, esposa del reconocido jurista colombiano Nódier Agudelo, sugirió al abogado Iván Velásquez, quien en ese entonces trabajaba en la oficina de su hermano Juan Guillermo, un exjuez civil de los municipios de Turbo, Andes y Medellín (Antioquia) que acababa de sellar un jugoso negocio.

Yo tenía 36 años y me encargaba de los procesos civiles que le sobraban a mi hermano y de algunos penales. Luego, quedé a cargo de los lanzamientos de unos locales de propiedad de José Domingo Garcés Naranjo, un antioqueño millonario que había fallecido años atrás, cuya sucesión adelantó mi hermano. También ejercía como defensor de oficio, especialmente en temas de homicidios, cuando existían los jueces de conciencia y era una escuela importante para un litigante. En ocasiones, me iba a los salones de audiencia solamente a escuchar las intervenciones de penalistas, como Federico Estrada Vélez, para aprender.

Además, a mediados de 1991, viajaba tres días a la semana a Bogotá para asesorar a Manuel Muñoz Uribe, un abogado que hacía parte de la Comisión Especial Legislativa, conocida como el “Congresito”, a nombre de Esperanza Paz y Libertad, el movimiento político del desmovilizado Ejército Popular de Liberación (EPL). Aunque Velásquez no era afín ideológicamente a ese grupo, Muñoz estaba interesado en tener la voz de expertos en las propuestas que se iban a exponer en el Congresito y escogió a Velásquez por haber sido elegido presidente del Colegio Antioqueño de Abogados (Colegas) y porque desde allí lanzó fuertes críticas al denominado Estatuto de Defensa de la Justicia, expedido por el gobierno de Virgilio Barco. Este establecía, entre otros puntos polémicos, la creación de los jueces sin rostro, el uso de testigos secretos y las detenciones, allanamientos e interceptaciones de teléfonos, sin que mediara una orden judicial. Era la época en la que Pablo Escobar tenía postrado al país, y en especial al departamento de Antioquia, en donde arrodilló a varios de sus dirigentes. Mató a los jueces que intentaron procesarlo, a los procuradores que lo investigaban, a los ministros que lo desenmascararon y a policías que decidieron enfrentarlo. Pero otros dirigentes optaron por alinearse en silencio con el capo y ofrecerle sus buenos oficios para ascender, amparados en el poder criminal del narcotraficante que asesinó a cientos de civiles a punta de narco-bombas con las que logró evadir su extradición a Estados Unidos.

La procuradora delegada Tahí Barrios me planteó ser el nuevo procurador departamental de Antioquia. Pero le respondí que no estaba interesado. Que litigando me iba muy bien. Le recomendé al abogado Jesús María Valle, sin embargo, me manifestó que él no había aceptado y que creían que yo debía ser el elegido. Antes de colgar, me pidió que pensara el ofrecimiento y, días después, acepté luego de que mi esposa me insistió y de que un amigo de ella me hizo reflexionar con esta frase: “Es muy cómodo y fácil criticar sin comprometerse y sin hacer algo por la gente y por el país”.

El procurador general, Carlos Gustavo Arrieta, y Mauricio Echeverry, quien luego se convirtió en su segundo a bordo, buscaron a los candidatos y finalmente llegaron a Iván Velásquez Gómez. Arrieta revisó con lupa su hoja de vida y él mismo decidió entrevistarlo para descartar que la mafia infiltrara a la entidad. Dice que le gustó su ponderación y conocimiento, y su tono moderado y serio. Meses después llegó a confiar tanto en Velásquez que le encomendó una investigación que desencadenó la mayor crisis de seguridad y gobernabilidad del país en los noventa: recaudar pruebas para demostrar que La Catedral, la cárcel en donde estaba confinado Escobar, se había convertido en escenario de orgías, lujos, corrupción y violencia.

La misión le fue encomendada luego de que Velásquez pasó una primera prueba: un intento de soborno en una heladería ubicada en la glorieta de la avenida Ochenta a la altura de la Calle 33, occidente de la ciudad de Medellín. Hasta allí lo llevó un exfuncionario de la entidad con el argumento de que lo iba a relacionar con unos amigos clave para su trabajo como procurador. En el local los esperaban dos sujetos que invitaron a Velásquez a sentarse mientras le pedían a su acompañante esperar en la mesa contigua.

Me dijeron que Pablo Escobar estaba muy agradecido conmigo por el trabajo que venía realizando en defensa de los derechos humanos y que quería hacerme un reconocimiento, un regalo, y ahí lo traían. Era un maletín lleno de dinero. Después de que lo pusieron sobre la mesa, les agradecí y les manifesté que a mí me pagaban por hacer ese trabajo, que era mi deber y que no recibía dinero ni regalos de nadie. Me dieron a entender que era inconveniente que lo rechazara, que otros funcionarios de mi rango ya habían recibido y que hasta les habían patrocinado campañas. Antes de levantarme de la mesa les dije que si era necesario yo mismo le decía a Pablo Escobar por qué rechazaba su maletín.

Después del episodio, Velásquez tuvo que ir a La Catedral a una inspección de rutina y notó cuando varios lugartenientes de Pablo Escobar, que estaban jugando fútbol con él, le fueron a avisar que el procurador que había rechazado su maletín lleno de plata estaba en sus dominios. Aún jadeando, el capo se le acercó y empezó a hablarle de temas generales. Pero, luego, el procurador decidió abordar el episodio del maletín porque quería dejar claro que no lo había aceptado y asegurarse de que el narco se enterara de que no estaba en su nómina personal como sí lo estaban decenas de políticos, empresarios y funcionarios. El procurador Arrieta fue informado tanto del ofrecimiento del soborno como de la conversación con el capo. Y la otra persona que conoció el tema fue María Victoria Gil, la esposa de Velásquez.

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El joven procurador regional creyó que el tema con Escobar había acabado ahí. Y mientras la Policía desataba una violenta persecución contra el Cartel de Medellín, él se concentró en afianzar lazos con organizaciones de derechos humanos y en destapar una olla podrida que escandalizó a Antioquia: la malversación de fondos de los llamados auxilios que manejaba el Concejo de la ciudad y la Asamblea de Antioquia. Durante meses, esculcó con su equipo las cuentas de doce entidades sin ánimo de lucro, algunas de ellas “fantasma” o vinculadas a los cabildantes, que se quedaron con la plata de los auxilios. Las investigaciones de la Procuraduría fueron trasladadas a la Fiscalía General y terminaron, en diciembre de 1992, con la captura de al menos una decena de políticos y funcionarios, acusados de apropiarse de cerca de 600 millones de pesos, una fuerte suma para esa época.

Uno de los detenidos fue Máximo Pérez Soto, vicepresidente del Concejo, sobrino del presidente de la Cámara de Representantes, César Pérez García, y militante de su movimiento, Convergencia Liberal. Con su banda de congresista terciada, Pérez García salió a rechazar el calificativo de corrupto que levitaba sobre su grupo político, un movimiento de ultraderecha que estaba acumulando gran poder local y nacional. Por ese entonces, en Antioquia corría el rumor de que, además de votos, Pérez usaba la violencia armada para afianzarse políticamente. De hecho, dos años después, la Fiscalía lo emplazó para que explicara su nexo con el grupo paramilitar Muerte a Revolucionarios del Nordeste (MRN), que, la noche del 11 de noviembre de 1988, masacró a 44 habitantes del municipio de Segovia (Antioquia). La línea de investigación era clara: los muertos estaban vinculados al movimiento Unión Patriótica, que acaba de ganar la primera alcaldía por elección popular en Segovia, derrotando a fuerzas tradicionales lideradas por Pérez García.

Pero la investigación sobre el sangriento episodio, uno de los primeros que ejecutó la parapolítica, fue hábilmente dilatada. De hecho, tuvieron que pasar veinticinco años para que la Corte Suprema de Justicia condenara a César Pérez García por ese crimen de lesa humanidad.

En la redada contra concejales y diputados también cayeron presos los socialconservadores Óscar Jairo Orozco Montoya y Alberto Piedrahita Muñoz del grupo Coraje que entonces orientaba Fabio Valencia Cossio, otro poderoso de Antioquia.

“La orden (de detención) la dio la Unidad de Patrimonio de la Fiscalía a tres meses de haber concluido una investigación disciplinaria contra los concejales y diez corporaciones sin ánimo de lucro, realizada por la Procuraduría Departamental de Antioquia”, escribieron los periódicos de la época, visibilizando por primera vez a Velásquez.6

Días después, fueron dejados en libertad casi todos los implicados, luego de restituir el valor de los auxilios y de pagar una indemnización. Sin cuentas pendientes con la justicia, la mayoría siguió sus carreras políticas como si nada hubiera pasado y otros se dedicaron a prósperos negocios. Ese fue el caso de Óscar Jairo Orozco quien logró que el Estado le arrendara Nápoles, la hacienda emblemática del capo Pablo Escobar, para montar un lucrativo y reputado parque. Pero Velásquez ya había quedado en el radar de algunos políticos que empezaron a acusarlo de comunista y a solicitar su cabeza.

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Sin embargo, fueron las armas, el trago, los radios de comunicación, los lujos, la marihuana, los guardias comprados y los cadáveres que Escobar tenía en la cárcel de La Catedral los que pusieron en riesgo al funcionario por primera vez. Arrieta le encomendó la misión de recaudar pruebas de que el capo se estaba burlando del gobierno de César Gaviria Trujillo, quien meses atrás había diseñado varios decretos exclusivamente para que Escobar se sometiera a la justicia a cambio de su no extradición.

Iván se centró en temas de derechos humanos y en el caso de los concejales, que tuvo mucho impacto. Pero, luego del sometimiento de Pablo Escobar, nos empezó a llegar información sobre las irregularidades en la Cárcel de La Catedral. No eran informes de inteligencia de la Brigada, como históricamente se ha dicho, sino datos que recogimos y que señalaban que los anillos de seguridad habían sido penetrados y no eran confiables y que estaban pasando cosas irregulares adentro. Por iniciativa nuestra y de nadie más, envié una comisión, de la que hacía parte la procuradora provincial, Blanca Gil, y el procurador departamental. Les di instrucciones para que fueran y evaluaran qué estaba pasando en el penal. Recuerdo que la Brigada se molestó mucho por la visita y estuvo a punto de impedir el ingreso de la comisión. Incluso, el ministro Rafael Pardo me llamó a preguntarme qué era lo que estaba haciendo en ese lugar. Le expliqué, entendió, y la visita se realizó como estaba programada. Ese mismo día los dos procuradores me entregaron las fotos que revelaban lo que realmente sucedía –recuerda el exprocurador Arrieta–.7

La visita de la Procuraduría llegó al penal un miércoles de la segunda semana de enero de 1992. A Gil y a Velásquez los acompañaban dos abogados de sus despachos, uno de ellos de apellido Escobar que, de entrada, intentó romper el hielo diciéndole al capo que tenía en su casa a su propio “Juan Pablo Escobar”.

El general Pardo Ariza estaba afuera de la prisión y sabía a qué íbamos porque teníamos que cumplir un protocolo de seguridad. La IV Brigada nos tenía que expedir salvoconductos para pasar los dos anillos de seguridad: uno de la Policía y otro del Ejército. Adentro de La Catedral había un primer anillo de la guardia penitenciaria y otro más de la guardia municipal de Envigado. El personal del último anillo era aprobado por la Procuraduría: yo revisé esa nómina al menos dos veces con el alcalde de turno, Jorge Mario Rodríguez Restrepo.

Antes de que les abrieran las rejas, Pardo Ariza le dijo a Velásquez que buscara un supuesto oso que el capo tenía como mascota. Un militar retirado que puso a circular un folleto, también aseguraba que Escobar y sus hombres tenían cancha de fútbol profesional y una majestuosa cascada que caía sobre grandes zonas verdes. Pero en una de sus visitas a La Catedral, Velásquez vio que la supuesta cascada era una caña de bambú por la que caía un hilo de agua. Por eso, realizó la inspección sin mayores expectativas.

Llegamos a las once de la mañana. Escobar aún estaba durmiendo. Cuando se nos acercó, le expliqué que íbamos a revisar el penal para saber las condiciones en las que estaban. Ya no me acuerdo si yo estaba nervioso, pero evidentemente era una situación tensa. Era la primera vez que la procuradora provincial ingresaba a La Catedral y a nuestro alrededor estaban todos los lugartenientes de Pablo Escobar. Cuando vio las cámaras nos dijo: “No hay problema de que tomen fotos, pero sin caras”.

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La inspección a La Catedral la empezamos por la sala del apartamento de Escobar. Tenía muebles finos, blancos y cómodos, y al fondo estaba una cocina integral, con barra. El abogado de la Procuraduría Provincial fue quien tomó las fotografías (…) Pasamos a la habitación de Pablo Escobar y recuerdo que la cama era muy grande, con base de cemento, y tendidos finos e impecables. Al lado había un escritorio con una biblioteca y un clóset. Escobar me explicó que no había ingresado ilegalmente el mobiliario sino que uno de sus hombres, Jorge Eduardo el “Tato” Avendaño, experto carpintero y ebanista, había habilitado un taller en la cárcel (…) De pronto, abrió el clóset y me dijo: “¿Supongo que le han dicho que busque el oso que tengo de mascota?”. Enseguida sacó un muñeco de peluche y se sonrió (…). Documentamos cada rincón, incluidos los pasillos, y mandamos los rollos sin revelar al despacho del procurador Arrieta con un oficio de remisión sin descripciones ni calificativos.

La comisión que encabezó Velásquez tomó 162 fotografías del jacuzzi, los televisores de pantalla gigante, las salas de billar, el bar, seis cabañas, un chalet, la cancha de fútbol, una chimenea y hasta de la casa de muñecas que el capo había ordenado levantar para su hija Manuela. También del refugio antiaéreo que estaba construyendo para evitar un ataque por aire del escuadrón de asesinos que conformaron exsocios y enemigos del capo para intentar aniquilarlo: los Pepes, Perseguidos por Pablo Escobar.

Las fotos permitían ver que las celdas no tenían barrotes y que fueron construidas como apartaestudios. Por eso, tampoco se veían rejas en las puertas de ingreso a los pabellones ni en las ventanas, ni mallas de seguridad en el perímetro de la prisión. Y aunque no quedó a la vista de la comisión el búnker, con paredes de ochenta centímetros de espesor, en donde el capo ocultaba dólares, beepers, un teléfono móvil, fusiles R-15, mini uzis, pistolas y hasta escopetas, la evidencia recaudada era demoledora. Pero, inexplicablemente, los hallazgos de la comisión tan solo salieron a la luz pública tres meses después, desatando una monumental crisis institucional y de seguridad nacional.

Arrieta es uno de los pocos que sabe qué pasó después:

Con las fotos en la mano, hablé con el presidente Gaviria y le dije: “Esto es lo que está pasando, se lo pongo de presente para que haga algo”. Él me preguntó: “¿Usted lo va a hacer público?”. Y creo que ahí cometí un error. Tomé la decisión de no divulgar la información a la opinión pública, pues creí que ello afectaría gravemente al país, pero inicié de inmediato las investigaciones disciplinarias que a la postre terminaron con la destitución fulminante de los directores de la reclusión y de Prisiones (…) El ministro de Justicia, Fernando Carrillo, me llamó semanas después a mostrarme un macroproyecto que estaban desarrollando para reforzar la seguridad de la cárcel de Envigado. Le manifesté que me parecía muy bien el proyecto, pero que lo más importante y urgente era tomar medidas para evitar la corrupción en los anillos de seguridad que rodeaban el penal.8

Solo meses después, las fotos llegaron a la prensa, precipitando una serie de polémicas medidas por parte de funcionarios de la Dirección de Prisiones y del Ministerio de Justicia que nunca se aclararon y que terminaron facilitando la fuga del capo.

Cuando se divulgaron las fotos, se presentó a mi despacho el inspector de la Dirección General de Prisiones ,José Elver Barbosa, y me dijo: “Usted ordene qué hay que retirar de La Catedral”. Me expresó que estaban preocupados por los hallazgos y que estaban listos a proceder.

A pesar de la oferta de colaboración, los desmanes continuaron y, algunos meses después de la visita de la comisión de la Procuraduría a La Catedral, Escobar asesinó a varios socios y enemigos muy cerca de donde caía el hilo de agua por la caña de bambú. Allí fueron incinerados y derretidos en ácido los cuerpos de los narcotraficantes Fernando Galeano y Gerardo Moncada Cuartas, socios de Escobar. A ambos los obligaron a subir a La Catedral a principios de julio de 1992, luego de que se atrasaron en el pago de los 500 mil dólares mensuales que se comprometieron a entregarle a Escobar mientras estuviera preso. La cuota empezó a disminuir luego de que los Galeano y los Moncada le notificaron a Escobar que los envíos de coca se habían ido al piso por la presión de las autoridades y que el último cargamento que habían enviado por la “Fanny”, una de las rutas más exitosas, había sido incautado. Pero una caleta, con 23 millones de dólares, que encontró alias “Titi”, otro de los hombres del Cartel, en el barrio San Pío de Itagüí, desbarató esa versión. Además, el capo se enteró de que la droga de la “Fanny” se seguía vendiendo con éxito en las calles de Nueva York y de que sus socios estaban trabajando para el Cartel de Cali, sus archienemigos. Eso convirtió a los Galeano y a los Moncada en los protagonistas de uno de los más sanguinarios crímenes de la mafia.

A través de Carlos Mario Alzate Urquijo, alias el “Arete”, Escobar citó a Fernando Galeano a La Catedral, el 3 de julio de 1992, a la una en punto de la tarde. Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias “Popeye”, uno de los pocos lugartenientes de Escobar que aún está vivo, les aseguró a las autoridades que Fernando Galeano y Gerardo Moncada Cuartas subieron voluntariamente al penal para arreglar las diferencias. Pero Diego Fernando Murillo Bejarano, alias “Berna” o el “Ñato”, gatillero de los Galeano da otra versión. Según él, tres sicarios del Cartel –Gustavo Adolfo Mesa Meneses, alias el “Zarco”; Mario Alberto Castaño Molina, el “Chopo” y Sergio Alfonso Ramírez, el “Pájaro”–, los secuestraron y los llevaron a la cárcel en un viejo camión con carpa, que ingresó con la complicidad de un cabo de Prisiones. Una vez adentro fueron esposados y llevados a un sótano en donde los interrogaron, torturaron, asesinaron con tiros de gracia y luego destajaron. Durante años se creyó que sus restos se arrojaron a una marranera para que los cerdos desaparecieran la evidencia. Pero Popeye confirma que el final de los socios de Escobar fue más macabro.

Le pedimos permiso al Ejército para hacer una fogata nocturna y prendimos un asado (…) El olor de la carne asada se camufló con el de los cadáveres rostizados. Ambos olores son parecidos. Pero “cremar” a una persona en esas condiciones es muy difícil, y eso que duramos toda la noche volteando los restos en la fogata. Lo que quedó lo desmenuzamos con un martillo y lo deshicimos en ácido. Eso de que se encontraron huesos en La Catedral es mentira.9

En efecto, aunque la Policía y la Fiscalía hallaron una fosa cerca a la cancha de fútbol del penal, esta contenía huesos de marrano y de res. Así lo confirmó Carlos Mario Alzate Urquijo, el Arete, hoy refugiado en España y quien le confesó a la Fiscalía que él participó en el secuestro y posterior asesinato de Fernando Galeano y Gerardo Moncada.

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Consciente de los alcances criminales del capo, el gobierno Gaviria procuró blindar el penal de cualquier posibilidad de corrupción y buscó a los mejores funcionarios para ejecutar esa tarea. Uno de ellos fue Eduardo Mendoza, el viceministro de Justicia. Era un espigado abogado y piloto, de treinta años, que había escalado rápidamente los escaños del poder. Primero fue secretario privado de César Gaviria, cuando este se desempeñó como ministro de Hacienda de la administración de Virgilio Barco. Luego se convirtió en el jefe de seguridad de la campaña a la Presidencia de Gaviria y, ya electo, asumió su protección y la de su familia, convirtiéndose en el primer civil en ocupar ese cargo. Allí, diseñó un sofisticado esquema de vigilancia y protección del mandatario que exigía más de cien hombres, carros blindados, ambulancias, motos y equipos antiexplosivos, el cual le valió el apodo del “James Bond del Régimen”.

Con ese palmarés, nadie discutió que se le nombrara viceministro de Justicia y se le encomendara a él remodelar La Catedral y construir una prisión infranqueable. Su poder llegó a ser tal que participó en la designación del coronel Hernando Navas Rubio, como director de Prisiones, y de Homero Rodríguez, como jefe de La Catedral. Además, Gaviria le pidió que verificara la información que la Procuraduría había recopilado y entregado sobre la toma de La Catedral por parte de Escobar. De hecho, la primera semana de julio se ordenó el sobrevuelo nocturno de un avión de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC) para que tomara fotos nocturnas y confirmara los hallazgos de Velásquez y del resto de la comisión judicial, pero el rollo se veló porque, supuestamente, usaron una película para tomar imágenes con luz día.

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La intención del Gobierno era retomar la cárcel y mover de prisión al capo y a sus lugartenientes. Para ejecutar el operativo habían tejido un plan secreto que requería el apoyo de la Procuraduría. En efecto, el 21 de julio, Velásquez recibió una llamada de Arrieta en la que le ordenó que se presentara a la IV Brigada.

Estaba dictando clase en la Pontificia Bolivariana cuando me avisaron que el doctor Arrieta me necesitaba con afán. Me dijo: “Vaya a la IV Brigada que hay una misión urgente. Lleve ropa para un día y avísele a su familia. Allá le dan las instrucciones”. Le conté a María Victoria que iba a un asunto especial y cuando llegué a La Catedral me recibió el general Pardo. “¿Qué instrucciones trae?”, me preguntó. Y yo le contesté: “El procurador Arrieta me dijo que viniera, que usted me informaba”. El general me reveló, entonces, que se iba a ocupar La Catedral y que estaban a punto de llegar el director de prisiones y el viceministro Mendoza, y gritó: “¿No han llegado?” (…) Le respondieron que ya estaban en camino. Finalmente, hacia las siete u ocho de la noche llegaron. El coronel Navas dijo que quería entrar primero con el viceministro para tranquilizar a Escobar y a los otros prisioneros. El general Pardo lo confrontó y le preguntó que por qué no entraba conmigo, y Navas dijo que si lo consideraban necesario me llamaban. Y aunque el general Pardo advirtió con vehemencia que si iban a entrar, entrábamos todos, Navas insistió en que él quería saber primero cómo estaba el ambiente, que ingresaría solo y si fuera necesario llamaría a Mendoza. A la media hora, se escuchó a un guardia decir: “Que entre Mendoza”, y el viceministro ingresó. Durante todo el tiempo se notó que había mucho movimiento interno y, al rato, el subdirector de la cárcel, Jorge Armando Rodríguez, llegó a la reja y gritó: “Que entre el procurador”. Cuando íbamos camino a la entrada, el general Pardo me hizo una señal con la mano de que me quedara atrás y él siguió solo hasta la reja. Le preguntó a Rodríguez qué era lo que pasaba y este insistió en que yo ingresara de inmediato. El general le dijo: “¿Primero salga usted y hablamos o es que los tienen secuestrados?”. El subdirector iba con dos personas más y ante la insistencia de Pardo nos dijo que se le habían quedado las llaves, que iba por ellas y que volvía enseguida. Pero nunca regresó. Nos devolvimos de inmediato y yo me quedé en unos cobertizos que había cerca al centro de comunicaciones. Allí estuve otro largo rato preguntando qué se sabía, pero no había noticia alguna de lo que estaba pasando en la prisión. Finalmente, el general Pardo se pudo comunicar con Navas, le preguntó si estaban secuestrados y dijeron que no, que iban a hablar directamente con Casa de Nariño para trasmitir lo que pedía Escobar. De pronto, escuchamos un avión, lo que desató un gran revuelo. Luego, apagaron las luces de La Catedral y todo quedó en silencio. Hacia las cinco o seis de la mañana empezaron a llegar las fuerzas especiales y el general Pardo me dijo que se iban a tomar la prisión. Se escucharon varias explosiones y gritos que decían: “Escobar no está”. Tengo la convicción de que si yo hubiera entrado Pablo Escobar me hubiera matado. Que si iba, no volvería a salir. Escobar ya sabía que el Gobierno lo quería trasladar.

El 22 de julio de ese año, Pablo Escobar se escabulló con varios de sus sicarios, sin que los quinientos soldados que custodiaban la cárcel lo notaran y usando como rehenes al novato viceministro de Justicia, Eduardo Mendoza, y al coronel Hernando Navas Rubio, director de Prisiones.

En los archivos de la Corte Suprema de Justicia quedó documentada oficialmente parte de la historia que vivió Velásquez y, además, algunos detalles de lo que pasó en el interior de la prisión de lujo. Allí consta que cerca de las nueve de la noche llegaron Mendoza y Navas, quienes ingresaron hasta el lugar donde estaban los detenidos.

Los reclusos, apoyados por algunos de los guardianes municipales, se opusieron a la decisión del gobierno nacional de trasladarlos a la IV Brigada, y para tratar de impedir el cambio del personal de guardia, retuvieron desde ese momento y hasta las siete de la mañana del día siguiente, hora en la cual el Ejército se tomó el establecimiento, a los funcionarios que entraron a dialogar con los detenidos. Pablo Escobar Gaviria obligó al director de la cárcel a entregar el arma de dotación oficial a otro de los internos, la que fue usada para intimidarlos. Además, uno de los reclusos, identificado como Jhon Jairo Velásquez Vásquez conocido con el alias de “Popeye”, amenazó al viceministro de Justicia con una subametralladora mini uzi, mientras que otros detenidos portaban fusil R-15, escopetas de repetición y medios de comunicación como beepers y un teléfono móvil, que usaron para enterar de los acontecimientos a personas no identificadas.10

Después de la fuga, yo entré como a las nueve de la mañana y al lado de la garita vi a un guardián muerto (Olmedo Mina). Los de las fuerzas especiales corrían y vi a un grupo buscar un fusil para ponérselo al guardia. Uno de los uniformados dijo: “Llegó el CTI, no los dejen entrar”. Y vi cuando le acomodaron el fusil al muerto. Luego llegué hasta donde estaban los hombres de Escobar que no se fugaron. Eran cinco y me dijeron que estaban preocupados por lo que les iban a hacer: “Nos van a matar”. Yo les dije: “Tranquilos, ya los vi, están sanos y sin heridas”. El general Farouk Yanine Díaz, (jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Militares), me explicó que los iban a trasladar a la IV Brigada y se ofreció a llevarme en helicóptero a esa sede militar. Fui con él para verificar el traslado y antes de despegar, pasó una camioneta en cuyo platón iba un guardián herido en una pierna. Mientras trancaba la sangre con sus manos me gritó: “Anote mi nombre, estos me van a matar. No me deje desaparecer”. Le contesté lo mismo: “Tranquilo, ya lo vi”. Y anoté su nombre: Javier Giraldo. Después fui hasta el lugar donde dejaron a los hombres de Pablo Escobar y me fui para mi casa la tarde del 22.

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Uno de los vecinos de la familia Velásquez estaba lavando su carro y tenía el radio con un volumen alto. Cuando María Victoria, la esposa de Velásquez llegó a la casa, notó cómo el hombre la miraba con insistencia. Y luego escuchó que en la radio estaban mencionando el nombre de su esposo.

Decían que al parecer estaba en La Catedral y yo pensé inicialmente que se trataba de un acto litúrgico con Monseñor. Luego, en la radio dijeron que había sospecha de que estuviera retenido en la cárcel de Pablo Escobar. Yo dije: “¡Virgen Santísima, a Iván lo mataron!” Llamé al secretario de Gobierno, Gustavo Efrén Pérez, y le dije: “Voy por Iván”. Él me prestó su carro oficial y me le presenté al alcalde de Envigado, Jorge Mesa. Él llamó a Victoria Henao, la esposa de Escobar, y luego de hablar con ella varios minutos, me dijo que Iván no había querido entrar a La Catedral y se había negado a ser garante. Que Pablo mandaba decir que él era un cobarde, pero que no le interesábamos ni Iván ni yo. Que sabía que mis hijos estudiaban en el Colegio San José y que yo tenía un cargo en la Personería. Mesa me dijo: “Pablo está muy bravo, tenga cuidado con sus hijos”. (…) Llamé de inmediato a mis hermanas y les pedí que sacaran a Laura, Víctor y Catalina del colegio en un carro que no conocieran, los llevaran a sus casas y no me buscaran. Yo me fui a la casa de mi amiga Nohora Henao para que mis hijos no me vieran llorar. Mi amiga no estaba y me quedé un buen rato con doña Socorro, su mamá. Cuando recuperé fuerzas, fui por mis hijos y les dije que su papá tenía mucho trabajo y que por eso, por primera vez, no había llegado a dormir a la casa. Catalina, la mayor, me confrontó y me pidió que les contara la verdad, me dijo que ellos tenían derecho a saber qué estaba ocurriendo (…) Finalmente, Iván apareció a las 5:30 de la tarde del día siguiente y me contó todo lo que había pasado. Luego me dijo: “Mire en lo que me metió”, en un claro reclamo porque yo lo había animado a que aceptara el cargo de procurador de Antioquia (…) Si el general Pardo lo hubiera dejado entrar a La Catedral, lo habían matado.11

Antes de llegar a su casa, Velásquez le narró en detalle al procurador Arrieta todo lo que había sucedido. Al finalizar la tarde, con el país convulsionado y temeroso por la fuga de Escobar, se dirigió a la gobernación a hablar con su titular, Juan Gómez Martínez, y con su secretario, Ramiro Valencia Cossio. Allá estaba la periodista Ana Mercedes Gómez, quien poco después, recibió una llamada de Roberto Escobar, alias el “Osito”, hermano de Pablo Escobar y uno de los fugitivos.