AGRADECIMIENTOS

A Manu Arrieta, Javier de Dalmases, Pedro Delgado, Julián Gorospe, Marino Lejarreta, Javier Luquin, Melcior Mauri, Jesús Rodríguez Magro (†), Abelardo Rondón y Carlos Vidales, por su generosidad y sus valiosos testimonios.

A mis editores Eduard Sancho y Dídac Aparicio, por su confianza y su apoyo.

BIBLIOGRAFÍA

CIENTO
NOVENTA
Y OCHO CURRANTES
DEL PEDAL

El Tour de Francia de 1989, correspondiente a la 76 edición de la carrera, se disputó entre los días 1 y 23 del mes de julio. Su punto de partida fue, por primera vez en su historia, Luxemburgo, si bien con anterioridad el Gran Ducado ya había recibido en tres ocasiones la larga caravana de la mejor vuelta ciclista del mundo. En 1947 fue final de una etapa e inicio de la siguiente, en 1967 vio pasar por sus carreteras a los ciclistas camino de Metz y en 1968 la primera etapa concluyó en Esch-sur-Alzette. Nada comparable en todo caso a lo que abarcaba esta ocasión: el Grand Départ, el prólogo, dos etapas íntegras y una tercera con final en Bélgica. Un banquete de publicidad planetaria cuya construcción y difusión llevarían a cabo un sinfín de medios escritos (tanto especializados como generalistas), bastante más de medio centenar de emisoras de radio y más de veinte cadenas de televisión de todos los continentes. Poco a poco el Tour de Francia se iba desnacionalizando y convirtiendo en lo que es hoy, en pleno siglo XXI: un acontecimiento global que atrae a centenares de miles de personas al mismo tiempo que mueve una fabulosa cantidad de dinero y de intereses.

A pesar de todo, en 1989 y todavía hoy, el magnetismo del Tour era y sigue siendo inconcebible sin la conjunción armoniosa de tres factores cuya evolución futura no está desprovista de incógnitas. De momento hay Tour porque hay ciclistas que compiten entre sí, aficionados sin entusiasmos oscuros y carreteras con su amplia y atractiva variedad de entornos. Pero se trata de una tríada cuyo equilibrio es más precario de lo que pueda parecer, hasta el punto de que quizá sea incapaz de soportar de manera indefinida la imparable tendencia del mundo actual.


A falta de 48 horas para el arranque de la carrera, la ciudad de Luxemburgo empezó a manifestar una agitación muy distinta a la cotidiana. La villa móvil que es el Tour iba acogiendo a una multitud variopinta y atareada: a los ciclistas y a sus nutridas comitivas (directores, masajistas, mecánicos…); a motoristas, chóferes y gendarmes; al equipo médico de la organización; a la numerosa troupe integrante de la reata publicitaria; al conjunto imprescindible de personas encargadas de levantar, señalizar, desmontar y desplazar el hábitat efímero que constituye cada etapa; a la ya mencionada milicia periodística; al público local y a otras muchas gentes llegadas de lugares más o menos lejanos…

Un año más estaba a punto de empezar la odisea de todos los veranos, la aventura que erigen los ciclistas y durante la cual se hace posible que miles de adultos del mundo entero regresen a la edad de la inocencia por un rato mientras que muchos de sus hijos se familiarizan con los ingredientes de una emoción (la de sus padres) que reproducirán cuando haya quedado atrás el tiempo protegido de la juventud y de la infancia. Porque, para sus seguidores, el ciclismo en general y el Tour de Francia en particular tienen mucho de reencuentro con un mundo perdido que quizá nunca existió más allá de las fantasías propias de la «cándida adolescencia».

En 1989 la odisea en cuestión contó con ciento noventa y ocho ciclistas repartidos en veintidós equipos de nueve componentes cada uno: los dieciocho mejor situados en la clasificación FICP1 más cuatro invitados. Ciento noventa y ocho currantes cuya aspiración fundamental era, como siempre, llegar a París encima de sus bicicletas. Currantes, sí, por la dureza de su oficio, paradójico hasta el punto de que los más distinguidos son quienes más han de esforzarse, dado que deben pedalear más deprisa que todos los demás; por algo son los favoritos a la victoria y los más populares. En cambio, los currantes especializados (gregarios, velocistas, asiduos de las escapadas…), menos reconocidos que sus líderes, gozan del privilegio compensatorio de poder dosificar sus esfuerzos concentrándolos en jornadas y momentos concretos de la carrera.

En la ceremonia de presentación llevada a cabo en Luxemburgo, los ciento noventa y ocho corredores que iban a tomar la salida desfilaron mostrando su notable delgadez y su piel dorada. En ese momento, tanto el buen seguidor del Tour como el periodista encargado de su seguimiento, ya andaban entregados al rito de especular acerca de quién llegaría a París vestido de amarillo; quién treparía mejor por las montañas; quién volaría en las llegadas masivas; quién sería la revelación; quién había sido sobrevalorado por los supuestos expertos… Y lo cierto es que el conjunto de la opinión pública fue prácticamente unánime a la hora de designar como máximo favorito a la victoria final al español Pedro Delgado, apodado con éxito y afecto «Perico». No en vano el ciclista segoviano nacido en 1960 había ganado con autoridad el año anterior, si bien en ausencia de dos de los mejores ciclistas del momento (Roche y LeMond) y ante la decepcionante actuación de otros favoritos (Fignon y Bernard, entre otros). Que en el Tour de 1988, en cualquier caso, Delgado fue el mejor está fuera de toda duda. De hecho, la mayor dificultad para conseguir su victoria la hubo de afrontar en las alcantarillas burocráticas del Tour, cuando a pocos días de llegar a París se hizo público un supuesto positivo por probenecid en un control antidopaje realizado en los Alpes. Fue entonces cuando le tocó entrar en escena a su director deportivo, el inteligente y discreto José Miguel Echavarri, el cual, en la defensa de su corredor, contó con la ayuda decisiva del entonces presidente de la UCI, el español Luis Puig. En relación con este turbio asunto no faltó quien sostuvo con insistencia que Perico se había dopado,2 pero sería poco imparcial negar que hubo tendenciosidad extradeportiva por parte de algunos de los máximos responsables de la Grande Boucle y de algún que otro influyente periodista francés.3 Al fin y al cabo, en un sentido estrictamente formal, el positivo jamás se produjo puesto que el probenecid figuraba como sustancia prohibida en la lista del COI pero no en la de la UCI.

El Tour perdió aquel pulso mediático e institucional y quedó profundamente herido en su orgullo, por lo común intocable. Y Delgado lo pagaría con una factura sutil y rotunda que todavía hoy no se da por saldada. Desde ese subgénero de la literatura y el periodismo deportivos que es el Tour en Francia, las historias y crónicas debidamente actualizadas de la carrera tienen por costumbre desde 1989 ningunear la edición ganada por el ciclista español y mantener a este bajo sospecha. Semejante expresión de resentimiento no solo es desproporcionada por ignorar las condiciones materiales bajo las cuales se desarrolla desde sus orígenes el ciclismo profesional (y también por escamotear lo que la Grande Boucle habría de sufrir desde 1998 y más allá del imperio oficialmente desautorizado de Lance Armstrong), sino que además es injusta por desdeñar lo mucho que Delgado ha aportado a la historia de la mejor ronda ciclista.

Desde su debut en 1983, cuando tenía veintitrés años, Perico nunca dejó de animar el Tour con su combatividad y sus bellos (más que concluyentes) ataques en alta montaña. Siempre anduvo con los mejores, maduró junto a ellos y mostró una consistente regularidad que le condujo en 1987 a convertirse en un sólido aspirante a la victoria. Ese año llegaría a París como segundo clasificado de la general, a solo 40 segundos del vencedor, Stephen Roche, tras un duelo memorable con el brillante e irregular ciclista irlandés. El año siguiente se le presentaría su gran oportunidad y no la desaprovechó.

El caso es que en vísperas del sábado 1 de julio de 1989 en Luxemburgo, sobraban razones para considerar a Delgado el favorito número uno a llegar a París vistiendo el maillot amarillo. Por lo realizado en el pasado y por su rendimiento a lo largo de la temporada en curso: había ganado la Vuelta a España adjudicándose tres etapas; había sido tercero en la Semana Catalana; e incluso había optado al triunfo en uno de los cinco Monumentos del ciclismo,4 la Lieja-Bastoña-Lieja, en la cual había concluido cuarto con el mismo tiempo que el vencedor (el gran irlandés, dentro y fuera de la carretera, Sean Kelly, apodado «El Rey de las Clásicas»).

Por lo demás, Perico concurría al Tour con un Reynolds-Banesto5 integrado por varios corredores solventes que ya habían trabajado para él en la exitosa edición anterior (Jesús Rodríguez Magro, Javier Luquin y el ilustre veterano francés Dominique Arnaud), dos todoterrenos de clase comprobada y victorias selectas también presentes en el Tour de 1988 (Miguel Induráin y Julián Gorospe), dos escaladores colombianos (Abelardo Rondón y William Palacio) y el joven y prometedor rodador catalán Melcior Mauri. Según algunos entendidos, el único talón de Aquiles de la formación era la contrarreloj por equipos.

Si bien Delgado asumió con naturalidad su condición de principal favorito sin por ello sentirse adicionalmente presionado, no se abstuvo de mencionar una objeción en cuanto al recorrido a la cual ya se había referido en otoño de 1988, tras la presentación del Tour que ahora estaba a punto de empezar: «Mi mejor momento de forma siempre lo consigo en el Tour, y el año pasado en la montaña demostré que era el más fuerte. Sigo pensando que faltan dos grandes etapas de montaña, y eso me perjudica, y además las que hay son cortas. Me gustaría que hubiera dos etapas como el año pasado, de más de 200 kilómetros y con varios puertos, como pasó en Alpe d’Huez o Luz Ardiden. Este año la más larga tiene 160 kilómetros y así es difícil lograr grandes diferencias». En la misma entrevista, concedida a la revista Ciclismo a fondo, el ciclista segoviano subrayaba la posibilidad de que el calor se convirtiera en un factor clave de la carrera.

Al margen de Perico, otro gran favorito a la victoria final, si bien de entrada con algunos reparos, era Laurent Fignon. El parisino nacido en 1960 y apodado «El Profesor» por el mero hecho de llevar gafas6 era entonces un nombre ilustre del pelotón internacional cuya trayectoria evidenciaba una acusada discontinuidad entre sus victorias iniciales y sus posteriores dificultades para mantenerse en la élite. Precisamente por ello no dejaba de suscitar desconfianza desde hacía tiempo. Tras ganar el Tour en 1983 y 1984 (y ser segundo en el Giro de este último año), su rendimiento había sufrido un bajón considerable durante casi un lustro marcado por lesiones, abandonos y dos positivos por dopaje: uno en mayo de 1987 y otro en octubre de 1989. Las consecuencias federativas y mediáticas en ambos casos fueron irrelevantes.

Ciclista admirable por su combatividad y su ambición, de carácter inflamable y algo envarado, en 1989 Fignon se presentó en Luxemburgo exultante y absolutamente confiado en sus posibilidades. Como era obvio, su estado de ánimo se debía a la gran temporada que estaba realizando, la cual comprendía sendos triunfos en la Milán-San Remo y en el Giro de Italia, incluida una etapa. Algunos observadores puntillosos no dejaron de recordar que los organizadores del Giro habían decidido anular la decimosexta etapa de la carrera —una jornada de 205 kilómetros entre Trento y Santa Caterina Valfurva que incluía la ascensión de cuatro puertos, entre ellos el passo Gavia— por motivos climatológicos y peligro de desprendimientos. Nada más conocerse la decisión de los organizadores, con Vincenzo Torriani a la cabeza, buena parte del pelotón consideró que el único beneficiado por aquella medida excepcional era Fignon, el cual había conseguido la maglia rosa dos días antes. Por otro lado, el rival directo del ciclista francés en aquella ocasión no se hallaba entre los más renombrados del momento: en el podio final de Florencia el segundo clasificado fue el italiano Flavio Giupponi, a 1 minuto y 15 segundos del parisino.

La moral alta de Fignon podía reafirmarse, además, gracias al respaldo incondicional de su equipo, el Super U, dirigido por el prestigioso Cyrille Guimard, hombre de carácter algo arrogante y orgulloso. Entre los compañeros que el francés iba a tener a su lado en la salida de Luxemburgo figuraban, entre otros, los curtidos franceses Dominique Garde, Vincent Barteau, Thierry Marie y Pascal Simon; así como dos jóvenes que darían que hablar en el futuro, uno como excelente gregario de Miguel Induráin (el francés Gérard Rué) y otro como provecto y «sorprendente» vencedor del Tour en 1996 (el danés Bjarne Riis). Ambos debutaban en la Grande Boucle.

El afable francés de por entonces veintiséis años Charly Mottet, del RMO, también fue incluido en el grupo de los favoritos por los comentaristas especializados. Ciclista completo, valiente y voluntarioso pero de incierto rendimiento en la última semana de las grandes vueltas, acudió al Tour de 1989 siendo por primera vez líder único de su equipo y sabiendo lo que era vestirse de amarillo, cosa que hizo en 1987 cuando quedó cuarto de la clasificación general. En la temporada en curso, antes de presentarse en Luxemburgo, había brillado de manera notable consiguiendo, entre otras victorias, una etapa de la Tirreno-Adriático; la general de los Cuatro Días de Dunkerque y una etapa; otra victoria parcial en la Midi Libre; y la general de la prestigiosa Dauphiné Libéré además de una etapa. Por lo demás, su equipo contaba con ciclistas franceses de buen nivel, como el dos veces campeón nacional en ruta (1988 y 1989) y vencedor de la Vuelta a España de 1984 Éric Caritoux, el escalador Thierry Claveyrolat o el buen rodador Jean-Claude Colotti.

Con justicia pero también con un punto de reserva razonable debido a sus dificultades en las etapas contrarreloj, los colombianos Lucho Herrera y Fabio Parra también fueron incluidos en la lista de candidatos a la victoria final. El primero, conocido popularmente como «El Jardinerito de Fusagasugá» y uno de los grandes escaladores de la historia del ciclismo, encabezaba un Café de Colombia que se había europeizado con la intención de arropar a su líder en las etapas llanas y rendir mejor de lo acostumbrado en la crono por equipos. Con ese objetivo habían sido fichados el pistard danés Jesper Worre y el neoprofesional italiano Mario Scirea. Herrera, a los veintiocho años, llegaba al Tour con escasas pero selectas conquistas: dos exigentes etapas del Giro de Italia y la clasificación de la montaña.

Por su parte, Fabio Parra —al cual nunca se le adjudicó un sobrenombre exitoso— ejercía por segunda temporada consecutiva y a sus veintinueve años de jefe de filas del Kelme, formado por sólidos escarabajos como Omar Hernández y Pedro Saúl Morales, así como por españoles con experiencia como Iñaki Gastón, Juan Martínez Oliver y Jaume Vilamajó. Hasta entonces, Parra había demostrado ser el corredor colombiano más apto para la general del Tour de Francia, tras su tercer puesto de 1988 acompañado por una victoria de etapa en Morzine. Por si esto fuera poco, a menos de dos meses para el arranque del Tour de 1989 había puesto en jaque a Delgado en la Vuelta a España, en la cual acabaría segundo de la general, a tan solo 35 segundos de Perico. A todo lo cual había que añadir el triunfo en junio de dos etapas de la Vuelta a Colombia, ambas contra el crono: una individual y la otra por equipos.

Uno de los equipos más completos sobre el papel era el PDM, coliderado por dos escaladores neerlandeses greñudos y rubicundos: Steven Rooks y Gert-Jan Theunisse. Ambos habían sido protagonistas en el Tour del año anterior, en el cual el primero ocuparía el segundo escalón del podio de París —además de adjudicarse el maillot de la montaña y el de la combinada y de ganar la etapa del Alpe d’Huez—, mientras que Theunisse destacaría en la carretera hasta ser declarado positivo por testosterona y resultar sancionado con 10 minutos, lo que le impidió optar a la tercera o cuarta plaza de la general.7

La pareja de neerlandeses llegaba al Tour de 1989 sin apenas haberse dejado ver en el primer tramo de la temporada. Rooks se había impuesto en el Tour de Vaucluse y Theunisse en la Vuelta a Asturias, llevándose además una etapa. Estaba claro que su gran objetivo era la Grande Boucle, y asimismo que concurrían a ella con un equipo poderoso del que formaban parte ciclistas tan sólidos como el belga Rudy Dhaenens, el suizo Jörg Müller y el irlandés Martin Earley. Mención especial merecían otros dos hombres. Por un lado otro irlandés, Sean Kelly, que podía verse como un eventual tercer líder de la escuadra dirigida por Jan Gisbers, aunque su objetivo principal era llegar vestido de verde a París como ganador de la clasificación por puntos. Y por otro lado el mexicano Raúl Alcalá, conocido como «El duende de Monterrey», un corredor de veinticinco años con un buen golpe de pedal en casi todos los terrenos que en el Tour de 1987 se había clasificado en la novena posición y se había adjudicado el maillot blanco de mejor joven.

Pero Rooks y Theunisse no eran los únicos neerlandeses candidatos al triunfo final en el Tour de 1989. También lo era Erik Breukink, quien a sus veinticinco años ya sabía lo que era acabar una de las tres grandes hollando el podio: en el Giro había sido tercero en 1987 y segundo en 1988, además de cuarto en el de la temporada en curso. Excelente contrarrelojista, sus aptitudes en la montaña no eran desdeñables, si bien parecía tener dificultades para rematar la faena en los momentos cruciales de las vueltas de tres semanas. El Tour de 1988 lo había concluido en la duodécima posición y ahora, en 1989, se presentaba en la línea de salida liderando un consistente equipo, el Panasonic, integrado entre otros por sus compatriotas John Talen, Henk Lubberding y Jean-Paul van Poppel (un joven, un veteranísimo y un gran velocista, respectivamente) y los experimentados belgas Guy Nulens y Eric Vanderaerden.

Parecía razonable, por otra parte, no dejar fuera del grupo de favoritos a la victoria en París al estadounidense Andrew Hampsten, líder de un 7-Eleven con menos potencial que en otras ediciones del Tour pero integrado por corredores con oficio como el noruego Dag-Otto Lauritzen y el inglés Sean Yates. A sus veintisiete años Hampsten contaba con un buen palmarés y había demostrado ser un eficiente escalador. En el Tour de 1986, siendo doméstico de Greg LeMond en el todopoderoso y entonces agitado equipo La Vie Claire (propiedad del indescriptible Bernard Tapie), logró hacerse con el premio al mejor joven. Ahora bien, su carrera era sin duda el Giro de Italia, cuya general ganó en 1988 (el año de la célebre, por tremenda, etapa del Gavia), llevándose también dos triunfos parciales y la clasificación de la montaña, mientras que en la temporada vigente había acabado tercero. Su predilección por la Corsa Rosa se había manifestado desde su primer año como profesional (1985), cuando se impuso en la etapa alpina que finalizó en Valnontey.

En la relación canónica de candidatos al amarillo también figuraba el suizo Urs Zimmermann, nacido en Mühledorf en 1959, a pesar de que transcurridos ya dos años y medio todavía no había logrado realizar una temporada similar a la de 1986, cuando ganó el Critérium Internacional y una etapa; la Dauphiné Libéré; el campeonato nacional suizo de fondo en carretera; y acompañó en el podio del Tour de Francia a Greg LeMond y a Bernard Hinault. En cualquier caso convenía no olvidar ni su fortaleza física, ni su experiencia, ni su sexta posición en el Giro pocas semanas antes de llegar a Luxemburgo liderando el Carrera, que contaba en sus filas con corredores capaces de trabajar con eficacia para el suizo, como los italianos Guido Bontempi (imponente rodador y velocista), Giancarlo Perini (veterano doméstico) y un joven Claudio Chiappucci (debutante en el Tour), así como el suizo vencedor de una Milán-San Remo Erich Maechler y el astuto portugués Acácio da Silva.

Por sus logros pasados más que por consideraciones deportivas recientes, el irlandés Stephen Roche también fue incluido en la lista de favoritos a la victoria en el Tour de 1989. Ciclista con clase, avispado, técnicamente impecable y capaz de aguantar en la alta montaña con los mejores sin ser un escalador, la trayectoria de Roche hasta el momento había sido brillante pero también demasiado guadianesca, además de turbulenta con la dirección de todos sus equipos, e incluso a veces con algunos de sus compañeros. Tras su memorable Triple Corona8 de 1987 con el Carrera italiano, en 1988 fichó a golpe de talonario por el Fagor, con el que viviría un conflicto casi perpetuo. Primero respecto a la composición del organigrama del equipo y más adelante por su bajo rendimiento a causa de una lesión en una de sus rodillas que lo mantendría al margen de la competición buena parte de la temporada. Tanto fue así que no tomó la salida en ninguna de las tres grandes vueltas de ese año.

Por lo demás, llegó a Luxemburgo con veintinueve años, suscitando muchas dudas, vaticinando con rotundidad (¿una maniobra de distracción?) que Delgado iba a ganar el Tour y afirmando que se daría por satisfecho si llegaba a París entre los diez primeros clasificados. Sus resultados más meritorios anteriores a julio habían sido su segundo puesto en la general de la París-Niza —tras Miguel Induráin— y una etapa; la victoria absoluta en la Vuelta al País Vasco más una etapa; un triunfo parcial en los Cuatro Días de Dunkerke; y la novena plaza en el Giro de Italia, durante el cual adujo haber padecido serios dolores de espalda.

En cuanto a su equipo, el Fagor, que Roche dejaría por la puerta de atrás al acabar la temporada, concurrió al Tour con un nueve que no se encontraba entre los más fuertes y en el cual cabía destacar, por la fidelidad hacia su líder, la presencia del belga Eddy Scheppers y la del también irlandés Paul Kimmage, hoy más conocido por su trabajo como periodista deportivo que por su breve paso por el ciclismo profesional.9

Excluidos de la nómina de candidatos al podio de París, pero dignos de mención por ser capaces de alcanzar una buena clasificación y de aprovechar cualquier circunstancia excepcional que pudiera darse en la carretera, quedaban ciclistas como los españoles Álvaro Pino, Laudelino Cubino y Anselmo Fuerte (del compacto BH), y por supuesto el incombustible y completo Marino Lejarreta (líder único del Paternina), cariñosamente apodado «El Junco de Bérriz», quien en el año en curso había completado la Vuelta (siendo el vigésimo en la general final) y el Giro (que acabó décimo). Y también, por qué no, como el belga Claude Criquielion del Hitachi, quien en 1989 afrontaba su undécima participación en el Tour de Francia; el escocés Robert Millar del Z-Peugeot (escuadra liderada en principio por Éric Boyer sin olvidar a Ronan Pensec), magnífico escalador; y el canadiense Steve Bauer del Helvetia-La Suisse, que ya sabía lo que era enfundarse el maillot jaune.


Un caso aparte a la hora de hablar de favoritos lo representaba el estadounidense Greg LeMond. A pesar de ser uno de los ciclistas de mayor talento de su generación —no precisamente escasa de excelentes corredores—, el californiano no fue incluido prácticamente por nadie en el reducido grupo de posibles ganadores. No era un capricho, ni un boicot, ni tampoco un completo dislate; pero no era menos cierto que su trayectoria resultaba sobradamente excepcional como para merecer un gesto de cortesía a pesar de todas las dudas razonables que suscitaba su estado de forma.

En 1981, cuando aún no había cumplido los veinte años, LeMond se convirtió en ciclista profesional de la mano de Cyrille Guimard, entonces director del potentísimo Renault-Elf-Gitane liderado por Bernard Hinault. Entre otras actuaciones notables, ese año ganó su primera Coors Classic y fue tercero en la general de la Dauphiné Libéré, tras Hinault y el insigne portugués Joaquim Agostinho. Al año siguiente ganó el Tour del Porvenir, fue tercero en la Tirreno-Adriático y medalla de plata en el Mundial de fondo en carretera, superado únicamente por Giuseppe Saronni. Lejos de detenerse, su vertiginosa progresión se aceleró en 1983, año de su estreno en una de las tres grandes: corrió la Vuelta a España hasta la recordada decimoséptima etapa, aquella en la que Hinault rompió la carrera (y a un prometedor Julián Gorospe) camino de Ávila. A continuación, el estadounidense se impuso en la general de la Dauphiné Libéré llevándose además tres etapas; fue segundo en el Giro de Lombardía tras Sean Kelly; y ganó el Mundial de Altenrhein, en Suiza, por delante del neerlandés (y yerno de Raymond Poulidor) Adrie Van der Poel y de Stephen Roche. En 1984 debutó en la Grande Boucle subiéndose al tercer peldaño del podio final (solo le superaron los dos monstruos franceses del momento: Fignon e Hinault) vestido con el maillot blanco. Y en 1985, tras fichar por La Vie Claire, fue tercero del Giro de Italia, tras su líder Hinault y el italiano Francesco Moser; segundo de un Tour que pudo ganar de no haber tenido que frenar para que se lo adjudicara Hinault, el cual ingresó así en el selecto club de los quíntuples vencedores de la gran ronda francesa; y plata en el Mundial disputado en Giavera del Montello, ganado por el matusalénico neerlandés Joop Zoetemelk.

El impresionante palmarés de LeMond hasta 1985 —insuficientemente inventariado en el párrafo anterior—10 se ampliaría todavía más en 1986 con su consagración en el Tour. Una consagración difícil, conflictiva y, por así decirlo, con mucho politiqueo y dos Bernards de por medio: el temible «Tejón» Hinault y el inefable hombre orquesta Tapie, ambos verdaderos patrones del equipo La Vie Claire.11

En 1987 la estructura deportiva de La Vie Claire pasó a llamarse Toshiba y LeMond fue considerado sin equívoco alguno el único líder del equipo, dado que Hinault se había retirado del ciclismo profesional a finales del año anterior. Sin embargo, cuando se abría la posibilidad de que el ciclista nacido en Lakewood se convirtiera en el nuevo dominador del ciclismo mundial, la suerte le dio violentamente la espalda. Tras una caída el 15 de marzo en la Tirreno-Adriático a consecuencia de la cual se fracturó una muñeca, LeMond decidió trasladarse a su residencia californiana de Rancho Murieta para recuperarse en lugar de hacerlo en su domicilio belga. Y el 20 de abril, cuando su regreso a Europa y al pelotón era inminente, decidió asistir a una partida de caza en Lincoln, junto a su tío Rod Barber y al marido de su hermana mayor, Pat Blades. Cuando los tres hombres se hubieron internado por el campo con sus respectivas armas, Blades —que a diferencia de LeMond y de su tío carecía de experiencia como cazador— se desorientó y, cuando el ciclista se incorporó desde el lugar en donde se había agazapado, le disparó al confundirlo con una presa. Las heridas producidas por el disparo fueron numerosas y algunas de ellas graves. Y si en lugar de haber sido trasladado al hospital universitario Davis de Sacramento en un helicóptero de la policía lo hubiese hecho en una ambulancia (la opción inicial por la que Barber se decantó al ir a su casa, aledaña al lugar del accidente, para telefonear pidiendo ayuda) probablemente LeMond habría muerto.

Cuando el vencedor del Tour de 1986 estuvo fuera de peligro comenzó el calvario de su retorno al ciclismo. En diversos puntos de su cuerpo quedaron incrustados para siempre numerosos fragmentos de perdigones: en el hígado, en la espalda, en las paredes del corazón… La temporada de 1987 se había acabado para él, que tuvo que ver el gran duelo del Tour entre Delgado y Roche por televisión. En 1988 fichó por el poderoso PDM con la esperanza de recuperar su mejor nivel, pero no pudo aproximarse a este ni de lejos. Transcurridos más de trescientos sesenta y cinco días desde su accidente volvió a participar en una de las tres grandes, concretamente en el Giro, pero tras concluir la quinta etapa se retiró. El Tour de aquella temporada —el de Perico— quedó descartado para él. Al acabar el año el PDM prescindió de sus servicios, la incertidumbre sobre su futuro deportivo lo invadió y su cotización en el mercado ciclista descendió de forma considerable. Así las cosas, en 1989 firmó un contrato por dos años con el modesto equipo belga ADR, propiedad de François Lambert —una especie de aprendiz de Bernard Tapie—, copatrocinado por otras empresas en función de la carrera a disputar y dirigido deportivamente por el exciclista belga José De Cauwer. Tras no rendir demasiado bien en el Tour de Trump —una vuelta por etapas promovida por el indescriptible presidente actual de Estados Unidos que en 1991 pasó a llamarse Tour DuPont—, LeMond corrió mejor en la Tirreno-Adriático (fue sexto) y unas semanas después tomó la salida de un Giro que acabó en la posición trigésimo novena (a 54 minutos y 23 segundos de Fignon), pero en el que fue segundo en la contrarreloj final de 53 kilómetros entre Prato y Florencia, en la que superó con variable amplitud de tiempo a todos los favoritos de la general. Un detalle que no pasó desapercibido para algunos observadores.

El hecho es que, sin apenas atraer la atención, LeMond se personó en la salida del Tour de 1989 liderando el ADR, al cual se sumó para la ocasión la marca cervecera Coors Light, con la cual se había acordado que el ganador del Tour de 1986 la representaría en las carreras que disputase en su país natal. Entre sus compañeros de equipo se encontraban los belgas Eddy Planckaert (buen velocista y ganador del maillot verde en 1988), René Martens (ilustre veterano) y Johan Museeuw (por entonces un joven desconocido), así como el experimentado neerlandés Johan Lammerts12 y el completo e intermitente noruego de origen estonio Jaanus Kuum. No se trataba, en suma, del equipo más recio y equilibrado de cuantos se presentaron en el Grand Départ de Luxemburgo.


Ahora bien, no todo el mundo tendió a la generosidad en cuanto a nombres a la hora de identificar favoritos para ganar el Tour. Sin ir más lejos, en la reconocida revista francesa Miroir du Cyclisme no faltó quien se decantara por la síntesis y afirmase que la carrera iba a ser cosa de cuatro hombres: Delgado, Roche, Fignon y Mottet. Cabe suponer que, de no haber estado lesionado y por lo tanto ausente, el cuarteto se habría ampliado a quinteto para incluir a Jean-François Bernard.

Y tampoco faltó quien torpedease sin manías la unanimidad de los pronosticadores en el sentido que el máximo candidato a la victoria era claramente Delgado. Quien perpetró semejante ejercicio fue ni más ni menos que el vencedor del Tour de Francia de 1959, Federico Martín Bahamontes, quien además de ningunear al equipo liderado por el segoviano, afirmó: «Sin querer ofenderle, Perico corre más con la cabeza que con las piernas y en el fondo del pelotón, como lo observé en la Vuelta a España, y esa fantasía no se la puede permitir en el Tour. ¿Cuántas veces le hemos visto llegar destacado en una etapa? Corre al milímetro y carece de coraje. El día en que haga una escapada de cien kilómetros, me descubriré ante él. No obstante, es muy inteligente, aunque el treinta por ciento de sus éxitos se lo deba a José Miguel Echavarri, su director». El gran «Fede» siempre ha resultado explosivo, tanto en sus sublimes escaladas en bicicleta como en sus rotundos demarrajes verbales.


En 1987 el dilatado ciclo de Jacques Goddet y de Félix Lévitan al frente del Tour de Francia llegó a su fin. Desde la identificación con el modelo que se impondría en los años siguientes surgiría la consideración de algunos según la cual el período anterior se había distinguido en gran medida por su inmovilismo arcaizante. Con independencia de lo que se piense acerca de la trayectoria de la gran ronda francesa que va desde la segunda postguerra mundial hasta las puertas de «los felices 90 y su exuberancia irracional» —por decirlo a la manera del prestigioso economista Joseph E. Stiglitz—, lo cierto es que lo que vino después no fue ni está siendo ninguna panacea. El paso por la dirección del Tour de Jean-François Naquet-Radiguet y Xavier Louis resultó llamativamente fugaz, por lo que cabe preguntarse hasta qué punto, entre 1987 y 1988, su ímpetu por modernizar la carrera a toda costa no acabó volviéndose en su contra. En cualquier caso, en 1989 se inició la etapa pilotada por Jean-Marie Leblanc hasta 2006, que se caracterizaría por hacer del Tour un fabuloso engranaje de negocios y un fenómeno mediático global. Nada hubo, por tanto, de creativas improntas personales pues se trató de una plena inmersión en la inercia global hacia la mercantilización, ante la cual nadie puso objeciones.

No respondió a otra más de sus salidas de tono ni tampoco a una mera ocurrencia el hecho de que Laurent Fignon, al abandonar el que fue su último Tour de Francia en 1993 y, meses más tarde, al colgar la bicicleta, lanzase severas críticas al estado del ciclismo profesional. El campeón parisino, según recogió en su día el diario El País, declaró: «No pienso llorar. Me voy sin rencor. No puede dolerme dejar un deporte en plena mutación y sin vida. Los corredores de hoy son profesionales hasta la exageración. Las carreras han cambiado: nadie habla, nadie ríe, no hay tiempo de coger la bolsa de la comida. Ya no se puede ni mear»; y añadió: «Me ha impresionado la falta de personalidad de los corredores. Yo no tenía miedo de enfrentarme a Cyrille Guimard cuando no estaba de acuerdo con él. Normalmente era yo el que cedía, pero al menos discutía». Por otra parte, Fignon también dejó dicho públicamente que al Tour le convendría detener su constante tendencia al gigantismo.

Aunque solo fuera de forma incipiente, y al igual que el de 1988, el Tour de Francia de 1989 acusó algunos signos de los incuestionados nuevos tiempos que muy pronto se agudizarían. Por ejemplo en su recorrido, jibarizado y, por lo tanto, alejado respecto a un rasgo distintivo de su historia; en su mercantilización mediática; y en su espectacularización (en un sentido claramente debordiano). Sin embargo, desde el punto de vista deportivo se mantuvo fiel a un modelo previo, más o menos primitivo, en el que los ciclistas aún podían disponer de una cierta autonomía inconcebible en la actualidad. Gracias a ello, entre otras cosas, el Tour de Francia de 1989 constituyó una aventura humana digna de evocación. Es decir, memorable.