Portada-Rev Francesa 

Prólogo



François Morand, un juez de Boulogne-sur-Mer, aficionado a la historia local, descubrió un buen día, en uno de los mercados del pueblo, un ejemplar del Almanach des Muses, el famoso anuario poético francés que traía, anotadas a lápiz, unas notas firmadas por "de Sainte-Beuve". Morand, uno de los primeros biográfos (1872) del crítico literario, pronto advirtió que esas notas no eran suyas, aunque fuera idéntica la letra, sino de Charles François (1752-1804), su padre, quien murió semanas antes del nacimiento de su hijo póstumo, el célebre crítico Charles Augustin de Sainte-Beuve (1804-1869).

Usuario de una modesta partícula de nobleza que la precaución hubo de borrar durante la Revolución, escribió en ese ejemplar, rústico y sucio, del Almanach des Muses, sus "reflexiones y juicios", muy a la sentenciosa manera francesa, sobre el Terror jacobino que asoló el país entre 1793 y 1794. Que lo anotase precisamente allí, en el anuario fundado en 1765 donde habían publicado Voltaire y el marqués de Sade, era lógico: también en ese impreso aparecieron, de Chamfort y Rivarol, sus aforismos y sentencias sobre la Revolución, que habrían de impresionar tanto al padre como al hijo, quien dedicó a ellos varias de sus páginas críticas. Pero no era indispensable, además, que Sainte-Beuve padre hubiera leído a Chamfort, cuyas obras aparecieron en 1795 y a quien a ratos imita, porque la sabiduría aforística era moneda corriente en la prensa de todos los partidos.

Sainte-Beuve padre, que había perdido su trabajo como recaudador de impuestos y gestor de concesiones en 1789 para recuperarlo en 1795, durante el año III de la República, no tenía gran talento literario: se puede comprobarlo leyendo el puñado de páginas recuperado por Morand. Pareciera haber sido un recolector curioso de periódicos y gacetas, bien nutrido de clásicos y de clasicismo, un imitador puntilloso de lo que lee y escucha, de aquellas personas, me imagino, que toman notas para confirmar lo que piensan y así hacen propio lo que otros dicen. Es decir, fue un buen lector. Importa saber que le legó al hijo suyo que nunca conoció una verdadera visión, sintética y reflexiva, sobre el significado de la Revolución francesa y, si se me apura, los rudimentos de una teoría de la historia. En apenas diez páginas, le hereda a Charles Augustin lo que, propiamente hablando, es un estilo, el esqueleto de un pensamiento.

La primera reflexión del padre dice así: "Los filósofos, que se remontan a la época de los grandes acontecimientos, dijeron que cada siglo lleva en su seno, de cierta manera, al siglo que lo va a seguir. Esta audaz metáfora oculta una verdad importante, confirmada por la historia". Nótese todo lo que cabe aquí: el pensamiento y el acontecer, la filosofía y la historia, el intento de frase lapidaria seguido del retintín pedagógico y el concepto de siglo, central en Sainte-Beuve y que le compete de manera extraordinaria a él y a toda su generación; se remonta obviamente a Voltaire y su Siglo de Luis XIV. Hay algo de ingenuidad también en la frase: creer osado un lugar común. En el sentido de Lamarck, también, no sólo un siglo lleva a otro siglo en su regazo sino el hijo lleva dentro de sí al padre.

Don Charles François, girondino, no es, como no lo fue nunca su hijo, un reaccionario o un conservador ni tiene nada que ver con ese término actualmente en uso que combina antitéticamente ambos calificativos, un contrailustrado. Asume el padre, como lo hará Charles Augustin, que "en las constituciones políticas como en los cuerpos físicos" impera un movimiento interior que puede llamarse "revolucionario", capaz de favorecer el crecimiento, termina por destruirlo: "Todo en el universo está en un estado habitual de revolución. Esta marcha sólo se les escapa a los ojos vulgares".

Padre e hijo comparten la idea de una revolución dividida en dos momentos antagónicos que separan a los Estados Generales del Terror, a 1789 de 1793. Esta noción, en los Sainte-Beuve, se forjó en buena medida gracias a la influencia de su paisano Pierre Claude François Daunou (1761-1840), prócer girondino boloñés que, siendo uno de los grandes vicarios del clero constitucional, votó, poniendo su elocuencia en distinguir lo histórico, lo político y lo jurídico, contra el arresto de Luis XVI. Su elocuencia le valió quedar preso bajo Robespierre como parte de la cuerda de los 73 y, liberado a la caída del Incorruptible, sobrevivió para ser uno de los ponentes de la Constitución del año III. En 1834, reseñando una edición de las memorias de Thomas Jefferson, Sainte-Beuve hizo el elogio de aquella constitución moderada propuesta por Daunou, lamentándose de que quienes habían hecho la revolución con cautela en Estados Unidos, gozaban de un crédito inusual en la Francia posrevolucionaria.

Los franceses son muy afectos a la política local y a sus padrinazgos: Daunou, uno de los ideólogos desdeñados en 1802, aunque se mantuvo al servicio de Napoleón como archivista del Imperio, en algo facilitó la vida del huérfano casi niño en París y lo educó politicamente. En una carta a Morand, precisamente, Sainte-Beuve recordó cómo se distanció de Daunou cuando comenzó a publicar en Le Globe, pues aunque el antiguo sacerdote oratoriano veía con indulgencia "los enamoramientos" ideológicos y literarios de un jovenzuelo, era evidente que no le gustaban ni el sansimonismo ni el romanticismo de su protegido. Al reseñar en 1844 el Cours d'Études historiques de Daunou, exaltó Sainte-Beuve en él a "uno de esos hombres que hay que conocer para recibir la tradición".

Como todos los girondinos sobrevivientes al Terror, Daunou creía que, habiendo sido más un fenómeno de la naturaleza que un acontecimiento histórico, la Revolución, energía creadora, al establecer los derechos del hombre y del ciudadano, había generado, con la dictadura jacobina, el riesgo de su propia destrucción, según lo subrayó Guizot en 1814. La aventura del siglo XIX, según estos historiadores liberales, será cuidar a la Revolución francesa de sus enemigos (la Restauración borbónica, el cesarismo napoleónico) pero sobre todo de sí misma, de los excesos republicanos. Utilizando los símiles de Sainte-Beuve padre en sus reflexiones al margen del Almanach des Muses, poniéndose fin al estancamiento de la nación en 1789, el caudal del turbulento río se desbordó durante el Terror.

Los dos momentos, empero, forman parte de un mismo proceso dialéctico que se anticipa al fatalismo del materialismo histórico: engendrando su negación, la tesis se demuestra y asume la antítesis. Los accidentes sufridos por la libertad (incluyendo su suspensión durante todo el Imperio) no desnaturalizan, sino autentifican a la Revolución francesa entera, un progreso en la historia universal, tal cual lo dice Sainte-Beuve en 1830, remachando su adhesión a las historias de la Revolución francesa que reseña para Le Globe, la de Auguste Mignet (1824) o la de Adolphe Thiers (1824-1827). Esta última, cuyas secuelas abordarán el Consulado y el Imperio, fue varias veces reseñada, como ejemplar, por el crítico.

Partidarios, así, de que la herencia revolucionaria fuese conservada con moderación y autoridad, los Sainte-Beuve aceptaron, en principio, a Napoleón, a su consulado y a su imperio, manteniéndose, padre e hijo, como "republicanos por instinto". Antes de morir como senador vitalicio nombrado por Napoleón III en 1865, en un agregado a la reedición de su ensayo de 1836 en torno al poema de Edgar Quinet sobre Napoleón, Sainte-Beuve justificará su respaldo del Segundo Imperio en una apuesta a que éste no repitiese los errores del primero.

La amargura girondina recorre todas las sentencias de Sainte-Beuve padre: hay que hacer todo por el pueblo, pero no directamente para él (según lo dijo Montaigne). Es forzoso cuidarse de los "principios exagerados" en cuanto a democracia (citando al conde Alfieri, otro decepcionado) y esperar que los errores de las multitudes se disipen cuando el pueblo mismo sea víctima de sus propios furores. Es necesario desconfiar de "oscuros intrigantes, burgueses vanidosos y declamadores sin pudor" como Robespierre y sus cómplices, quienes al haberse aprovechado de la confusión democrática para empoderarse, se convirtieron en serpientes y en lobos. Algunos, escribirá Sainte-Beuve hijo, fueron víctimas de su inocencia, como el poeta André Chenier, y otros, como Camille Desmoulins, fueron víctimas de su culpabilidad. Terminaron por dar el espectáculo, los convencionistas, de disputarse, fueran inocentes o verdugos, unos la garganta, otros el cuchillo. Pero una vez desprovistos de la facultad de asesinar, los terroristas "perdieron su genio", escribirá Sainte-Beuve padre, lamentándose de una época donde al heroísmo lo acompañaba la dejadez del condenado. Habiendo escrito sus reflexiones hacia 1804, poco antes de su muerte y del nacimiento de su hijo póstumo, Charles François se despidió del mundo con un autorretrato: "El joven que fue testigo de las grandes catástrofes de la Revolución es ya como un anticuario y un hombre inapreciable para la tradición".

Sainte-Beuve heredó, según dijo en uno de sus pocos fragmentos autobiográficos, algunos libros y papeles de su padre, quien le provocaba ternura filial por las economías que hacía del papel, retacándolo todo de notículas, papelitos escritos, subrayados. No sabemos si Sainte- Beuve conservó o leyó las reflexiones descubiertas en el Almanach des Muses, pero es notorio que en él, el influjo del girondinismo de su padre fue lento. Sainte-Beuve también fue joven y radical a principios de los años treinta del siglo XIX, cuando estuvo situado en la órbita del socialismo sansimoniano y del cristianismo disidente de Lamennais. Y de sus primeros artículos de Le Globe destaca, en ese sentido, la emoción con que recibió la revolución griega de 1821 y la muerte en Missolonghi de Lord Byron, poeta cuyo sacrificio impresionó tanto a la juventud como el de Guevara casi un siglo y medio después. El joven Sainte-Beuve veía a los movimientos populares inspirados por el espíritu de Dios y a los obstáculos en el camino de su liberación como pruebas puestas adrede por la Providencia. Llegó a esperar, en un arrebato de optimismo pasajero tras las Jornadas de Julio de 1830, "una revolución verdaderamente europea y humana".

Este núcleo providencialista lo compartían la derecha, a través del conde de Maistre, del cual Sainte-Beuve se ocupó por primera vez, extensamente, en 1851, y la izquierda: los sansimonianos y los primeros historiadores socialistas de la Revolución francesa que florecieron en 1848. Sainte-Beuve pertenece a la generación anterior, a la que le toca comparar 1789 con 1830 y por ello, en las reseñas histórico-políticas aparecidas en Le Globe, es notorio, retrospectivamente, que tan pronto se diluya en el joven crítico el providencialismo sansimoniano, volverá a la posición girondina, protoliberal, de su padre, coincidente con pensadores más pragmáticos como Madame de Staël y su amante, Benjamin Constant. La libertad política, sostendrá Sainte-Beuve en 1830, y en consonancia con ellos, puede manifestarse a través de la monarquía o la república mientras no impere el odio.

Se tratará de una doble comparación, la de 1789 con las Jornadas Gloriosas de 1830 que llevan al poder a Luis Felipe y a su monarquía constitucional, y la de toda la Revolución francesa con la Revolución inglesa de 1688. 1830 probaba, con un retraso de cuarenta años, que podía haber una revolución sin Terror y sin Restauración, como si hubiera podido darse un salto, evitando esos horrores, de 1790 y sus ilusiones perdidas al verdadero siglo XIX, como lo habían hecho juiciosamente los ingleses, al solucionar al mismo tiempo, tras 1688, los retos modernos de la Reforma (la libertad de concien¬ cia) y los de la Revolución (la libertad política). Otros, cada vez más a la izquierda, consideraban, al contrario, a la inglesa como una "revolución interrumpida" por el conservadurismo, cuyo ejemplo no deberían seguir los franceses.

El Sainte-Beuve de Le Globe, que reseñaba los libros sobre las revoluciones inglesa y francesa y a la vez opinaba, a trasmano, sobre los acontecimientos de 1830, es, por fuerza, contradictorio. Como todos los jóvenes reseñistas, no distingue dónde acaban sus propias opiniones y dónde empiezan las del autor reseñado; quiere ser leal con la ideología de sus editores, a quienes admira y en cuyo "partido" milita, pero aspira legítimamente a que sus opiniones se confundan con las de quienes lee y que la opinión del reseñista, para el público, suplante a la del autor: temeridad del crítico. Parece haber sido sansimoniano por providencialista y por sansimoniano también detesta, fraterno, el odio jacobino y el odio borbónico, lo cual lo acerca al liberalismo práctico, ajeno a las sangrientas abstracciones de 1793 y a los dogmas recristianizados del so-cialismo utópico, a cuya infancia asiste. Esas indefiniciones las resuelven la ambición, el talento, el dominio del joven crítico. Pero "la campaña" de Le Globe, como él llamará napoleónicamente a las etapas de su vida, hace que deje de ser un aprendiz para transformarse en un "oficial superior" del romanticismo.

Casi todo lo hizo Sainte-Beuve siguiendo las pocas y muy precisas instrucciones que le dejó, aquí y allá, desperdigadas en una marginalia, su padre, aquel Charles François anotador de sentencias y pensamientos en las revistas literarias golosamente leídas. Estuvo expuesto a tensiones no resueltas, como todos. En Voluptuosidad, Sainte-Beuve sintió piedad por los conspiradores realistas, protagónicos en aquella su primera y única novela (1834); Napoleón, dos veces desterrado antes de que cumpliera el crítico sus 12 años, también se le imponía como la nostalgia más digna de tolerarse. Pero no sólo fue hijo póstumo de Charles François, sino de la Revolución francesa y nunca se alejó demasiado de lo que su padre hubiera deseado para él.


Christopher Domínguez Michael

Coyoacán, junio de 2013

NOTA SOBRE ESTA EDICIÓN



Reuní para la Colección Pequeños Grandes Ensayos de la UNAM este racimo de reseñas de Sainte-Beuve sin otra esperanza que la de abrir el apetito del lector en español ante la menos conocida y traducida, en todo el mundo, entre las grandes obras literarias del siglo XIX. Un solo tomo que reuniese, por ejemplo, sólo lo que el crítico, amante como era de toda clase de memorias, escribió sobre la Revolución francesa y el imperio napoleónico, ocuparía cientos de páginas. Es probable que la mayoría de los textos reunidos aquí nunca se hayan traducido en nuestra lengua, empezando por las "Reflexiones y juicios" de Sainte-Beuve padre y siguiendo por las reseñas de juventud dedicadas a Le Vieux Cordelier y el gendarme Méda, a Madame de Genlis, a Rabaut Saint-Étienne, al general Dumouriez y al historiador Mignet. Cierro mi selección con dos de las Causeries du Lundi, las dedicadas a André Chenier y a Camille Desmoulins, ensayos quizá más conocidos.


CDM

REFLEXIONES Y JUICIOS1

C. F. de Sainte-Beuve



Algunos filósofos, que se remontan a la época de los grandes acontecimientos, dijeron que cada siglo lleva en su seno, de cierta manera, al siglo que lo va a seguir. Esta audaz metáfora contiene una verdad importante, confirmada por la historia.

El reposo y la tranquilidad pública, sin duda tan deseables, no pueden ser el estado habitual de las sociedades. La gota de más llega periódicamente y trae consigo la guerra y las revoluciones que, como las tempestades, al refrescar el ambiente, tonifican el aire y el reino vegetal.

Hay en las constituciones políticas, como en los cuerpos físicos, un movimiento interior que puede llamarse revolucionario, que favorece el engrandecimiento y termina por operar su destrucción. Todo en el universo está en un estado habitual de revolución. Esta marcha sólo se les escapa a los ojos vulgares.

¿No sería posible comparar el trastorno que el orden social ha sufrido en Francia con esos huracanes que a veces azotan las colonias de América? Parecían querer destruirlo todo; en cuanto se restablece la calma, se ve que han reanimado la naturaleza y le han dado una fecundidad nueva.

No es posible remover más, sin emanaciones mefíticas, la vida de una nación que la de un estanque o la de un río.

La guerra y las espoliaciones han acompañado a nuestra revolución, como también han acompañado a las otras revoluciones. La posteridad, que cosecha todas las ventajas de éstas, contempla con bastante frialdad los sacrificios que a los contemporáneos les costó heredárselas.

Quien desmenuce el carácter de un tirano en¬contrará allí todas las servidumbres, todas las bajezas, todas las desdichas y muy poca dominación. ¡Cuántas vergonzosas complicidades; cuántas mentiras envilecedoras; cuántos amigos abandonados, traicionados, entregados; cuántos ultrajes devorados en silencio!

Sólo la virtud es dominadora, pues da órdenes al que la posee y a los demás. Sólo ella necesita de genio para triunfar, pues la elección de sus medios es limitada. Sólo ella es orgullosa, pues no transige jamás con el vicio. Sólo ella tiene audacia, pues no sofoca jamás un sentimiento generoso.

Los reyes, que casi no tienen amigos cuando son poderosos, tienen aun menos cuando caen en desgracia.

Tiberio, sin Sejano; Nerón, sin Narciso; Robespierre, sin los comités revolucionarios, habrían sido menos funestos a la humanidad. Un observador del corazón humano ha dicho que los malos príncipes eran a menudo los menos malvados de sus cortes.

Enrique III se declaró rey de la Liga, a la que temía.

A la muerte del papa Adriano [VI], ocurrida el 24 de septiembre de 1523, alguien escribió en la puerta de su médico: "Al liberador de la patria".

¡La filosofía del siglo XVIII! Fue ella la que vino a derribar los altares y a trastornar al más floreciente imperio del universo.

Una de las máximas de Platón afirma que el peor de los gobiernos era la oclocracia; no le faltaba razón.

El despotismo y la anarquía no son gobiernos, sino ausencia de gobierno.

El propio cristianismo invoca la libertad: Rationabile obsequium restram (Ep. ad Rom XII. 1).

Montaigne dijo admirablemente: "Hay que hacer todo para el pueblo, y no por el pueblo". Esas pocas palabras encierran más ciencia política que todos los escritos de Voltaire y de Rousseau.

El conde Alfieri, italiano, recapacitando sus principios exagerados sobre la democracia, dijo: "Conocía bien a los grandes, pero no conocía a los pequeños".

La igualdad de los derechos es muy diferente de la igualdad insensata de las fortunas.

Las envidias ciegas de la multitud, diestramente dirigidas, han servido más de una vez para tumbar imperios. Todo lo que es oscuro cree elevarse cuando todo lo que es ilustre se rebaja. El error no se disipa sino en el momento en que el pueblo mismo resulta víctima de sus propios furores.

En el desorden de los imperios, eran antaño los bárbaros quienes acudían para saquear. Los bárbaros ya no están hoy en los bosques del norte. En todos los pueblos civilizados, rodean las propiedades y a los propietarios; en un momento dado salen, por parvadas, de las cuevas, de los tugurios y de los graneros.

Tus mayores enemigos, Roma, están a tus puertas.

Robespierre, Marat, Couthon, Le Bon, Carrier y otros monstruos de esta calaña no habrían sido, sin los Estados Generales de 1780, más que oscuros intrigantes, burgueses vanidosos y declamadores impúdicos. Habrían sido el azote de su mezquina esfera. Los Estados Generales fueron para ellos lo que el fuego para la serpiente adormecida.