Cubierta

SEBASTIANO DE FILIPPI

LA CIUDAD DE LA LLAMA AZUL

Luces y sombras sobre el cerro Uritorco

Editorial Biblos

La verdad es siempre extraña, más extraña que la invención.

George Gordon Byron (1788-1824)

LA CIUDAD DE LA LLAMA AZUL

La Ciudad de la Llama Azul. Luces y sombras sobre el cerro Uritorco es el primer libro que narra la verdadera historia de Ángel Cristo Acoglanis ("Saruma"), un personaje esquivo que desde 1983 hasta su muerte contactó a centenares de personas para instruirlas en su particular doctrina esotérica. Sus discípulos eran posteriormente invitados a solitarias alturas montañosas, desde las cuales podían verse luces nocturnas que parecían responder a sus invocaciones. Nació así la historia de Erks, una especie de Shambhala argentina, ubicada en las cercanías del cerro Uritorco. En esta obra se revelan finalmente la verdadera naturaleza y la ubicación exacta de Erks, y por primera vez se publican los mantras secretos que Acoglanis utilizaba durante las ceremonias en las cuales –a decir de muchos– sucedía lo imposible y la Ciudad de la Llama Azul se manifestaba en todo su esplendor.

 

 

SEBASTIANO DE FILIPPI

SEBASTIANO DE FILIPPI

Cursó estudios universitarios de antropología y sociología en Buenos Aires –contemporáneamente a su formación musical– para luego graduarse en dirección de orquesta, con las máximas calificaciones, por la Real Academia de Música en Londres. Su actividad laboral lo encuentra en el centro de una importante carrera artística internacional como director de conciertos, óperas y ballets en unas quince naciones de cuatro continentes distintos. La investigación, la escritura y la docencia en el campo de las ciencias sociales ocupan sin embargo una parte importante de su tiempo. Es autor de otros tres libros y de decenas de artículos; sus escritos recibieron premios y fueron publicados en Italia, España, Argentina, Ecuador y Bolivia. Es Caballero en la Orden al Mérito de la República Italiana, nombrado por el presidente de este país.

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

Agradecimientos

Llevar a cabo un trabajo como este fue posible solamente gracias a la ayuda de muchas personas, de las cuales por falta de espacio citaré a continuación solamente algunas, seguro de ser perdonado por los colaboradores y amigos que no verán sus nombres en esta breve lista.

Agradezco antes que nada a todos los conocidos, colegas, discípulos y amigos de Ángel Cristo Acoglanis que me contaron sus experiencias.

Agradezco a los hermanos Adriano Forgione, Mike Plato y Alberto Forgione, trío editorial siempre bien dispuesto para con un autor a menudo asaltado por dudas hamléticas sobre cómo proceder.

Agradezco a aquellos miembros de las familias Acoglanis, Verón y Terrera que tuvieron el coraje y la gentileza de hablar conmigo.

Agradezco a los autores Alejandro Agostinelli, Leopoldo Buderacky y Fernando J. Soto Roland, esperando que puedan continuar su estudio periodístico, sociológico e histórico de las realidades que se desarrollan en la zona del Uritorco.

Agradezco a los doctores Cristián Gallastegui y Carlos Fiore, que además de haber sido amigos y colegas de Ángel Acoglanis siguen practicando y enseñando sus técnicas osteopáticas.

Agradezco a Lino Budiño, Omar Fernando Diz, Félix Gracia y Marcelo Martorelli por su buena disposición para compartir sus conocimientos.

Agradezco a Luz López, Lidia Mandelli, Beatriz Mühn y Edith Moreno, mujeres con voluntad de hierro que defienden a capa y espada, contra todo y contra todos, la herencia espiritual de sus respectivas parejas.

Agradezco a los ya fallecidos Jorge Camarasa, Jorge Suárez y Ramón Verón, que me concedieron un poco de su tiempo para darme su parecer.

Agradezco a mis queridos amigos Germán Martínez Lamas y Marta Rossi, valientes colaboradores de aventura y de escritura.

Agradezco sentidamente a María Eugenia Liva, sin cuyo paciente entusiasmo cotidiano esta larguísima investigación no habría llegado nunca a ser un libro.

Agradezco, por último, a todos aquellos que no respondieron a mis cartas y llamados telefónicos, y no quisieron decir lo que saben; a veces también su silencio, que respeto profundamente, fue portador de información.

A todos ustedes, gracias infinitas, también y sobre todo si están en desacuerdo con las conclusiones de este trabajo.

A la memoria de Ángel Cristo Acoglanis; quienquiera que haya sido, fuimos muchos los que pensamos, dijimos, leímos y escribimos cosas que nunca habríamos podido imaginar si él no hubiera existido.

A sus hijos y nietos, con la certeza de que relatar la vida de su padre y abuelo, incluidos sus aspectos más oscuros, es un tributo a esa búsqueda de la verdad que él recomendaba a sus seres queridos.

Ángel Cristo Acoglanis.

PRESENTACIÓN
Veinticinco años de silencio

Alejandro Agostinelli

Periodista y escritor | Editor de FactorElBlog.com

 

 

 

 

 

Probablemente casi nadie que se haya acercado por curiosidad a las historias sobre la ciudad intraterrena de Erks y, por añadidura, a los enigmas que rodean a Capilla del Monte y al cerro Uritorco escuchó hablar de Sebastiano De Filippi. Él es licenciado en dirección musical de orquesta sinfónica por la Real Academia de Música de Londres, un profesional celebrado y multipremiado en la Argentina e Italia, donde en 2017 el presidente de la Nación lo nombró Caballero de la Orden al Mérito de la República Italiana. Cultivó su prestigio interpretando los grandes clásicos, una zona de la cultura exquisita pero algo lejana para oídos profanos.

Prácticamente desconocido en círculos ufológicos, es sin embargo muy apreciado por un puñado de personas del ambiente, algunas de ellas protagonistas de este libro. Lo conocen porque lo recibieron en sus casas, lo acompañaron a ciertos lugares, le sugirieron con quiénes conversar sobre ciertos temas y lo orientaron en una búsqueda cuyo destino final todavía era ignorado. De Filippi conversó con cada una de estas personas. Grabó testimonios, estudió toda la bibliografía especializada, revisó archivos y exploró geografías.

Con frecuencia entrevistó a personas que no se conocían entre sí. El común denominador de estas conversaciones es una figura notable, alguien que había dejado una huella enérgica en sus vidas: Ángel Cristo Acoglanis, el quiropráctico, místico y mentor de Erks, la Ciudad de la Llama Azul. Esposas, amantes, hijos, amigos, discípulos, alumnos, pacientes, socios, asistentes, mecenas, escribas, compañeros de estudios… cada uno conocía una parte de la vida de Acoglanis, algunos de ellos sus secretos, pero nadie antes había realizado el esfuerzo de hablar con ellos, con cada uno de los que estaban disponibles para ser contactados (por medios ortodoxos, claro) y no tuviesen reparos a la hora de relatar su versión de los acontecimientos vividos por ellos.

Nadie más, tampoco, había analizado los libros que Acoglanis leyó, la totalidad de los textos que él escribió y la lógica transversal por la cual terminó siendo guionista fantasma de los libros de Trigueirinho, el autor más leído sobre Erks. Nadie más sabía cómo ese hombre de origen humilde, que en su juventud había sido chofer y electricista, se enriqueció y llegó a atender en consultorios médicos a funcionarios de gobierno y a gente famosa.

Nadie más averiguó por qué razón el segundo esoterista más conocido relacionado con el asunto, Guillermo Alfredo Terrera, ninguneó a Acoglanis y puso en su lugar a un tal Saruma, un personaje que es acaso más sustancioso en significados que el individuo que lo inspira, el propio Acoglanis. Nadie más había determinado mediante qué procesos e influencias un buscavidas rosarino, con una personalidad y trayectoria diferentes al estereotipo de santón encarnado por Alberto Olmedo, terminó presentándose como médico griego iniciado en el Tíbet, logrando que muchos de sus consultantes le creyeran (o no les importara si sus credenciales eran legítimas, una vez resuelta la dolencia que los aquejaba).

Llegó el día en que Sebastiano De Filippi, restando tiempo a su actividad artística y a sus otros quehaceres culturales y académicos, se transformó en alguien que tal vez él no se había propuesto ser conscientemente: el único, aparte del propio Acoglanis, que conoció casi todo lo que valía la pena aprender para contar su vida pública y privada; o, si se quiere, se convirtió en el único capacitado para narrar la historia de un hombre que casi nadie conoce mejor que él.

De Filippi dedicó a esta tarea titánica un tiempo de maduración que únicamente se explica con su pasión y su seriedad por descubrir la verdad: veinticinco años. Si el autor hubiese trabajado este libro con una fecha límite, las cosas se le hubieran puesto muy difíciles, por muchas razones. Dos de ellas: la compleja personalidad del protagonista, un hombre cuya capacidad de fabulación era comparable con la habilidad de un ilusionista, y los controvertidos pormenores de los sucesos que esta obra describe con profusión de fechas, nombres y situaciones: los sinuosos caminos que Acoglanis recorrió para reinventar su vida, las lecturas formativas que forjaron su teología teosófico-rosacruz-cósmica, los desvíos forzados por sus romances clandestinos, las ventajas y amenazas derivadas de cultivar amistades peligrosas.

El autor acomodó cada pieza laboriosamente reunida con el cariño que un escritor de ficciones prodigaría a su primera novela. No era para menos: estaba ante una vida real de fábula. Se trataba, además, de la vida de la persona que proyectó los nombres de Capilla del Monte y de su famoso cerro, el Uritorco, más allá de las fronteras argentinas.

De Filippi hilvana los hilos de una madeja de nervios donde causas sentimentales ceden paso a misiones proféticas, representaciones simbólicas propias y ajenas conducen a negocios formidables, y revelaciones apocalípticas que parecían tener una dimensión espiritual de pronto encajan con guerras de egos o golpean el punto débil de algunos poderosos. Y un final donde esa mezcla –esa amalgama de creencias, corrupciones e infidelidades– estalla en un hecho brutal cuya explicación llega con tres décadas de demora.

En La Ciudad de la Llama Azul Sebastiano De Filippi articula una trama de historias que necesitaban ser ensambladas por un investigador meticuloso, dotado de una prosa amena y animada por una mente perspicaz, para cautivar lectores hartos de tergiversaciones, mentiras y exageraciones. Su pluma rigurosa deslumbra con ironías afiladas y un estilo sin artificios, desplegando en forma cronológica las asombrosas aventuras del fundador del mito de Erks y de sus compañeros de ruta, que unas veces parecen el elenco de una comedia de enredos y otras, actores de una puesta dramática.

En tiempos de atención huidiza, miles de interesados en el esoterismo, el platillismo y las religiones contemporáneas tienen aquí, para leer de una “sentada”, argumentos sólidos y una historia documentada que responde a las grandes preguntas sobre Ángel Cristo Acoglanis, la realidad sobre las energías cósmicas y otros enigmas del Uritorco; adicionalmente, hacia el final, el autor revela por primera vez un dato absolutamente fascinante: las coordenadas exactas de lo que se conoce como Erks.

Los descubrimientos que hizo el autor y que expone en su obra destronan a miles de páginas sin sentido que, paradójicamente, dan un sentido a este libro erudito y entretenido, y por ello doblemente extraordinario.

Pido permiso para dedicar un último párrafo a una digresión personal. Hace diez años escribí el libro Invasores. Historias reales de extraterrestres en la Argentina. Algunos me reprocharon haber eludido el expediente que ahora esta obra aborda de manera frontal. Explicar las razones de la omisión fue difícil. Hoy tengo la coartada perfecta: hubiese necesitado veinticinco años de investigación y una virtud que De Filippi posee y yo quizá no, que es la paciencia del monje que vive su retiro en silencio, sin pensar en el día en que acaso escriba sobre su dios o sobre lo que mejor conozca.

Sus lectores somos afortunados: Sebastiano lo hizo.

PREFACIO
Una mitología al descubierto

Fernando J. Soto Roland

Profesor en Historia | Universidad Nacional de Mar del Plata

 

 

 

 

 

Tras años de investigar, sé que el universo “uritorqueano” está repleto de misterios. Repleto de espacios en blanco que, desde la década de 1980, han sido rellenados con mil y un cuentos, conjeturas y fantasías, que más parecen salidas de mentes desquiciadas que de la reflexión concienzuda y la investigación honesta. Tal vez por ese motivo el libro que el lector tiene ahora en sus manos constituye una verdadera y muy esperada excepción a la regla. No solo porque está bien escrito (algo poco común en la bibliografía sobre el tema), sino porque desmitifica –apoyándose en testimonios orales de primera mano, en textos especializados y en un envidiable razonamiento lógico– una historia que está a punto de cumplir sus primeros treinta y cinco años.

La ciudad de Capilla del Monte (Córdoba, Argentina) no sería lo que es hoy sin los variados relatos que circulan respecto de ovnis, energías extra e intraterrestres, contactistas, ciudades subterráneas, apariciones de todo tipo y mensajes de neto corte New Age. Con todo ello ciertos “gurúes” han montado un negocio redituable y duradero. Forjaron, tal vez sin proponérselo en un principio, las bases de una mitología contemporánea en extremo rica, ya que refleja una buena parte de las miserias, los sueños y los temores que acosaron y acosan al hombre de fines del siglo XX y principios del siglo XXI.

Es de alguna forma una historia que habla de nosotros mismos. Habla de nuestros deseos desesperados e irracionales por creer; de una búsqueda de la trascendencia capaz de encontrar en cualquier cosa el camino adecuado para alcanzarla, sea una misteriosa huella sobre un cerro, mantras recitados en un desconocido idioma cósmico o supuestos mensajes telepáticos enviados por Hermanos superiores venidos de las estrellas. Todo vale: incluso la mentira, que también constituye una de las principales protagonistas de esta historia extraordinaria. Una mentira que terminó siendo creída por los mismos que mentían, convirtiéndose en verdades (“reveladas”, claro) para miles de personas.

El documentado rastreo que Sebastiano De Filippi hizo de la vida y la obra de Ángel Cristo Acoglanis nunca había sido expuesto de forma tan completa y fundada hasta la fecha. La imagen mítica del “padre espiritual” de Capilla del Monte –y principal promotor de todas las historias que se derivaron a posteriori en la región– queda por fin revelada sin pelos en la lengua, aunque con un exquisito estilo en el que la prudencia y el respeto no están ausentes. Su personalidad, sus años más oscuros, la leyenda que él mismo contribuyó a crear y, muy especialmente, las lecturas que lo forjaron están plasmados en las páginas que siguen de un modo claro, sencillo y para nada carente de profundidad. Esa misma profundidad que muchos han buscado en libritos retorcidos y vacíos de contenido que el autor, no sin ironía, clasifica como Lumpenliteratur.

Prepárese pues, estimado lector, a sumergirse en un universo onírico cargado de historia y significado, donde lo contextual y lo individual se entremezclan de una manera difícil de plasmar en palabras, cosa que La Ciudad de la Llama Azul consigue con creces.

Recuerdo que, hace un tiempo, un amigo muy querido me convocó a su lecho de muerte. Le quedaba ya muy poco. Entonces, entre charla y charla, le pregunté si tenía miedo. Me miró. Sonrió y respondió: “No, negro. No tengo miedo. ¿Sabés qué? Después de los cincuenta años todo es repetición… variaciones sobre temas que ya conocemos de sobra”.

Creo que hay mucha verdad en esa frase. Pero, con cincuenta y cinco marzos sobre mis espaldas, puedo agregar algo tan trillado como cierto: siempre hay excepciones a la regla.

Y este libro fue, para mí, esa excepción.

 

 

 

 

Hay sospechas de que se trata de la obra de simuladores que repiten un material viejo. Parece más bien que hay un fonógrafo en el cielo que repite siempre el mismo material, generación tras generación, como si el disco estuviera rayado…

William Miller fundó los Adventistas del Séptimo Día porque creía que el mundo terminaría en 1843. Los Testigos de Jehová fueron fundados en 1872 a partir de una premisa semejante. Los mensajes transmitidos en 1917 a los niños de Fátima, en Portugal, hablan también sobre el inminente desastre, pero formulado en oscuros términos teológicos. Los clarividentes y las personas contactadas reunieron repetidamente a sus familias y a sus amigos para sentarse sobre las alturas de alguna colina para esperar el prometido fin del mundo...

Esta farsa se repitió muchas veces en los últimos veinticinco años, cuando individuos contactados por ovnis esperaban que la maravillosa gente del espacio bajara en sus platos voladores y evacuara a unos pocos elegidos de nuestro planeta condenado…

Primero nos convencen de su honestidad y confiabilidad, de la precisión de sus predicciones y de sus buenas intenciones. Luego nos dejan sentados sobre las alturas de la colina, esperando que el mundo vuele por los aires.

Cuando el mundo apenas si estaba poblado y las señales del espectro superior no estaban sofocadas por tanta estática del espectro inferior, los hombres aprendieron a depositar mucha fe en estas entidades y en sus profecías. Sacerdotes, estudiosos y magos alcanzaron una magnífica comprensión de las fuerzas cósmicas a través de la astrología, la alquimia y la manipulación mágica de la materia.

Pero mientras el hombre seguía el mandato angélico “Multiplicaos y llenad la tierra”, nuestro planeta comenzó a sufrir de contaminación psíquica. El disco de ese gran fonógrafo en el cielo se rayó y quedó empantanado en un único surco… un único surco… un único… un…

 

John Keel (1930-2000)

Introducción

El primer deber del historiador consiste en restablecer la verdad, destruyendo la leyenda.

Marcel Pagnol (1895-1974)

 

Habent sua fata libelli.

La Ciudad de la Llama Azul nace de un proceso realmente largo y complicado; pero de alguna manera el libro se escribió casi solo, aunque muy lentamente, a lo largo de un cuarto de siglo.

Por una serie de singulares coincidencias, el autor vivió en contacto con todos los lugares y con algunos de los personajes de esta historia desde su más tierna infancia, y siguió topándose, muy seguido, más o menos casualmente, con sitios y personas ligados a estas historias.

Con el tiempo, empezó a tomar algunos apuntes y solo desde hace poco se sumergió en una investigación específica. Ahora –después de veinticinco años y tras la cordial invitación del editor– decidió poner orden en los papeles, los testimonios y los documentos para elaborar a partir de ellos un escrito coherente en la medida de lo posible.

Las dudas fueron muchas y no fue fácil afrontarlas. El tema es de una complejidad escabrosa y toca de cerca la esfera privada de la vida de muchas personas. Algunas de ellas, ya fallecidas, tienen aún un número bastante nutrido de parientes, amigos y admiradores (a veces bastante fanáticos); gente que no ve con agrado que se hable con franqueza de estos hechos y menos aún que se desmientan afirmaciones de su ser querido, a menudo defendidas a capa y espada aun frente a la evidencia que las refuta.

Estos hechos rayan incluso en la crónica policial, e incluyen varias muertes violentas y al menos un feroz homicidio, sobre cuyas razones nunca se hizo la luz de manera completa. En la Argentina, el país en que se desarrolla la historia, aún hoy el tema roza el tabú.

Es comprensible: a nadie le puede gustar que salgan a la luz públicamente los aspectos más reprobables de la vida de su abuelo, tío, padre, hermano, pareja, amigo o maestro, sobre todo si ya falleció. A decir verdad, no es un trabajo gratificante para quien lo desarrolla desde este lugar; pero evitar un ejercicio semejante equivale a menudo a no poder hacer historia (en este caso, historia contemporánea) y mucho menos periodismo.

Sin embargo, algunas de las razones que hicieron dudar al autor durante mucho tiempo lo ayudaron también a redactar y publicar la obra.

Por una parte, la bibliografía en lengua castellana sobre el argumento es abundante, pero en general es difícil de encontrar y, sobre todo, bastante poco confiable (con muchos detalles, como veremos, verdaderamente grotescos). Por la otra, fuera de Sudamérica no se publicó casi nada al respecto. Es entonces una buena ocasión para echar un poco de luz sobre un tema un tanto oscuro pero muy interesante.

En las páginas que siguen el lector encontrará el resultado de la experiencia directa que resulta de casi tres décadas de visitas a los escenarios de esta historia, empezando naturalmente por el cerro Uritorco y por la pequeña ciudad que surge a sus pies, Capilla del Monte, en la provincia de Córdoba. Se develarán también las conclusiones derivadas de centenares de horas de entrevistas y diálogos con los protagonistas de la historia y –cuando el autor no llegó a tiempo para conocer personalmente a las personas ya difuntas– con sus parientes, amigos, colegas y conocidos.

A decir verdad, estas conversaciones no se llevaron a cabo con la idea de reunirlas en un libro. Ahora que el libro ya está hecho, los testigos no lo tomarán a mal, pues se trató siempre de charlas públicas y por cierto no se trataba de confidencias; por otra parte, casi nadie solicitó al autor que no expusiera en público lo que le estaba contando (y cuando esto sí ocurrió, el suscripto mantuvo su promesa).

Pero además de toda esta larga investigación de campo, el autor tuvo el prurito de examinar todo lo que fue escrito y dicho públicamente sobre el tema. Durante muchos años consiguió libros, recortó artículos de diarios y revistas, grabó documentales televisivos y transmisiones radiofónicas, y coleccionó todo tipo de documentos inéditos. Para completar la documentación fue aún más allá, rastrillando durante meses cuanto está diseminado por ese mundo aparte que es internet.

Este enfoque de la investigación fue cansador, no siempre de utilidad inmediata y, por el contrario, bastante frustrante, considerando el nivel generalmente bajo de los debates al respecto; pero la operación le pareció necesaria para garantizar que el libro tuviera la mayor amplitud de miradas que fuera posible.

Para dar al texto su forma definitiva, el autor se manejó durante más de un año en una dimensión paralela a la cotidiana, un pantano en que se mezclan distintas (y a veces contrapuestas) vertientes en los ámbitos esotérico, ocultista, religioso, espiritual, hermético, místico, paranormal, metafísico, iniciático, parapsicológico, sobrenatural y mistérico.

El que suscribe está muy lejos de querer presentarse como un experto en estas materias tan elusivas; por esto también eligió concentrarse en los hechos y exponer de manera lineal las principales ideas, teorías, hipótesis y doctrinas citando su fuente, buscando que el lector sea el que haga la evaluación.

Por lo que respecta a los eventos concretos, en cambio, era indispensable evitar la tentación de retomar y repetir lo que fue relatado y se sigue relatando al respecto, ya desde hace años, con una pasividad acrítica realmente preocupante. Frente a una afirmación que no responde a la verdad, quien se hace portador de esa afirmación es desmentido puntualmente.

Señalar todas las inexactitudes de cada fuente consultada, sin embargo, habría transformado este libro en una larguísima serie de desmentidas, por eso nos limitamos a confutar solamente las auténticas mentiras: es bueno que el lector sepa que, por cada afirmación comprobable presente en este texto, circula por lo menos otra del mismo argumento pero en sentido contrario, parcial o totalmente falsa.

El terreno, por lo tanto, era y sigue siendo resbaladizo. En esta historia, como ocurre tan a menudo con afirmaciones extraordinarias sobre realidades “otras”, ninguna fuente dicta cátedra, porque cada uno piensa, dice y escribe lo que quiere, sin filtro alguno (y cuando se dice “filtro” pensamos en un mínimo control de calidad, en una cierta verificación de confiabilidad, y no por supuesto en formas de censura).

He aquí pues que investigar acerca de los sucesos del Uritorco equivale lamentablemente a chocar con unos niveles de ignorancia, credulidad, inconciencia e irresponsabilidad tan altos que descorazonan. También por este motivo era necesario tratar de poner un poco de orden en la materia procurando la objetividad.

Dicho todo esto, hay que brindar a los interesados algunas informaciones con respecto a las fuentes citadas o citables de alguna manera.

Tanto en las notas como en la bibliografía se adoptó el criterio de mencionar solamente los libros: hacer un listado completo de noticias de diarios, artículos de revistas, escritos inéditos, programas televisivos, entrevistas de radio, testimonios brindados directamente al autor, entrevistas de todo género en la web, etcétera, habría aburrido al lector y transformado este ensayo en un repertorio de fuentes.

Es un trabajo que tendría su utilidad para favorecer posteriores estudios de índole sociológica y no está dicho que el suscripto no piense hacerlo en el futuro, pero esta ocasión no parecía la adecuada. La bibliografía presentada es, de todos modos, la mayor lista de publicaciones sobre el tema que existe hoy en día y resulta completa por lo menos en cuanto se refiere a los volúmenes editados hasta la aparición de este libro.

Las obras están mencionadas en el texto principal con el título en español, con el nombre del autor y la fecha de su primera edición original, con el objeto de orientar eficazmente al lector. En sede bibliográfica, en cambio, se cita la edición –casi siempre en lengua original– que fue consultada para la redacción de este libro.

Las notas se acumularon al término de cada capítulo, para una consulta más fácil, y se recurrió a ellas solamente para declarar las principales fuentes bibliográficas utilizadas. Por último, las citas de obras no escritas originalmente en castellano fueron traducidas por el autor de estas páginas.

Por motivos de espacio, y a veces también por razones de discreción, muchos detalles escabrosos de las historias narradas que el autor averiguó durante su investigación quedaron fuera de la redacción final de este texto. Conservamos solo los que eran absolutamente esenciales para mantener una cierta lógica narrativa y para tamizar una historia que ya de por sí es suficientemente retorcida.

El resultado semeja quizá una novela, pero curiosamente no hubo necesidad de “novelar” nada, al contrario: en este caso, como se suele decir, la realidad supera a la más osada ficción.

Para cerrar, una aclaración necesaria: este no es un trabajo científico o académico y su única pretensión en tal sentido, en todo caso, es que pueda estimular a algún estudioso universitario a afrontar el argumento de manera sistemática. Con todo, y pese a las limitaciones del caso, es una investigación desarrollada con los criterios que el propio autor esperaría de un cronista honesto, cuyo ideal no sea establecer verdades absolutas sino hacer que el lector pueda acercarse a los hechos.

El cerro Uritorco.

I. Un prólogo teosófico (antes de 1925)

Los sueños de todos los sabios contienen algo de verdad; aquí abajo no hay sino símbolo y ensoñación.

Ernest Renan

 

A expensas de la estructura tendencialmente narrativa y biográfica de este libro, muy poco de lo que expondremos a la atención del lector sería comprensible sin insertarlo inmediatamente –más bien, antes de comenzar con la narración de los propios hechos– en un contexto preciso.

En nuestro caso este contexto está dado esencialmente por una corriente de pensamiento bien determinada, conocida como teosofía (del griego theos y sophia, o sea, “sabiduría divina”). De todos modos, debemos puntualizar que este término es insuficiente para delimitar de manera clara lo que será nuestro tema, pues fue utilizado de varias maneras a lo largo de los siglos.

La teosofía a la que nos referimos ahora es la que surgió en los últimos años del siglo XIX y que influenció intensamente muchos ambientes asiáticos, europeos y americanos al principio del siglo XX; pero, como veremos enseguida, su influjo tenderá a perdurar hasta nuestros días en muchos campos de la filosofía religiosa y en el contexto de ocultismos de distintos tipos.

La fundadora

En el centro de la teosofía que nos interesa se coloca un personaje tan particular como difícil de definir: Helena Petrovna Blavatskaya, llamada a ser una de las figuras centrales de la tradición esotérica del mundo occidental moderno con el nombre de Helena Blavatsky.

Nacida en 1831 en Ucrania en el seno de una familia aristocrática, su innata curiosidad y su buen pasar la llevaron a viajar durante años a través de América, Europa y Asia, en una continua búsqueda de conocimientos espirituales. Como primer resultado de estas experiencias se acercó con entusiasmo al pensamiento budista, que entonces era escasamente conocido en Occidente.

Helena Blavatsky.

 

Si tenemos que creerle –cosa que no todos hacen y no sin razón–, uno de estos peregrinajes la llevó a la India, donde tomó contacto con unos supuestos “maestros de la sabiduría antigua”, de los cuales recibió enseñanzas fundamentales. Estos maestros, según ella, la enviaron al Tíbet en 1851 para que perfeccionara sus estudios esotéricos y desarrollara sus poderes psíquicos latentes.

En 1873 se estableció en Estados Unidos, ya en condiciones de iniciar la difusión de la doctrina que sus estudios en Oriente le habían permitido sistematizar: la teosofía, justamente.

Allí se hizo amiga del coronel Henry Steel Olcott, que sería su colaborador devoto y, al igual que ella, el primer occidental en convertirse públicamente al budismo, suscitando cierta curiosidad en la opinión pública. En Nueva York la ucraniana hizo alarde de sus dotes espiritistas, que le valieron gran notoriedad y también las primeras acusaciones de fraude.

La teosofía tuvo su continente institucional a partir de 1875, con la creación de la Sociedad Teosófica, fundada por Blavatsky con la ayuda de Olcott y del abogado británico William Quan Judge. El lema de la Sociedad fue “No hay religión más elevada que la verdad” y sus objetivos declarados fueron tres: crear un núcleo de fraternidad universal de los seres humanos, favorecer el estudio conjunto de la religión, la filosofía y la ciencia, y tratar de comprender las leyes que gobiernan la naturaleza y los poderes latentes del hombre.

Primero en Estados Unidos y luego en la India, la institución se presentó en público con un emblema en el que conviven las iniciales de la Sociedad Teosófica, el lema citado y cinco símbolos que tratan de resumir su doctrina: el ouroboros (la serpiente que se muerde la cola), la esvástica, el hexagrama (o estrella de David), la cruz ansada y el Om. Hacer un análisis de estos cinco elementos nos llevaría demasiado lejos, pero la variedad de orígenes geográficos (griego, egipcio, indio), religiosos (hinduismo, budismo, judaísmo) y esotéricos (gnosticismo, hermetismo, ocultismo) de estos antiguos símbolos da una idea sobre la intención de síntesis que guiaba los esfuerzos intelectuales de Blavatsky.

El emblema de la Sociedad Teosófica.

 

En el transcurso de poco más de una década la fundadora de la Sociedad escribió y publicó los dos colosales pilares de la literatura teosófica, Isis sin velo (1877) y La doctrina secreta (1888), que evidentemente captaron al vuelo ciertos elementos del Zeitgeist, porque fueron un éxito inmediato: miles de lectores se quedaron impactados por ellos.

Sin embargo, no todos fueron del mismo parecer. René Guénon, por ejemplo, después de haber estudiado sus obras, la demolió, acusándola de plagio; afirmaba que ella seguramente había pasado muchas semanas en una biblioteca de Nueva York consultando y copiando textos de Jakob Boehme y Éliphas Lévi (alias de Alphonse Louis Constant), tratados sobre la Cábala y el hermetismo, y escrituras sagradas tibetanas. No estaba equivocado.

Entre estos dos libros de la ucraniana hizo su aparición Budismo esotérico (1883), de otro miembro de la Sociedad Teosófica, el periodista inglés Alfred Percy Sinnett, que hacía referencia a un corpus de doctrinas orientales que sería difundido en Europa solo a partir de 1952. Hoy esta obra es poco conocida, pero en su momento tuvo un peso importante y en ella fue consagrado de manera definitiva el término “esoterismo” como sinónimo de conocimiento iniciático.

Por su parte, La doctrina secreta quiso ser, en la intención de la autora, una colección sistematizada de lo que Blavatsky había aprendido durante su presunta estadía en el Tíbet, cuando habría encontrado a los grandes maestros de la Hermandad (o Fraternidad) Blanca, un colectivo del que será bueno recordar la denominación.

Blavatsky no era una improvisada desde el punto de vista intelectual: aun condenándola por plagio, hay que reconocer que el sistema organizado por la ocultista tiene una amplitud de miras que asombra, ya que apunta a conciliar las distintas revelaciones religiosas, las doctrinas filosóficas y los conocimientos científicos a la luz de grandes principios unificadores.

Su objetivo último y declarado es el de descubrir las leyes universales –derivadas principalmente del budismo y del hinduismo, además de una pátina de neoplatonismo, algún componente masónico y otros elementos más– que regulan la vida espiritual, estudiando el origen de Dios, del cosmos y del hombre. En una palabra, Helena Blavatsky hacía las cosas a lo grande, eso es inobjetable.

Fragmentos de doctrina

Los tres fundamentos de la teosofía están expuestos claramente al comienzo de La doctrina secreta: existe un principio divino omnipresente, eterno, infinito e inmutable; el universo es un plano también infinito y eterno, sujeto a manifestaciones y desapariciones periódicas; todas las almas que existen tienen una fundamental correspondencia con el alma universal.

En el vértice de un sistema universal jerárquico se encuentra el logos cósmico, un dios trinitario y no personal, bajo el cual se encuentran siete logoi planetarios que presiden los distintos sistemas del universo (como veremos enseguida, el orden cósmico está basado en el número siete prácticamente en todos los niveles). El sistema en el que se coloca el planeta Tierra está gobernado por el logos solar.

El concepto fundamental en este contexto es el de “mónada”, idea y vocablo surgidos en la Grecia de Pitágoras, Platón y Aristóteles –en la que significaba esencialmente “unidad”– y luego desarrollados por los neoplatónicos y por los gnósticos, desde Giordano Bruno hasta Gottfried Leibniz. La teosofía considera la mónada desde el punto de vista metafísico como el núcleo de la vida humana. El universo en el que vivimos está constituido esencialmente por mónadas, que descienden a través de siete planos de progresiva materialización para luego volver a subir hacia una gradual espiritualización, a través del mismo número de saltos cualitativos.

La humanidad terrestre habría surgido en el contexto del cuarto estadio descendente y su historia, según el esquema blavatskiano, sería mucho más antigua y compleja que aquella que se enseña en la escuela. La humanidad se desarrollaría a través de siete razas y la actual, la quinta, marcaría el comienzo de la anhelada ascensión hacia la existencia espiritual.

La reencarnación es para la autora esencialmente un proceso de educación de la mónada, a través del cual el hombre aprende lentamente a evolucionar, atravesando las experiencias de muchas vidas; durante este aprendizaje se puede contar con el eventual auxilio de los maestros espirituales o mahatmas (grandes almas), hombres sabios que completaron su ciclo de encarnaciones pero que decidieron quedarse en el mundo físico para ayudar a la evolución de los demás. Estos maestros forman una “jerarquía” intermedia entre el logos solar y los hombres.

Esta Jerarquía –tómese nota del término escrito con mayúscula, que volveremos a encontrar más adelante– es pródiga en consejos y orientaciones, pero su presencia privilegia, naturalmente, a los adeptos de la Sociedad Teosófica. Blavatsky citaba por su nombre, entre otros, a los maestros Hilarion, Maha Chohan, Serapis y Maitreya; Sinnett y el científico británico Allan Octavian Hume escribían que estaban en contacto epistolar con Kut Humi; Alice Bailey afirmaba que era capaz de hablar telepáticamente con Djwal Khul; los esposos Roerich, por su parte, decían tener contactos con Morya. Tendremos ocasión de retomar el discurso sobre Bailey y los Roerich más adelante.

El maestro Morya.

Esta idea de una Jerarquía de maestros pertenecientes a la Fraternidad Blanca es central para la teosofía, si bien no del todo nueva, en cuanto parece derivar en parte de la idea de los Superiores Desconocidos de la masonería y de la Hermandad Invisible de los Rosacruces, y en parte del espiritismo que entonces estaba muy en boga.

Con respecto al espiritismo, téngase presente que en 1861 el francés Allan Kardec (nom de plume de Hippolyte Léon Denizard Rivail) acuñó el término “escritura automática”, con referencia a los mensajes escritos materialmente por una persona de carne y hueso pero dictados por entidades espirituales.

Así, la escritura automática pasó del ámbito espiritista al teosófico y luego al de la New Age, en la que conocerá numerosas encarnaciones sucesivas, con supuestos “vehículos” como Mark Prophet, Judy Zebra Night, Lee Carroll, Conny Méndez, Geraldine Innocente, Elizabeth Clare Prophet y Ronna Herman. Ellos afirman recibir revelaciones y canalizar mensajes de los maestros citados o incluso de otros, como Saint Germain, Ramtha, Kryon, Sananda, Sanat Kumara, Rákóczy, Enoch, Veneciano y hasta de Jesucristo.

Pero si para los primeros teósofos estos instructores eran personas humanas y físicas –aunque extraordinariamente longevas– que vivían retiradas en el Himalaya y que de ser necesario podían escribir de su puño y letra cartas en papel, para los autores sucesivos se trata de “maestros ascendidos”, y por lo tanto desencarnados, que son “canalizados” por escritores como los que citamos antes. La canalización es otro elemento importante que volveremos a ver en la historia que vamos a relatar.

Cismáticos y continuadores

Para retomar el hilo cronológico del desarrollo de la teosofía, retrocedamos un paso para decir que en 1885 Blavatsky se mudó a Londres, donde ocurrió el primer cisma teosófico. En efecto, después de fuertes desacuerdos con Sinnett, la inglesa Anna Bonus Kingsford fundó la Sociedad Hermética, de orientación más occidental y cristiana, y con un énfasis mayor sobre la necesidad de ser vegetariano.

Siguieron otras escisiones, grandes y pequeñas, a menudo porque los cismáticos creían haber descubierto los trucos que Blavatsky hacía pasar por demostraciones de sus poderes paranormales, o por el hecho de que sus libros estuvieran ampliamente copiados de fuentes no citadas (lo que es innegable, como dijimos), pero querían defender de todos modos el pensamiento teosófico: en una palabra, los procesos que casi siempre embisten a los nuevos movimientos espirituales, sobre todo cuando personalidades jóvenes quieren ascender en los rangos y tomar ventaja sobre los fundadores.

La muerte de Blavatsky, ocurrida en 1891 en la casa londinense de su heredera espiritual Annie Besant, coincidió con crecientes desacuerdos entre los principales teósofos, desacuerdos de los cuales surgieron ulteriores organizaciones teosóficas. Así, por ejemplo, en 1895 el mismo Judge fundó su propia sociedad teosófica estadounidense; de ella, en 1909 se separó la Logia Unida de Teósofos (nótese la terminología masónica) del canadiense Robert Crosbie y así hasta nuestros días, en los que hay instituciones teosóficas de distintos géneros en más de cincuenta países.

En los últimos años del siglo XIX la Sociedad Teosófica original estuvo cada vez más convencida de que la Jerarquía de la cual procedía la enseñanza teosófica estaba a punto de enviar a la Tierra en calidad de emisario al maestro Maitreya, el instructor del mundo (o maestro mundial), en la práctica un mesías universal del espíritu.

En 1909 el exsacerdote anglicano Charles Webster Leadbeater, que pretendía ser clarividente, creyó descubrir el vehículo elegido de Maitreya en el adolescente indio Jiddu Krishnamurti. En 1911 estos teósofos fundaron la Orden de la Estrella del Este, justamente para organizar la educación de Krishnamurti y la difusión de su futuro magisterio.

El gesto de encolumnarse detrás de Krishnamurti exacerbó aún más las diferencias entre los distintos grupos teosóficos. Annie Besant, por un lado, se volvió casi una figura materna para el joven Jiddu; otros lo rechazaron por completo. En 1929, de todos modos, fue el mismo Krishnamurti –quien tenía en ese momento treinta y cuatro años– el que renunció públicamente a la idea de ser Maitreya y disolvió la Orden de la Estrella del Este. El indio llegó a ser un filósofo de gran lucidez, muy seguido y justamente respetado, pero más allá del contexto de la teosofía y sin ninguna pretensión mesiánica.

En tanto, Leadbeater, Besant y otros siguieron ampliando y desarrollando el pensamiento de Blavatsky mucho más allá de lo escrito por la ocultista ucraniana, a tal punto que los teósofos más tradicionalistas los acusaron –y siguen acusándolos todavía– de heterodoxia, tachándolos de “neoteósofos”.

A principios de la década de 1930, surgieron a partir de la teosofía movimientos filosóficos y religiosos que poco a poco tomaron distancia de la doctrina de Blavatsky, aunque se seguían considerando sus continuadores: es el caso de “I AM”, el movimiento fundado por Guy Ballard (seudónimo de Godfre Ray King) y su esposa Edna.

Las escisiones y la competencia entre escuelas teosóficas tuvieron un aspecto positivo para la teosofía: permitieron una difusión más capilar de sus doctrinas más importantes, que alcanzaron y convencieron a muchas mentes notables. Entusiastas defensores de varias formas de teosofía en el campo de las artes fueron Lev Tolstoi, William Butler Yeats, Vassily Kandinsky y Aleksander Skriabin.

A varias formas de teosofía llegaron también los autores Édouard Schuré, Guido von List, William Wynn Westcott, Rudolf Steiner, George Herbert Mead, Paul Brunton; de Steiner, von List y Westcott surgirán, respectivamente, la antroposofía, la ariosofía y la orden de la Golden Dawn (a la que se unió Yeats), por no hablar de ulteriores organizaciones rosacrucianas, herméticas, sufíes y martinistas. Probablemente fue a través de von List como ciertas ideas ariosóficas –y algunos símbolos relacionados, empezando por la esvástica– llegaron hasta Alfred Rosenberg, Heinrich Himmler, Rudolf Hess y Adolf Hitler.

También las profecías de Edgard Cayce e incluso el origen de la llamada New Age pueden ser comprendidos, en buena medida, a partir de las ideas de Blavatsky y sus sucesores. Recordemos que la New Age nació en la década de 1970 como un movimiento contracultural, floreció enérgicamente entre los 80 y los 90, y luego comenzó a “desinflarse” rápidamente; pero muchos de sus aspectos resisten al paso del tiempo y tienen aún un cierto peso, aunque con menos fuerza y con muchas transformaciones.

Llegado el siglo XXI, el cambio más evidente en muchos de los que siguen –o dicen seguir– doctrinas esotéricas es de tipo cultural: la mayor parte de los distraídos afiliados a las corrientes vecinas a la New Age de nuestros días no soñaría nunca con leer un trabajo largo y difícil como La doctrina secreta.

Una forma de pensamiento

Debe decirse que la teosofía, si bien está cargada de una mezcla explosiva de conceptos nuevos e interesantes para la sociedad occidental, nació y creció en una época particularmente fértil para este tipo de desarrollos. El espiritismo, en sus varias formas, estaba en efervescencia pero necesitaba un apoyo claramente articulado para institucionalizarse, o por lo menos para llegar a ser una corriente de pensamiento coherente. En este contexto se ubica la producción literaria de la teosofía.