DATOS DE LA COLECCIÓN

PEQUEÑOS GRANDES ENSAYOS

DIRECTOR
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Antonio Saborit
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Juan Villoro
Colin White Muller †

Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA

Alonso López Pinciano, Philosophía Antigua Poética, ed. de Alfredo Carballo Picazo, Madrid, csic-Instituto “Miguel de Cervantes”, 1953; Obras completas, vol. I, ed. y pról. De José Rico Verdú, Madrid: Fundación José Antonio de Castro (Biblioteca Castro), 1998; El Pelayo (1605), ed. de Lara Vilà, estudios introductorios de Cesc Esteve y Lara Vilà, Madrid-Barcelona, Mirabel, 2005; Federico Sánchez Escribano y Alberto Porqueras Mayo, Preceptiva dramática española: Del Renacimiento y el barroco, 2a. ed. muy ampliada, Madrid, Gredos (Biblioteca Románica Hispánica, Textos, 3), 1972.

INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN

AVISO LEGAL

Título original: Aphorismen und andere Sudeleien. Este texto fue publicado en la colección Pequeños Grandes Ensayos de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2006 bajo el cuidado editorial de Berenice Vadillo y Odette Alonso.

Esta edición fue preparada con la colaboración de la Dirección General de Cómputo y de Tecnologías de Información y Comunicación de la UNAM. La formación fue realizada por Gloria Cienfuegos Suárez y Carolina Silva Bretón.

Primera edición electrónica: 2012

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Ciudad Universitaria, 04510, México, D. F.

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin autorización escrita de su legítimo titular de derechos

ISBN de la colección: 978-970-32-0479-1
ISBN de la obra: 978-607-02-3848-2

Hecho en México

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ALONSO LÓPEZ PINCIANO


Epístolas sobre el arte dramático
(De Filosofìa antigua poética)
Presentación de

EDUARDO CONTRERAS SOTO

Logo colección

UNAM

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
2012

PRESENTACIÓN
LOS NUEVOS ANTE LOS ANTIGUOS,
COMO SIEMPRE


¿Por qué Lope de Vega dijo de su peculiar manera de hacer comedias que era un Arte nuevo? Muy probablemente, porque se estaba confrontando con un arte antigua: es decir, la que representaban y defendían los escritores de generaciones anteriores a la suya, los cuales, ante la devoción que estaba logrando Lope entre los poetas jóvenes, debían sentir tanta inquietud como ante el éxito económico que estaba redituando la manera lopesca de hacer comedias entre los artistas del escenario. Fue tal el éxito de esta fórmula moderna para escribir la dramaturgia, que Lope y sus seguidores prácticamente borraron a sus antecesores del gusto escénico del momento, y aun para la posteridad. Por ello mismo, quizás hoy nos resulta un tanto difícil explicarnos en qué consistía lo nuevo o novedoso del autor de Fuente Ovejuna para su tiempo, si no tenemos un interés por ciertas sutilezas literarias y si no conocemos a aquellos antecesores borrados, cuya opinión poética podía ser tan distinta. Un ejemplo destacado de estos escritores, digamos, antiguos, es sin duda don Alonso López, mejor conocido por el sobrenombre gentilicio que él mismo se impuso: el Pinciano.

Como Aristóteles, el Pinciano era médico. No se cuenta con información abundante sobre él; se sabe que debió de nacer hacia 1547, en Valladolid –de ahí su mote, pues “pinciano” es el gentilicio erudito para los nativos de esta ciudad española–, y murió quizás en Madrid, hacia 1627. Como lo indica el privilegio de impresión de un libro suyo, fue el “Doctor Alonso López Pinciano, médico de la Majestad de la Emperatriz”, es decir de María de Austria, hija de Carlos V y esposa de Maximiliano II , lo cual nos informa de la vida cortesana y palaciega que nuestro personaje llevó durante varios años. De su producción literaria, sobreviven Hyppocratis prognosticum, un tratado médico impreso en 1596, y El Pelayo, un poema heroico, publicado en 1605; pero la posteridad ha manifestado siempre el interés principal por su ambicioso tratado de preceptiva estética: Filosofía Antigua Poética, también impreso en 1596.

En un prólogo “al lector”, el Pinciano se justifica por dedicar un libro a la poética, siendo él un médico:

[…] ¿Y quién me acusará ahora a mí, que emprendí escribir doctrina fuera de mi principal y primera vocación, si lo hice movido de honesto celo? Sabe Dios ha muchos años deseo ver un libro desta materia sacado a luz de mano de otro por no me poner hecho señal y blanco de las gentes, y sabe, que por ver mi patria, florecida en todas las demás disciplinas, estar en esta parte tan falta y necesitada, determiné a arriscar [=arriesgarme] por la socorrer. Dirá acaso alguno que no es la Poética de tanta sustancia que por su falta peligre la república. Al cual respondo que lea y sabrá la utilidad grande y mucha doctrina que en ello se contiene. Mas, ¿para qué, lector, te canso con esta apología, si sabes que Apolo fue médico y poeta, por ser estas artes tan afines que ninguna más? […]

Y, después de comparar los efectos que la poética puede producir como similares a los efectos de la medicina –tomando el símil de Aristóteles–, termina con el siguiente ofrecimiento: “Aquí verás, lector, con brevedad la importancia de la Poética, la esencia, causas y especies della”.

Filosofía Antigua Poética es, en su conjunto, una glosa y comentario de los aspectos del arte poética tales como fueron vistos por los autores de la antigüedad grecolatina, muy en especial por Aristóteles, Cicerón, Horacio y Quintiliano. Está organizado en trece epístolas, tituladas así por su autor: 1, “Introducción. Trata de la Felicidad humana”; 2, “Prólogo de la Filosofía antigua”; 3, “De la esencia y causas de la poética”; 4, “De las diferencias de poemas”; 5, “De la fábula”; 6, “Del poético lenguaje”; 7, “Del metro”; 8, “De la tragedia y sus diferencias”; 9, “De la comedia”; 10, “De la especie de poética dicha ditirámbica”; 11, “De la heroica”; 12, “De las seis especies menores de la Poética”; 13 “y última, De los actores y representantes”.

Si al elegir la forma de las epístolas, el Pinciano se propuso evocar el modelo de escritura de un Cicerón o de un Horacio, en el mundo de ficción que en ellas creó nos acercamos más a la vida real que este intelectual pudo tener con sus colegas o amigos de carne y hueso. Nuestro autor imagina que le escribe sus epístolas desde Madrid a un amigo suyo, Gabriel, quien vive en otra ciudad española; en ellas le cuenta de las reuniones que sostiene periódicamente en casa de un su vecino, Fadrique, a las cuales también acude un amigo de este último, el médico Hugo: curioso desdoblamiento del Pinciano para asignarle a otro personaje la profesión que en realidad era la suya propia. En estas festivas y placenteras reuniones, el Pinciano va aprendiendo de Fadrique y Hugo, más doctos y experimentados que él, los secretos de la poética, y así como los aprende los va transmitiendo a Gabriel. Al término de cada epístola, se inserta la respectiva respuesta del propio Gabriel, la cual está escrita a manera de resumen de lo expuesto y transmitido. Tanto las epístolas como las respuestas se fechan a lo largo de un año, y las fechas se enuncian a la usanza romana antigua, es decir con calendas, vísperas, nonas y términos afines.

De esta manera, bajo el disfraz de una temporada de conversaciones entre amigos, don Alonso López nos pone a leer su tratado académico de cómo se ha hecho la poesía, entendida en sentido amplio; se remite a las formas y géneros manejados por los autores grecolatinos, y por ende le presta muy poca atención a la creación poética de sus contemporáneos o de los autores de su pasado inmediato. Si por una parte es posible encontrar admirables referencias eruditas de escritores tan oscuros como Epicarmo o Lucio Accio, es en cambio menos frecuente encontrar alusiones a gente como Petrarca, aunque las hay, y en especial del gran italiano se nos ofrece incluso la traducción de versos suyos. Menos frecuentes son las menciones a los paisanos, como Juan de Mena o Juan Boscán, y a menudo se opina sobre lo que hacen los poetas de su propio tiempo sin mencionar sus nombres.

En este sentido, el silencio hacia Lope de Vega es muy significativo, aunque debemos considerar que, en el momento de escribir el Pinciano su libro, apenas estaba despegando la sorprendente carrera de Lope, quien debió empezar a dar obras a la escena hacia 1580, y no se animó a defenderse en su Arte nuevo de hacer comedias hasta 1609, es decir, más de una década después de que el Pinciano publicara su tratado. No podemos exigirle a don Alonso López que, en 1595, tuviera tan premonitoria visión sobre quien encerraba los preceptos con seis llaves y sacaba a Terencio y a Plauto de su estudio… para definir el camino del teatro moderno en español. Por la misma razón temporal, es comprensible que el Pinciano no le diera demasiada importancia al género de la novela, entonces dominado por el mundo de las historias de caballerías, las cuales nunca despertaron el entusiasmo ni la admiración de los más doctos: al escribir el Pinciano, faltaba una década completa para que Miguel de Cervantes viniera a sepultar esta moda novelesca y a darle otro sentido al género y, de paso, a la literatura.

Por cierto, es un hecho –ya bien advertido por muchos críticos– que las ideas estéticas manifiestas en las obras de Cervantes, sobre todo las ideas teatrales, parecen derivarse de preceptos como los del Pinciano. Bien puede pensarse que los dos escritores se conocieran, o que Cervantes hubiera leído al médico vallisoletano, o bien que el clima de opiniones sobre el arte fuera compartido por los dos escritores, como de hecho lo compartían entre 1500 y 1600 tantos y tantos europeos que estaban recibiendo como la gran novedad, como el verdadero evangelio de su momento cultural, la oleada de textos clásicos recuperados por el movimiento humanista, en especial por los eruditos de las ciudades italianas, quienes se estaban dando un festín con el redescubrimiento de tantas obras literarias de todos los géneros; esta labor ya había comenzado en los años de la Edad Media, es verdad, pero la gran explosión divulgadora la provocó el advenimiento de la imprenta y la llegada a Italia de eruditos griegos bizantinos que, huyendo de las invasiones otomanas, buscaban un refugio para sus vidas y para los textos antiguos que les importaba conservar.

Verdaderos conquistados conquistadores, los italianos dejaron una huella perpetua en el Renacimiento tal como se lo practicó en el mundo hispánico. No sólo le heredaron a nuestra literatura tantas gracias como los versos endecasílabos y heptasílabos y el género de la novela: al leer la Filosofía Antigua Poética es más que evidente que el Pinciano –como todos sus paisanos contemporáneos– está citando autores clásicos a través de las primeras impresiones modernas de sus textos, hechas en Italia, en el griego o en el latín originales, o más probablemente a través de las traducciones al italiano de dichos textos. Pongamos por caso el del modelo principal para el Pinciano, la Poética de Aristóteles. Si bien en la Edad Media se hizo una traducción al latín de esta obra funda mental, dicha traducción nunca tuvo difusión pública. La primera impresión del texto griego se hizo en 1508, en Venecia; en 1536, en la misma ciudad, se publicó la primera edición bilingüe, griega y latina; en 1549 salió a la luz la primera traducción italiana, por Bernardo Segni, y muy pronto la siguieron la de Lodovico Castelvetro en 1570 y la de Alessandro Piccolomini en 1572. Sólo en 1626, cerca de la muerte del Pinciano, apareció en Madrid la primera traducción española de la Poética, realizada por Alonso Ordóñez das Seijas y Tovar.

Como puede verse, el Pinciano tuvo que recurrir a sus conocimientos de griego, latín o italiano para citar la aristotélica doctrina poética, tan citada a lo largo de su Filosofía Antigua Poética. Similares conclusiones podríamos obtener de las otras fuentes clásicas aludidas en este libro, muy en especial la epístola Ad Pisonem de Horacio –su muy personal y subjetiva Arte Poética, como tal tenida por la tradición clásica–, el De oratore y varias epístolas de Cicerón y el monumental tratado sobre la formación retórica, Institutio Oratoria de Marco Fabio Quintiliano. Es notoria la tendencia de los eruditos renacentistas a acercar el arte del poeta al de la retórica, como lo muestra la asociación de los textos sobre una y otra disciplina que hace el Pinciano todo el tiempo –cita la Retórica de Aristóteles casi tanto como su Poética–; por otra parte, nuestro autor se permite su libertad de opinión para proponer ideas más originales, tratando de ir más allá de la autoridad clásica antigua. Cito como ejemplo la curiosidad de asociar un baile que, en 1595, era toda una novedad llevada de América a España: la sarabanda, con la muy antigua y desconocida poesía ditirámbica, ¡en razón de cierta semejanza sonora de los dos vocablos y de sus comunes caracteres báquicos y sensuales!

Ahora bien, los pasajes del libro del Pinciano que todavía pueden atraer mucho a los lectores del siglo xxi, sobre todo a los artistas de la escena, son las epístolas directamente relacionadas con su actividad: la octava, sobre la tragedia; la novena, sobre la comedia, y la decimotercera y última, nada menos que sobre “los actores y representantes”. Es muy atractiva la discusión que entablan Fadrique y Hugo ante su amigo acerca de los dos géneros clásicos de la literatura dramática. Por una parte, representa una de las primeras glosas modernas de la preceptiva aristotélica, a la cual se intenta aclimatar en los moldes de la vida escénica del momento: no debe olvidarse que en 1595, en España y su imperio, el teatro era una actividad que apenas empezaba a adquirir el carácter de profesional después de siglos de silencio o marginación social, pero ya estaba vivo y creciente. Por otra parte, esa discusión refleja con claridad qué tipo de escritura teatral pedía o soñaba un erudito como el Pinciano, y esto vuelve muchísimo más comprensible por qué Lope de Vega contestó con el ejemplo práctico de sus centenares de obras distintas, nuevas y originales, y con su preceptiva propia, sintetizada y razonada en el ya citado Arte nuevo de hacer comedias. Sin mencionarlo, Lope entabla batalla contra mentes teatrales como la del Pinciano, y éste siente, como sintieron muchos de su generación –Cervantes entre ellos–, que la autoridad de Aristóteles todavía podía ofrecer mucha orientación para una concepción dramática adecuada y su expresión ejemplar en el texto literario correspondiente.

El Pinciano se apega mucho más a la Poética de Aristóteles al abordar el género trágico que al estudiar el cómico, lo cual es perfectamente comprensible si consideramos la fragmentaria transmisión de esta obra del Estagirita, en cuya parte que se ha conservado sólo se examina a fondo la tragedia: la falta del texto dedicado a la comedia es un hecho que ya resalta el Pinciano, que siempre ha despertado las más diversas conjeturas y que incluso inspiró la creación de ese exitoso producto de entretenimiento que es El nombre de la rosa de Umberto Eco. Aunque el Pinciano parte de la definición arquetípica que hace Aristóteles de la tragedia, se permite revisarla, ajustarla a los criterios de su tiempo y hasta añadir a la clasificación de las obras trágicas dos subdivisiones.

Es significativo que, para la época de nuestro médico, ya se había establecido casi como un dogma la regla de las famosas “tres unidades”: de tiempo, de lugar y de acción, que no está prescrita para nada en el texto aristotélico original, sino que surgió como producto de las interpretaciones de los editores y traductores italianos, muy en especial de Castelvetro; en manos de los franceses, como es de todos sabido, este falso dogma devino su religión dramática. Como también es de todos sabido, lo mejor que pudieron hacer Lope y sus paisanos contemporáneos, así como Shakespeare y los suyos, fue ignorar estos preceptos y otros varios que, por lo demás, no se hallan realmente en la letra original de los textos clásicos tan invocados por la crítica renacentista. En su epístola sobre la tragedia, el Pinciano no se revela como uno de los más dogmáticos, pues no le da tanta importancia al tiempo que deba durar la acción de la obra dramática, aunque sí resalta la unidad de acción, la única que realmente importa en estos menesteres y que todo buen dramaturgo ha sabido siempre seguir sin que se lo tenga que enseñar preceptista alguno. En cambio, la epístola se muestra más insistente en que las obras deben estar divididas en cinco actos y en que no deben intervenir más de tres interlocutores simultáneamente en cada escena, en lo cual el Pinciano sigue con fidelidad no a Aristóteles, sino al Horacio que le enseña estas reglas a los Pisones.

Otra interpretación de los preceptos clásicos surgida en el Renacimiento que se volvió lugar común, tantas veces usado con criterios más ideológicos que estéticos, es aquella que determina que la tragedia sólo deben protago nizarla personajes encumbrados, aristócratas, reyes y demás de estos niveles, mientras que la comedia no los debe exhibir, pues a ésta le corresponde representar al vulgo, al pueblo llano. En esta consideración, tampoco explícita en Aristóteles, el Pinciano sí manifiesta su acuerdo y la deja muy claramente expuesta como parte de las reglas de los géneros en sus epístolas.

La epístola novena es sumamente interesante porque obliga a su autor a proponer una reflexión más original e independiente sobre la comedia, al no contar con la autoridad aristotélica de manera tan detallada como en la tragedia. Por ende, lo que la epístola octava tiene de organizado y sistemático, la novena lo tiene de libre, disperso y sin aparente plan premeditado. Incluso el propio Pinciano se permite jugar con el tono de las epístolas, para adecuarlas a la materia que trata cada una. Así, ya que en la octava se ha de hablar de la tragedia, nos enteramos de cómo, ese día que se reunieron los amigos en casa de Fadrique, Hugo llegó muy compungido y pesaroso por la noticia de que su esposa estaba enferma en otra ciudad, y no podía ir a atenderla personalmente. En la epístola novena, para adelantar el tema de la comedia que le corresponde, la reunión de los amigos se ve regalada con la buena noticia de que la mujer de Hugo se ha restablecido de su enfermedad, y aun Hugo mismo ya se puede permitir burlarse de la incompetencia de un colega suyo que no supo atender a la enferma. Y todo el tono con el que arranca esta reunión, que se ha de mantener a lo largo de la epístola, es igual de regocijado y festivo, como corresponde a lo cómico, incluso por momentos picante y hasta un poco irreverente. Con lógica razón, el propio Pinciano recomendó al conde a quien le dedicó este libro suyo abstenerse de leer su epístola novena.

Esta epístola nona se permite establecer analogías de la comedia con las que prescribe Aristóteles sobre la tragedia, incluso hasta el grado de acuñar una definición para el género cómico en una redacción de estilo aristotélico. Combina todo el tiempo las fuentes griegas con las latinas, por lo cual se usan de manera indistinta las autoridades de los dos mundos escénicos: veremos cómo se habla por igual de los oscuros orígenes griegos del género cómico y de las variedades de la comedia romana. Es comprensible que el Pinciano procediera así, pues desde el Renacimiento tenemos como autoridad sobre la tragedia, por lo menos, una treintena de textos griegos más los latinos de Séneca –aunque estos últimos, muy probablemente, no fueron pensados para la representación–; en cambio, la autoridad clásica sobre la comedia sólo podía fundarse en los once textos sobrevivientes de Aristófanes, entre los griegos, y en la veintena de comedias romanas que Plauto y Terencio adaptaron de originales griegos, y como es harto sabido, la comedia aristofánica tiene poco en común con los modelos latinos: no hay manera de establecer una preceptiva que abarque por igual los tratamientos cómicos helenos y romanos. Desde nuestro tiempo, en que hemos recuperado textos de Menandro, uno de los modelos griegos imitados por Plauto y Terencio en latín, nos parece más claro que el Pinciano no pudiera establecer sistemas ni generalidades sobre lo cómico, y por ello abordara la cuestión con tanta libertad.

A cambio de esta imprecisión o falta de sistema, la epístola novena nos divierte con una bien surtida antología de chistes, bromas, refranes y anécdotas que se toman como mode los o fuentes de referencia para dar ejemplos de materiales cómicos. Sorprende y, hasta cierto punto, impresiona, ver cuánto aumenta aquí la referencia a sucesos y personajes contemporáneos, y cómo sentimos que nos hallamos en un mundo literario y vital que conocemos poblado por otras fuentes; por allí se asoma la anécdota del paso de Las aceitunas de Lope de Rueda; por acá surgen citas de El Cortesano de Baldassare Castiglione, y con él se alude a ese hombre completamente renacentista que fue Juan Boscán, traductor de dicho libro al castellano. Lo más jugoso en esta epístola es la cantidad de anécdotas que también aparecen en uno de los libros más gustados y leídos en la época: la Floresta Española de Melchor de Santa Cruz. Con la suma de todos estos materiales de tono cómico, el Pinciano trata de compensar la irremediable ausencia de lo que Aristóteles pudo haber dicho sobre el tema, que se hubiera podido tomar como luz y guía de quienes deseaban seguir su opinión casi como acto de fe estética.

Una de las más originales aportaciones que nos ofrece el Pinciano en toda su Filosofía Antigua Poética