Cover

Lo que queda

 

© del texto: María del Mar Delgado Ricci

© diseño de cubierta: Equipo Mirahadas

© corrección del texto: Equipo Mirahadas

© de esta edición:

Editorial Mirahadas, 2022

Avda. San Francisco Javier, 9, P 6ª, 24

Edificio SEVILLA 2,

41018 - Sevilla

Tlfns: 912.665.684

info@mirahadas.com

www.mirahadas.com

Producción del ePub: booqlab

Primera edición: marzo, 2022

ISBN: 978-84-19339-81-2

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»

Lo que queda

María del Mar Delgado Ricci

 

illustration

Índice

Brujas

Dime que soy linda

Herminia

Palabras que no le pertenecen a una mujer

Malice

Delirio

Turno de la tarde

Ancestral

Misiá Betty resuelve un caso

Parte 1: el caso

Parte 2: Kissy

Parte 3: el caso cerrado

illustration Brujas illustration

Casi todas las noches soñaba con ella. A veces la veía parada en la puerta de mi habitación mirándome, recordándome todas mis culpas con su presencia. Otras, navegando la vista en el horizonte desde una montaña frente al mar, en un paisaje que poco reconocía pero que olía a hogar. En mis sueños ella estaba tal y como la vi la última vez: pequeña e indefensa; con el pelo blanco como la nieve, invisible entre los dedos que se paseaban por la cabeza redonda y abundante. Siempre llevando su falda oscura y su blusa verde pálido, con pliegues y manchas en las esquinas. La piel de los brazos suave y arrugada. Era justo así como yo la recordaba.

Un día decidí contarle a una de mis tías acerca de la abuela y las visiones que tenía desde que había muerto el año anterior.

—¿Y ya le preguntó qué quiere? —me cuestionó, mirándome sin dejar de girar la manilla del molino de maíz para las arepas.

—No —le respondí—, me da un poco de miedo.

En silencio y después de observarme por algunos segundos, la tía continúo con su labor dominical, costumbre en su casa desde tiempos inmemoriales.

—Pues pregúntele! —dijo finalmente a la tercera vuelta del molinete—,vaya y sea algo importante. —Y con eso terminó.

Era una mañana acalorada que pronto evolucionaría a los hervores de la tarde, hasta que llegara la anhelada brisa de las cinco, y ahí, ahí sí me dignaría a salir a la calle. Tenía que ir a devolver un libro a la biblioteca del barrio, y en Cali se sale después de las cinco, que es cuando baja el sol.

Miraba a la tía desde el suelo, sentada con las piernas de lado y la falda del vestido estirada hasta los tobillos, por si de pronto se asomaba el hombre este. Lo odiaba, mucho más desde ese día en la cocina del que nadie nunca supo nada, ¿para qué? No hacía falta. Me tocaba el pelo constantemente para aliviar el dolor que me producía la ira de mi mamá, trenzada en mi cabeza dos días antes. Había perdido veinte pesos de camino a la tienda, y no lo noté hasta que ella preguntó por ellos. Ya no recuerdo cuánto me duró el castigo. Yo tenía doce años.

—¿Un café? —me preguntó la mesera del restaurante colombiano en el pedacito de calle de la Reading Street en Londres.

—Sí, por favor.

Ella se alejó, y yo seguí reconstruyendo el sueño de la noche anterior con el ruido de la lluvia que golpeaba en la ventana. Ya habían pasado veinte años desde esa mañana de calor y maíz molido en Cali. Era un miércoles, había dormido poco y la música de fondo me llamaba a la melancolía.

A Londres llegué cuando tenía veinticinco años, para estudiar y vivir las aventuras prometidas, con la intención de ser temporal y regresarme una vez terminados mis estudios. Pero al final me quedé, y ahora creo que fue el destino. Mi familia materna era una mezcla indígena y europea. El abuelo había sido un italiano exiliado de guerra, que junto a sus tres hermanos, migró a Sudamérica a principios del siglo XX, en donde vivió hasta la muerte. Mi mamá guardaba en su bolso una foto vieja y borrosa de los cuatro, sentados en la banca de madera junto al guayacán frondoso de la casa grande en La Cumbre. En esa foto a blanco y negro la estampa europea del abuelo seguía descolorida; aún no había conocido a la abuela.

Ahora pues, me encontraba sentada en el café, con las marcas de mis ancestros mezcladas en la cara y una risita estúpida de pensar en el intento de bohemia en el que me había convertido. La intención en la mirada me saltaba entre la furia y la desorientación, pánico, y a veces hasta un temblor disimulado me atacaba la mano con la que escribía en las noches. Ahí estaba yo, sentada como cualquier otro ser humano, tratando de desentrañar la quimera en la que mi abuela había convertido todas mis noches por más de quince años. Seguía topándomela a diario, y yo no había tratado de preguntarle qué quería ni la primera vez. Silencios de una melancolía compartida.

Una vez, en una película, vi que la protagonista le escribía cartas de amor a su marido muerto en batalla, preguntándole de qué manera podía continuar la vida sin él. Le escribió tantas veces que una tarde de verano él le respondió desde «el más allá». Para entonces yo ya comenzaba a sentir que mi realidad superaba cualquier ficción, así que un día me pregunté: «¿Por qué no?». Así que eso era lo que intentaba desde hacía dos horas, sentada junto a la ventana del café en la Reading Street, reconstruyendo sueños, tratando de escribirle a hoja y lápiz una carta a la abuela y preguntarle qué quería de mí. Mi carta siempre empezaba igual: «Querida Luca». Mi abuela se llamaba Lucrecia, pero le decíamos «Luca». «Querida Luca», y ahí me había quedado, porque no lograba pasar del saludo. Tal vez ella no quería decirme nada. Tal vez solo me visitaba para cuidarme o vigilarme. No es que yo me portara muy coherentemente que digamos. Lo raro era que a nadie más de la familia le sucedía, o al menos nadie más me lo había comentado. También era cierto que yo tampoco había contado mi historia a diestra y siniestra, pero ni siquiera mi tía, la que sabía lo que me pasaba, había soñado con ella.

—No, mija —me respondía las muchas veces que se lo pregunté—, ni una vez. Al rato de observar la hoja en blanco me volví a casa decepcionada, esperando soñar con ella nuevamente y encontrar la inspiración, o la necesidad, para escribirle y acabar con la incertidumbre de una buena vez.

Cuando llegué la casa estaba sola. Me quité la ropa mojada, acaricié al gato y justamente, cuando me disponía a sentarme en el sofá de la sala, tocaron la puerta. Cuando la abrí encontré un sobre pequeño sobre la alfombra de la entrada; lindo, como de postal navideña aunque nos encontráramos en pleno mayo. La carta no tenía remitente, así que no sabía quién o qué la enviaba. Más fantasías para agregarle a la ficción de mi realidad. Lo levanté cuidadosa, y volví a sentarme en el sofá. En el papel de dentro no había nada. Ni una palabra, nada, solo un par de comillas como puestas por error, y pensé: «Una equivocación», justo lo que necesitaba.

Aquella noche no soñé con ella, ni la noche siguiente, o la siguiente, lo cual era bastante extraño porque nunca pasaban más de dos noches sin verla. La extrañaba. Siempre esperaba verla ahí. Pero en cambio seguía recibiendo sobres adornados con cartas vacías; uno diario, lo que definitivamente ya no era un error. Los últimos años de mi vida, desde antes de que muriera la abuela, habían estado llenos de sucesos extraños: cuervos siguiéndome a saltos por caminos llenos de hojas resecas; gotas de lluvia con sabor a dulce, o el gato que ahora vivía con nosotros y había aparecido de la nada en la esquina de nuestro jardín. Lo más extraño pasó en un viaje a Escocia, país en el que nunca había estado, y sin embargo, las personas me miraban y hablaban como si me conocieran de toda la vida. Yo lo confundí con una agradable y desacostumbrada amabilidad.

Había salido de Colombia en el año 92 y no había vuelto desde entonces. Mis padres habían muerto, y mis hermanos tenían vidas muy diferentes a la mía. Ella se había dedicado a sus hijos, y él al deporte; era nadador profesional y competía por el mundo, así que nunca los veía, a pesar de que todos vivíamos en la misma ciudad. De pronto hablábamos por teléfono una o dos veces durante las festividades, pero ya no era mucha la comunicación. De mamá yo había heredado sus ojos grandes; su pelo negro, sus piernas torneadas. Era lo que más me gustaba de mí. De papá había heredado sus cejas, sus manos, su boca. La marca de ellos y de su pasado en el espejo era lo único que quedaba.