UN CALVARIO

(Memorias de una exclaustrada)

Homenaje de gratitud
y sincera y profunda admiración
al señor licenciado Rosendo Pineda

Sin el amparo del eminente estadista cuyo nombre se lee en la anterior página de este ensayo, mi monja y su gato habrían permanecido enclaustrados, para siempre quizá, en el convento de lo inédito, ¡polvoso monasterio en el que reposamos inertes los autores nacionales!

Acepte, pues, el intachable hombre político, con la gratitud de mis humildes héroes, la mía sincera ligada a mi profunda admiración. AL


I. Sor María

Sor María de Jesús vivió desde su infancia entre los muros del convento de capuchinas, su existencia se había deslizado monótona y tranquila en la celda, en el coro y del altar a la celda sin que nada turbara la absoluta paz de su alma.

Desamparada y huérfana cuando apenas entraba a la vida, encontró un abrigo provisional en la celda de su tía la tornera, hasta el día en que profesó y fue preciso que ocupara sola, uno de los estrechos recintos que la comunidad ofrecía a sus queridas hijas.

Para sor María el mundo era un enigma, una palabra oscura, cuyo significado desconocía y que tomaba la forma de ensueño fantástico en su tierna imaginación de virgen enclaustrada.

¡Qué conocía del mundo! Apenas las doradas casullas con que se vestía el Ilustrísimo Señor los días de victoria sobre el ejército de la Reforma, para entonar el Te Deum solemne en acción de gracias al Dios protector de la santa causa; apenas el séquito brillante de familiares y predicadores y presbíteros y diáconos, que acompañando al Señor Ilustrísimo llenaban las gradas del altar majestuoso del templo de capuchinas.

Aquel altar iluminado desde la bóveda hasta el ara, aquella atmósfera saturada de aromas de flores y de incienso, la figura altiva del Ilustrísimo Señor cubierto con espléndida capa pluvial y dorada mitra, su voz potente y sonora, que lo mismo cantaba Te Deum laudamus que dictaba órdenes en la Asamblea de Notables, y aquella nave del templo de capuchinas poblada de elegantes damas y apuestos caballeros los días de Te Deum, era todo cuanto sor María de Jesús conocía de esplendores mundanales.

Sólo en esos días llegaban hasta ella algunos ecos perdidos de esas existencias, cuyo ligero y rápido contacto le causaba rubores, deseos, melancolías desconocidas y sollozos ahogados entre las paredes blancas de su celda. En las noches de días de fiesta religiosa, la madre capuchina se retardaba en el coro después de maitines, y esperaba quedarse sola, como para recoger las últimas exhalaciones de las flores y del incienso, como para escuchar el eco del frufrú de las sedas y de los encajes que habían rozado el pavimento, como para evocar la visión magnífica del Señor Ilustrísimo y su brillante cortejo, y fatigada de sentir se encaminaba a su celda, veía aquella soledad blanca y un prolongado suspiro se escapaba de su pecho. ¿Por qué se turbaba la paz de su alma aquellos días, con los perfumes, el murmullo humano y el esplendor de la nave?

–El demonio –murmuraba como despertando de un letargo, y poseída por supersticioso terror se arrojaba sollozando sobre el durísimo lecho que la regla de san Francisco imponía a sus hijas.

–¡El demonio –repetía–, la carne, el mundo! Pero ¿qué recordaba del mundo la pobre enclaustrada? Apenas la casita húmeda y sombría en donde había comenzado su peregrinación en la vida; apenas las primeras pobrezas pasadas allí y en otras habitaciones semejantes; el llanto de la madre durante los días sin pan, y su tos seca y su fatigoso respirar que la despertaba a la mitad de la noche.

Después… Una mañana glacial de enero, la madre no había despertado, y la niña acompañada de una vecina fue a buscar a sor Lorenza su tía, la tornera de capuchinas.

Cuando la tornera, tía de la huérfana, llegó a la pobre habitación húmeda en donde había muerto su hermana, se arrodilló a orar junto al cadáver, murmuró a media voz "Dios la perdone", y después de encender cuatro velas en torno a la madre dormida, habló con la vecina, le dio dinero y tomando de la mano a la niña huérfana:

–Desde hoy –le dijo–, vivirás conmigo en el convento, serás monjita ¿quieres?

La niña inclinó la cabeza, miró por la vez última a la madre que dormía al resplandor de los cirios, y conducida por la tornera llegó hasta la celda de paredes blancas en que habitaba sor Lorenza. Luego, los recuerdos eran menos confusos, aparecían más claros en la oscura noche de su pasado.

Se miraba, el día de la profesión, tendida cual cadáver sobre las gradas del altar, escuchando las voces todas de la comunidad que entonaba, con lúgubre son, las letanías de los santos, y miraba las crenchas abundantes y negras de sus cabellos, cortados a raíz y ofrecidos a la Santa Madre del Refugio. Después recordaba las lecturas a solas y en comunidad de la Regla de las pobres monjas capuchinas observantes; recordaba también los maitines a la mitad de la noche, las confesiones en el capítulo y el desfile constante de aquel conjunto de desterradas de la vida, de las cuales ella formaba parte. Pero desde el triunfo del partido conservador, desde que cada derrota sufrida por los liberales se solemnizaba con un Te Deum, la visión de la nave y del altar en aquellos días ofuscaba todos los otros recuerdos en la mente de sor María.

Y al llegar a esta última decoración que aparecía en el panorama de sus recuerdos, se dormía la pobre capuchina pensando de antemano en el próximo Te Deum, para admirar los magníficos roquetes de Bruselas y de Valencia, para escuchar el frufrú de los trajes de las damas, para dilatar sus narices y aspirar mejor el místico aroma del incienso y de los cirios, mezclado a las exhalaciones de los mundanos perfumes que subían desde la nave hasta el coro.

Así pues, se pasaban los días monótonos e iguales para la capuchina hasta la próxima festividad.

Triunfó la Reforma y un negro nubarrón de abatimiento y de tristeza se extendió sobre todas las comunidades.

¡Cuántas noches largas, tristísimas e insomnes de aquellas que precedieron a la noche terrible de la exclaustración, la madre superiora pedía una oración después de maitines, imploraba una plegaria por los enemigos de la Iglesia, una plegaria que aplacase la ira celeste, que calmase la cólera del Dios de Israel fulgurada contra sus hijos más queridos!

¡Oh!, aquel edificio místico iba a derrumbarse, aquella torre cuyos cimientos fundaron san Francisco, santa Clara, santa Coleta y muchos otros arquitectos espirituales, se desmoronaba al terrible choque de las leyes reformistas, al soplo destructor de las ideas modernas.

Sor María de Jesús escuchó impasible la noticia fatal, su organismo habituado a la sistemática existencia de las comunidades no resintió conmoción ninguna al pensar que pronto iba a separarse de aquellos fantasmas pardos velados de negro, junto a los cuales había pasado los mejores años de la vida.

Pero presintiendo un cambio completo en su porvenir, su cuerpo todo se estremeció con ese involuntario estremecimiento que se experimenta ante la oscuridad inmensa de una mar bravía en la mitad de la noche, y sintió la angustia mortal que se siente ante lo negro de lo desconocido, ante la incertidumbre de lo futuro.

–¿Qué va a ser de mí? –Se preguntaba.

Jamás desde su entrada al convento había necesitado la compañía de la madrescucha para recibir la visita de algún pariente, nunca devoto alguno había preguntado por ella a la madre tornera, ni nunca tampoco al pasar cerca de la fuente había experimentado como otras la tentación de levantar el paño para mirarse el rostro macerado.

Sus ojos brillantes y negros permanecían siempre hundidos en la noche de dos círculos violáceos, cuya oscuridad aumentaban sus largas pestañas y las tinieblas de su velo.

Nunca el hábito pardo, la nudosa cuerda ceñida a la cintura, ni las repetidas lecturas de la Regla de las pobres monjas capuchinas observantes habían despertado en ella sensaciones de místico placer ni tristeza por la pérdida del mundo.

Sor Juana, sor Águeda, sor Lorenza su tía y otras, eran citadas con frecuencia por la madre superiora como dechado de virtudes, como observantes modelos de la santa regla; sor María, sor Epifanía, sor Ángela y muchas de las jóvenes eran reprendidas en el coro por negligentes y por tibias, pero a sor María de Jesús no le reprocharon nunca su negligencia ni la citaron como modelo de observancia.

Cumplía y observaba la regla y las prácticas diarias, como un buen obrero de aquellos que tallaban piedras para las catedrales de la Edad Media, sin preocuparse nunca si su piedra sería colocada al frente o en un costado; cumplía y observaba la regla como aquellos obreros cumplían su faena diaria sin esperar alabanzas, sin temer reproches.

Para sor María de Jesús, solamente los solemnes Te Deum habían sido acontecimientos notables, sólo aquel esplendor y aquellos perfumes habían impresionado su atrofiada sensibilidad.

Pero la noche última que debería pasar en el convento, se sintió conmovida hasta llorar, miró en derredor suyo y no encontró hacia quién volver los ojos. Levantó sus miradas llenas de mística esperanza hacia el celestial esposo enclavado en la cruz y por la vez primera le encontró impasible e indiferente a su dolor.

Entonces recordó aquella helada mañana de enero, en que la madre no había despertado y lloró al recuerdo de la muerta, lloró amargamente al comparar los consuelos que le hubieran causado las palabras de aquel ser y el consuelo que le causaban las miradas polvosas y fijas del crucificado.


II. La exclaustración

La campanita vibrante del convento, rompiendo el sepulcral silencio que envuelve la ciudad, llama a maitines por la postrera vez.

Treinta y tres fantasmas velados de negro, con la cuerda y el rosario ceñido a la cintura, toman asiento en los sillones del coro y entonan con fatídica voz los salmos del Rey profeta.

Y aquellos cantos parecían el eco lejano de un osario en donde un conjunto de esqueletos salmodiase una oración funeraria.

–Hijas mías muy amadas –prorrumpió la superiora cuando el canto hubo concluido– Dios nos pone a prueba, acatemos sin murmurar sus secretos designios, resignémonos a sufrir las injurias y las humillaciones que nos esperan.

"En medio de sus más cruentos dolores, el mártir sacrosanto del Calvario encontró para sus enemigos estas palabras que sólo el cristiano sabe pronunciar: perdónalos, Señor...

"Mañana se dará cumplimiento a la nefasta ley de 5 de febrero; mañana, hermanas queridas, seremos arrojadas de nuestro convento; pero no les maldigáis, no; decidles como el cordero sacrificado en el Gólgota: perdónalos, Señor... perdona a nuestros gobernantes, a nuestros hermanos que nos expulsan del tranquilo asilo donde te servíamos, del hogar santo donde te amábamos; esposo celestial, perdónalos... Y vosotras, hijas mías, prometedme cumplir nuestra santa regla a donde quiera que el destino os arroje; prometedme perdonar a nuestros hermanos que os insultan, que os escarnecen, como el pueblo israelita escarneció en la cima del Calvario al esposo que nos espera en el celestial convento, en la morada eterna de donde nunca seremos arrojadas.

Cayó la noche siguiente, lúgubre y cargada de sombras para aquellas almas contemplativas, de las cuales muchas contaban medio siglo dentro del sagrado recinto del convento; para éstas, para quienes no existía otro universo que la celda, otro sentimiento que el amor a Dios, ni otro ser digno de amar que no fuera el esposo celestial, aquella noche de la exclaustración representaba un cataclismo, una hecatombe, el comienzo de una era de desgracias para el pueblo ingrato que a semejanza del hebreo crucificaba al maestro. Las calles adyacentes a los conventos se poblaban de carruajes elegantes, prontos a conducir a las exclaustradas a los asilos que les brindab a la piedad de las aristocráticas damas de la ciudad.

Una a una todas pasaron el dintel de la celda a donde no volverían jamás, una a una todas pronunciaron la protesta que exigía de ellas la ley de 5 de febrero. Todas pronunciaron la protesta, pero muchas enérgicas hubo que agregaron: "Protesto que salgo por obedecer al gobierno, no por mi voluntad".

Todas las del convento de capuchinas desfilaron frente a la Santa Madre del Refugio, que pendía en el exterior del muro que cerraba la calle llamada de Lerdo actualmente; y todas, levantando los ojos hacia el lienzo colosal, imploraban con la mirada la protección de la Madre Santa que parecía abandonarlas.

Todas sintieron aquella noche más dolorosas, más punzantes las mallas de los cilicios ceñidos a la cintura, más áspero el sayal burdo que mortificaba sus maceradas carnes de penitentas. Y era que las mallas de los cilicios punzaron el alma aquella noche en su parte más sensible, en el rincón donde se albergan la esperanza y la fe.