Ediciones de Iberoamericana

Serie A: Historia y crítica de la Literatura
Serie B: Lingüística
Serie C: Historia y Sociedad
Serie D: Bibliografías

Editado por
Mechthild Albert, Walther L. Bernecker,
Enrique García Santo-Tomás, Frauke Gewecke,
Aníbal González, Jürgen M. Meisel,
Klaus Meyer-Minnemann, Katharina Niemeyer,
Emilio Peral Vega

A: Historia y crítica de la Literatura, 58

Agradecemos a la Facultad de Artes de la Universidad de Waterloo su apoyo financiero para la publicación de este libro.



Derechos reservados

© Iberoamericana, 2012
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ISBN 978-84-8489-672-2 (Iberoamericana)
ISBN 978-3-86527-721-3 (Vervuert)

Depósito Legal:

Cubierta: Mansilla 2936 de Xul Solar (1920). Acuarela sobre papel, 14 x 17 cm.
© Fundación Pan Klub - Museo Xul Solar

Diseño de la cubierta: a.f. diseño y comunicación

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.




A Cecilia,

a mis padres,

a mi hermana.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
La imagen: de la palabra, de la imagen
CAPÍTULO 1
Hacia la unidad de las artes: Xul Solar
CAPÍTULO 2
El Quijote en México: José Guadalupe Posada y Alfredo Zalce
CAPÍTULO 3
Completos en el arte: Mario Vargas Llosa
CAPÍTULO 4
Poéticas de lo imposible: Jorge Luis Borges y Maurits Cornelis Escher
EPÍLOGO
OBRAS CITADAS
ILUSTRACIONES

INTRODUCCIÓN

LA IMAGEN: DE LA PALABRA, DE LA IMAGEN

More than that: each signification that is constituted (for example, this proposition, and this entire discourse) also forms by itself the distinctive mark of a threshold beyond which meaning (truth) also goes absent. It goes absent not in an elsewhere, in fact, but right here.

Jean-Luc Nancy

Palabra e imagen operan exactamente del mismo modo: totalmente distinto El juego entre similitud y diferencia es un eje central en torno al cual se construyen muchas teorías sobre la relación palabra/imagen. En sus variaciones la crítica ofrece múltiples términos para referir la problemática. Así, se puede leer sobre la relación texto/imagen o, a un nivel más abstracto, entre ‘lo visual’ y ‘lo verbal’. También se ha planteado en términos de la relación entre las artes, especificándola en ‘poesía’ y ‘pintura’ unas veces, quedándose en la generalidad de ‘literatura’ y ‘artes visuales’ otras. La variedad de la terminología define espacios críticos que, si bien están íntimamente relacionados, no siempre son coextensivos. Las diversas definiciones de la problemática dejan ver una cualidad incipiente de los estudios sobre palabra/imagen. Incipiente, no porque la temática no tenga una larga tradición histórica, que sí la tiene, sino por las importantes preguntas que aún no tienen respuesta. En Picture Theory, Mitchell advertía: «we still do not know exactly what pictures are, what their relation to language is, how they operate on observers and on the world, how their history is to be understood, and what is to be done about them» (1994: 13). Desde una perspectiva latinoamericanista, el presente estudio es un aporte al esfuerzo por dilucidar estos cuestionamientos. En la terminología que he adoptado para llevar a cabo esta tarea empleo el término compuesto palabra/imagen para significar ‘la relación entre la representación verbal y la representación visual’, y, consecuentemente, cuando el contexto no permite confusión ‘palabra’ e ‘imagen’ se refieren a la representación verbal y a la representación visual, respectivamente.

En La poética visual de Vicente Huidobro (2007), Rosa Sarabia traza una genealogía crítica y teórica de palabra/imagen, analizando las caracterizaciones —y jerarquizaciones—más importantes a las que históricamente se ha sometido la relación. El aludido tenor paradójico se manifiesta no sólo en las ideas analizadas, sino también en las dos vertientes críticas identificadas. Sarabia resume la teorización de palabra/imagen en dos movimientos: uno analógico, que intenta dar cuenta de la similitud entre palabra e imagen, y otro antitético, que busca resaltar la diferencia. Históricamente, el caso más influyente de esta última es, seguramente, el Laocoonte (1776) de Gotthold Lessing que desde el racionalismo del siglo XVIII identificaba la palabra con lo temporal y la imagen con lo espacial. Del otro lado, en la vertiente analógica encontramos, entre otras, la priorización de la poesía sobre la pintura postulada por Simónides de Ceos —la poesía como pintura elocuente y la pintura como poesía muda—, así como la respuesta, unos siglos más tarde, de Leonardo da Vinci —que entendía la poesía como pintura ciega y la pintura como poesía muda (Sarabia 2007: 25)—. Las metáforas sensoriales empleadas por Simónides y Leonardo refieren el carácter aporético de la relación palabra/imagen, pero también señalan la dependencia del debate en una metafísica de la presencia que entrona el concepto de representación como copia o imitación1 .

Repasando la crítica contemporánea, Sarabia procede desde los argumentos de Gilles Deleuze, Eric Vos y Antonio Monegal para analizar la zona de contacto entre palabra e imagen, ese límite que al mismo tiempo es punto de contacto y de separación entre ambas, y concluye que «la zona limen propiciaría la superación de toda oposición entre imagen y palabra, como también su correspondencia analógica, reforzando así lo que de común no tienen» (2007: 29). En la crítica contemporánea se enfatiza la diferencia, lo que palabra e imagen no tienen en común, pero también se subraya la similitud. Jacqueline Lichtenstein presenta la otra cara de la moneda, y escribe que «[m]ore than rival sisters», palabra e imagen «resemble separated lovers haunted by a desire for the unity of origin perhaps forever lost, each seeking in the figure of the other the missing part of the self. As if this other’s absence were at the heart of all representation» (1993: 113). Palabra e imagen son distintas, pero también son iguales. Incompletas en sí mismas buscan en la otra su complemento, pero cuando se encuentran resaltan sus diferencias. Esta incompletitud es inherente a toda forma de representación, es el síntoma de la unidad original que liga palabras e imágenes justamente como representación verbal y visual. Pero ese origen es irrecuperable y genera la diferencia entre palabra e imagen, porque, si bien es cierto que ambas representan, es igualmente claro que no lo hacen de la misma manera.

En un artículo titulado «Más allá de la comparación: fusión y confusión entre las artes», Monegal entiende que «[u]no de los puntos de partida sobre los que cabría encontrar cierto consenso es que el estudio de las relaciones entre las artes se apoya en el reconocimiento de la separación de dominios», ya que «[l]a diferencia es un requisito de la analogía» (2003: 27). La diferencia es, en efecto, fácil de reconocer, «salta a la vista» (ibid.); explicarla, sin embargo, implica una tarea más ardua pero no menos importante para palabra/imagen En el marco del argumento contra el método comparatista que Monegal desarrolla, «el sentido común nos basta para saber que imagen y palabra son sistemas de representación diferentes», por lo que no es necesario entrar «en grandes disquisiciones teóricas sobre este asunto» (ibid.). Pero si lo que se busca es dar cuenta detallada de palabra/imagen, una investigación teórica de esa diferencia es precisamente lo que se necesita para comprender la dinámica de la relación, explicar la unidad original y reconciliarla con la diferencia fundamental que separa sus términos. La urgencia de tal empresa se hace patente en el giro pictórico postulado por Mitchell, que no es otra cosa que: «the realization that spectatorship (the look, the gaze, the glance, the practices of observation, surveillance and visual pleasure) may be as deep a problem as various forms of reading (decipherment, decoding, interpretation etc.) and that ‘visual experience’ or ‘visual literacy’ may not be fully explicable on the model of textuality» (1994: 16). Mitchell no se equivocaba Explicar la experiencia visual en función del modelo textual significaría en el estudio de palabra/imagen colapsar la diferencia constituyente que ha animado la relación a través de los siglos. Tal modelo privilegiaría la representación verbal por sobre la visual y encontraría un obstáculo insuperable al tratar de explicar la imagen como tal, es decir, lo que hace de una imagen una imagen y no una palabra. Para proseguir, entonces, será preciso definir un modelo crítico alternativo capaz de retener el carácter paradójico de palabra/imagen, de referir la representación verbal y la representación visual sin reducir la una a la otra (o viceversa).

Con este propósito me propongo replantear la problemática palabra/imagen en función de la imagen, entendida no ya meramente como representación visual sino en el marco más amplio de la crítica filosófica de la representación que concibe tanto imágenes visuales como imágenes verbales. En su introducción a un número especial de la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos titulado «Reproducciones y representaciones: diálogos entre la imagen y la palabra», Claudine Potvin, compiladora, presenta una reflexión teórica que parte de una base similar: desarrolla una discusión de los rasgos más importantes de la imagen, incluyendo la ausentación o desplazamiento constante del significado (2003: 5) —un aspecto que considero central para abordar palabra/imagen—, pero pronto toma otro rumbo. En su argumentación la imagen es sólo imagen visual, y la palabra queda excluida del modelo viniendo a «situarse al lado, como un objeto de observación más» (ibid.: 6). El campo de la crítica filosófica de la representación ofrece una terminología que retiene la diferencia fundamental inherente a palabra/imagen, al mismo tiempo que articula su irreconciliable diferencia. Es posible así pensar lo visual y lo verbal en términos de la imagen visual y de la imagen verbal respectivamente. La similitud entre ‘representación verbal’ y ‘representación visual’, entre palabra e imagen, aquel nebuloso origen común anhelado por Lichtenstein, encuentra su lugar en la prefiguración de la imagen, punto de partida común a toda forma de representación que surge de su relación con la realidad. Por su parte la diferencia que distingue un tipo de imagen del otro se entenderá como un producto de los diferentes procesos referenciales con que cada sistema de representación configura esa relación establecida con la realidad —estos procesos son justamente los que dan lugar a la separación ontológica entre palabra e imagen que señala Jean-François Lyotard (1971: 219)—.

La imagen relaciona una continuidad, de la que extrae una fuerza o intimidad —Jean-Luc Nancy dirá que esta continuidad es el fondo de la imagen, el espacio homogéneo de las cosas y de las operaciones que las conectan (2005: 3)—, y el espacio distinto de la imagen, marcado por la proyección de la intimidad extraída. Lo distinto es abstracto y se separa del fondo no solo en términos de distancia, sino también de identidad, es:

what is separated by marks […] what is withdrawn and set apart by a line or trait, by being marked also as withdrawn. One cannot touch it: not because one does not have the right to do so, not because one lacks the means, but rather because the distinctive line or trait separates something that is no longer of the order of touch; not exactly an untouchable, then, but rather an impalpable. But this impalpable is given in the trait and in the line that separates it, it is given by this distraction that removes it (Nancy 2005: 2).

La imagen es distinta y la distracción que la proyecta es el resultado de una operación doble. En primer lugar un elevamiento del fondo la hace superficie frontal (Nancy 2005: 7). Este primer movimiento debe ser entendido como producto de la relación del sujeto con el fondo —es decir, como producto de la relación de quien crea la imagen con el mundo de lo que está, o podría estar, presente-a-la-mano—y se constituye en función de su condición ontológica de ser-en-el-mundo. El elevamiento resuelve qué y cómo se va a representar, pero no el qué y cómo formales sino los constitutivos de la intimidad que extrae la imagen, de esa fuerza que es también una intensidad La doble operación se completa al recortar la superficie frontal elevada y separarla del fondo, marcando una distinción. En este recorte la intensidad se configura en una forma concreta que resulta en la imagen. En el elevamiento inicial la imagen visual y la imagen verbal tienen su momento de identidad, su origen común, pero luego los diferentes procesos referenciales propios de cada forma de representación la recortan —configuran—para crear la imagen visual y la imagen verbal, generando así la diferencia.

Una misma intensidad puede asumir un número indefinido, acaso infinito de formas para generar una igual cantidad de imágenes diferentes. Sin embargo, la cantidad de modos de configuración es mucho más limitada y sólo dos atañan a relación palabra/imagen: el correspondiente a las imágenes visuales y el que da lugar a las imágenes verbales. Cada modo de configuración es específico al tipo de imagen que crea y consta de una serie de herramientas y procedimientos que se combinan para dar forma a los mundos que la imagen despliega. Estos mundos se generan, como Nelson Goodman anota, «not only by what is said literally but also by what is said metaphorically and not only by what is said either literally or metaphorically, but also by what is exemplified and expressed — by what is shown as well as by what is said» (1978: 18). Pero lo dicho literal y metafóricamente, lo ejemplificado, lo expresado y lo mostrado es dicho, ejemplificado, expresado y mostrado de maneras fundamentalmente diferentes de acuerdo con el modo de configuración aplicado. La diferencia es ontológica, como ya lo anticipaba Lyotard, en tanto las herramientas y procedimientos que dan forma a la intensidad son distintos. Pero aún más importante es que cada modo de configurar, al referir de manera distinta, propone una forma de conocimiento diferente que define una epistemología específica para cada tipo de imagen. Así, a una epistemología de la imagen verbal se opone una epistemología otra de la imagen visual y la tesis de Mitchell se confirma: la experiencia visual es irreducible al modelo textual. Palabra/imagen se resume en la tensión generada por el contacto entre estas dos epistemologías otras, es el vértigo del abismo que se abre en el límite del entendimiento propio.

La imagen como tal es impensable para la palabra, que debe textualizarla Del mismo modo, la palabra como tal es inconcebible para la imagen, que necesita visualizarla. Palabra e imagen marcan cada una el límite de la otra en tanto cada una existe, epistemológicamante, fuera de la otra. Pero al aparecer lado a lado en una obra, entran en diálogo; la palabra cobra sentido a medida que explica la imagen, y ésta a su vez sólo se entiende al explicar la palabra. La obra del pintor argentino Xul Solar (1887-1963) es un terreno particularmente fértil para estudiar esta dinámica por la sofisticación no sólo de su expresión visual, sino también de su expresión verbal que se da a través de lenguajes que el artista mismo crea, desarrolla y emplea a lo largo de su vida. Xul Solar comienza su investigación de palabra/imagen sobre finales de la década de 1910 y refina la relación entre las dos formas de representación integrándolas más profundamente hasta llegar a la codificación plástica de la representación verbal en su proyecto más ambicioso, sus grafías, que desarrolla desde fines de la década de 1950 hasta sus últimos días. Aquí Xul busca restablecer aquel origen común de palabra/imagen para revelar la forma última de su visión utopista de comunión universal. A través de un estudio que sitúa la obra en su contexto sociohistórico y artístico, del análisis explícito de la capacidad referencial de los idiomas inventados y del estudio detallado de obras específicas —Fija la mente en prisiones eskemátikas (c. 1919), Mansilla 2936 (1920) y Lu kene ten lu base nel nergie, sin nergie lu kene no e kan (1961)—, esta investigación pone de relieve la centralidad de la relación palabra/imagen en el proyecto creativo del paradigmático artista latinoamericano.

Cuando no comparten el espacio físico de la representación, lo verbal y lo visual aparecen contenidos uno dentro del otro. Pero el mundo de la palabra es tan impensable para la imagen como el de la imagen para la palabra. La imagen encuentra a la palabra como imagen, visualizándola, y ausenta un sentido que, a su vez, es ausencia otra, la ausencia presentada por el texto. La palabra encuentra a la imagen como palabra, textualizándola, y ausenta un sentido que, a su vez, también es una ausencia otra, la ausencia presentada visualmente. En la imagen el rastro impensable de la palabra abre la puerta por donde la imagen se escapa de sí misma. En la palabra el inconcebible rastro de la imagen marca el camino por donde la palabra busca trascender sus propias fronteras. El mundo que palabra e imagen despliegan la una en la otra es siempre un mundo doblemente distinto que solamente puede ser aproximado en su incesante ausentamiento. (Es de notar que esta relación mantiene una diferencia fundamental con el modelo de la intertextualidad. Al tratarse de dos modos de representación distintos, el ausentamiento del sentido en palabra/imagen es siempre hacia un campo epistemológica y ontológicamente otro que queda apenas, pero siempre, más allá de la obra, creando la tensión fundamental que caracteriza la relación).

La Calavera de don Quijote (c. 1905) de José Guadalupe Posada (18521913) y Evocación quijotesca (1986) de Alfredo Zalce (1908-2003) transponen al don Quijote de Miguel de Cervantes a través de la distancia temporal y cultural que separa la España del siglo XVII con el México del siglo XX. Al mismo tiempo, los dos artistas llevan al Quijote de la palabra a la imagen. Estas obras presentan la instancia final de la interpretación que tanto Posada como Zalce hacen de la obra cervantina —su plasmación en un evento en el presente—, pero para comprender la transición de un modo de representación a otro es preciso profundizar las nociones de intensidad y configuración constitutivas de cualquier imagen, ya visual, ya verbal. Con este fin desarrollo el concepto de transposición interartística. La intensidad que una imagen configura es siempre una fuerza abstracta que se da en las marcas que la separan y distinguen como imagen. Es también el producto de la relación de un sujeto con su realidad. Mediante un análisis de la historicidad de las obras, que toma en consideración aspectos relevantes de la historia de la interpretación de la obra transpuesta —en el caso de Posada y Zalce serán las lecturas mexicanas del Quijote— es posible determinar un esquema representativo que ordena las posibilidades interpretativas que la novela abre en el terreno ontológico-epistémico de cada artista como lector. El recorte de la intensidad su configuración, puede entonces ser pensada en términos de la transposición de tal esquema, es decir, como la organización del espacio de la representación visual —y, a través de ésta, de la realidad contemporánea del artista—, en función de las posibilidades interpretativas del texto de Cervantes En la transposición, la intensidad se cristaliza según el lenguaje plástico de cada artista para tomar la forma concreta de una imagen. El análisis se mueve entre la consideración histórica y la novela de Cervantes para finalmente descubrir el rastro impensable de las palabras de Don Quijote que tensiona las obras de Posada y Zalce generando y proyectando su sentido.

En la novela Los cuadernos de don Rigoberto (1997) de Mario Vargas Llosa (1936-), el texto encuentra múltiples imágenes visuales que incorpora en su narración sin que ninguna la domine. Al reducir la importancia relativa de cada imagen con respecto a la totalidad del texto, la novela se aleja de la transposición interartística2. Sin embargo, la palabra de Vargas Llosa se reconoce incompleta y busca su complemento en la imagen. El estudio de la novela es un análisis de los dos protagonistas masculinos, don Rigoberto y su hijo preadolescente, Fonchito, y de dos caminos por los que la palabra encuentra en la imagen aquello que le falta. El primero está representado en el texto y se da dentro de la novela, el segundo es una ejemplificación de incompletitud y comprende un complemento extratextual. La tensión generada por el arte en el texto es un lugar de refugio donde Rigoberto construye elaboradas fantasías en las que se reencuentra con su esposa Lucrecia, de quien se ha separado y a quien extraña intensamente. En su más ácida soledad, Rigoberto desarrolla una estética de recepción que le permite interpretar a su esposa ausente en los cuadros de Courbet, Goya o Ingres, entre otros. En base a esta estética Rigoberto fantasea sus reencuentros con Lucrecia. Un análisis de la temporalidad de estos episodios en términos de la fenomenología del tiempo propuesta por Martin Heidegger en El Ser y el tiempo (1927) revela cómo a través del arte Rigoberto se mueve hacia una experiencia más auténtica del tiempo hasta llegar, en el clímax narrativo de la fantasía, a lo que el filósofo alemán llamaría un momento de visión y que representa la experiencia más íntima del Ser del protagonista. En ese momento, Lucrecia se hace presente mediante el arte, y completa a Rigoberto permitiéndole ser él mismo y «vivir de verdad» (Vargas Llosa 1997: 330)..

Por su parte, Fonchito es el responsable de la separación de Rigoberto y su madrastra, Lucrecia, a quien sedujo causando que su padre la echara de la casa. Tras una elaborada manipulación, Fonchito será también el arquitecto de la reconciliación final de la pareja. El niño es un personaje sumamente ambiguo y misterioso. Pese a su temprana edad, demuestra un alto grado de madurez que confunde tanto a los otros personajes de la novela como a sus lectores que nunca llegan a adivinar si el niño es consciente de sus acciones y las consecuencias que éstas tienen, o si actúa desde la inocencia de quien aún no ha alcanzado la pubertad. Fonchito vive obsesionado con la vida y obra del pintor vienés Egon Schiele (1890-1918), y, al analizar el discurso que en torno a éste construye y contrastarlo con la biografía del artista y con el lugar que su obra ocupa en la historia del arte, la ambigüedad del personaje se disipa rápidamente. Manipulando sutilmente las obras y la historia de Schiele, Fonchito resignifica elementos textuales y construye una alegoría edípica que desborda la novela en la cual simbólicamente castra y mata a su padre, mantiene relaciones con su madrastra y, finalmente, se arranca los ojos. Es sólo al ir más allá de la novela y tratar las obras de Schiele directamente cuando se hace visible la manipulación que el texto efectúa al ausentar su sentido y cómo éste se transforma para revelar la verdadera motivación de Fonchito, completando así la representación del enigmático personaje. Ya reconciliada la pareja el resultado de la alegoría se confirma, Lucrecia le confiesa a Rigoberto que mientras vivan bajo un mismo techo no podrá resistir los avances de Fonchito, pero éste lo sabe «de sobra» y sospecha que «haga lo que haga» Fonchito «siempre ganará» (Vargas Llosa 1997: 383).

La palabra y la imagen tienen capacidades referenciales comparables pero esencialmente diferentes. La epistemología de una es irreducible a la de la otra, por lo que siempre será justamente eso: otra. Cada una existe independiente pero cuando palabra e imagen se vuelven palabra/imagen los campos epistemológicos de cada una se enfrentan forzados a dar cuenta de aquello que no pueden comprender porque rebasa sus capacidades. Palabra e imagen se encuentran y, maravilladas, señalan lo que la otra no puede ni podrá decir jamás. Cada una representa implícitamente la misma imposibilidad de representar de la otra y demarca sus límites. Pero al situarse cada una fuera de la otra, palabra e imagen también marcan su incompletitud (siempre habrá algo más allá de cada una). El último capítulo de esta investigación analiza dos cuentos de Jorge Luis Borges (1899-1986), «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941) y «El Aleph» (1962), y cuatro grabados de Maurits Cornelis Escher (1898-1972), Relativity (1952), Belvedere (1958), Waterfall (1961) y Ascending and Descending (1961). Prevenido contra las restricciones del método comparativo por Mitchell y Monegal, el análisis no tiene como objetivo encontrar analogías formales o un intercambio demostrable entre las obras —aunque los encuentra—, sino que va en busca de estos límites y de sus representaciones dentro de los mismos sistemas que definen. Así, se plantea un doble recorrido, desde los textos de Borges y los grabados de Escher, hasta el límite de cada uno, hasta ese punto de contacto y separación de palabra/imagen Partiendo de los teoremas de incompletitud que el matemático austriaco Kurt Gödel publicó en 1931, la investigación se centra en la manera que tanto el escritor como el artista gráfico aprovechan los recursos que sus medios de representación ponen a su alcance para volverlos sobre sí mismos en la articulación de una paradoja que define negativamente sus propios límites y pone en evidencia la incompletitud del sistema que la representa Tras haber estudiado las diferentes manifestaciones de la tensión palabra/imagen en Xul Solar, Posada, Zalce y Vargas Llosa, la fase final del estudio se plantea como una ontología de palabra/imagen enfocando la atención crítica en sus elementos constitutivos: los límites mismos de la representación verbal y de la representación visual.

En el artículo ya citado, Monegal establece que el acercamiento comparatista —dominante tradicional de los estudios de palabra/imagen (Monegal 2003: 28; Mitchell 1994: 84)— no alcanza a dar cuenta adecuada de la compleja relación entre representación verbal y representación visual que propone la producción artística contemporánea (Monegal 2003: 43). Ante esta limitación, el crítico denuncia la necesidad actual de «avanzar, más allá de la comparación, hacia formas de pensar la complejidad» (ibid.). Desde su estructura polifónica, desde la multidisciplinaridad que ésta requiere y desde el replanteamiento de la relación palabra/imagen que propongo, el presente trabajo responde directamente a esta necesidad.

1 Sobre la representación como copia ver la crítica que Jacques Derrida hace sobre las Investigaciones lógicas de Husserl (1998), especialmente el cuarto capítulo sobre la expresión y el sentido (Bedeutung).

2 No sería éste el caso, por ejemplo, de la obra de teatro Las Meninas (1960) de Antonio Buero Vallejo (1916-2000) en la que el cuadro homónimo de Diego Velásquez está presente (o se ausenta, según quiera verse, o decirse) constantemente.