El silencio y los crujidos

Jon Bilbao

 

 

 

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Jon Bilbao (Ribadesella, 1972)

Es autor de los libros de cuentos «Como una historia de terror» (2008, Premio Ojo Crítico de Narrativa), «Bajo el influjo del cometa» (2010, Premio Tigre Juan y Premio Euskadi de Literatura) y «Física familiar» (2014); así como de las novelas «El hermano de las moscas» (2008), «Padres, hijos y primates» (Premio Otras Voces, Otros Ámbitos) y «Shakespeare y la ballena blanca» (2013). Actualmente reside en Bilbao.

 

 

 

Edición en ebook: mayo de 2018

 

Copyright © Jon Bilbao, 2017

Copyright de la presente edición © Editorial Impedimenta, 2018

Juan Álvarez Mendizábal, 34. 28008 Madrid

 

www.impedimenta.es

 

Diseño de colección y dirección editorial: Enrique Redel

Maquetación: Nerea Aguilera

Corrección: Susana Rodríguez

Composición digital: leerendigital.com

 

ISBN: 9788417115722

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

 

 

La nueva obra de uno de los mejores cuentistas españoles del momento. Tres relatos descarnados y seductores que ponen al límite del abismo a sus protagonistas.

 

 

 

 

 

¿A qué llamas soledad? ¿No ves la Tierra
Llena de vivientes y variadas criaturas, y los aires
Saturados, seres todos que a tus órdenes
Acuden a jugar en tu presencia?

JOHN MILTON El paraíso perdido

 

 

 

 

 

"Jon Bilbao confirma una maestría fuera de lo común."

FERNANDO CASTANEDO, Babelia

 

 

"Jon Bilbao confirma una maestría fuera de lo común."

ALBERTO OLMOS, El Confidencial

 

El silencio y los crujidos

 

 

CubiertaUn eremita medieval, misántropo y quisquilloso, decide pasar su existencia sobre una columna desde la cual divisa a un compañero más anciano que él, y puede que más sabio y con más seguidores, lo que desata en su interior pasiones insospechadas. Un biólogo amante de la soledad, se ve confinado a un aislamiento autoimpuesto en la cumbre de un tepuy, en plena selva amazónica, con la única compañía de una anaconda que se convertirá a un tiempo en su ángel y su demonio. Un misterioso inventor, tras haber conseguido hacerse multimillonario con una aplicación informática que revoluciona la sexualidad humana, decide aislarse en una torre en el centro de una isla balear. Su decisión desatará una ola de violencia que cambiará la vida de sus seres más cercanos, incluso de los que no quieren serlo.

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Índice

 

 

PORTADA

EL SILENCIO Y LOS CRUJIDOS

PRIMERA PARTE. COLUMNA

SEGUNDA PARTE. TEPUY

TERCERA PARTE. TORRE

ÍNDICE

SOBRE ESTE LIBRO

SOBRE JON BILBAO

CRÉDITOS

PRIMERA PARTE:

COLUMNA

La hormiga trepó a la cima de la columna. Orientó el cuerpo en una dirección, luego en otra, decidiendo por dónde empezar la búsqueda de comida. La plataforma de piedra en lo alto de la columna, plantada sobre el capitel, se extendía ante ella, cuadrada, de tres pasos simples de lado, abrasadora bajo el sol del mediodía. En el centro, de rodillas, meditaba Juan. Llevaba en la misma postura desde antes del amanecer. Adormilado, la barbilla se le caía en una lenta curva. Al tocar el pecho se elevó de repente y el estilita entreabrió los ojos musitando una disculpa a Dios. Vio a la hormiga y se puso en pie. Aturdido por el calor y el hambre, tuvo que aferrarse a la cuerda que, sujeta a cuatro balaústres, rodeaba la plataforma y servía de parapeto. La hormiga recorrió la plataforma sin encontrar ni una migaja de la que apropiarse; a la vez, hacía retroceder al estilita, que acabó arrinconado en una esquina, con el insecto columpiando las antenas frente a las largas uñas de sus pies. Juan levantó una pierna tanto como si pasara sobre una víbora y brincó a la esquina opuesta. Debía sentirse honrado por la visita de aquella criatura de Dios, de cualquier criatura de Dios, después de tres días sin ver a nadie más que las aves que sobrevolaban la hondonada, pero la criatura de Dios tenía seis patas que tocaban el inmundo suelo y había escalado la columna sin dificultad y la bajaba ahora con indiferencia. Juan observó el descenso achicando los ojos, hasta perder de vista al insecto. Regresó al centro de la plataforma y se relajó con el retorno del silencio, que solo habían alterado los latidos de su corazón y la alarma en su cabeza.

La hondonada tenía forma de cuenco y en su centro se alzaba la columna. La plataforma llegaba al nivel del borde rocoso. Juan vivía a quince pasos simples del suelo pero quien se acercara divisaría en primer lugar una cabeza de rostro escuálido y quemado por el sol, con la barba y el cabello largos y enmarañados, que parecía asomar de la tierra. Había escogido la hondonada para limitar lo que podía ver. Sus ojos debían volverse hacia su interior. La elección de la hondonada era además una muestra de humildad; la cima de la columna se distanciaba del sucio suelo pero no se adentraba en el cielo, como las aves y los ángeles. La forma cóncava de la depresión, no obstante, ansiaba Juan, ayudaba a proyectar sus oraciones hacia las alturas. Soñaba con rezar hasta consumirse, con que su carne se transformara en alabanzas a Dios que brotaran de entre sus labios, como agua filtrada entre estratos rocosos, que mana lenta pero incesante, cargada de sabor mineral: una forma demorada de suicidio religioso.

En las noches despejadas, cuando contemplaba las estrellas hasta el mareo, el estilita se abandonaba a la creencia íntima de que la traza de Dios, lloviendo del firmamento en forma de gotas intangibles e invisibles, de tan minúsculas y enigmáticas, era recogida por la hondonada y se acumulaba en su centro, del que nacía la columna. Soñaba con alcanzar la dicha necesaria para que la traza divina se tornara visible para él. En algún momento parpadearía para aliviar los ojos del brillo del sol y al alzar los párpados lo deslumbraría un brillo infinitamente mayor, los reflejos de una laguna de consistencia mercurial donde brincarían peces con rubicundos rostros de querubines, armoniosas notas a modo de chapoteos, la plataforma hecha isla.

Alguien se acercaba. El estilita sentía a los visitantes antes de verlos. Su estómago, como un ser autónomo e indiscreto, saludó la compañía, que quizás trajera una ofrenda comestible, la cual depositaría al pie de la columna en la cesta que un Juan de manos temblorosas izaría con una cuerda. Tenía tanta hambre que apenas lamentó la nueva perturbación de su soledad. Musitó también una disculpa por eso. Se reprobó por imaginar qué podrían traerle, por padecer el deseo de un bollo con especias o un pastelillo de miel. Un poco de agua con que rellenar su vasija sería más que suficiente, y un poco de galleta quizás. Rechazaba la fruta porque sus formas y la pulpa lo arrastraban a pensar en las mujeres.

Varias personas, a pie y a caballo. Procedentes de la ciudad. Pisadas rítmicas y firmes, lo que significaba que no eran enfermos. El primero en asomarse al borde fue un jinete armado. Llevaba un arco en la mano y una lanza guardada en una cuja. Oteó la hondonada y envió una seña a los que iban detrás. Una litera portada por ocho esclavos, con las cortinas echadas, bajó a la hondonada, en curso diagonal y lento, como un gran escarabajo. El primer jinete y otro más, asimismo armado, se quedaron arriba, vigilando. Las piedras y la tierra reseca se deslizaban bajo las sandalias de los porteadores, que trataban de conservar el equilibrio al mismo tiempo que mantenían la litera lo más vertical posible. No parecían muy diestros. Juan reconoció a uno, un eunuco experto en afeites y recitaciones satíricas al que antes nunca se habría asignado un trabajo tan duro. Debía de haber escasez de brazos en la casa de Juan. La plaga también había llegado allí.

La litera alcanzó el fondo y unos golpes dados en el interior ordenaron detenerse a los porteadores. Al abrirse la cortina, lo primero que el estilita vio fue una peluca con tirabuzones teñida de rojo.

Juan acostumbraba a hacer sus necesidades siempre por el mismo lado de la columna, pero de noche era difícil conseguirlo. Había excrementos ennegrecidos alrededor de todo el pilar. El estilita no era tan popular como para que los suplicantes se los llevaran como reliquias efímeras. Su madre se levantó el borde de la estola y se acercó evitándolos. Le tendió las manos. Hijo mío, dijo, rehusando llamarlo Juan, nombre que ella no le había dado. Lo había adoptado él mismo, siguiendo la costumbre de los conversos, pese a haber nacido en una familia cristiana; la memoria del Bautista parecía incapaz de soportar tan reiterada honra. Hacía años que la madre no lo veía. El sol estaba detrás de su hijo y los rayos atravesaban los agujeros de la túnica. La silueta al trasluz era peor que la de muchos de los cadáveres que se apilaban en las calles de Constantinopla. Ella se llevó las manos al pecho y le dijo que su padre había muerto.

La noticia de la plaga había irrumpido en la hondonada a comienzos de la primavera. Los suplicantes que visitaban a Juan se multiplicaron. Hablaban de demonios andrajosos que rondaban los callejones de la ciudad. Se acercaban con sigilo a gentes al azar y las tocaban con el índice para contagiarles la enfermedad. Los suplicantes pedían al estilita que rezara por ellos. Se demoraban en retirarse y dejarlo solo. En la hondonada, desde donde no se divisaba la ciudad, se sentían seguros. Nunca, desde que subió a la columna, había disfrutado Juan de tanta comida. Compartía la que le sobraba con los pájaros. En las siguientes semanas los visitantes disminuyeron. Las noticias eran alarmantes y las súplicas desesperadas. No quedaba espacio en los cementerios de Constantinopla. Los demonios ya no recorrían las calles sino que se aparecían en sueños y la gente que se había acostado sana despertaba febril. Era creencia extendida que iba a morir toda la humanidad. El emperador Justiniano estaba enfermo. Algunos suplicantes llegaban cargados con bultos, huían con lo que quedaba de sus familias. Preguntaban al estilita adónde debían dirigirse, querían saber de cuevas e islas seguras. Él les aconsejaba que se alejaran de la costa. Otros le pedían que curara a un esposo, a una mujer, a un hijo, que agonizaban en casa. Juan respondía que rezaría por ellos, pero nadie volvía para decirle si sus oraciones habían surtido efecto. Un día un hedor a muerte lo sacó de sus meditaciones y se puso en pie, decidido y halagado, pues pensó que el diablo había ido a tentarlo. Poco después asomó sobre el borde de la hondonada una carreta cargada de cadáveres. El conductor y el hombre que lo acompañaba, los dos embozados, maldijeron al ver a Juan y uno incluso propuso arrojar los cuerpos a la hondonada pese a su presencia, pero finalmente la carreta dio media vuelta.

La peluca roja de la madre palpitaba. Juan sentía sus pulsaciones en los tímpanos y en los dientes. Los porteadores lo miraban sin recato. Su presencia desequilibraba la hondonada. El estilita se agarró a la cuerda. Su padre había muerto.

Preguntó si se le había dado cristiana sepultura. Su madre asintió. Hacía tres días. No había muerto por la plaga, sin embargo. Había sido un accidente absurdo. Unas amistades habían acudido a casa para una celebración. Dado que todos iban a morir, querían despedirse de forma apropiada. El padre de Juan había muerto avanzada la noche, durante un receso del festejo, ahogado con un trozo de comida.

Juan alzó una mano, tajante. No quería saber más. Imaginaba lo sucedido. No quería oírlo de boca de su madre. Se irguió como en lo alto de un púlpito.

El festejo había degenerado en bacanal. Por la noche, mientras los demás dormían entre vino derramado y restos de budín cartaginés y lechón relleno de hojaldre y miel, o balbuceaban borrachos, o fornicaban, su padre se había tambaleado hasta una fuente, había arrancado un muslo a un ave asada y le había dado el mordisco fatal. Ni siquiera tenía hambre. Murió entre los ronquidos y los gemidos y las flatulencias de sus amistades, que no se percataron de lo sucedido. Lo descubrió su esposa al despunte del amanecer. Salía de la habitación donde había yacido con un auriga del hipódromo. La madre de Juan llevaba una túnica confeccionada para la ocasión. Los tirantes se unían mediante un prendedor entre los pechos, dejándolos al aire; la tela colgaba a los costados de las piernas, a la vista las partes delantera y trasera. En realidad la túnica no cubría nada. La madre de Juan llevaba los pezones pintados de rojo y el vello del pubis teñido del mismo color. Al inclinarse sobre su esposo, ya difunto, y susurrar su nombre, dejó ver un círculo de tintura escarlata alrededor del ano. La madre de Juan no se percató de que se había convertido en viuda. Pensó que su esposo dormía y lo dejó descansar. Fue en busca de vino con que saciar la sed que la había despertado.

El estilita deseó tener un látigo tan largo como para azotar a su madre desde la cima de la columna. Hijo mío, repitió ella con voz ronca. Juan preguntó qué quería de él.

Su madre esperaba que volviera. Necesitaba a su hijo, no solo para que ocupara el puesto del padre al frente de la casa, también para que le sirviera a ella de guía, para ayudarla a volver a la senda correcta. Con su amparo estaba segura de conseguirlo. Le propuso alejarse de la ciudad, los dos, ponerse a salvo de la plaga en unos baños, allí él podría instruirla. ¿La acompañaría?

No. Ella sabía bien lo que debía hacer para enmendar su comportamiento. Alejarse de la emperatriz Teodora, la que ansiaba ser nada más que un orificio. Dejar de frecuentar el hipódromo.

Y la muerte del padre era un castigo justo. El padre que apoyó al bando azul en la revuelta de Niká, cuando ardió la antigua Santa Sofía, cuyas llamas jaleó. El padre que se enriqueció suministrando mármoles para el nuevo templo.

El padre que levantó para ti esta columna, replicó la madre, y que trepó a una escalera para que le dieras la comunión. El padre que dejó sin explotar la tierra que te rodea para que a solas alcanzaras una gracia mayor.

Luego la madre preguntó: ¿Me das la espalda? ¿Una vez más?

Este es mi sitio.

Ella miró los excrementos del suelo, la cesta vacía y cubierta de polvo al pie de la columna.

¿Prefieres este martirio voluntario a mi compañía?

El estilita asintió.

En ese caso, ¿no apreciaría tu Dios que bajaras de esa columna, me tomaras del brazo y pusieras orden en tu casa? ¿No sería un sacrificio mayor, más estimable a Sus ojos?

¿Mi Dios? ¿Acaso no es el tuyo?

¿El Dios portador de la plaga? ¿El que me ha dejado viuda? No. Ya no es mi Dios.

Y luego añadió: A no ser que me convenzas de lo contrario. Estoy deseosa de escucharte. Nunca lo he necesitado más. He reservado las mejores habitaciones en los baños. Nadie te molestará. Tienes mi palabra. Todos respetarán tus oraciones. Ven con tu madre. ¿Ver el mundo desde ahí arriba no te ha vuelto proclive al perdón?

La madre y los porteadores supieron que el estilita dudaba.

El estilita iba a hablar pero, de pronto, sintió algo en la boca. Lo tocó con la lengua. Era pequeño y duro. Lo dejó caer en el hueco de la mano, sorprendido y un poco asustado. Uno de sus dientes. Estaba marrón y desprendía un olor nauseabundo. Se lo acercó a la cara para verlo mejor y lo retiró de inmediato. La madre, a la espera de una respuesta, no sabía qué estaba pasando.

Al apartar el diente, se le escapó de la mano. Trazó un arco en el aire. Descendió hacia la mano de la madre, extendida en gesto de súplica.

Antes de que la alcanzara, un gorrión lo atrapó al vuelo y se alejó de la hondonada con él en el pico.

El estilita miró incrédulo en la dirección por donde había desaparecido el pequeño pájaro. Al igual que el diente, parecía haber surgido de la nada y en el instante preciso. Dios lo había enviado para impedir que cualquier parte de Juan, por minúscula que fuera, regresara con su familia.

La madre miraba en la misma dirección que él, confusa y molesta.

El estilita meneó la cabeza.

Ahora esta es mi casa.

¿Lo es? ¿Estás seguro?, preguntó la madre. Y luego dijo: No volveré. No me humillaré suplicándote.

Rezaré por ti.

No te molestes, dijo ella, y regresó a paso vivo a la litera.

Antes de irse, dejó caer un bulto envuelto en tela, que se abrió al golpear el suelo. Pan, pescado seco y queso. La comida quedó esparcida frente al pilar. A una orden de la madre, la litera se puso en movimiento. Con cada paso de los porteadores, la hondonada se reacomodaba, el zumbido en los oídos del estilita se aplacaba, disminuía el calor. Cuando la litera alcanzó la cima y dejó de verse, Juan sintió relajarse todo su cuerpo. Desapareció uno de los jinetes armados, a continuación el otro, como dos notas musicales rezagadas que zanjan una canción. Juan contempló la hondonada como si pasara revista a las piedras. Regresó al centro de la plataforma y se arrodilló. Ya no sentía hambre. Dio gracias a Dios. Un momento después oyó aleteos y gorjeos. Los pájaros se arremolinaban sobre la comida y él se regocijó por ellos.

La plaga había causado un rebrote de lo religioso, así que no tardó en recibir otra visita, un tullido que sí dejó algo en la cesta. Juan le regaló su bendición y lo invitó a reflexionar sobre las diferencias entre la fe y la credulidad. Esa visita y las que la siguieron le llevaron noticias. Justiniano se encontraba mejor. La vida abstemia y las vigilias lo habían salvado de la plaga. El estilita no deseaba saber. Los visitantes, sin embargo, estaban ansiosos por hablar, encadenaban informaciones, rumores y opiniones; parecían acudir a la hondonada para contarle lo que sucedía en la ciudad, no en busca de bendiciones ni consejos. La emperatriz Teodora, ante la perspectiva de la viudez, había procedido a una purga del Gobierno. Torturaba a senadores y obispos. No importaba que la plaga los aquejara; la tortura se sumaba a la enfermedad. El dolor y el delirio abrían la puerta a las confesiones. Los latigazos, se contaba, reventaban los bubones y esparcían las lentejas negras de su interior. Los torturadores desempeñaban su labor tan aterrados como las víctimas.

Juan se debatía entre la compasión por los enfermos y sus familias, y el deleite de saber que la población de Constantinopla, del mundo, estaba siendo diezmada. Un acontecimiento de tales proporciones solo podía responder al designio divino. Era lo más próximo a un portento de lo que había sido testigo desde que se encaramó a la columna. Sus oraciones eran genéricas, por los vivos y los muertos. Al concluir, abría los ojos y agradecía no ver más que piedras.

Lo atormentaba la idea de que el suelo se licuara, convertido de pronto en arenas movedizas, y se tragara la columna. Temía que la vanidad mostrada en los suntuosos edificios de la ciudad motivara fuegos subterráneos y movimientos de tierras. Cedía al falso flagelo de las visiones apocalípticas. El suelo temblaba y se abría una grieta en la que se hundía un violador en el curso de su crimen. Caía a la oscuridad sin cesar de fornicar.

Una mañana lo despertó un golpe en la base de la columna. Se asomó al borde de la plataforma y vio un cerdo que, aturdido, se ponía en pie. El animal comenzó a subir la pendiente por la que había caído rodando. La cuesta era demasiado acusada. Resbalaba y volvía a rodar. Juan lo contempló preguntándose qué enseñanza debía extraer, hasta que un niño bajó corriendo y ayudó a subir al cerdo empujándolo por las ancas, a la vez que, de reojo, miraba atemorizado al estilita. Otros cerdos se habían asomado al borde de la hondonada. A partir de entonces, Juan tuvo que convivir con ellos. Su madre había dado utilidad a aquellas tierras.

Los gruñidos de los cerdos lo acompañaban todo el día. Se planteó como un sacrificio el aceptarlos. Los convirtió en el canturreo de Dios. Llegaron a gustarle.

Cuando caía la noche y los cerdos callaban, era aún mejor.

Algo se acercaba. Sus pasos eran diferentes a cuanto había sentido hasta entonces. Los cerdos enmudecieron. Unas piedras rodaron pendiente abajo. Apareció un elefante. Lo guiaba un cornac a horcajadas en el cuello. Sobre la espalda del paquidermo, una barquilla con un hombre.

El elefante bajó a la hondonada asegurando cada paso, las patas traseras tan flexionadas que la cola barría el suelo. Cuando se detuvo, el hombre de la barquilla se puso en pie para estar más próximo a Juan. Escrutó al estilita. Se presentó y, señalando a su alrededor, añadió que ahora aquellas tierras eran de su propiedad. La madre del estilita se había casado con él. Se habían conocido mientras se resguardaban de la plaga. El hombre llevaba el pelo largo y las mangas ceñidas, distintivos del bando azul. La madre había vuelto a elegir el grupo favorecido por Justiniano.

Al estilita le incomodaba la cercanía desde la que le hablaba aquel hombre, casi podría tocarlo si estiraba el brazo.

Su padrastro suministraba animales, osos, toros, tigres…, para los combates en el hipódromo, espectáculos muy populares desde la prohibición de los gladiadores. A los trabajadores del hipódromo se los consideraba indignos de la comunión y ellos replicaban al cristianismo con desdén. El padrastro, no obstante, se dirigía a Juan con respeto. Respeto pero no humildad. La ausencia de humildad y lo expedito caracterizaban su forma de llegar a acuerdos.

Preguntó a Juan cuánto tiempo llevaba allí.

Tres años.

¿Has hecho milagros?

El padrastro había oído de anacoretas que hacían flotar el hierro y que curaban a enfermos.

¿A cuántos has curado tú?

El estilita dijo que solo Dios lo sabía.

Entonces, ¿a ninguno?, dijo el padrastro, decepcionado. La plaga te ha dado muchas oportunidades.

El estilita dijo que había rezado por los enfermos. La curación quedaba en manos de Dios.

Mientras hablaban, el elefante tanteaba la columna con el extremo de la trompa. La olfateaba de arriba abajo. Se acercó y se restregó contra ella. La columna se tambaleó. Juan se agarró a las cuerdas, aterrado. El cornac castigó la nuca del paquidermo con un focino y lo hizo retroceder.

El padrastro se disculpó. Dijo admirar el sacrificio del estilita. Él no sería capaz de nada similar, ni de mucho menos. Miraba a Juan con tanto interés como al más raro espécimen que le hubieran llevado sus proveedores.

Le preguntó si añoraba el tiempo en que podía dar más de dos pasos en la misma dirección sin caer al vacío.

No.

Le preguntó hasta cuándo estaba dispuesto a seguir allí arriba.

El estilita dijo confiar en que sus huesos se blanquearan en lo alto de la columna, sin nadie que los perturbara, ignorados por personas, por aves, incluso por el polvo arrastrado por el viento.

Tu madre quiere expulsarte de aquí. Quiere levantar una villa.

Mi padre le construyó una villa.

Esta se la construiré yo. Y ella la quiere aquí.

El estilita preguntó si su madre lo había enviado para echarlo. No era necesario un elefante para conseguirlo.

Tu madre no sabe que he venido. Podemos resolver esto entre tú y yo.

El estilita no era hábil negociando. Su trato con otras personas se reducía a los suplicantes, ante quienes debía aceptar lo que le ofrecían y para quienes la palabra de él no admitía réplica.

¿Adónde irías si tuvieras que abandonar este sitio?

El estilita dijo que Dios se lo señalaría.

En ese caso, reza para que lo haga pronto. Cuando lo sepas, díselo al porquero. Él me avisará y yo te levantaré otra columna donde desees. Tienes mi palabra.

Donde Dios lo desee.

El padrastro acarició el borde de la barquilla, cavilando.

¿Dios te habla?

Todos los días.

¿Qué te dice?

Sus palabras no están destinadas a satisfacer la mera curiosidad. Son bálsamo. Son guía y fin. Son privilegio.

¿Te hace saber que te hallas en la buena senda?

De otro modo no podría vivir como vivo.

¿Te encuentras, por tanto, más próximo a Él de lo que me encuentro yo?

Creo que conoces la respuesta a tu pregunta, dijo el estilita.

El padrastro asintió. No cabía duda, dijo, ¿pero cuán próximo a Dios estaba el estilita?

La senda es larga y me falta mucho por recorrer.

¿Cómo se hace sentir Dios en ti?, quiso saber el padrastro. ¿Cómo se vierte a través de ti? ¿Cómo te emplea para Sus propósitos? ¿Eres ejemplo de servidumbre alzado a la cima de esta columna? ¿La oración y la abstinencia te han acercado de veras a Él, o la altura de tu columna es cuanto te elevas sobre el resto de pecadores?

El estilita cerró los ojos, meditando una respuesta única y concluyente para todas las preguntas. El padrastro paseó por la barquilla como si lo hiciera por la terraza de su casa, con las manos entrelazadas a la espalda.

Llegan historias de un estilita que vive en las estribaciones de los montes Tauro, dijo el padrastro antes de que Juan hablara. Su pelo, largo hasta los pies, es su único hábito. Las serpientes han emigrado de los alrededores de su columna. Cura a distancia. Insufla un don temporal a los suplicantes. Luego ellos regresan a sus casas e imponen las manos sobre el familiar moribundo y este se pone en pie y brinca y baila. Es un emulador de Simeón. Para algunos, más que un emulador. Al parecer ha cubierto mucha más distancia que tú en la senda. Su columna se alza en la vertiente de Anatolia, al sur de Heraclea. En cuanto sepas adónde deseas ir, repitió, házmelo saber. No te demores. Cuando tu madre resuelva expulsarte, no traerá compensaciones consigo. Contratará a una banda de harapientos que te hará bajar a pedradas.

* * *

Días después un carromato tirado por dos acémilas y cubierto con una lona se detuvo al pie de la columna. Un conductor mudo apoyó un extremo de una escalera en la plataforma del carromato y el otro en la columna, para que el estilita bajara sin tocar el suelo. Aun así descendió presa de temblores, sintiéndose cuestionado desde las alturas. Se acurrucó bajo la lona, que el conductor cerró en cuanto hubo retirado la escalera. Juan apretó los párpados. Sentía el suelo demasiado cerca.

Tras dejar atrás la hondonada, cuando el carromato alcanzó un camino y la marcha se volvió menos accidentada, se aventuró a abrir los ojos. Vio una manta, una calabaza hueca llena de agua y un cuenco de dátiles. Se llenó la boca de comida. Dejaba caer los huesos por debajo de la lona, padeciendo desde tan pronto la añoranza por la columna que había abandonado.