Introducción

Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.

En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.

La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.

Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.

Los Editores

Propósito

Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.

Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».

Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.

Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.

Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.

Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.

Los Editores

Estudio preliminar, por Juan David García Bacca

I. Jenofonte y Sócrates

Nos cuenta Diógenes Laercio que un día encontró Sócrates al joven Jenofonte en una de aquellas estrechas y tortuosas calles de Atenas, y cerrándole el paso con su báculo, le dijo: "¿Cuál es el camino que lleva al mercado?"

Y habiéndoselo señalado Jenofonte, Sócrates, que iba a otra parte, y que a esotra quería llevar al mancebo, le preguntó: "¿Cuál es el camino que lleva a la virtud?" Y ante el desconcierto de Jenofonte, Sócrates le dijo aquella palabra, clásica y eficaz, para hacerse condiscípulos de por vida: "Sígueme que yo te lo enseñaré". Y desde este momento contó Sócrates en Jenofonte con uno de sus más fervientes y respetuosos discípulos.

No sabemos exactamente la fecha de su nacimiento corporal. Probablemente nació hacia el 429 a. de J. C. Pero si fuera exacta la noticia de que Sócrates le salvó la vida en la batalla de Delio (424 a. de J. C.) y que esta circunstancia señaló con piedra blanca el comienzo de sus relaciones con Sócrates, habría que colocar la fecha de su nacimiento hacia el 444 a. de J. C.

Ciudadano de Atenas, de la aldea de Erquio, correspondiente a la tribu egeida; nombre de su padre, Grilo; el de su madre, ignorado por los historiadores. Hijo de labradores, su primer ambiente debió ser el del campo ateniense, entre viñas, olivas, colmenas y la madre tierra.

Sócrates le salvó la vida en el combate de Delio; pero menos afortunado en otro, fue hecho prisionero por los beocios, y, como refiere Filóstrato, recibió con tal ocasión lecciones del sofista Pródico de Ceos. Recobrada la libertad, frecuentó, según el testimonio de Focio, la escuela del orador Isócrates e hizo, de creer a Ateno, un viaje a Sicilia, a la carta de Dionisio el viejo.

Diógenes Laercio nos ha conservado la noticia de que Tucídides, el gran historiador griego, le encomendó la publicación de su obra clásica: La guerra del Peloponeso.

En la escuela de Sócrates hizo Jenofonte estrecha amistad con un joven beocio, Proxeno, discípulo del retórico Gorgias leontino, muy en favor de Ciro el joven, hijo del rey persa Darío II. Proxeno, desde la corte de Sardis, escribió a su amigo invitándolo a compartir los favores de Ciro.

La perspectiva de un viaje a Oriente, las seductoras promesas de una vida de agitación y aventuras, tal vez el disgusto por las rivalidades y luchas intestinas de la Grecia, mas, sobre todo, su temperamento aventurero y curioso, determinaron a Jenofonte a aceptar la invitación de su amigo. Tan decidida debió ser esta su voluntad que, al notarla Sócrates cuando Jenofonte le pidió reverentemente su consejo, no se atrevió a disuadirle de ella —y había por cierto razones para ello, dada la historia de las relaciones entre griegos y persas—, sino que lo remitió al oráculo de Delfos. Empero Jenofonte, en vez de preguntar al dios si convendría o no que abrazara la causa de Ciro el joven, sólo le preguntó por los medios y circunstancias de hacer más seguramente el viaje. Y Jenofonte partió.

En la Anábasis o Retirada de los Diez mil, refiere Jenofonte lo que pasó y le pasó en Asia durante su estancia, la lucha de Ciro el joven con su hermano Artajerjes, las marchas del ejército persa, las de los quince mil voluntarios griegos a través de Frigia, Licaonia y Cilicia, la batalla de Cunaxa, las perfidias de Tisafernes, y la energía y habilidad del mismo Jenofonte, nombrado general después del asesinato de Clearco, los conmovedores episodios de la retirada de los Diez mil y la vuelta a la patria.

Cuando Jenofonte volvió a Atenas ya no encontró a su querido y venerado maestro. Sócrates había sido condenado a muerte y bebido ya la cicuta; sus acusadores habían triunfado.

Parece que, con valentía desusada en aquellas circunstancias, escribió Apología y Memorables o Recuerdos de Sócrates en defensa de su maestro. Del ambiente contra Sócrates le tocó a Jenofonte su parte, que, junto con la desconfianza de los atenienses, partidarios de Artajerjes, contra quien había seguido el partido de Ciro, la estrecha amistad de Jenofonte con Agesilao, rey de Esparta, hizo que se le acusara de laconismo, es decir: de amistad con Esparta, y por todo ello se le condenó al destierro.

Partió para él, llevando consigo a su mujer, Filisia, y a sus dos hijos, pequeños aún, Grilo y Diodoro. Pasó un tiempo con Agesilao, asistió a la batalla de Queronea, acompañó a Agesilao a Esparta, y fijó definitivamente su residencia en Escilonte, donde los lacedemonios le regalaron, junto con los derechos legales de proxeno o extranjero reconocido, una pequeña propiedad rural, a veinte estadios de Olimpia, lugar el más agradable que a Jenofonte se pudiera regalar.

Aquí transcurrieron los últimos años de su vida.

Los biógrafos no están de acuerdo acerca del lugar en que murió. Según Pausanias y Plutarco su tumba se encontraba en Escilonte, mientras que otros afirman que descansa en Corinto.

De los dos hijos de Jenofonte, Grilo y Diodoro, sólo este último sobrevivió a su padre. Educados en Esparta, o cuando menos según el modelo de la educación espartana, tomaron parte en la expedición contra los tebanos que terminó con la batalla de Mantinea. Diodoro volvió de ella sin haber hecho cosa notable; pero Grilo, que servía en el arma de caballería, murió gloriosamente después de haber herido a Epaminondas. Y se cuenta que en el momento en que se notificó a su padre esta triste nueva estaba ofreciendo un sacrificio, con una corona en la cabeza. Al oír tal nueva, se la quitó en señal de duelo, pero tornó a ponérsela cuando se le dijo que Grilo había sucumbido gloriosamente. Se cuenta que ni siquiera derramó una lágrima, contentándose con decir: desde que nació mi hijo, sabía que era mortal.

Tal fue, en compendio, la vida de Jenofonte.

Y como hace notar Diógenes Laercio, era Jenofonte gran aficionado a los caballos, apasionado por la caza, hábil táctico, piadoso, versado grandemente en el conocimiento de las cosas religiosas, escrupuloso imitador de Sócrates.

Pocas personas podrán gloriarse de haber sido a la vez, y en grado notable, filósofo, general e historiador.

II. Sus obras principales

Memorables o Recuerdos de Sócrates. Economía o Gobierno doméstico

La obra designada tradicionalmente con el título de Memorabilia o Apomneumata en griego, no forma, de creer a las investigaciones modernas, una obra unitariamente concebida y ejecutada, fuera, naturalmente, de la unidad que le viene de la persona de Sócrates y de la manera de presentárnosla, que es por selección de recuerdos que acerca de su maestro guardaba o le transmitían a Jenofonte amigos y discípulos de Sócrates.

Desde la obra capital de Maier en estas materias, su Sócrates, suelen designarse con el nombre de Defensa los dos primeros capítulos de los Memorables, pues, efectivamente, su tema explícito es la defensa o apología de Sócrates, refutando los cargos incluidos en la fórmula de acusación judicial, conservada tradicionalmente.

Lo restante de la obra lo ocupan conversaciones de Sócrates con discípulos suyos, amigos, filósofos de diversas escuelas, gentes de gobierno, militares, artistas y hasta cortesanas de dudosa fama, mas de indudable belleza.

Los críticos modernos, con olfato envidiable para los más entrenados sabuesos, han descuartizado la obra, estudiando al microscopio en qué cosas pudo estar o no influido por Platón, en qué otras siguió o se dejó impresionar por Antístenes.

Dejando aparte estos puntos, uno puede quedar por definitivamente establecido: que la imagen que de su maestro Sócrates nos trasmitió Jenofonte es el único contrapeso o cual lastre de que disponemos para no dejarnos arrebatar por la que de él nos ofrece tan seductoramente Platón. Que de disponer solamente de la de éste, todos creyéramos ya haber alcanzado la comprensión genuina y perfecta de aquel hombre extrañísimo fuera de toda casilla, átopos, como le llamaban los contemporáneos y nos lo ha conservado el mismo Platón. Pero al contraponer Platón y Jenofonte, dos testigos presenciales de los mismos sucesos, la oposición de las figuras del Sócrates platónico y del Sócrates jenofontiano resulta tan distinta y aun completa que el desconcierto que su oposición y diversidad han causado en los lectores, intérpretes y críticos ha sido tal, tanto y tan incurable que hasta el día de hoy dura.

Pues bien: Jenofonte y sólo Jenofonte es quien contrabalancea eficazmente a Platón.

Y no lo hace solamente por una acumulación inhábil y pesada de datos, sino por habernos dado una imagen unitaria, una interpretación coherente y natural, tan natural y coherente como es la esencia del puro y simple hombre. Porque ésta es la impresión que se saca de una lectura desapasionada, hasta de técnica, de los Memorables y de la Economía: que Sócrates era puro y simple hombre, encarnación de aquella norma helénica clásica de medida y mesura, del equilibrio en el término medio, del nada en demasía, que con estas propias palabras nos declaran el ideal helénico, los siete sabios y los trágicos griegos.

La imagen que de Sócrates nos presenta Platón más parece de dios disfrazado de mortal, de aquel tipo de dios peregrino que para tentar a los mortales, dice Platón en el Sofista y por boca de Sócrates —216 a, b—, aparece en fauna de filósofo. Y como en este pasaje mismo dice Platón, el filósofo de verdad y no de relumbrón suele pasar a los ojos de la gente ignorante por loco de remate. Y dios peregrino, loco de ideología, maniático de examen de conciencia moral, parece el Sócrates de Platón.

La mayor y más propia alabanza y aprobación que un griego clásico podía recibir de sus compatriotas era la de bello y bueno, así en unidad de elogio, y compensada y cual amasada la bondad con la belleza, y realzada y dignificada la belleza con la bondad.

Pues bien: el Sócrates de Platón merecería la alabanza extremada de bello y bueno en absoluto, en superlativo, pues predica en el Banquete, en el Fedro, en la República y en el Timeo, para no citar otros diálogos, que todo tiene que tender al absoluto, que todo debe estar encaminándose hacia la idea de bien, hacia el principio absoluto; que las cosas de este mundo, por muy seguras y definidas que parezcan, en realidad de verdad no son sino sombras, siluetas, imágenes, participaciones de las ideas, y éstas a su vez participaciones de la idea absoluta de bien.

Imaginemos por un momento un universo tan original que todas las cosas fueran o fotografías, o estatuas, o caricaturas o apuntes, o retratos de una sola persona, única real de verdad. No otra cosa suelen desear los amadores extremados: que todo revelase el rostro de la amada, que todo les hablase de ella que en todo apareciese su semblante. Pues por más que a la vista de la gente ordinaria parezca que las cosas de este mundo tienen cada una consistencia propia, que el agua es agua, que el sol es sol, que el hombre es hombre..., sin embargo, el Sócrates de Platón no ve en ellas sino retratos huellas o vestigios del absoluto. Y así como una fotografía o retrato es ininteligible sin la persona de quien es fotografía o retrato, de parecida manera las cosas de este mundo son en rigor ininteligibles si no se descubre que en su más honda sustancia son solamente huellas, imágenes, retratos del absoluto.

Vivirse como imagen de una idea, como reflejo de una idea en lo sensible, y vivir a la vez las ideas como imágenes de la idea de bien, tal es el tipo de vida interior que a Sócrates atribuye Platón.

El hombre sensible, el de carne y hueso, es, de creer al Sócrates de Platón, sólo desteñido y difuminado reflejo de la idea de hombre en sí; de consiguiente, la norma suprema de la conducta habrá de consistir en limpiar el espejo de lo sensible, del hombre carnal, de tal manera que se vea máximamente en él la idea de hombre, y en ésta la idea de bien, el principio no principiado.

Norma, por cierto, de extremado e inhumano ascetismo, que nuestros místicos hubieran denominado con la frase clásica de hacer la noche oscura en todo lo sensible, y aun en lo inteligible mismo, para que sobre tal fondo oscuro resalte la luminosidad de la idea.

En total, suma, compendia y resumen brutal: deshumanizar al hombre real.

Y hay que confesar, un poquito aterrorizados, que la manera como Platón nos presenta esta imagen de Sócrates, cual dios peregrino entre nosotros, es tan seductora y de tan maravilloso estilo literario que, de no tener el contrapeso eficaz de Jenofonte, ya estuviéramos todos convencidos de la necesidad de seguir tal tipo de hombre-dios, o cuando menos remordidos de conciencia por no atender y hacer el debido acatamiento a tan soberano ideal.

Jenofonte nos ofrece la imagen de un Sócrates cuya norma parece ser la de encarnar en sí la idea de puro, simple, natural hombre, como término medio entre el hombre corriente y vulgar casi animal, y el hombre-diosecillo platónico.

Y nos lo presenta tan amable, tan interesado por las cosas más corrientes para dignificarlas con valor humano, tan preocupado por los amigos, por su educación en sabiduría humana, tan medido en sus pretensiones, aun científicas, que parece haberse propuesto la faena de centrar todo en el hombre, y al hombre en sí mismo.

Y así resulta delicioso leer en los Memorables y en la Economía aquellas sus conversaciones humanísimas con toda clase de personas: sofistas, hijos, hermanos en discordia, pintores, cortesanas, filósofos, estudiantes de estrategia, rebosando todas sus palabras un sentido, decoro y mesura humanos tan difíciles de guardar, sin caer en lo vulgar, cuando se tratan asuntos como los referentes a la templanza, justicia, leyes.

Y en la Economía o Gobierno doméstico da Sócrates consejos y hace que le refieran experiencias ajenas concernientes a los asuntos comunes, sin caer en el peligro de la vulgaridad, con un buen sentido natural, con tanto peso de humanidad que bastaran, cumplidos a proporción y según el módulo de cada época, para asentar y equilibrar un estado que jurídicamente se define por tal, pero que tan inestable se manifiesta ante el toque de la realidad.

Es claro que Jenofonte pone en boca de otros personajes temas, como los referentes a la agricultura, que no son de la especialidad de Sócrates, pero que entran indudablemente dentro de su curiosidad insaciable por los asuntos humanos, por la experiencia multisecular del género humano.

Y la traducción que de esta obra de Jenofonte hemos elegido, la del licenciado Ambrosio Ruiz Bamba resulta deliciosa de leer, por la forma clásica que ha dado al diálogo y el ambiente natural literario que envuelve delicadamente toda la obra.

Ciropedia o Educación de Ciro

Esta obra de Jenofonte, aunque pudiera parecerlo por el título y los personajes de ella, no es propiamente histórica. Se asemeja, a respetable distancia, a aquellas utopías o tipos de gobiernos ideales que, comenzando con el ejemplo de Platón, se han fingido a través de los siglos. Sólo que, aun aquí, la sensatez natural de Jenofonte halló un término medio aceptable, frente a aquella utopía maravillosa de la República de Platón, para la que tuvo que buscar como lugar de realización aquella Atlántida fabulosa e incontrolable.

Jenofonte nos propone en su vejez, que a esta época de su vida parece corresponder la Ciropedia, un ideal de gobierno, de educación principesca y popular, de normas de vida ciudadana y aun de derecho internacional, de entrenamiento guerrero y organización práctica de un Estado no en forma de plan ideológico, deducido de ciertas ideas incardinadas a un sistema como lo hace Platón, sino bajo la humanamente más discreta del ideal de hombre y de estado helénicos perfectos; y para demostrar que tal ideal tiene derecho a servir de norma no apela, cual Platón, a un sistema ideológico trazado por la dialéctica, sino pura y simplemente a los triunfos que su práctica procuró a un hombre de su tiempo: Ciro.

Y como toda utopía exige, cual intrínseco componente entre otros, el de colocar lo fingido fuera de los lugares comunes, socorridos y transitables para un género de vida —que esto significa etimológicamente utopía, , tópos, fuera de lugar—, colocó Jenofonte la suya en país de bárbaros y en la persona de un bárbaro, fuera, por consiguiente, de los lugares, ciudades y estados griegos, demasiado bien conocidos y experimentados para que su realidad tangible y poco halagüeña en aquellos días pudiera servir de acicate ideal para reformas estatales, o cuando menos para evasiones mentales y sentimentales del alma griega.

La Persia es el equivalente de la Atlántida de Platón; la Educación de Ciro, o Ciropedia, es el equivalente, a su vez, de la República, Timeo y Critias de Platón.

Y así como los Memorables y la Economía nos ofrecen el contrapeso humano de las exorbitantes y descomunales pretensiones ideológicas del Sócrates de Platón, de parecida manera la Ciropedia es el lastre que Jenofonte pone a la República para restituir así la cuestión, seductora y urgente, de la constitución ideal del Estado a los límites y término medio propios del hombre, y en especial del hombre griego clásico.

Y no sólo en estas obras; en otras de Jenofonte también parece haber tomado discretamente sobre sí la faena de salirle a Platón con la rebaja. En nuestra edición del Banquete y de la Apología de Jenofonte en la Bibliotheca scriptorum graecorum et romanorum mexicana hemos estudiado comparativa y largamente este punto.

No voy a emprender aquí hacer la comparación detenida entre la República de Platón y la Ciropedia de Jenofonte, pero el lector notará inmediatamente la discreción humana del ideal jenofontiano de Estado, frente al ideal desmesurado del de Platón.

Y solamente si se supone que Jenofonte se coloca para componer esta obra suya: 1.° en plan de construir una utopía, es decir: constituir un Estado ideal; 2.° oponerse delicadamente a otro de sus condiscípulos en punto tan fundamental, es decir, oponer Ciropedia a República, pueden explicarse cumplidamente la forma general y ciertos detalles de la Ciropedia, de que vamos a hablar.

a) La constitución de Persia, descrita aquí por Jenofonte, no es del tipo de constitución de país oriental; es la constitución de Esparta, transfigurada y retocada delicadamente por Jenofonte, influido por su admiración hacia Agesilao, Clearco y la disciplina espartana.

b) Los héroes persas que en la obra aparecen, entran en la batalla con la cabeza coronada de guirnaldas, dándose santo y seña, cantando peanes y haciendo otras cosas que siempre hicieron los espartanos y jamás los persas.

c) El vestido y costumbres de los persas, tal como los describe Jenofonte, más se parecen a los del valle del Eurotas que a los propios del lujo oriental.

d) La educación de la juventud persa coincide con la educación de la juventud espartana, y en el maestro de Tigranes puede reconocerse fácilmente a Sócrates mismo.

e) El tipo de orden y de combate de las tropas persas no se asemeja, por cierto, al desordenado y ondulante de las hordas de bárbaros orientales, sino a la falange, al tipo de masas sólidas y pesadas de los espartanos.

f) El tipo de táctica que los persas de la Ciropedia emplean no tiene que ver con el de los bárbaros, sino revela al consumado táctico que condujo y salvó a los Diez mil desde Asia hasta Grecia.

Y estos detalles, que como más importantes reúne W. Miller, en su Introducción a la Ciropedia, no provienen de ignorancia de Jenofonte, que con sus propios ojos pudo ver y experimentar el tipo de vida, gobierno y educación de los pueblos orientales, sino de una deformación sistemática ordenada a ofrecer a sus compatriotas griegos un modelo de Estado sin ofender su sensibilidad, pues fue a buscar la realización de sus propios ideales no en alguna nación o estado de los griegos —que toda comparación entre los de la misma familia es odiosa—, sino entre bárbaros, a quienes presenta como realizando los ideales griegos de Estado.

Y así no tienen por qué ofenderse: las ideas son griegas, la realización es de bárbaros; Grecia civilizando a Persia, y haciéndolo con las ideas que ella ha inventado y que no acaba de poner en práctica; y si hay algún estado griego, como Esparta, que a tal ideal de Estado se aproxima, Jenofonte con delicadeza ejemplar y perfecto conocimiento del corazón de sus compatriotas, no lo pone por modelo.

Estas violencias ideológicas de Jenofonte contra la historia, justificadas por su plan de Utopía estatal, van acompañadas de otras violencias contra hechos históricos, más difíciles de justificar. Así, Media fue subyugada por fuerza y engaño en tiempos de Astiajes (550 a. de J. C.), y no cedida voluntariamente a Ciro por Ciaxares, como dote de su hija; y aun parece que Ciaxares mismo no es persona real, pues no se le conoce sino por este relato de Jenofonte; parece más bien ficción histórica para sus fines de ejemplaridad.

La conquista de Egipto atribuida a Ciro fue en realidad obra de su hijo y sucesor Cambises.

El relato conmovedor y ejemplar de la muerte natural y tranquila de Ciro no concuerda con los datos históricos perfectamente establecidos de su muerte violenta en la batalla contra los musagetas (529 a. de J. C.).

Pero aun así, en muchos puntos referentes a la historia de armenios y caldeos los relatos de Jenofonte son de primera importancia. Conocía naturalmente a Herodoto y Ctesias, y aun probablemente a otros historiadores, y de ellos debió tomar datos para componer su historia o novela histórica ejemplar que es la Ciropedia.

El título de Ciropedia, como advierte W. Miller, no es afortunado. No sólo porque el plan ideológico que la guía es otro, el de una Utopía estatal, sino porque la educación de Ciro ocupa nada más, estrictamente hablando, un capítulo del libro primero. En lo restante se trata de sus campañas, del entrenamiento de sus tropas, de la organización del imperio.

Así que la obra no tanto versa sobre la Educación de Ciro cuanto acerca de la educación de los bárbaros según los ideales griegos de Estado, la posibilidad y eficacia de una civilización griega en material humano no griego. Demostración de la universalidad del ideal griego clásico de Estado.

Ciro resulta el mejor discípulo de Sócrates, el que pone en práctica los principios de igualdad de derechos de todos ante la ley (I, III, 18), libertad de palabra (I, III, 10) —cosas que tan poco interesan al oriental—, pero que arrebatan al ateniense. Y por este indirecto panegírico de la civilización ateniense, la obra de Jenofonte, el antiguo desterrado, halló favorabilísima acogida en Atenas. Y por este su contenido de Utopía estatal, tan cerca de lo humano, la Ciropedia hizo las delicias de los romanos, de Cicerón y de Catón, y como Vademecum la llevaba Escipión el joven.

III. Ciro y el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento nos habla también de Ciro.

Y entre otras cosas sorprendentes, el profeta Isaías nos trasmite estas palabras del Señor: Haec dicit Dominus christo meo Ciro (esto dice el Señor a mi cristo Ciro); y el Señor por boca de Isaías le promete todos los reinos, humillar ante él todas las cabezas, darle todos los tesoros escondidos, que conozca al Dios verdadero... (Isaías, 45).

Y en el capítulo 44, vers. 28, acaba de decir que: "Ciro es mi pastor" (Pastor meus es); "que él cumplirá todas mis voluntades" (et omnem voluntatem mean complebis).

Y al final del libro segundo de los Paralipómenos encontramos estos versículos desconcertantes: "En el año primero de Ciro, rey de los persas, para cumplir la palabra del Señor hablada por boca de Jeremías, levantó Dios el espíritu de Ciro, rey de los persas, quien mandó que se pregonara por todo su reino este decreto: Esto dice Ciro, rey de los persas: El Señor Dios del cielo me dio todos los reinos de la tierra y él mismo (ipse) me mandó que le edificara una casa en Jerusalén, que está en Judea."

Pero estas inspiraciones divinas del Dios de Israel no bastaron a trocar su mentalidad e interpretación de los dioses, tal como lo hallamos en Jenofonte. Y el mismo Antiguo Testamento hace notar que Ciro mandó a los israelitas, que bajo su poder estaban, "que fueran a edificar el templo de su Dios", la casa del Señor Dios de Israel, domun Domini Dei Israel, y que su Dios vaya con él, Sit Deus illius cum illo (libro primero de Esdras, I, 2-3).

Por esto hemos advertido en lugar oportuno que ciertos cambios muy cristianos —de Júpiter, por Dios; de dioses, por Dios...—, que el cristianísimo secretario de Carlos V, Gracián, introduce en su traducción, no son admisibles, a pesar de la buena voluntad que delatan, y no hacen más que ocultar el tremebundo problema teológico y escriturario que semejantes textos plantean.

Que en Ciro hayamos de ver únicamente al príncipe bárbaro que encarnó el ideal griego de gobernante, al que dio carácter de imperio universal a los ideales de justicia, orden y humanismo helénicos, o bien que haya que ver en él, con el Antiguo Testamento, el Cristo, el Pastor, el Ciro del Señor, que de manos del Señor recibió todos los reinos de la tierra, una cosa queda en firme: su persona real histórica ha dado lugar a una diversidad de interpretaciones tan grande como la de Sócrates, y le ha caído en suerte la que es probablemente la máxima honra que puede a un hombre caber; hacer de su realidad individual, contingente, humana, asiento y foco de que irradian ideales para toda la humanidad, creer que en él lo ideal tomó forma real.

Con tales personajes: encarnaciones de lo ideal se compone la historia de la humanidad; el número sin número de los demás entra en la categoría que llamaba Nietzsche de los superfluos.

Memorables. Recuerdos de Sócrates

Libro primero. Apología de Sócrates o Sócrates y Antifón

I

Muchas veces me ha puesto en admiración con qué razones los acusadores de Sócrates convencieron a los atenienses de que era digno de muerte en favor de la ciudad. Porque la acusación por escrito contra él era del tenor siguiente: Sócrates es culpable de no reconocer los dioses reconocidos por la ciudad, pues introduce otros demonios nuevos. Es culpable, además, de pervertir a los jóvenes.

Y primero, en cuanto a eso de que no reconocía a los dioses que la ciudad tenía por tales, ¿de qué pruebas testificales se servían? Porque a la vista de todos ofrecía sacrificios tanto en su casa como en los altares públicos, y esto frecuentemente; y no es tampoco secreto que se servía de la adivinación. Era, además, voz pública, y el mismo Sócrates lo decía, que de lo demoniaco recibía indicaciones. Y de esto, más que de todo lo demás, me parece habérsele ocasionado eso de que introducía demonios nuevos1. Pero no introducía nada nuevo fuera de lo común a todos los que creen en la adivinatoria, de los que se sirven de aves oráculos, símbolos y sacrificios; que éstos no suponen ni que los pájaros ni que los encuentros casuales sepan de buen saber lo que a los consultantes convenga, sino que son los dioses quienes, mediante tales cosas, les indican otras. Y esto es lo que Sócrates pensaba. Ahora que la plebe dice que aves y encuentros los disuaden o persuaden. Empero, Sócrates decía las cosas tal como las conocía: que era lo demoniaco quien le hacía indicaciones. Y así aconsejaba a muchos de sus habituales hacer ciertas cosas y no hacer otras, según como se lo indicase lo demoniaco. Y les iba bien a los que obedecían, y lamentábanse los desobedientes. Ahora bien: ¿quién creerá que Sócrates pretendía parecer ante sus habituales como estúpido o cual impostor? Y hubiera parecido ambas cosas si, habiendo anunciado algo como de parte de Dios, hubiera resultado falso. Es, pues, claro que no hubiera predicho nada, si no hubiese creído ser verdad. Y en tales cosas, ¿a quién se va a creer sino a Dios? Ahora bien: creyendo a los dioses, ¿cómo iba a pensar que no existían dioses?

Pero he aquí lo que hacía con sus allegados: en las cosas necesarias les aconsejaba obrar lo que creyeran ser mejor entre lo mejor; empero, en las cosas de incierto resultado los enviaba a oráculos en consulta de si obrar o no. Y así decía que a los pretendientes a bello gobierno de casas y ciudades les era menester la adivinatoria. Que arquitectura, metalurgia, agricultura, gobierno de hombres, teoría de tales obras, cálculo, economía, estrategia, todas estas cosas tenía él por aprendibles y comprensibles con el buen sentido humano; empero lo máximo en todas ellas se lo han reservado, decía, los dioses para sí, sin descubrirlo en modo alguno a los hombres. Porque no por haber sembrado bellamente un campo, sabe el sembrador quién lo cosechará; ni está claro a quien construye bellamente una casa quién la habitará; ni sabe de cierto el estratego si le conviene mandar, ni el político conoce si le conviene gobernar a la ciudad; ignora quien se casa con mujer bella para pasarlo bien, si ella misma será su tormento; ni sabe, quien se alía con los poderosos de la ciudad, si ellos mismos lo expulsarán de ella. Y de los que creen que ninguna de estas cosas compete a lo demoniaco, sino que todas ellas son de dominio del conocimiento humano, decía que deliraban, como deliran quienes acuden a oráculos en cosas que los dioses han dado ya a los hombres para que éstos aprendan de por sí a discernir, como si alguno les preguntara si era mejor tomar de cochero a un entendido o a uno que no lo sea2, si es preferible tomar piloto entendido en naves a otro no entendido, o que le den a conocer lo que por cálculo, por medida o por peso puede ser conocido. Y creía que consultar a los dioses sobre tales cosas no era lícito. Y decía que es menester aprender lo que los dioses nos han dado para aprender; mas que de las cosas ocultas a los hombres hay que intentar preguntar sobre ellas a los dioses mediante oráculos, que los dioses las indican a los que les son propicios.

Por lo demás, Sócrates vivió siempre a plena luz; ya que por la mañana iba a paseos y gimnasios; se le veía en el ágora en la hora de más concurso; y lo restante del día se le hallaba siempre donde la mayoría acostumbraba a reunirse, en tales lugares hablaba casi siempre, y podía oírle quien quisiera. Pues bien: nadie jamás oyó a Sócrates ni le vio hacer cosa alguna contraria a la moral o a la religión. Nunca discutió acerca de la naturaleza de todas las cosas, como tantos otros; ni cómo surgió el Cosmos, así llamado por los sofistas3, ni qué necesidades originan cada una de las cosas celestiales; y demostraba que son locos los que sobre tales asuntos se preocupan. Y ante todo inquiría de ellos si, creyendo haber conocido ya suficientemente las cosas humanas, se daban a considerar estrotas, o, si pasando por alto las humanas, se metían a considerar las demoniacas, creyendo obrar así convenientemente. Y se admiraba de que no les fuera cosa evidente el que tales asuntos no resultan investigables para los hombres, porque aun los que mejor han pensado sobre ellos no han llegado a opiniones concordes; se tienen, más bien, unos a otros por locos. Que en efecto, entre los locos los hay que no temen lo temible, mientras que otros temen lo no temible; a unos no les parece vergonzoso hacer o decir en público cualquier cosa, a otros les parece que no hay ni que tan sólo tratar con los hombres; los hay que no respetan ni temple ni altar ni cosa divina; pero veneran piedras, leños o bestias, las que se presentan. De entre los que de la naturaleza universal se preocupan, unos piensan que el ser es solamente uno, otros que es Infinito en multitud; unos que todas las cosas se mueven de continuo; otros que nada se engendra y que nada perece4.

Consideraba además lo siguiente: si, a la manera como los que se dan al estudio de las cosas humanas piensan que lo que aprendan les servirá a ellos mismos y a lo que ellos quieran aplicarlo, de parecida manera los que a tales investigaciones acerca de lo divino se entregan creen que, una vez conocidas las causas necesarias de las cosas, podrán a su voluntad y según sus conveniencias producir vientos, lluvias, tempero y todo lo que en este orden necesiten, o bien no esperan poder hacer nada de esto, contentándose más bien únicamente con el conocimiento de las causas de cada una de estas cosas. Y tal era su juicio acerca de los que a tales investigaciones se dedican. Que él se daba a la consideración y discusión continuas de lo humano: qué es lo piadoso, qué lo impío; qué es lo bello, qué lo feo; qué es lo justo, qué lo injusto; qué es Estado, qué es hombre de Estado; qué es autoridad humana, qué ser autoridad sobre hombres, y sobre otras materias parecidas; y a los que de tales asuntos saben tenía por bellos y buenos5 y creía deberse llamar con justicia esclavos los que en ellos fuesen ignorantes.

Ahora bien: en cosas en que no constaba claramente de su pensamiento nada tiene de admirar que erraran los jueces; mas en aquellas otras que todos sabían, ¿no será, por el contrario, sorprendente que se les pasaran de largo? Fue en cierta ocasión consejero; hizo el juramento de consejero, según el cual debía juzgar a tenor de las leyes; siendo presidente de la asamblea popular, y queriendo el pueblo, contra las leyes, condenar a muerte, en bloque y por un voto, a nueve generales, colegas de Trásilo y Erasínides, no quiso dar su voto favorable, y eso que el pueblo se irritó contra él y llegaron a amenazarle muchos de los poderosos. Prefirió con todo, fidelidad al juramento a favor popular contra justicia y a seguridad contra amenazas. Estaba convencido de que los dioses se cuidan de los hombres, no a la manera como lo cree la muchedumbre, que piensa saben los dioses algunas cosas e ignoran otras; Sócrates creía que los dioses las saben todas: las dichas, las hechas, las queridas en secreto; que están presentes los dioses en todas partes, que indican a los hombres lo que a hombres concierne6.

Me admiro, pues, cómo se llegaron a persuadir los atenienses de que Sócrates no pensaba sensatamente acerca de los dioses, quien jamás dijo ni hizo cosa alguna impía contra ellos, y cuyas palabras y acciones, por el contrario, fueron tales que, dichas y hechas, pudieron hacerlo pasar por el más piadoso de los hombres.

II

Pero me parece además sorprendente el que algunos se hayan dejado persuadir de que Sócrates pervertía a los jóvenes, él que, prescindiendo de lo dicho, era, en punto a placeres sexuales y de mesa, el más continente de todos los hombres; además, endurecido cual ninguno contra frío, calor y todo trabajo; y tan educadas tenía y tan mesuradas necesidades que, con pequeña fortuna, se daba facilísimamente por satisfecho. ¿Cómo, pues, siendo tal hiciera a los demás impíos, criminales, disolutos, intemperantes, flojos para los trabajos? Al revés: a muchos corrigió de tales cosas, les hizo apetecer la virtud e infundió confianza de que, con el solícito cuidado de sí mismos, llegarían a ser bellos y buenos. Con todo, jamás se las dio de maestro; esperaba que con sus ejemplos, a todos patentes, conseguiría que sus habituales, imitándole, llegasen a ser semejantes con él. Además no se descuidaba él de su propio cuerpo, ni alababa a los que lo descuidaban; y así disuadía de excesos de fatiga después de excesos de comer; empero, persuadía a tomar sobre sí tanto trabajo cuanto pudiese el alma aceptar con placer7, que tal hábito, decía, es saludable y no estorba un esmerado cuidado por el alma. Por lo demás, no era ni afectado ni pretencioso en el vestido, calzado ni modo de vida; ni hizo jamás avaros a sus habituales amigos, porque, además de librarlos de todas las demás apetencias, nunca hizo para sí dineros a costa de los que deseaban su compañía. Creía, por tal desprendimiento, cuidar solícitamente de su libertad; a los que recibían paga por sus pláticas llamaba esclavos de sí mismos, porque necesitaban dialogar de lo que les proporcionaba salario. Se admiraba de que con la profesión de la virtud se hicieran dineros y no se tuviera por máxima ganancia hacerse con amigo bueno, cual si se temiese que quien llegó a ser bello y bueno no tuviera, con quien tan extremadamente le favoreció, máxima gratitud. Sócrates no prometió jamás a nadie semejante cosa; pero confiaba hacer de los adeptos a sus principios de conducta buenos amigos y de por vida para sí y unos para otros. ¿Cómo, pues, corrompiera a la juventud semejante varón?; a no ser que corrompa el solícito cuidado por la virtud. Mas, ¡por Júpiter!, dice el acusador, hacía que sus habituales mirasen con aires de superioridad las leyes establecidas, y decía ser locura elegir con una haba los magistrados de la ciudad, cuando nadie querría servirse de piloto sacado a suerte con haba ni de arquitecto ni de flautista para cosas parecidas, errar en las cuales resulta mucho menos pernicioso que a yerros en la gobernación de la ciudad. Tales discursos, dice el acusador, hacen que los jóvenes menosprecien la constitución establecida y los tornen violentos. Yo pienso, por el contrario, que quienes practican la sabiduría y se tienen por capaces de enseñar lo conveniente a los conciudadanos, son los que menos propensos están a la violencia; pues saben de buen saber que de la violencia surgen enemistades y peligros, cuando las mismas cosas pueden conseguirse, sin peligro y con amistad, mediante la persuasión; que, en efecto, los violentados nos odian como a ladrones, los convencidos nos aman agradecidamente. No es propio de los dedicados a la sabiduría usar de la violencia, sino de los que poseen fuerza sin cordura. Por otra parte, quien se aventure a usar de la violencia necesita de colaboradores, y no de pocos por cierto; mientras que quien se cree capaz de persuadir, de ninguno necesita, puesto que, aun solo, se siente capaz de hacerlo. En modo alguno les acontecerá a éstos tener que asesinar, porque, ¿quién querría asesinar pudiendo dejar en vida a quien por persuasión le servirá? Empero, dirá el acusador: con Sócrates vivieron en familiaridad Critias y Alcibíades, causas de tantos y tan grandísimos males para la ciudad. Porque Critias fue el más ladrón, violento y asesino de cuantos gobernaron durante la oligarquía; mientras que Alcibíades fue el más libertino, insolente y violento durante la democracia.

No voy yo a ponerme a hacer su apología, si es que hicieron algún mal a la ciudad; diré nada más cuáles fueron sus relaciones con Sócrates. Eran estos dos varones los más ambiciosos de natural entre todos los atenienses; todo querían hacerlo por sí mismos, y ser los más renombrados de todos. Llegaron a saber que Sócrates, con mínimo de fortuna, vivía de la manera más independiente, que era el más continente en punto a placeres de todas clases, y que con razones dirigía a todos según su querer. Lo veían con sus propios ojos, y siendo tales cuales se acaba de decir, ¿se creerá que por desear la vida de Sócrates y su sabiduría buscaran su conversación y no creían más bien que, tratando con él, se aprovecharían grandemente en hablar y obrar? Por mi parte creo yo que si un dios les hubiese dado a elegir entre vivir toda la vida con la vida que veían llevar a Sócrates o morir, hubieran elegido ambos el morir. La prueba se halla en sus mismos hechos, porque tan pronto como se tuvieron por superiores a sus compañeros, se apartaron de Sócrates para hacer política, que ésta y no otra cosa deseaban de Sócrates.

Tal vez alguno diga que Sócrates no debió haber enseñado política a sus habituales antes de enseñarles sabiduría. Y replicaré yo por mi parte que todos los maestros, así lo veo, enseñan a sus discípulos cómo practican lo que les enseñan, y lo confirman con razones. Pues bien: Sócrates, lo sé muy bien, se mostraba a sus habituales como bello y bueno, y con ellos dialogaba bellísimamente acerca de la virtud y de otras cosas, todas humanas. Y sé, además, que aquellos dos varones fueron sabios y cuerdos mientras vivieron con Sócrates, y no por miedo de ser reprendidos o castigados por Sócrates, sino porque entonces creían ser óptimo lo que hacían. Tal vez parezca a muchos de los que se dicen filósofos que no es posible trocarse el justo en injusto, ni en insolente el cuerdo ni llegar a ignorante quien una vez aprendió. Mas no es ésta mi opinión8: porque a ojos vistas noté que, así como quien no ejercita el cuerpo no puede hacer sus obras, de parecida manera los que no ejercitan el alma, no podrán hacer ni lo que deben ni alejarse de lo no debido. Por esto los padres alejan a sus hijos, aunque sean cuerdos, de los hombres malos; que así como el trato con los buenos es ejercicio de virtud, el trato con los perversos es su destrucción.

Testimonio de esto nos lo da el poeta al decir: Aprende el bien de los buenos; si te juntas con los malos, hasta el buen sentido que tienes lo perderás9

Y según el dicho de otro: A veces el buen varón es noble, otras vil10