Tabla de Contenido

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Hilando fino

Voces femeninas en La Violencia

 

 

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Uribe, María Victoria

Hilando fino. Voces femeninas en La Violencia / María Victoria Uribe. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2015.

xiv, 272 páginas. — (Colección Debates, Facultad de Jurisprudencia)

Incluye referencias bibliográficas

 

ISBN: 978-958-738-633-2 (impreso)

ISBN: 978-958-738-634-9 (digital)

 

Violencia / Violencia – Historia – Colombia / Violencia contra la mujer - Historia – Colombia / Bogotá (Colombia) – 1930 / Tolima (Colombia) / I. Título / II. Serie

 

303.609861 SCDD 20

 

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

 

agh Julio 7 de 2015

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

 

 

 

 

Hilando fino

Voces femeninas en La Violencia

 

 

María Victoria Uribe

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Colección Debates

 

©  Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario, Facultad de Jurisprudencia

© María Victoria Uribe

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 Nº 12B-41, oficina 501

Teléfono 297 02 00

editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá D.C., septiembre de 2015

 

ISBN: 978-958-738-633-2 (impreso)

ISBN: 978-958-738-634-9 (digital)

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Ella Suárez

Diseño de cubierta: Miguel Ramírez, kilka DG

Imágenes de portadilla y bibliografía: archivo Instituto Caro y Cuervo y archivo personal de la autora

Diagramación: Precolombi EU-David Reyes

Impresión: Xpress. Estudio Gráfico y Digital S.A.

 

http://lapizblanco.com/

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

 

Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia

 

Fecha de evaluación: 23 de marzo de 2015

Fecha de aprobación: 17 de abril de 2015

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Este libro está en deuda con varias personas que me ayudaron con sus críticas y comentarios y con su apoyo a lo largo del trabajo de campo.

Ante todo, quiero mencionar a dos mujeres que contribuyeron a que este libro fuera tomando cuerpo: a la filósofa María del Rosario Acosta, quien fue profesora del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes y ahora es profesora asociada en la Facultad de Filosofía de la Universidad De Paul, en Chicago. A ella le agradezco su amistad generosa y su permanente disposición a escucharme y orientarme, desde su vasto conocimiento, acerca de los temas teóricos que aparecen en los capítulos I y IV. También quiero agradecer la generosidad y las orientaciones de la socióloga e historiadora Rocío Londoño, amiga muy querida y conocedora en profundidad de ese periodo infausto de la historia reciente colombiana, que denominamos con el eufemismo de La Violencia.

A LEONOR, OLGA, TERESITA, LOLA, INÉS y MARÍA TERESA, de cuyos apellidos no quise hablar por respeto a su intimidad. Sus voces femeninas son centrales en este libro, al igual que las de las mujeres que no pudieron hablar, porque no quisieron revivir sus dolorosos recuerdos sobre La Violencia. Las narraciones y las historias de vida de todas ellas revelan el lado desconocido de un universo descarnado y cruel.

A EUNICE, MARTHA, CARLOS ORLANDO y ROCÍO, cuyas voces alternas ayudaron a enriquecer los testimonios de las mujeres mencionadas anteriormente. Sin sus comentarios y aportes, este libro no estaría completo.

A los profesores Laura Porras, Jorge Andrés Hernández, Julio Gaitán, María Helena Restrepo y demás integrantes del Seminario Permanente del Doctorado en Derecho de la Universidad del Rosario, por sus críticas a las versiones preliminares de algunos capítulos del libro.

A los profesores Camila de Gamboa, Ángela Santamaría y Eric Lair, de la Universidad del Rosario, les agradezco su apoyo permanente a mis preocupaciones académicas.

Finalmente, agradezco a la artista y amiga Doris Salcedo su generosidad al facilitarme tan excelente fotografía de su obra Shibboleth, instalación en tiempo real hecha en la Tate Modern en Londres, en el 2007.

 

 

El pasado nunca desaparece, ni siquiera es el pasado.

WILLIAM FAULKNER, Réquiem para una monja

 

 

Pasado, pequeña fracción de la eternidad de la que tenemos un breve y lamentable conocimiento. Una línea móvil llamada Presente lo separa de un periodo imaginario llamado Futuro. Estas dos grandes porciones de la Eternidad, una de las cuales borra continuamente a la otra, son eternamente distintas. Una está oscurecida por la pena y el desengaño, la otra iluminada por la properidad y la alegría. El Pasado es la región de los sollozos, el futuro, el reino del canto. En uno se acurruca la Memoria, vestida con un sayal, la cabeza cubierta de ceniza […] en la luz solar del otro vuela la Esperanza.

AMBROSE BIERCE, Diccionario del Diablo

Introducción

 

 

 

 

 

Este libro tiene varios protagonistas. El primero de ellos es La Violencia, un acontecimiento político que sacudió a Colombia y la envolvió en una realidad espectral durante al menos tres décadas, que la llenó de cadáveres y desaparecidos y que produjo una crisis humanitaria de la cual ya nadie habla. Hablar de crisis humanitaria para referirme a La Violencia implica deslindarme de las caracterizaciones políticas y sociológicas que se han hecho y han prevalecido sobre esta en el mundo académico. En ese sentido, este texto no pretende explicar eventos históricos, suficientemente contados en el país, sino señalarlos, con el fin de ubicar el sentido de unas narraciones que constituyen el núcleo de este libro.

Un segundo lugar protagónico le corresponde al político liberal Jorge Eliécer Gaitán, pues a raíz de su asesinato en 1948 La Violencia se regó como pólvora por todo el país. El asesinato de Gaitán fue un hecho paradigmático que tuvo efectos tanto entre las élites citadinas, conocedoras de oídas y espectadoras de La Violencia, como entre los sectores populares, protagonistas en campos y veredas. En este texto pretendo dejar ver el contraste existente entre las mencionadas clases sociales, sin proponerme un estudio en profundidad de la estructura de clases.

Sin embargo, las verdaderas protagonistas de este libro son varias mujeres que nacieron antes de La Violencia, la vivieron en carne propia y, después de muchos años, decidieron contar sus historias. Sus testimonios fueron grabados en audio, luego fueron transcritos con el fin de convertirlos en textos y, finalmente, fueron editados y trabajados de manera conjunta con algunos familiares cercanos a ellas.

En este libro, el lector no encontrará un relato histórico que dé cuenta de los hechos de La Violencia en Colombia, tema ampliamente estudiado a lo largo de las últimas décadas. No me referiré ni a las causas que la originaron, ni a los acontecimientos que la caracterizaron; tampoco me interesa entrar a discutir las tesis prevalentes sobre La Violencia, ni las dinámicas regionales que la caracterizaron. En ese sentido, este texto puede resultar incómodo para algunos historiadores que invalidan la historia oral como fuente válida de conocimiento, enfoque que no comparto. El lector tampoco encontrará aquí una historia de los movimientos insurgentes que se originaron durante La Violencia, de sus ideales y batallas, historias que ya han sido contadas de mil formas y desde diversos ángulos.

Apelando a la metáfora del ángel de la historia que fuera esbozada por Walter Benjamin, me propongo analizar de qué manera esa oleada incontenible de asesinatos y atrocidades, ocurridos en Colombia durante las décadas de los cuarenta, de los cincuenta y de los sesenta del siglo XX afectó la vida y la sensibilidad de algunas mujeres de la clase alta y de campesinas que para entonces eran unas niñas. De esta manera, pretendo entender cómo los hechos y los comportamientos violentos de la época configuraron subjetividades femeninas y cómo esas subjetividades fueron, a su vez, transformadas por las acciones de otras personas.1

A lo largo de la investigación de campo que realicé para darle sustento empírico a este libro, tuve la suerte de escuchar las narraciones de varias mujeres que quisieron hablar de sus vidas. Sin pretender explicar un universo tan variado como puede ser el femenino, considero que sus relatos nos permiten reconstruir y entender, a partir de una perspectiva femenina, lo que fue el universo fundamentalmente masculino de La Violencia. Los relatos están centrados en un escenario geográfico que abarca el sur del Tolima y el oriente de Cundinamarca, un universo convulsionado en el que tuvieron notable protagonismo guerrilleros liberales, llamados limpios, y guerrilleros comunistas, denominados comunes. Ese universo rural aparece delineado en los relatos tanto de Teresita como de Leonor, que configuran una historia de los inicios de La Violencia contada por mujeres que la vivieron y la padecieron.

Adriana Cavarero denomina paradoja de Ulises al hecho que tiene lugar cuando alguien conoce su propia historia a través del relato de un tercero. Ulises, al oír su propia historia contada por otro, prorrumpe en llanto, no solo porque considera doloroso lo que está oyendo, sino porque cuando vivió lo que el otro está narrando no había entendido aún qué significaba.2 La vida nos arrastra, al igual que el viento del progreso empuja al ángel de la historia, y a veces queremos detenernos para entender por qué nos pasa lo que nos pasa; pero casi nunca lo logramos, y es únicamente cuando alguien narra nuestra historia que finalmente creemos entender o podemos entender. Adriana Cavarero analiza detalladamente lo que implica que alguien narre nuestra historia, lo que, a mi manera de ver, plantea necesariamente el tema de la escucha y del carácter dialógico que implica narrar y escuchar. En este libro soy quien escucha a quienes narran su historia, pero también soy quien narra, porque después de escuchar las historias de las mujeres, les he dado una forma y las he puesto por escrito con mi propia voz. Sin embargo, son sus voces las que hablan, pues las entrevistas transcritas fueron revisadas y complementadas por parientes cercanos. Creo que es, en ese momento, cuando las historias adquieren un sentido, tanto para quienes las vivieron y las relataron como para quien las ha puesto por escrito.

Este libro consta de seis capítulos. El primero está dedicado a la figura del ángel de la historia, esbozada por Benjamin en su novena tesis sobre la filosofía de la historia. Una figura silenciosa y trágica que me permite referirme al silencio que circunda La Violencia, así como a las dificultades que debe enfrentar el historiador que no quiere hacer historiografía, porque su objeto de estudio no son los acontecimientos y tampoco los eventos, sino el dolor causado y padecido por la gente del común. ¿Por qué apelar a una metáfora como la del ángel de la historia para hablar de La Violencia? Porque tengo la firme convicción de que el silenciamiento de las doscientas mil víctimas que dejó a su paso constituye una catástrofe para la historia. Como antropóloga e historiadora, siempre he estado interesada en lo marginal, en lo indecible de la violencia, y por esto la impotencia del ángel ante la pila de restos y de ruinas que va dejando a su paso llama poderosamente mi atención. Me interesa, ante todo, su mirada hacia atrás, porque a partir de esa mirada retrospectiva puedo explorar dos nociones que son las de trauma y peligro, en relación con la vida de algunas mujeres.

El segundo capítulo está dedicado a ilustrar, mas no a explicar —porque ese no es el propósito del libro—, el abismo existente entre las clases sociales en Bogotá, donde tuvo lugar el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, y entre liberales y conservadores en la provincia y durante La Violencia. En esta parte, el análisis se centra en la percepción que tuvieron algunas mujeres bogotanas de clase alta del asesinato pero, sobre todo, en sus modos de vida, valores y preferencias, un panorama que establece un alto contraste con la vida y los padecimientos de dos mujeres campesinas cuyos testimonios aparecen al final del libro. La intención de este capítulo es ubicar la fecha del 9 de abril de 1948 en el centro del relato, por tratarse de un evento emblemático que causó gran conmoción, como si se tratara de un tsunami social de grandes proporciones, capaz de generar sucesivas oleadas de destrucción. Esta parte termina con el testimonio revelador de una mujer bogotana acerca de la percepción que tuvieron las clases altas urbanas de La Violencia rural.

El tercer capítulo examina las consecuencias del 9 de abril en provincia, al tomar en consideración dos escenarios privilegiados: el sur y el oriente del Tolima. La intención es describir las condiciones en las que se dio la resistencia campesina armada en ambas regiones y la división que se produjo entre los liberales, o “limpios”, y los comunistas, o “comunes”, en el asentamiento de El Davis. La reconstrucción de ambos contextos le da sentido al relato de las dos mujeres campesinas.

El cuarto está dedicado a las implicaciones teóricas que se derivan del hecho de narrar al otro, recoger testimonios y trazar trayectorias de vida. En el me refiero a la hipérbole y a la metáfora, dos figuras que encontramos con frecuencia en el relato de las mujeres que para hablar de algo, hablan de otra cosa. En esta parte se describen las condiciones en las que vivieron las niñas campesinas que no fueron propiamente combatientes; pero que vivieron al lado de hombres que sí lo fueron. El objetivo de este capítulo es darle un sustento teórico a los testimonios de las dos mujeres campesinas que narran sus vidas en los capítulos quinto y sexto del libro.

El quinto capítulo está dedicado a Leonor, una niña que vivió entre los “limpios” del sur del Tolima, y cuya vida ejemplifica a la mujer combativa y valiente que no se dejó doblegar por La Violencia que la circundó en todo momento. Su trayectoria vital transcurre entre el sur y el suroriente del Tolima, el Magdalena Medio, el Caquetá, y nuevamente el sur del Tolima, para terminar donde empezó, trazando lo que parece ser una elipse.

Finalmente, en la última parte del libro habla Teresita, una campesina liberal quien, a raíz del asesinato de su hermano y de otros hechos violentos que tuvo que presenciar, se volvió comunista. Teresita narra sus experiencias desde su posición de madre, como líder y como compañera de un connotado dirigente agrario. Su relato es único y personal, y lo que cuenta no deja de tener tintes épicos y trágicos. La azarosa trayectoria de su vida traza un extenso círculo que va desde el oriente del Tolima hasta Caldas, transcurre posteriormente en Meta y retorna nuevamente al oriente del Tolima, donde se originó.

A partir de la lectura de los testimonios, el lector podrá percibir la existencia paralela de tres fenómenos que están interrelacionados. En primer término, aparece ese fenómeno político que denominamos en Colombia con el eufemismo de La Violencia, y con el cual nos referimos al periodo sangriento comprendido entre el asesinato de Gaitán, en 1948, y los años que le siguieron. En segundo término, los relatos dejan ver la existencia permanente de una animadversión política que impregna los espacios cotidianos y que nos habla de la violencia como fenómeno consustancial a lo social.3 Finalmente, la lectura de los testimonios también permite constatar la existencia de un fenómeno que ha sido muy poco explorado y que tiene que ver con la acumulación continua de experiencias violentas en la memoria y en la psiquis de la gente, debido a la larga duración de la guerra.

Nací el mismo año en que mataron a Gaitán, hecho que marcó mi vida, como la de tantos colombianos de mi generación. La Violencia fue una compañera de infancia y un referente permanente para todos los que nacimos bajo ese signo. Las fotografías de cadáveres desmembrados fueron un lugar común para todos nosotros en periódicos y revistas nacionales y de provincia durante las décadas de los cincuenta y de los sesenta del siglo XX. Crecí con el mal sabor de vivir en un país donde los hechos de sangre se han sucedido uno al otro, donde los muertos de una masacre han quedado opacados por los muertos de la siguiente. En este libro recurro a la imagen del ángel mudo que retrata Benjamin, y cuyo sino es constatar las ruinas que el llamado progreso va dejando a su paso. Se trata de una figura que me es extrañamente familiar, pues me remite a los cientos y miles de muertos sin nombre y sin justicia que quedaron abandonados sin que nadie haya podido contar sus historias o reivindicar sus memorias. Quienes nacimos antes, durante o poco después del asesinato de Gaitán y hemos vivido bajo la sombra de una violencia que no ha cesado, no podemos dejar de escuchar las voces de La Violencia. A la manera del ángel de la historia, que mira desolado las ruinas que va dejando a su paso, nuestra tarea ha consistido en recoger los escombros de memoria que quedaron sepultados bajo montañas de olvido. Y para ello qué mejor que oír los relatos de mujeres mayores que durante La Violencia fueron niñas. Este libro es solo una contribución a tan ardua labor.

 

 

 

 

Papá, que mataron a Gaitán

 

Un niño campesino llega corriendo y avisa “papá, mataron a Gaitán”. Sin prestar mayor atención el padre trata de enganchar al viejo buey con unas rústicas correas para que jale la yunta. Después de una agitada pausa el niño pregunta ¿Y quién es Gaitán, papá? “Creo que un político, de esos de la ciudad”. Mijo, ayúdeme a enganchar la yunta; la vaca va a parir esta noche, así que avísele a sus hermanos para que estén pendientes. Y luego, mirando a su hijo a los ojos y muy serio le dice: “mijo, seguro va a haber problemas”.

CAPÍTULO I
El silencio del ángel

 

 

 

 

 

Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él a un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, citado en Bolívar Echeverría, La mirada del ángel

 

 

 

Siempre sentí fascinación por los escritos de Walter Benjamin, una fascinación que me enmudecía, pues poco entendía su “constelación de imágenes del pensamiento”, tal como Adorno denomina su particular manera de ver el mundo.4 Algo en Benjamin me atraía poderosamente y no eran propiamente sus escritos, que siempre sentí crípticos y muchas veces indescifrables. ¿Qué era entonces lo que me fascinaba? ¿Su destino trágico de judío alemán desadaptado y perseguido? ¿Su mirada inteligente? ¿Su permanente sentimiento de estar en el lugar equivocado? ¿La clarividencia con la que anticipó la catástrofe del nazismo y el Holocausto? Vine a descubrir de qué se trataba cuando leí su novena tesis sobre el concepto de historia y comencé a buscar textos que comentaran e interpretaran al ángel de la historia, esa imagen inquietante que ha dado lugar a tantas interpretaciones. Entonces era la figura de ese ángel desamparado y solitario, paráfrasis del mismo Benjamin y de tantas otras figuras trágicas, el que atraía mi mirada de antropóloga interesada en lo marginal, en lo indecible de la violencia; era su impotencia ante la pila de restos y de ruinas que iba dejando a su paso lo que incitaba mi curiosidad.

La descripción que hace Bolívar Echeverría del ángel de la historia, en el capítulo “El ángel de la historia y el materialismo histórico”, del 2005, explica el juego de imágenes que subyace bajo tan inquietante figura. Dice Echeverría:

 

[…] conocemos la acuarela de Paul Klee de 1920 titulada Angelus Novus, la misma que fue adquirida en 1921 por Walter Benjamin, y estamos así en condiciones de compararla con la descripción que él afirma estar haciendo de ella. Cuando las confrontamos, constatamos, sin embargo, que no existe ninguna similitud entre las dos: la escena dramática, vertiginosamente dinámica de la que Benjamin da noticia no se parece en nada al dibujo bidimensional, a la vez encantador y enigmático, del ángel tranquilamente suspendido en el aire que presenta el cuadro de Klee. En mi opinión esta falta de coincidencia parece indicar que lo que Benjamin hizo con el ángel de Klee no fue en realidad solo cambiarle el nombre, sino mucho más: sustituirlo por otro, un nuevo ángel, inventado por él. Podría decirse incluso, que lo que Benjamin tenía ante los ojos como imagen de partida, a la que su invención habría de someter a alteraciones considerables, no estaba en verdad en el cuadro de Klee sino más bien en un viejo grabado del siglo XVIII hecho por H. F. Gravelot y Ch. N. Cochin (1791) que tiene el nombre de El Ángel de la Historia.5

 

Para comenzar, tenemos que distinguir entre la acuarela de Klee y el ángel de la historia, pues son dos cosas bien distintas. La lectura que un pensador como Walter Benjamin puede hacer de un cuadro que fue pintado por un artista como Paul Klee plantea un primer tema que me interesa recalcar, pues, según lo deja ver Echeverría, se trata de una lectura imaginada. Y, ¿cómo podría ser de otra forma? Leer el arte desde la filosofía, la historia o la antropología es divagar, porque el arte en sí no dice nada. Las obras artísticas pueden evocar, representar o, interrogar contenidos y significados que desconocemos, que no vemos o que no podemos ver, porque, tal y como dice Nadia Seremetakis, “los sentidos representan estados interiores que no afloran en la superficie, aunque los sentidos son una institución social como el lenguaje, no se reducen al lenguaje”.6

Si Benjamin hizo una lectura tan personal del ángel que aparece pintado en el cuadro de Klee, ¿por qué no intentar hacer mi propia lectura de la figura del ángel de la historia esbozada por Benjamin en su novena tesis? Me propongo, entonces, interpretar la figura del ángel de la historia desde un ángulo antropológico y hacer una lectura de la novena tesis de Benjamin, donde aparece dicha figura, a partir de consideraciones que provienen de una antropología de la guerra y el conflicto, una lectura situada de esa imagen tan inquietante y misteriosa mediante la cual Benjamin puso de presente los desaciertos del historicismo y la fatalidad del progreso.7

En su libro Walter Benjamin y la destrucción, Federico Galende se refiere a un incidente de particular interés para quienes, como yo, sentimos fascinación por el pensador alemán, a pesar de no entender a cabalidad algunas de sus disertaciones. Galende recuerda un artículo escrito por un profesor suyo muy querido, donde este citaba un par de frases de Benjamin asociadas con el nexo entre revolución y relámpago, la revolución como relámpago, en la que un pasado inacabado se exhibe en todo su espesor.8 Dice Galende que él, por supuesto, no entendió dichas frases; pero que estas “encerraban una paradoja esperanzadora que lo llenó de tribulaciones”. Se refiere a la fascinación que sintió por “ese primer atisbo de melancolía anhelante que venía a destruir el hábito tan común de sopesar un argumento solo en función de su coherencia o sentido”. No fueron ni una imagen, ni su interpretación las que atrajeron a Galende, como me ocurrió a mí, sino la percepción que tuvo de una cierta melancolía que impregnaba los escritos de Benjamin. Y continúa Galende, “no dejaba de ser interesante encontrarse con un autor que reventaba una frase contra otra, que las aplastaba o las disolvía, dejando al lector desvalido; Benjamin—escribe Galende—, literalmente no se entendía”.9

En este texto quiero explorar la idea de la inevitabilidad de la mirada del ángel de la historia hacia atrás pues, según algunos pensadores, es incapaz de mirar hacia adelante, porque el futuro no existe. Esa mirada es equiparable a la del investigador que indaga por las huellas de hechos violentos del pasado, a partir de las narraciones que hacen los vencidos. Al igual que el ángel de la historia, el investigador de la violencia también entra en contacto con episodios catastróficos que no puede remediar. Si es cierto que ontológicamente el futuro no existe, ya que el “progreso” no es una tendencia de acercamiento a un futuro mejor, sino de alejamiento del paraíso perdido, como cree Stefan Gandler,10 entonces estaríamos en la senda correcta, pues se trata de una tesis que aparece insinuada en los relatos y en las vidas de algunas de las mujeres con las que hablé para hacer este libro. A pesar de las penurias vividas y después de mil peripecias que las convierten en sobrevivientes, tanto Leonor como Teresita regresan a su tierra, a ese paraíso perdido que dejaron momentáneamente atrás, y lo hacen porque quizá consideren que todo pasado fue mejor, así este haya sido atroz. Ello corroboraría aquello de que el tiempo no es algo homogéneo que avanza ­hacia adelante ­automáticamente, como creen quienes aún operan bajo los presupuestos de una temporalidad objetiva y neutral, o adoptan lugares comunes que convierten en verdades, como sucede con algunos relatos nacionalistas, discursos políticos y narrativas sobre La Violencia.

Para Federico Galende la figura del ángel de la historia de Benjamin plantea un doble dilema respecto al problema de la representación. Sobre ello nos dice: “dado que lo terrible de la vida no reside en los sobresaltos que la interrumpen, y sí en el curso que la toma y la pone a florecer en cada una de sus pequeñas conquistas, el ángel es aquello que, libre de este curso, libre de su destino, plantea el problema de la representación”.11 Galende considera que por un lado “el ángel de la historia es incapaz de dar su espalda a las ruinas, y por otro está vuelto hacia el nombrar del hombre. El ángel no trasciende al continuum sino que, más precisamente, lo contempla y expone como catástrofe”. En términos de Galende, “la catástrofe no sería el cuchillo que intercepta la representación de la historia, sino la representación histórica de la vida en el curso del tiempo, su continuidad formal, su continuidad vacía”.12 Según lo anterior, el ángel de la historia sería entonces una figura que, aun cuando escapa al continuum del tiempo de los seres humanos, no puede dar su espalda a las ruinas que va dejando atrás; se erige entonces como testigo mudo de la catástrofe. Un trágico destino, sin lugar a dudas.

Las lecturas femeninas del ángel de la historia se preocupan por situar dicha figura en el espacio y en el tiempo. Algunas de estas lo ubican en el contexto social y político que le tocó vivir a Walter Benjamin, entre las dos guerras mundiales; mientras que otras lo sacan de su contexto original y lo ponen de cara a nuevas incertidumbres. Nora Rabotnikof, por ejemplo, desubica al ángel de la historia con el fin de hacer una lectura crítica de dicha figura y la sitúa de frente a las desterritorialidades del posmodernismo contemporáneo, como si la figura del ángel de la historia, en el contexto en el que la sitúa Benjamin, entre dos devastadoras guerras mundiales, no implicara suficientes dilemas.13 Y continúa diciendo Rabotnikof:

 

[…] más que la pila de escombros que el progreso obliga a dejar atrás, me parece que el ángel hoy se detendría y contemplaría cómo los fragmentos son objeto de memorias en disputa, de rescates que construyen continuidades y rupturas contingentes y de tradiciones no veneradas sino inventadas. El ángel aceptaría hoy en cambio, como creo que ya aceptamos nosotros, el desafío de mantener con los muertos una relación permanentemente irresuelta.14

 

Situar la mirada del ángel de la historia de una manera diferente a como lo hizo Benjamin, como pretende hacerlo Rabotnikof, desnaturaliza por completo el sino catastrófico que signa dicha figura, porque la priva del sentimiento de impotencia que nace de su incapacidad para cambiar el sentido de la historia. Rabotnikof nos dice que, en 1940, Benjamin miraba al ángel pintado por Paul Klee con una mirada aparentemente poco benjaminiana, pues “no veía al ángel como la antigua esperanza en la forma estética moderna, sino como emblema de una filosofía de la historia en la cual el pasado es una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina”. Para Rabotnikof la visión benjaminiana de la memoria es, ante todo, rescate de imágenes únicas que corren el riesgo de perderse para siempre.15 Rabotnikof hace su lectura del ángel de Klee a partir de los planteamientos de Theodor Adorno, quien consideraba que dicho dibujo tenía origen en una serie de caricaturas del káiser Guillermo, hechas por Paul Klee durante la primera guerra mundial. Adorno hablaba de “un ángel-máquina que contempla al espectador (nosotros) sin poder decidir cuál es su papel: si anunciar la culminación del desastre (la montaña de ruinas) o la promesa de salvación allí escondida (en el desastre)”.16 Tal como sucede con Benjamin cuando lee el dibujo del ángel pintado por Paul Klee, la lectura que hace Adorno de dicho dibujo también es imaginaria. Y lo mismo sucede con la lectura que hace Rabotnikof del ángel de la historia ideado por Walter Benjamin.

En cambio, la interpretación que hace Shoshana Felman del conjunto de la obra de Benjamin, en la cual incluye al ángel de la historia, resulta la más apropiada para un trabajo como el que aquí me propongo, pues toma en cuenta al pensador y sus circunstancias y se preocupa por la relación que pueda existir entre los hechos y la teoría. Felman se centra en el tema del silencio y en el impacto que tuvieron las dos guerras mundiales en la vida y en los escritos de Walter Benjamin.17 En general, se considera a Benjamin como un filósofo abstracto, crítico y pensador de la Modernidad en la cultura y en el arte, y Felman, en contraposición a lo anterior, se propone leer a Benjamin como pensador, filósofo y narrador de las guerras y revoluciones del siglo XX. Una lectura que me interesa por varias razones. En primer lugar, porque establece una relación estrecha entre los planteamientos abstractos del sujeto pensante y las condiciones materiales de su existencia, algo con lo cual estamos familiarizados antropólogos y etnógrafos. En segundo lugar, porque Felman ve en Benjamin al narrador de dos guerras, una perspectiva sin duda muy interesante para un trabajo como el que aquí presento, que tiene como hilo conductor la narración de dos mujeres que han vivido de cerca los estragos de la guerra. Y, en tercer lugar, porque Felman llama la atención acerca de la sobrecarga de sentido que yace prisionera en los silencios elocuentes que caracterizan las obras de Benjamin.18 Los parámetros de mi propia lectura del ángel de la historia comparten muchos de los elementos planteados por Felman, los cuales afianzan mi convencimiento acerca de la identificación personal que Benjamin estableció con ese ángel desolado, con su impotencia y con su silencio.

En su artículo sobre el silencio de Benjamin, Felman se ocupa de varios textos teóricos y autobiográficos del autor, tomando en cuenta especialmente dos que considera interrelacionados con las dos guerras mundiales, y sobre los cuales ella va a formular dos teorías sobre el silencio: El narrador y las Tesis sobre la historia.19 El narrador fue escrito en 1936 y en este, y en otro texto anterior de 1933, titulado “Existencia y pobreza”, Benjamin se refiere al silencio de los combatientes que regresaron mudos de la primera guerra mundial. Las Tesis, en cambio, fueron escritas antes del suicidio de Benjamin en 1940 y durante los comienzos de la segunda guerra mundial; por lo tanto, fueron redactadas en diferentes momentos, entre finales de 1939 y comienzos de 1940, bajo la forma de notas garrapateadas en un cuaderno, en papeles de muy distintos formatos, incluso en bordes de periódicos.

Esa forma discontinua de escribir siempre caracterizó a Benjamin. Aquí cabe traer a colación la apreciación que hace Echeverría de las tesis de Benjamin como “ese género escaso de los escritos de náufragos, borroneados para ser metidos en una botella y entregados al correo aleatorio del mar”.20 Es ese sentido de urgencia el que tantas veces nos acorrala a los etnógrafos cuando nos enfrentamos a realidades violentas y desconocidas, como las realidades de la guerra, y sabemos, con certeza, que no podemos dejar escapar nada de lo que vemos u oímos, porque las cosas nunca volverán a ser las mismas. La apreciación de Echeverría corrobora la analogía que, creo, existe entre el quehacer de Benjamin y el de los etnógrafos, lo cual facilita una lectura antropológica de sus escritos, algo que ya hizo de manera brillante el antropólogo Michael Taussig, a propósito del shamanismo y el colonialismo en Amazonas.21

Felman hace su lectura de El narrador y de las Tesis de Benjamin como si fueran textos que estuvieran ligados, como si el uno fuera el correlato del otro, como si representaran dos etapas de un panorama filosófico y existencial más amplio y como si se tratara de dos variaciones de una teoría benjaminiana sobre el silencio y la guerra. Además, Felman considera que ambos textos son variaciones de un mismo subtexto más profundo referido al trauma de la guerra.22 Lo que resulta muy interesante de su lectura es que Felman introduce el concepto de trauma a partir de la experiencia personal de Benjamin de las dos guerras mundiales, pues la primera la vivió en carne propia, a través del suicidio de su mejor amigo, y la segunda la presintió antes de suicidarse. Felman considera que, a partir de la repetición de ese trauma basado en su experiencia, Benjamin deriva su crucial percepción de la filosofía de la historia como un proceso de silenciamiento de las víctimas.23 De allí deduce que, por ello, el ángel de la historia es mudo, que su boca abierta no pronuncia ningún sonido y que su cuerpo es empujado hacia el futuro por el viento del progreso que sopla en contra de su voluntad.

Benjamin nunca escribió un texto sobre el silencio a pesar de que su vida, al parecer, estuvo inmersa en este. Fue Felman quien, al revisar su trayectoria de vida y analizar algunos de sus textos, visualizó la existencia de un subtexto que los conecta y que, a su vez, alimenta —como manantial subterráneo—su particular percepción de la filosofía de la historia como un proceso de silenciamiento de las víctimas. Como correlato a lo anterior, quise referirme al silencio que circunda a La Violencia, un silencio que cubre los crímenes y atrocidades que se cometieron y que paraliza a las personas que los sufrieron, un silencio que también circunda a una sociedad que nunca quiso hablar de ello. Sin embargo, La Violencia fue la partera de la historia reciente del país y, como evento, permanece latente en el inconsciente colectivo y alimenta muchas de las manifestaciones culturales y artísticas de los últimos cincuenta años.

Al pensar en el silencio es inevitable hacerse la pregunta acerca de los contenidos no simbolizados de las atrocidades cometidas y sufridas durante La Violencia. Es como si las memorias traumáticas de esta época operaran sin asimilarse, ­como si se tratara de un cuerpo extraño, rodeado de silencio, que yace sepultado dentro de la sin memoria del cuerpo social. Sin embargo, las experiencias violentas fueron sucediéndose una a otra y acumulándose en la psiquis de muchas personas sin que estas encontraran un espacio público propicio para procesarlas y hablar de ellas. Las narrativas sobre memoria y olvido que acompañan a la justicia transicional, y que por estos días están de moda en Colombia, no incluyen en sus análisis las memorias de La Violencia con el peregrino argumento de que son demasiados años para tener en cuenta. Sí, son demasiados años, pero ¿cómo puede un país como Colombia, que intenta reinventarse después de una larga y dolorosa guerra, hacer caso omiso de esas memorias cuando sabemos que La Violencia fue la partera de su historia reciente?

En los relatos de las mujeres que aparecen en este libro se entrelazan emociones, recuerdos e interpretaciones que ponen en evidencia la ruptura traumática que producen los eventos de la guerra. Las sobrevivientes, aunque logran articular oralmente su relato, tienen dificultades para darles sentido a los hechos vividos. Mi intención al escribir este libro es hacer audible el silencio de medio siglo que ha rodeado la vida de algunas mujeres que fueron niñas durante La Violencia, y con ello contribuir a darle un sentido al sin sentido.

CAPÍTULO II
Una herida reposa bajo la tierra

 

 

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Shibboleth. Instalación de la artista Doris Salcedo en la Tate Modern, Londres, 2007.

 

 

 

BOGOTÁ EN LA DÉCADA DE 1930, UNA CIUDAD ESCINDIDA

 

En 1938, Bogotá era una ciudad pequeña, fría, sucia y provinciana que había sido fundada cuatrocientos años atrás por españoles. Estaba surcada por una vía principal —llamada la Calle Real— la misma carrera séptima que más adelante recorrería la ciudad con un eje, de norte a sur. En la Calle Real estaban ubicados los principales almacenes, negocios y tiendas y las oficinas de gobierno. Para esa época, Bogotá contaba con unos 355.000 habitantes, de los cuales más del 30 % no sabía ni leer, ni escribir. Eran pocas las personas que tenían una profesión, pues había unas cuantas universidades, y los cupos en estas eran muy limitados; además, pocas personas contaban con los medios económicos para estudiar una profesión.

La relativa modernización urbanística de Bogotá, que comenzó por esos años, no se vio acompañada por el desarrollo de una cultura urbana moderna, en gran parte debido al aislamiento de la ciudad respecto a otras urbes y a la concentración del poder en unas cuantas familias y de la riqueza en unas élites altaneras y distantes. Por esos años, los nuevos intereses de la burguesía cosmopolita comenzaron a marcar distancias entre los habitantes de la ciudad. Al ritmo de la modernización, algunas partes del centro y el oriente de la ciudad fueron surgiendo como espacios sucios, malolientes, insalubres y oscuros; algunas de sus calles se volvieron demasiado estrechas y la presencia indiscriminada del pueblo y su deambular por el centro de la ciudad comenzaron a resultar fastidiosos.24 Durante esos años comenzó a tomar forma entre la burguesía citadina una sensación de rechazo, que más adelante se convirtió en repulsión, hacia ciertas calles y ciertos rincones de la ciudad que eran percibidos como espacios habitados por el pueblo.25

La ciudad contaba con muy pocas vías, por algunas de las cuales transitaban los abarrotados tranvías, y estaba dividida entre los pobres, que habitaban en el sur y en el oriente de la ciudad, y las familias acomodadas, que vivían en el centro y en el norte de esta. Unos y otros estaban separados por abismos de discriminación, desdén y aprehensión. A pesar de los pincelazos de modernización y de las campañas de salubridad emprendidas por diferentes administraciones, la gente del pueblo seguía tomando chicha, usando ruana y alpargatas y viviendo en chozas de bahareque con piso de tierra, modos de vida que hablaban de su origen campesino y rural y que eran vistos con enorme desprecio por la gente adinerada. En cambio, las familias de la burguesía —oligarquía la llamaba Gaitán—habitaban en grandes casas y se desplazaban en lujosos automóviles por la ciudad.

Los integrantes de la burguesía bogotana iban a Europa con cierta frecuencia. Para ello, debían emprender largos y azarosos viajes que comenzaban a caballo y en mula en la sabana de Bogotá y continuaban por entre páramos y montañas hasta llegar al caluroso valle del río Magdalena. De ahí en adelante, el viaje seguía en barco de vapor por el río Magdalena hasta llegar a Barranquilla, donde la gente se embarcaba en trasatlánticos que cruzaban el mar océano para llegar a Europa. Dependiendo de los recursos económicos disponibles, los viajeros permanecían en Europa por temporadas largas, se daban la buena vida y algunos estudiaban para luego regresar a ejercer sus profesiones en la ciudad.

Una vez de regreso, entraban de lleno en el ambiente burgués de la ciudad, que se alimentaba de las fiestas en las que trataban de deslumbrarse los unos a los otros. Allí se enteraban de los chismes sobre los amores y las relaciones clandestinas de unos y otros; hablaban de las adquisiciones materiales, del nuevo automóvil, de los muebles recién importados de Europa que habían comprado para la casa y de las nuevas indumentarias que lucirían en fiestas y bailes. Lo anterior hacía de la clase alta bogotana algo muy similar a cualquier otra sociedad de la misma índole, es decir, compuesta por seres humanos nacidos en condiciones privilegiadas.26

 

 

 

LA VIDA DE LAS MUJERES BOGOTANAS DE CLASE ALTA

 

Para finales de la década de los treinta del siglo XX, las dos mujeres bogotanas que narran sus historias en este capítulo eran unas niñas pertenecientes a familias acomodadas. María Teresa, una de las mujeres entrevistadas,27 habla de sus orígenes: