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Fanta Castro, Andrea

Residuos de la violencia. Producción cultural colombiana, 1990-2010 / Andrea Fanta Castro. – Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas, 2015.

xxix, 166 páginas. – (Textos de Ciencias Humanas).

Incluye referencias bibliográficas.

 

ISBN: 978-958-738-544-1 (impreso)

ISBN: 978-958-738-545-8 (digital)

 

Violencia / Violencia política / Colombia – Historia / Narcotráfico / Pobreza / Cultura / I.Título / II. Serie.

 

303.6  SCDD 20

 

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

 

amv Octubre 17 de 2014

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

 

 

 

 

Residuos de la violencia

Producción cultural colombiana, 1990-2010

 

 

 

 

 

Andrea Fanta Castro

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Colección Textos de Ciencias Humanas

 

© Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas

© Andrea Fanta Castro

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel: 2970200 Ext. 7724

editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá, D.C., octubre de 2015

 

 

ISBN: 978-958-738-544-1(impreso)

ISBN: 978-958-738-545-8 (digital)

 

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Manuel Gómez

Diseño de cubierta y diagramación:
Precolombi EU-David Reyes

Impresión: Xpress. Estudio Gráfico y Digital S. A.

 

http://lapizblanco.com/

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S

 

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

Fecha de evaluación: 15 de agosto de 2012

Fecha de aceptación: 20 de septiembre de 2013

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario

 

 

 

Para Morgan y Sofía

 

A la memoria de mi mamá, María Inés Castro.
Por la imposibilidad de compartir con ella
estas páginas.

Agradecimientos

 

 

 

 

 

Este libro no habría sido posible sin el apoyo de mis mentores, profesores, colegas, amigos y familia. Agradezco inmensamente a Morgan Brown por ser mi cómplice y mi norte. A Alejandro Herrero-Olaizola, Daniel Noemi Voionmaa, Cristina Moreiras-Menor, Gareth Williams y Santiago Juan-Navarro por haber apostado siempre por mí y por los muchos años de dedicación, apoyo, mentoría y, sobre todo, por su amistad. A Manuel Chinchilla, Roberto Robles, Ofelia Ros, Ana Ros, Núria Sabaté-Llobera y Nicola Gavioli por haber leído y escuchado muchas de las palabras que hasta aquí han llegado, por ser mis interlocutores y por todos estos años de recorrido juntos.

Al Departamento de Lenguas Modernas y a LACC de FIU, y al Departamento de Lenguas y Literaturas Romances de la Universidad de Michigan les agradezco todo el apoyo económico para la investigación.

A Pablo y a Alejandra Fanta les agradezco su constante presencia en mi vida y el nunca haber dudado de que esto era posible.

Introducción

 

 

 

 

 

Como parte del Ciclo de Filosofía Francesa auspiciado por la Universidad del Rosario en Bogotá y la Embajada de Francia en Colombia, en 1994 Jean Baudrillard presentó una conferencia titulada “Violencia política y violencia transpolítica”. En ella, el filósofo francés señaló que

 

el desecho material cuantitativo que produce la concentración material y urbana, no es sino un síntoma del desecho cualitativo humano y estructural […] Lo peor no es que estemos rodeados por desechos y sumergidos en ellos; lo peor es que nosotros mismos nos hayamos transformado en desechos, es decir, en una sustancia residual que estorba y de la cual no sabemos deshacernos mejor que de un cadáver […] Es más, la historia misma ha caído en sus propias canecas,1 en el sentido en que éstas ya no se llenan solamente con lo caduco o pasado de moda, sino también con todos los acontecimientos actuales. La información y el dumping mediático, que despojan a los acontecimientos –inmediatamente y en tiempo real– de su sentido, bastan para trasformarlos en productos listos para consumir y en desechos. (325-326)

 

En la cita anterior, Baudrillard hace referencia a las implicaciones que desechar desperdicios tiene sobre aquello que llamamos la humanidad. Lo que desechamos a diario habla y dice quiénes somos y, Baudrillard, dando un paso más, señala cómo nosotros mismos nos hemos ido convirtiendo también en desechos. Esta cita bien sirve como metáfora de este libro, Residuos de la violencia. Producción cultural colombiana, 1990-2010, en la medida en que en el centro de este trabajo están lo que he decidido llamar cuerpos residuales. Esto es, los remanentes humanos de la generalizada violencia social, política y económica inherente a las sociedades de consumo.

El desecho material ha tomado un papel preponderante a partir de los discursos ecológicos que surgen alrededor de lo que se conoce con el nombre de economía de los desechos; es decir, las formas en qué se descartan o se vuelven a poner en circulación los recursos en un ciclo de producción, consumo y eliminación. En este sentido, ¿es posible trasladar estos conceptos para hablar de aquellos individuos abandonados y excluidos en sociedades constituidas para consumir y desechar, donde la aceleración del consumo ha producido un incremento en la generación de desperdicios? ¿No nos hemos convertido también los humanos en material descartable como afirma Baudrillard? Y ¿no se han convertido nuestras sociedades en lo que él mismo llama “las canecas de la historia”?

De acuerdo con Adolfo Chaparro,

 

[e]l problema, [según] Baudrillard, es que [el] proyecto de programación globalitaria produce un desecho equivalente a nivel humano y estructural, más aún, habríamos llegado al límite en que el hombre y la naturaleza se estarían convirtiendo en una sustancia residual, “en un residuo arcaico destinado a parar en las canecas de la historia”. (21)

 

El marco histórico donde analizaré los cuerpos residuales está determinado por el surgimiento y auge del negocio más lucrativo de todos los tiempos: el ­narcotráfico. Además de situarse en espacios a la vez visibles e invisibles, este negocio ha determinado el curso de la historia colombiana. El narcotráfico es un negocio altamente rentable justamente por su carácter ilegal y, así, nos encontramos con una máquina sumamente exitosa que, en términos generales, utiliza, produce, gasta, excluye, acumula y expulsa.

El narcotráfico en Colombia comienza a partir de los años sesenta, con la marihuana, que era exportada en bajas cantidades, para luego pasar a los oligopolios del mercadeo de la cocaína a fines de los setenta:

 

[e]ntre 1974 y 1980 se configuraron los principales grupos de exportadores colombianos: los dos o tres grupos grandes de Medellín, el grupo de Santacruz, el de los Rodríguez Orejuela y dos o tres grupos menores en Cali, los grupos del norte del Valle, la gente de Carlos Lehder, los grupos costeños y de los llanos orientales, el grupo del Mejicano en el centro del país, y las organizaciones del sur del país. Las administraciones de Alfonso López Michelsen (1974-1978) y Julio César Turbay Ayala (1978-1982) no consideraron evidentemente que el tráfico era un problema de fondo para Colombia. (Melo)

 

Sin embargo, entre 1985 y 1991 los carteles de la droga se enfrentaron al Estado debido a las políticas de extradición impuestas por los EE. UU. En este periodo, conocido como la “guerra de la Coca”, las acciones violentas se volcaron sobre las ciudades y se reportó un incremento en las acciones violentas entre los capos del narcotráfico, los grupos de seguridad del Estado y los paramilitares. La guerra se dio en medio de la presión extranjera sobre el Estado colombiano y las propuestas de negociación que planteaban los carteles.2

Por otra parte, el narcotráfico instituyó una movilidad social arraigada en la consecución del dinero fácil. En la medida en que nuevos sujetos entraban en las clases favorecidas, insertándose en el mercado, el número de muertos ascendía debido a la lucha para conservar los monopolios. La cultura del narcotráfico es aquella del exceso, la de los ejércitos privados, la del rebusque, la de la ilegalidad, demostrando el poder adquisitivo real del dinero para lograr conseguir un lugar en la anquilosada clase alta colombiana.

La experiencia finisecular en Colombia está regida por la constante violencia socio-política, el auge del narcotráfico y la entrada del país en la era neoliberal. Así, la producción cultural del último decenio se enfoca, por una parte, en denunciar los altos niveles de impunidad a través de la ironía y el sarcasmo, como sucede en La virgen de los sicarios (Vallejo) o Rosario Tijeras (Franco), donde todos los crímenes quedan impunes y la única ley que existe es aquella que reconocemos con el nombre de venganza. Se reflexiona también sobre la cultura del delito y la corrupción. Posiblemente, debido a que la población es cada vez más inmune en sus afectos, los delitos que se representan son atroces. Pienso aquí, por ejemplo, en Perder es cuestión de método (Gamboa), donde la narración comienza con un empalado, o Satanás (Mendoza), en la que hay asesinatos a sangre fría, múltiples homicidios y violaciones. Quizás esto sea un síntoma de la inmunidad afectiva, porque en un lugar donde los medios anuncian matanzas constantemente, donde la muerte no es la excepción sino la regla, hay que recurrir al shock para despertar a los sujetos anestesiados.

Parte significativa de la narrativa de fin de siglo centra su mirada sobre los individuos marginales que pueden ser actores o espectadores de las condiciones de violencia, impunidad, corrupción, y que usualmente quedan fuera de aquella historia que suele escribirse con mayúsculas. Me refiero a las hordas de prostitutas, gamines, consumidores de crack o basuco, los desquiciados, los travestis y, por supuesto, este individuo que surge a raíz del narcotráfico, aquel joven asesino a sueldo, el sicario, que en las novelas contemporáneas aparece para luego morir. Todos estos son cuerpos abandonados por el Estado, la sociedad y la economía. En este sentido, estas son narrativas que hacen pasar al centro lo que generalmente ha permanecido en los márgenes.

El carácter protagónico del sicario aparece sobre todo en las narrativas que tienen a Medellín como escenario. Este es el paradigma de la abyección y del abandono del fin de siglo en Colombia que, por lo demás, podría ser considerado como el desecho de las políticas económicas del narcotráfico; un exceso que es utilizado como mano de obra barata y que luego es descartado y abandonado a su propia suerte.

Tanto el residuo como el exceso, son términos que, en este trabajo, se relacionan con nociones como la violencia, la historia, la excepción, el mercado, la ley y lo abyecto. También se sitúan en espacios incómodos dentro de dicotomías tales como centro-periferia o centro-margen, dentro-fuera, presencia-ausencia, producción-consumo, actividad-pasividad, legalidad-ilegalidad, etc. El exceso se conecta con el funcionamiento de la esfera de lo económico, en la medida en que se relaciona con el fenómeno del gasto y de la acumulación: términos que, a su vez, nos sitúan dentro del marco de una economía globalizada.

Con este panorama, dentro del ámbito académico han surgido varios cuestionamientos con respecto a la literatura colombiana contemporánea que podrían resumirse bajo la pregunta: ¿qué hacer con la narrativa colombiana de fines del siglo XX y principios del XXI? Las interrogaciones que subyacen a esta pregunta y que recurrentemente surgen pueden ser de tipo pedagógico: ¿cómo enseñar literatura colombiana contemporánea si todo lo que hay son asesinatos y pornografía? O, también, existencialista, que se pueden entender como una negación del estado de la cuestión, como por ejemplo, ¿por qué en la literatura colombiana aparece una especie de apología de la violencia?, y también, ¿se escriben todavía novelas donde no haya tanta violencia?, seguido por un ¿no hay nada positivo que contar?

Estas no son preguntas superficiales ni cuestionamientos vacíos de significación, aunque en ellos podamos leer una cierta nostalgia por un pasado idealizado. Entre los estudios académicos recientes encontramos que la violencia es el común denominador para el análisis de la literatura y el cine colombianos contemporáneos. Tal es el caso de trabajos como “Asimilación de un paisaje trágico: violencia y melodrama en la novela colombiana contemporánea”, en el que, por medio de las categorías de violencia y melodrama, Camila Segura encuentra una manera para leer tanto los procesos de violencia como los de la estética actual; “The Representation of Urban Violence in Contemporary Colombian and Brazilian Narrative”, donde Eileen El-Kadi señala la violencia urbana como fuente primaria de la producción literaria de las últimas cinco décadas en Colombia y en Brasil. Por su parte, “Literatura e historia: textos sobre la violencia en Colombia” (Gómez) se enfoca en la lectura histórica que los textos de ficción ofrecen para contrastarla con el discurso oficial. Otros trabajos están centrados en un solo autor como es el caso de “New Disorders of the Gaze: Abjection, Alterity and Agency in the Work of Víctor Gaviria” (Quintero) o “Discursividades de la autoficción y topografías narrativas del sujeto posnacional en la obra de Fernando Vallejo” (Villena), entre otros.

Desde esta perspectiva, las preguntas que planteaba líneas arriba y los estudios mencionados contrastan radicalmente con el auge de una serie de discursos que “venden a Colombia” como un lugar que ha dejado atrás un pasado, no solo violento, sino también siniestro. Por ejemplo, en los últimos años han aparecido en The New York Times varios artículos sobre las maravillas turísticas de Cartagena o del Eje Cafetero en un más que cristalino esfuerzo por estimular el turismo (norteamericano en particular). En uno de los artículos, Juan Forero, reportero de este diario estadounidense, afirma que:

 

Bogota, has been transformed in recent years into a cosmopolitan city, full of museums and restaurants. The walled Caribbean city of Cartagena rivals the old quarter of Havana with its centuries-old buildings. Colombia’s little-known Pacific coast is rugged and heartbreakingly beautiful, with islands that, like the better-known Galapagos to the south, are full of ecological wonders.3

 

Discursos como el anterior, que rebasan las fronteras nacionales, inevitablemente contrastan, entre otros, con el que nos convoca: el de la producción cultural. Sin embargo, también existen puntos de contacto. Como bien señala Alejandro Herrero-Olaizola, la literatura colombiana —y yo ampliaría el espectro a la producción de las artes visuales— está a la venta. Desde el título de su artículo “Se vende Colombia, un país de delirio”, queda plasmado, quizás no tan cristalinamente, que lo que también se vende es ese lado oscuro que queda por fuera del discurso oficialista. En palabras de Herrero-Olaizola, es “el mercado editorial, […] partícipe obviamente de las políticas económicas globales, [el que] perpetúa la comercialización de [los] márgenes y promueve cierta exotización de una realidad latinoamericana cruda”. (43)

Esfuerzos recientes como el nombramiento de Bogotá como Capital Mundial del Libro 2007 o Bogotá 39, ligado al Hay Festival en Cartagena, y demás, son algunos de los programas culturales que se han tomado al país quizás como consecuencia de ese discurso oficial optimista con miras al estímulo económico. Sin embargo, como veremos, las narrativas usualmente darán cuenta del lado oscuro del estado de las cosas, recuperando una cierta historia y dándole un espacio a los cuerpos condenados al abandono. El éxito al que apela el discurso oficial instaura una política de olvido que, quizás deliberadamente, trata de borrar otras historias menos favorecidas que podrían empañar la gloria triunfalista.

A partir de la década del noventa se intensifica en la escena nacional e internacional la presencia de narradores colombianos, como por ejemplo Santiago Gamboa en colectivos como el ya clásico McOndo (Fuguet, Gómez), o Mario Mendoza, que reciben atención a partir de la obtención de premios como el Biblioteca Breve en 2002 con su novela Satanás; Jorge Franco, con Rosario Tijeras, beca del Ministerio de Cultura en 1997 y merecedora del Premio Dashiell Hammett en 2000; Laura Restrepo, con la obra Delirio, del 2004, ganadora del Premio Alfaguara de Novela en el mismo año; y, más recientemente, Evelio Rosero con Los ejércitos, del 2007, ganadora del Premio Tusquets de novela 2006 o Juan Gabriel Vásquez, ganador del Premio Alfaguara de novela en el 2011 con El ruido de las cosas al caer. También habría que mencionar a Antonio García Ángel, quien obtuvo en 2005 la beca Rolex de Maestros y Discípulos y trabajó durante un año bajo la dirección de Mario Vargas Llosa. Fruto de ese trabajo es la novela Recursos Humanos, publicada por Planeta en 2006. En el género del cuento aparecen también antologías dedicadas a promover a estos escritores cuyas edades oscilan entre los 30 y los 40 años de edad, como es el caso de Cuentos caníbales,4 publicado por Alfaguara en 2002, o Cuentos de fin de siglo,5 por Seix Barral en 1999. En el caso de las escritoras, editorial Planeta publicó Rompiendo el silencio6 en el 2002.

No sobran, a partir de esta proliferación, las comparaciones con la anterior literatura de exportación colombiana: la de Gabriel García Márquez. Mucho se ha dicho respecto a este tema, e incluso los mismos escritores son cuestionados directamente sobre su relación con el realismo mágico. Luz Mary Giraldo afirma que este reciente panorama literario se posiciona con respecto a la narrativa garcía-marquiana desde el parricidio entendido

 

en términos freudianos, [como] adquirir independencia, librarse del principio normativo y buscar la propia identidad. Dar muerte al padre no es negarlo sino afirmarse ante él librándose de la sujeción de su poder […] Cada cual enfrenta y afronta la muerte de su padre, que sería ese autor, obra o tendencia que generó un patriarcado y a su vez, al constituirse en modelo que define pautas, establece cánones y conforma unos seguidores entre los escritores, los autores, los lectores o los críticos. (26)

 

De una u otra forma, este parricidio pareciera ser acertado, puesto que estas narrativas recientes son, de algún modo, una reacción a ese universo de Macondo. Ya sea esta una reacción política, literaria, social, etc., estos textos no borran el legado literario sino que se autonomizan frente a él.7 La introducción de la compilación McOndo es bastante iluminadora en este sentido. Sobre el título, señalan Fuguet y Gómez que “puede ser considerado una ironía irreverente al arcángel San Gabriel, como también un merecido tributo” (16). Independencia y homenaje funcionan como la doble cara de una moneda y por eso no deben pensarse como posibilidades exclusivas.

A nivel lingüístico, estas son producciones que se centran en la inmediatez con frases cortas, diálogos directos y violentos, a la manera de los guiones cinematográficos. A diferencia de la escritura de García Márquez, con frases largas y subordinadas, en diferentes tiempos verbales, el presente, fugaz y directo, es el que rige la escritura contemporánea.

Esta velocidad e instantaneidad en la escritura puede relacionarse con la experiencia urbana y también con la imposibilidad de vislumbrar un futuro diferente en medio de una realidad escurridiza y precaria. De esta forma, podríamos hablar entonces de un lenguaje permeado por los medios audiovisuales, que logra desmontar ciertos modelos anteriores. El estilo narrativo se aproxima al cinematográfico, uno que, por lo demás, sería inconcebible sin el escenario urbano.

Por su parte, el cine en Colombia ha sido una industria que ha sufrido la regulación, el abandono —y hasta la censura— por parte del Estado. De acuerdo con la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano,

 

[e]l inicio de la intervención del Estado en la cinematografía se dio en 1938 con la creación de una sección de cine en el Ministerio de Educación, bajo la administración de Jorge Eliécer Gaitán. No fue sino hasta 1942 […] que se promulgó la ley 9a con el ánimo de estimular y proteger la cinematografía colombiana. Dicha ley buscaba principalmente formalizar el sector, obligando a las empresas a constituirse legalmente y demostrar un capital colombiano del 80%. Sin embargo, aunque las medidas adoptadas por el gobierno estuvieran cargadas de buenas intenciones, el impulso por constituir una industria cinematográfica no prosperó. (Largometrajes colombianos en cine y video 1915-2006 7)

 

Si tenemos en cuenta que la era del cine en Colombia marca sus inicios a través de la llegada de los hermanos Di Doménico en 1909, el Estado demoró casi treinta años en regular y promover la industria cinematográfica: “[e]l aporte de los Di Doménico se hizo importante desde 1910 y durante toda esa década, al lograr una destacada distribución de filmes europeos, principalmente italianos y franceses, los cuales influyeron en el gusto cinematográfico de toda esa época”. (Caro Meléndez 17)

Como veremos en el primer capítulo de este trabajo, el primer largometraje documental silente, El drama del 15 de octubre, donde se documentaba el asesinato de Rafael Uribe Uribe, fue producido por Vincenzo y Francesco Di Doménico para el primer aniversario de la muerte del general. Hace casi un siglo, Francesco Di Doménico, haciendo mención al largometraje, señaló lo siguiente: “[f]ilmamos también los funerales del General Uribe Uribe, su autopsia y a los sindicados (Leovigildo Galarza y Jesús Carvajal), escondiéndonos en todos los rincones del panóptico para poderlos tomar in fraganti y no en pose forzada… En realidad sí fue exhibida, aunque en medio de airadas reacciones”. (Largometrajes colombianos en cine y video 1915-2006 21)

El primer largometraje argumental silente colombiano, María, filmado en 1919 y exhibido por primera vez en 1922 en una función privada en Buga, fue una adaptación de la novela homónima de Jorge Isaacs, dirigida por Máximo Calvo Olmedo y Alfredo del Diestro (Caro Meléndez 23; Largometrajes colombianos en cine y video 1915-2006 21). De aquí en adelante, muchas de las novelas más exitosas tendrían su adaptación cinematográfica. Tal sería el caso de Cóndores no entierran todos los días (1984), dirigida por Francisco Norden y basada en la novela de Gustavo Álvarez Gardeazábal; Los elegidos (1984), dirigida por Sergio Soloviev y adaptada de la novela de Alfonso López Michelsen; La mansión de la Araucaima (1986), dirigida por Carlos Mayolo, adaptada de la novela de Álvaro Mutis; Crónica de una muerte anunciada (1988), dirigida por Francesco Rosi y basada en la novela de Gabriel García Márquez; Ilona llega con la lluvia (1996), dirigida por Sergio Cabrera y basada en la novela de Álvaro Mutis; La virgen de los sicarios (2000), dirigida por Barbet Schroeder y basada en la novela de Fernando Vallejo; Perder es cuestión de método (2004), de Sergio Cabrera y basada en la novela policial de Santiago Gamboa; Rosario Tijeras (2005), de Emilio Maillé y basada en la novela de Jorge Franco.8

Claro está que no todo el cine colombiano ha estado basado en la literatura, también se han producido múltiples guiones para el desarrollo exclusivo de los largometrajes. Entre ellos, vale la pena mencionar las aproximaciones al impacto del narcotráfico en películas como El Rey (2004), de Antonio Dorado; Sumas y restas (2004), de Víctor Gaviria; El trato (2005), de Francisco Norden; Soplo de vida (1999), de Luis Ospina y María llena eres de gracia (2004), de Joshua Marston, entre otras. Por su parte el periodo de La Violencia (1948-1958) también ha sido fuente de largometrajes como el ya mencionado Cóndores no entierran todos los días; Tiempo de morir (1985) de Jorge Alí Triana; Técnicas de duelo (1988), de Sergio Cabrera y Confesión a Laura (1991), de Jaime Osorio.

Según Eduardo Alfonso Caro Meléndez,

 

[e]s en 1941 cuando se produce el primer largometraje nacional parlante y argumental: Flores del valle dirigida por Máximo Calvo, quien se instala en Cali y funda, para la realización de este filme, la casa productora Calvo Films […] Flores es un ejemplo del realismo social que se había empezado a mostrar a través del cine; la realidad fílmica no estaba tan lejos de la realidad social que ésta representaba. Sin embargo, puesto que el cine nacional se veía enfrentado, en una lucha desigual, con el mexicano y el norteamericano, la producción nacional perdía terreno, quedaba cada vez más abandonada y contaba con menos apoyo financiero. (29-30)

 

A nivel literario, anterior al cine, entre las décadas de 1920 y 1940 se da una consolidación de la literatura nacional alrededor del Realismo Social que se caracteriza por la denuncia de los efectos de la industrialización, la aceleración de la economía en términos de exportaciones, explotación y el rápido crecimiento de las ciudades.

En este periodo se publican, por ejemplo, la muy conocida novela de José Eustasio Rivera, La vorágine (1924), y otras menos estudiadas como Toá. ­Narraciones de caucherías (1933); Mancha de aceite (1935), de César Uribe Piedrahita; Orú; aceite de piedra (1949), de Gonzalo Canal Ramírez, y Barrancabermeja. Novela de proxenetas, rufianes, obreros y petroleros (1934) de Rafael Jaramillo Arango, entre otras, que se encargan de denunciar los abusos de las compañías extranjeras frente a los habitantes de las regiones de donde se extraen materias primas como el caucho y el petróleo.

A partir de 1948 hay un cambio en las temáticas narrativas. Es decir, si en las primeras décadas del siglo XX la principal preocupación de la narrativa colombiana se enfocaba en los problemas económicos nacionales,9 a fines de los años cuarenta, las temáticas se volcaron sobre la violencia y en particular sobre la violencia bipartidista. A partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán (1948), se desató en el país una guerra civil que, aunque se ha visto transformada, no ha terminado aún. Sobre este periodo se han escrito poco menos de una centena de novelas que de alguna forma narran y denuncian esta guerra fraticida. El corpus narrativo se conoce como la Novela de la Violencia y vemos la transformación de la propaganda partidista a una estética de la misma violencia.

Sin embargo, entre las novelas del Realismo Social, las novelas de la Violencia y las narrativas publicadas a partir de la década de 1990 hay un diálogo que parece estar anclado —valga la redundancia— en la violencia. Violencia que, como hemos visto, desde finales del siglo XX quedó por completo ligada al sistema económico del narcotráfico. La experiencia de la violencia puede leerse como un continuo que se trasforma a través del tiempo. Como señala Jaime Alejandro Rodríguez, “[a] medida que el tiempo avanza, la violencia cambia de modalidad y de espacios. A la violencia partidista le sigue la violencia guerrillera de los sesenta y setenta y luego la del narcotráfico de los años ochenta y noventa”.

De alguna forma, las novelas contemporáneas se insertan dentro de un momento particular, donde violencia y narcotráfico son indivisibles. Por esta razón, el diálogo se da, tanto con las novelas de la Violencia, como con las novelas del Realismo Social, en tanto que la guerra civil no ha encontrado todavía un final y el narcotráfico se centra, como en las economías de enclave, en uno o varios productos de exportación: la cocaína, la heroína y la marihuana.10 No obstante, los contrastes también abundan. A diferencia del Realismo Social, la novela contemporánea desplaza su mirada de los medios de producción y tiende a centrarse en lo que podríamos llamar el mercadeo de los productos en la ciudad, o en las consecuencias del funcionamiento del mercado negro de las drogas.

El narcotráfico pone en escena aquello que aquí llamo exceso. La estética del narcotráfico en Colombia ha sido descrita por la arquitecta Adriana Cobo como

 

una estética ostentosa, exagerada, desproporcionada y cargada de símbolos que buscan dar estatus y legitimar la violencia […] [También] produjo una economía boyante y ficticia de la que hoy vemos ruinas y consecuencias; dejando como herencia visible una estética que ya todos podemos identificar a través de fachadas de portones griegos forradas de mármoles y enrejados dorados, carros estridentes y cuerpos de hombres engallados con oro y mujeres hinchadas de silicona […] Lo que es importante notar es que la estética del narcotráfico en Colombia ya no pertenece solamente al narcotráfico sino que forma parte del gusto popular, que la ve con ojos positivos y la copia, asegurando su continuidad en el tiempo y en las ciudades. La difusión de la estética del narcotráfico es una evidencia del vacío institucional colombiano: no hay un sistema de cohesión social más fuerte que sea una alternativa al modelo del poder y la justicia social que ha proporcionado el narcotráfico.

 

La capacidad de adquisición de la mafia puso en evidencia el precio de cualquier moral, el espectáculo de la opulencia, pero quizás lo más significativo fue la instauración de un régimen del terror. El exceso que derivaba del narcotráfico elegía el presente como tiempo dominante para someter al pasado y anular el futuro. Por esta razón, este exceso puede definirse como la inmediatez, la fugacidad y la descarga sin postergación. Este exceso de presente, en medio de una violencia generalizada, impide la articulación del futuro. El mañana representa la muerte, por eso esa adherencia al imperativo del aquí y el ahora, porque el futuro no existe y el pasado es irrecuperable.

Muchas de las novelas abordan la realidad desde diferentes perspectivas a través de varios personajes, utilizando la elipsis, la parodia, fragmentando y desarticulando el discurso lineal. En la mayoría de los casos, estas producciones se instalan en espacios fundamentalmente urbanos, a diferencia de los universos literarios garcía-marquianos en los que predominan los escenarios mítico-rurales o los momentos de entrada a la modernidad, como por ejemplo el Macondo de Cien años de soledad.11 No obstante, la ciudad ya no es vista como el lugar privilegiado para los encuentros, para el surgimiento de la comunicación, ni como origen de la civilización. La ciudad carga consigo la misma peste: llámese desempleo, crimen organizado, prostitución, enfermedad, etc.; lugar paradójico que ofrece todo y nada a la vez.

Las narraciones contemporáneas colombianas también se aproximan a los conflictos para pedirle cuentas a la historia. Juan Gabriel Vásquez, uno de los novelistas colombianos con más proyección, en una entrevista durante Bogotá 39, explica muy bien la manera como estas narrativas se aproximan a la historia:

 

[u]na de las ideas más extendidas con respecto a esta generación es que ha decidido no hacer lo que ya hizo el Boom, que fue el intento de explicar sus países, ¿no? Mediante la literatura, mediante la novela, y la idea de que entonces eso ha llevado a esta generación a una literatura más intimista, más psicológica en algunos casos, menos política. Yo creo que en mi caso, o bien soy un bicho raro dentro de la generación, o bien estoy llevando la contraria deliberadamente, o bien este es mi camino, esto es lo que me interesa. La literatura no es una cuestión sindical, no hay por que tener la misma opinión todos. Lo que me interesa hacer con una novela, lo que me parece que una novela es buena para hacer es explorar la manera en que los grandes acontecimientos, los acontecimientos con mayúscula de la historia de mi país pueden a influenciar las vidas pequeñas, las vidas minúsculas de cada persona. Es la relación entre la historia con mayúscula y las historias de individuos comunes y corrientes lo que me interesa como material literario y eso es lo que trato de hacer en mis novelas.

 

Una de las intenciones de este libro es precisamente recuperar una historia particular a través de lo que Vásquez llama “historias de individuos comunes y corrientes”. Vásquez no es la excepción dentro de lo que él llama su generación. Todas las narrativas que forman parte del corpus de este trabajo abordan la historia nacio­nal, a veces como contexto central y otras como ruido blanco, desde momentos particulares que pueden considerarse puntos de quiebre. Por tanto, muchas de las narrativas retoman “los acontecimientos con mayúscula” para reconstruir el pasado y potenciar una explicación del presente.

Generaciones mutantes, radioactivas, X, Y o Z, el nombre es lo que menos importa, en la narrativa colombiana de fines del siglo XX y principios del XXI, desde muchas perspectivas, aparece una rotunda representación de cuerpos residuales que se debaten entre el fracaso y la muerte. La muerte como un fin en sí mismo y también como opción última. Debajo de toda esa estética representada en la narrativa colombiana que muchos críticos señalan como light, aparecen varias realidades, para-realidades, se narra también la historia nacional, las historias paralelas y las microhistorias.

El primer capítulo de este trabajo funciona como una introducción a los cuerpos residuales. A través de las novelas La virgen de los sicarios, Rosario Tijeras, sus películas homónimas, Satanás y Scorpio City este capítulo articula la manera en que la violencia política, social y económica ha sido el terreno fértil para que los cuerpos residuales emerjan. El concepto de cuerpo residual, como veremos, no es una categoría fija y este trabajo no pretende llegar a una definición categórica. Su articulación está basada en una serie de carencias y por eso la caracterización toma la vía negativa en el sentido de que son más las faltas que las propiedades que se proponen como constituyentes de este concepto. El tiempo que rige al cuerpo residual es, como ya he mencionado, el presente. Los textos analizados en este capítulo proporcionan, de manera contundente, los elementos para entender la primacía del presente y la suspensión del pasado y del futuro.

El segundo capítulo, por su parte, desarticula la dicotomía presencia-ausencia para señalar la posición liminal de los cuerpos residuales. El corpus de este capítulo lo componen la novela de Santiago Gamboa Perder es cuestión de método (1997), el trabajo plástico de la artista Doris Salcedo y la novela de Mario Mendoza Scorpio City (1998) para analizar cómo este tipo específico de cuerpos son parte del generalizado proceso de reciclaje de los desechos. En términos generales y, sobre todo, teniendo como base el trabajo de Doris Salcedo, este capítulo invierte la función tradicional de los cuerpos residuales para articularlos como posibles elementos de recomposición del tejido social.

En el tercer capítulo, analizo tres textos narrativos Vida feliz de un joven llamado Esteban (1997), de Santiago Gamboa, El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince y Todo pasa pronto (2007), de Juan David Correa que se insertan dentro de la tradición literaria de la autoescritura y del Bildunsgroman. A través de los conceptos historia, imagen y tiempo se establecen posibles caminos hacia la memoria y la justicia.

Este libro piensa entonces a Colombia desde su cultura, su historia e intenta devolver una posibilidad, otra, para leer su (siempre cambiante) realidad. Todas las representaciones que aquí se analizan no solamente señalan un Estado obsoleto, un sistema judicial ineficiente, una carencia de instituciones sociales y políticas inclusivas, y el impacto penetrante de la economía de mercado, también señalan una serie de prácticas y de instituciones paralelas que sustituyen a las oficiales. En este contexto particular, gobernado más por la excepción que por la regla, emergen los cuerpos residuales.

En definitiva, Residuos de la violencia intenta abrir un espacio crítico y teórico para el análisis de un presente, renovado constantemente, que reconozca la presencia de un pasado cifrado en la ausencia y en la invisibilidad. Es una posible lectura de textos que interrumpen los discursos oficiales y, de esta forma, propone nuevas maneras de conceptuar y de entender esa colección de contradicciones que nombramos como la nación colombiana. Este proyecto articula las historias paralelas que estos textos representan, los cuerpos residuales que emergen y el abandono que se experimenta a raíz de las heridas de la guerra.

Cabe entonces preguntarnos si estas representaciones son en sí mismas productoras de violencia, si son fruto mismo de las condiciones de posibilidad o si son intervenciones de resistencia o subversivas. La industria cultural, al fin y al cabo, es una industria y, por lo menos en el campo de las letras, esta es una literatura de exportación, al igual que lo fue —y aún lo sigue siendo— el universo de García Márquez, o por qué no mencionar también la industria de la cocaína y la heroína. Todos los anteriores son productos que, a fin de cuentas, se mueven por las redes del consumo.

Propiedad privada, oferta, demanda, exportaciones, libre empresa, trabajos temporales, mano de obra y acumulación son todos términos que remiten al ­funcionamiento del mercado, y que en Colombia se desfamiliarizan al imponerse sobre productos tales como la cocaína y la heroína. Es por esto que las narrativas que le dan cabida a estos cuerpos residuales, y que abordan aquello que Baudrillard llama las canecas de la historia, pueden leerse como un reflejo siniestro de la ley del mercado, de los modos perversos de operación y deshumanización que se encuentran implícitos en el modelo original de las llamadas sociedades de consumo.

Capítulo 1
Cuerpos residuales: Exceso y vacío

 

 

 

Uno no necesita ninguna autorización para hacer cine negro. El film justifica los medios. Crimen organizado. Policía corrupta. Caos político. Prohibición de sustancias. Ajustes de cuentas. Terrorismo. Masacres. Paranoia. Impunidad total. Todos los colombianos conocemos esa historia. Vivimos todos los días una película de cine negro. Así como en Estados Unidos existió la Prohibición, en Colombia tuvimos la tolerancia a las drogas. Desde que Pablo Escobar nos maleducó al enseñarnos las primeras líneas, los colombianos perdimos todas las aspiraciones. Y los políticos, como de costumbre, aspiraron a más; ellos, con su olfato para el negocio (y el negociado), se metieron en el negocio del olfato. No vieron más allá de sus narices, por más que digan que todo se hizo a sus espaldas. Y nosotros, inocentes mortales, tuvimos que levantar la nariz y poner la cara, aunque se nos cayera de la vergüenza.

 

LUIS OSPINA, “Mi último soplo: ¿Qué es un soplo de vida?”

 

 

 

 

 

Uno de los momentos históricos clave del siglo XX en Colombia es el asesinato del candidato presidencial Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 —crimen que se cometió a plena luz del día y en el corazón de la capital—. Testigos oculares agarraron al asesino, lo lincharon y, ya sin vida, su cuerpo fue colgado en los alrededores del palacio presidencial. Gaitán se encontraba en plena campaña presidencial durante la IX Conferencia Panamericana y se perfilaba como el ganador de las elecciones de 1950. Aunque Gaitán se adhirió al Partido Liberal, no pertenecía a la oligarquía dominante, por lo que rompía con los esquemas de parentesco de los candidatos y los presidentes anteriores.

Tal como el historiador Forrest Hylton afirma:

 

Perhaps the simplest way of grasping the extraordinary character of the oligarchy is to list the kinship ties of its modern presidents. Mariano Ospina Rodríguez (1857-61) was the first self-declared Conservative President of Colombia […]; his son Pedro Nel Ospina held the same office in that of Baldwin (1922-26); his grandson Mariano Ospina Perez, in that of Attlee (1946-50). Alfonso López Pumarejo, the most significant Liberal President of modern times, was a contemporary of Roosevelt (1934-38 and again 1942-45); his son Alfonso López Michelsen, was president (1974-78) in the time of Ford and Carter. Alberto Lleras Camargo, another Liberal, was President in the days of the Alliance for Progress (1958-62); his cousin Carlos Lleras Restrepo during the Vietnam War (1966-70). The Conservative Misael Pastrana succeeded him (1970-74): twenty years later his son Andres Pastrana took up the reigns of power (1998-2002). If Presidential candidates as well as winners were included, the list would be yet longer (An Evil Hour: Uribe’s Colombia in Historical Perspective 53-54).12

 

De esta forma, el gobierno colombiano desde fines del siglo XIX se plantea como el funcionamiento de una empresa familiar donde los cargos van pasando de generación en generación por líneas de parentesco.

Al 9 de abril de 1948 se le conoce con el nombre del Bogotazo. Al diseminarse la noticia de la muerte de Gaitán la multitud enardecida se tomó las calles de la ciudad destruyendo numerosos edificios públicos y residenciales. Ni el gobierno, ni la policía pudieron controlar el caos. Este suceso produjo un cambio irreversible en la estructura urbana de la ciudad y en las relaciones entre los ciudadanos. El mismo término Bogotazo alude a un golpe, a una fractura y fue, en muchos sentidos, uno de esos momentos donde el vacío del poder habría podido permitir que lo inesperado surgiera y se subvirtiera el régimen de los antiguos sistemas. La violencia que se diseminó a lo largo y ancho del país encuentra un reflejo en la gramática que se generó para representar este golpe violento.

 

[I]n actuality, what happened was a nationwide outburst, with scenes of violence repeated not only in other large cities but also in small towns of heavy Liberal majority. The Puerto Tejadazo is illustrative. In Puerto Tejada, on the Cauca River south of Cali, enraged Liberals murdered some leading Conservatives, decapitated them, and then played soccer in the main plaza with the severed heads.13 (Bushnell 202)

 

El Bogotazo fue el suceso urbano más violento en la historia de Colombia del siglo XX.14 Jorge Eliécer Gaitán se enfrentó a la oligarquía desde una posición populista en momentos donde la democratización del poder no llegaba a sus niveles más radicales. Según el economista e historiador Salomón Kalmanovitz, “Gaitán desarrolla entonces una lucha por las aspiraciones popular-democráticas, en forma antagónica con respecto a la ideología y el poder dominantes” (400) y además intenta consolidar un partido independiente, pero su fracaso lo lleva a adherirse al Partido Liberal.

En términos políticos, el Bogotazo llevó a legitimar el bipartidismo en Colombia con lo que más adelante se conocería como el Frente Nacional —alternancia de los conservadores y los liberales en el poder—, excluyendo otros partidos políticos y, al mismo tiempo, conservando —o administrando— lo que otrora se designó como las hegemonías liberales y conservadoras que se habían visto desde 1898 hasta 1958.15 Este bipartidismo —o como diría Forrest Hylton, esta diarquía— ha perpetuado la exclusión de las demandas populares, sobreviviendo por más de cien años:

 

[W]hereas elsewhere mass mobilizations have created new parties, forced changes in policy, or overthrown governments, in Colombia neither urban populism nor social democracy has ever been allowed to emerge as a national force. Yet this is no dictatorship. With presidential elections held like clockwork every four years, Colombia’s constitutional democracy can boast the longest running two-party system in Latin America; despite the fact that the two factions have often shed each other’s blood, the classic political paradigm -structured, along Iberian lines, by an oligarchic division between Conservatives and Liberals-persists to this day.16 (An Evil Hour: Uribe’s Colombia in Historical Perspective 53)

 

El periodo del Frente Nacional establece la restricción explícita de cualquier otra fuerza política y la regencia de los periodos presidenciales entre el Liberalismo y Conservatismo.

Muchas de las teorías sobre lo que pasó ese nefasto 9 de abril se encuentran representadas en las novelas de la Violencia.17complot