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La justicia de transición: concepto, instrumentos
y experiencias

 

 

Isabel Turégano Mansilla

-Editora académica-

 

La justicia de transición: concepto, instrumentos y experiencias / Isabel Turégano Mansilla, editora académica.— Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2013.

xvi, 232 páginas.—(Colección Textos de Jurisprudencia)

 

ISBN: 978-958-738-423-9 (rústica)

ISBN: 978-958-738-424-6 (digital)

 

Derecho penal / Administración de justicia / Justicia transicional / Reparación (Derecho penal) / Derechos humanos / I. Título / II. Serie.

 

341.481  SCDD 20

 

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

 

amv Diciembre 06 de 2013

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

 

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Colección Textos de Jurisprudencia

 

©  2013 Editorial Universidad del Rosario

©  2013 Universidad del Rosario,
Facultad de Jusristrudencia

© 2013  Isabel Turégano Mansilla, Juan Ramón de Páramo Argüelles, Jerónimo Betegón Carrillo, Manuel Ollé Sesé, Jessica Almqvist, Alicia Gil Gil, Elena Maculan, Rafael Escudero Alday, Manuel F. Quinche Ramírez

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 Nº 12B-41, oficina 501 • Teléfono 297 02 00

http://editorial.urosario.edu.co

 

Primera edición: Bogotá D.C., enero de 2014

 

 

ISBN: 978-958-738-423-9 (rústica)

ISBN: 978-958-738-424-6 (digital)

 

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Ella Suárez

Diseño de cubierta: Lucelly Anaconas

Diagramación: Precolombi EU-David Reyes

Desarrollo Epub: Lápiz Blanco S.A.S.

 

Fecha de evaluación: 07 de noviembre de 2013

Fecha de aprobación: 06 de diciembre de 2013

 

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

 

 

 

 

Prólogo

Los conceptos de las ciencias sociales se construyen para explicar, ordenar y evaluar la realidad social y evolucionan conforme aquella va cambiando. El concepto de justicia transicional se ha ido construyendo en las últimas décadas como un enfoque de la justicia desde el que se abordan globalmente los problemas éticos, políticos y jurídicos que plantean las etapas de transición desde un pasado de graves violaciones de derechos humanos como consecuencia de regímenes dictatoriales o conflictos armados hacia un orden pacífico y democrático. Su origen puede retrotraerse a épocas mucho más lejanas, pero la atención específica a sus temas se intensificó en el periodo de la segunda posguerra y los juicios de Núremberg y Tokio, en los que la justicia penal se pone al servicio de la promoción internacional de los derechos humanos y el derecho humanitario. A finales de los años ochenta y durante la década de los noventa, el concepto se asocia a los procesos de rehabilitación y reconstrucción de Estados en contextos postconflicto, tratando de articular mediante este las exigencias políticas o pragmáticas de un cambio democrático con la solución de las cuentas con el pasado.

La importancia de abordar de modo específico las cuestiones implicadas en los periodos de transición desde la perspectiva de la justicia radica en que las violaciones generalizadas y sistemáticas de derechos humanos no solo afectan a las víctimas directas, sino al conjunto de la sociedad, que tiene que ser capaz de enfrentarlas reformando las instituciones que o estuvieron implicadas en su comisión o fueron incapaces de impedirlas. La base de una justicia de transición ha de ser una teoría de la democracia y los derechos, que se oriente a la reconstrucción institucional y social; pero, además, en su base está la exigencia de que los responsables rindan cuentas, que los hechos pasados sean conocidos y las víctimas auxiliadas. Y ello porque difícilmente se puede consolidar una democracia de calidad sobre la base del silencio y la impunidad. En esa tensión permanente entre los fines plurales de la reforma institucional y la restauración del imperio de la ley, la reconciliación social, la retribución y el castigo a los ejecutores, el derecho a la verdad y la reparación, se debate una aproximación a la justicia asociada a periodos de cambio.

En su sentido más estricto, se habla de justicia transicional para poner el relieve en el que un periodo de enfrentamiento civil o represión desde las instituciones no puede salvarse sin satisfacer las demandas justificadas de investigación y enjuiciamiento penal de las violaciones de derechos y de reparación a las víctimas. La insoportable gravedad de muchos de los crímenes cometidos durante largos periodos de luchas internas o represiones públicas demandan una atención prioritaria a la exigencia de responsabilidades y el restablecimiento de la verdad. Desde esta perspectiva, los estudios de justicia transicional se han centrado en analizar los modos de enjuiciamiento criminal y reparación formal, evaluando la capacidad de la justicia local para combatir la impunidad o, ante su incapacidad o incompetencia, la promoción de escenarios judiciales penales internacionales y analizando las posibilidades de instituir comisiones de la verdad y otras medidas que inviertan la tendencia al silencio y el olvido. Parte del debate sobre la justicia de transición, con importantes consecuencias para valorar la contribución del derecho penal a las transiciones, es si el fin de los enjuiciamientos penales es o bien la condena judicial y la reprobación social de los crímenes, o bien la prevención futura de hechos similares.

Desde una perspectiva más laxa, el adjetivo transicional aporta al concepto un sentido de excepcionalidad, pues este enfoque de la justicia aborda la adecuación y conveniencia de una pluralidad de medidas e instrumentos con la finalidad prevalente de facilitar la terminación del conflicto y la consolidación de la democracia y la paz. Se asume el carácter gradual o relativo de la consecución de cualquiera de los fines de la justicia de transición, en aras al fin último de la estabilidad o de la justicia futura. A partir de ese punto de vista, métodos alternativos a los procesos judiciales pueden considerarse más adecuados para tratar la complejidad de los conflictos y lograr una convivencia pacífica, con lo que se pueden justificar límites a la judicialización del conflicto para salvar la paz.

El debate acerca de la justicia versus la paz parece resolverse en los últimos años a favor de una concepción complementaria de ambas, al definirse un conjunto complejo de obligaciones derivadas de violaciones masivas de derechos que deben satisfacerse de modo coordinado en función de las circunstancias de cada caso. Como escribió Naomi Roht-Arriaza, “solo entretejiendo, secuenciando y acomodando múltiples vías a la justicia podría emerger de hecho alguna especie de justicia de mayor envergadura” (2006: 8). Por ello, la justicia transicional no puede ser una guía o catálogo de recetas universales descontextualizadas. La disciplina se ha ido nutriendo de las experiencias e ideas que se han ido desarrollando desde mediados del siglo pasado, aportando datos y propuestas a un debate inacabado y complejo en el que la apelación a la justicia ha de ser la guía que evite la parcialidad y la arbitrariedad en el compromiso global por abordar las consecuencias más graves de los conflictos y facilitar la coexistencia.

 

* * *

 

El presente libro es una iniciativa del Instituto de Resolución de Conflictos de la Universidad de Castilla-La Mancha para contribuir a ese debate desde una perspectiva esencialmente jurídica y, no obstante, amplia. El Instituto impulsa y desarrolla la investigación sobre el conflicto y su prevención, gestión y resolución desde una perspectiva general e interdisciplinar. El grave deterioro de las relaciones sociales, políticas y jurídicas tras la caída de un régimen autocrático o periodos de luchas internas ha sido uno de los objetivos de investigación del Instituto. Algunos de los ensayos que aquí se recogen tienen su origen en unas jornadas celebradas en noviembre de 2012 en Ciudad Real, que pretendieron servir de punto de encuentro y discusión sobre la justicia de transición entre algunos de los más destacados estudiosos sobre el tema en nuestro país y en el país en que se edita este libro, Colombia. La composición del volumen, como reunión de ensayos independientes, sirve al propósito de ofrecer y yuxtaponer temas y perspectivas diversas que alcancen muchos de los problemas que suscita la justicia en periodos de cambio, como la propia delimitación del concepto, el diseño de soluciones o el esclarecimiento de los procesos históricos.

La primera parte tiene como finalidad aportar elementos para precisar y dilucidar el concepto de justicia transicional, como complemento al enfoque empírico y descriptivo que, como ya señalará Jon Elster, han adoptado gran parte de los estudios sobre la materia. Las contribuciones de este apartado tratan de disolver algunos dilemas que subyacen a la justicia de transición, al aportar claves para un concepto complejo que siente las bases de un modelo teórico para los contextos de transición. El ensayo de Juan Ramón de Páramo parte de un concepto amplio de justicia transicional que abarca toda la variedad de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado de abusos a gran escala. Para el autor, esa variedad de procesos implica un entramado de problemas jurídicos, políticos, éticos y sociales que exigen preguntas y respuestas complejas, para las que la idea del derecho como un producto burocrático y normativo destinado al control de la organización de la sociedad civil y de las relaciones privadas es insuficiente. El ámbito de actuación de la justicia transicional, entre otros, pone de manifiesto lo sesgado de esta concepción, por otro lado dominante en la cultura jurídica occidental, porque, según el autor, en la aplicación de la justicia transicional se despliegan mecanismos instrumentales, simbólicos y políticos que quedan ocultos en una visión estrictamente formalista del derecho. Entre los tres planos que Páramo señala que marcan el funcionamiento del derecho y, en general, de los procesos de gestión y resolución de los conflictos —la retórica argumentativa, la burocracia normativa y la violencia institucionalizada— en el trabajo plantea el papel de la argumentación y la negociación en los procesos de transiciones políticas, y concluye que en estos las insuficiencias de la racionalidad deliberativa se incrementan y se requiere mayor recurso a la negociación y una mayor atención a las diversas circunstancias emocionales que permita incrementar el poder de acción de los más desprotegidos.

El ensayo de Jerónimo Betegón contribuye al análisis del dilema entre justicia y paz a partir de la consideración de la función de la pena y el modo en que su fundamento retributivo es compatible con el fin de la paz en los contextos de transición. La perspectiva transicional permite un enfoque nuevo del problema clásico de la justificación del castigo. Desde este punto puede apreciarse cómo los mecanismos propiamente retributivos se entremezclan y complementan con instrumentos de una justicia restaurativa, al igual que con medidas institucionales y administrativas, pues los principios que están en la base de la institución de la pena son diversos y parcialmente contradictorios. Los modelos posibles varían en función del compromiso que proponen entre las exigencias de enjuiciamiento, los derechos de las víctimas y la paz futura. Frente a la tendencia a incrementar la demanda de medidas retributivas ante la atrocidad de los crímenes pasados, los argumentos contenidos en alguna de las propuestas del llamado nuevo retribucionismo, así como los instrumentos que maneja la justicia restauradora, pueden ser útiles en la búsqueda de aquel compromiso.

A esa pluralidad de elementos y fines de los procesos transicionales, el trabajo de Isabel Turégano suma la diversidad de ámbitos desde los que afrontarlos. En su ensayo se analiza cómo la propia idea de justicia transicional es fruto del proceso de internacionalización de los instrumentos de resolución de conflictos y cómo ese fenómeno debe aprovecharse para suplir las insuficiencias de la política y del derecho internos en situaciones de debilitamiento de la autoridad del Estado y altos niveles de corrupción y violación de derechos. A partir de una concepción parcialmente integrativa del derecho nacional y el internacional, la autora propone los principios de deferencia y coordinación o colaboración para regir su interrelación e incrementar las posibilidades de una justicia de transición. El fundamento de tales principios depende de la posibilidad de reformular el concepto tradicional de soberanía, legitimar la actuación internacional y justificar democráticamente la transición. A las dificultades internas de tal empresa se une, según la autora, la falta de voluntad política de la comunidad internacional para afrontar los problemas globales que están en la base de muchos fracasos estatales. Solo si el derecho internacional asume un papel más activo que la mera subsidiariedad, podrán los Estados en crisis transitar hacia una convivencia democrática duradera.

La segunda parte recopila tres ensayos centrados especialmente en analizar cuestiones acerca de la valoración de los instrumentos y mecanismos orientados a satisfacer los fines de la justicia transicional. En concreto, se centran en evaluar la función del derecho penal en las transiciones y cómo la evolución del derecho internacional ha hecho de este un instrumento esencial de la justicia transicional. Sus propuestas apuntan en direcciones opuestas: si el primer ensayo se ajusta rigurosamente al conocido lema de no peace without justice, el último optaría más bien por abanderar el lema de “tanta justicia como paz lo permita”. El trabajo de Manuel Ollé supone un alegato para combatir y desterrar la impunidad de quienes han cometido graves violaciones de derechos humanos, considerándola un elemento perturbador de los procesos transicionales y obstáculo para alcanzar la paz y la reconciliación. Evitar la impunidad, sostiene, no es solo un fin justificado en sí mismo, sino en cuanto contribuye al fortalecimiento de la democracia y de los sistemas judiciales. Ollé analiza la aplicación del derecho penal en aquellos casos en que se ha imposibilitado legalmente la persecución de los crímenes. Al aportar referencias y datos básicos de los casos más relevantes en América Latina, el ensayo expone cómo la promulgación de “leyes de impunidad”, como las leyes de amnistía o decretos de indulto, o la cosa juzgada fraudulenta o devaluada, subvierten las obligaciones de los Estados y dejan indefensas a las víctimas, vulnerando el derecho internacional de los derechos humanos.

Jessica Alqmvist ofrece un relato del desarrollo de esta rama del derecho internacional y su relación con el derecho humanitario en tiempos de conflicto armado. La autora subraya las limitaciones que la configuración actual del derecho internacional plantea para la defensa de las víctimas de violaciones de derechos humanos, afirmando, no obstante, la disposición por parte de los órganos jurisdiccionales internacionales de interpretar el derecho internacional de derechos humanos y el derecho internacional humanitario de modo que puedan atender a las peticiones de estas víctimas.

De la forma en la que el desarrollo del derecho internacional ha condicionado el modo de concebir el papel del derecho penal en el mantenimiento del orden social se ocupa la contribución de Alicia Gil y Elena Maculan. Las autoras exponen cómo la evolución del derecho criminal internacional ha supuesto cambios importantes en el modo de concebir el fin básico del derecho penal, que ya no se centra esencialmente en la intimidación individual y la resocialización, sino en la prevención general, positiva y negativa, y que transforma la potestad de castigar en un deber del Estado y un derecho de la víctima. Frente a la tendencia que esos cambios conllevan expandir los límites del derecho penal, y dadas las limitaciones de la actuación efectiva de la justicia internacional, las autoras sostienen que la pluralidad y complejidad de los intereses en juego pueden hacer aconsejable optar por soluciones de compromiso que impliquen una renuncia a la persecución penal o su limitación en vía excepcional para obtener, a cambio, una mayor estabilidad social y una pacificación más duradera.

Por último, la tercera parte del libro recoge reflexiones críticas acerca de los procesos de transición de España y Colombia. Rafael Escudero asume una concepción estricta de la justicia transicional para desmontar la versión hegemónica de la transición española como proceso modélico y reivindica la adopción de medidas pendientes que permitan hacer efectivos, por fin, los principios de verdad, justicia y reparación. El trabajo repasa las medidas aprobadas desde los primeros años de la democracia hasta el momento presente y muestra que han respondido a motivaciones alejadas de las que alumbran la justicia transicional. Y el autor concluye que una transición basada en la amnistía, la amnesia y la equidistancia no pudo dar lugar a una democracia incluyente con las víctimas, respetuosa con su memoria y valores, y garantizadora de un sistema avanzado y comprometido con los derechos sociales, como resulta cada vez más evidente ante la actual realidad de la crisis. El caso español es un ejemplo de cómo las medidas de la justicia transicional pueden ser necesarias en sociedades que no estén formalmente en transición, en las que queda pendiente la cuestión de cómo resolver los restos de un pasado violento y, con ella, la generación de mayor confianza cívica y política y la consolidación de una mejor democracia.

Manuel Quinche analiza la articulación de los dos últimos procesos de negociación con grupos armados intentados en Colombia, con los paramilitares durante la administración de Álvaro Uribe y con los guerrilleros durante la administración de Juan Manuel Santos. El ensayo repasa los estándares de protección a las víctimas, el marco para la negociación, los límites de la justicia militar y los requerimientos de enjuiciamiento fijados al Estado colombiano por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en un reciente informe de la Corte Penal Internacional, para mostrar que existe la posibilidad real de una judicialización internacional de los procesos. La respuesta del Estado colombiano ha sido una reforma constitucional para fijar el marco jurídico para la paz que, según el autor, se debate entre la aparente defensa de los derechos de las víctimas y los estándares internacionales de protección y la intención real de establecer un proceso de impunidad técnica bajo la excusa de la paz.

El anterior recorrido permitirá al lector contar con un repertorio amplio de los temas y las perspectivas de la compleja justicia transicional. Bien es cierto que quienes escribimos este libro somos juristas y que esta posición puede distorsionar la percepción de la complejidad de las transiciones, al sobrevalorar el papel del derecho en la gestión y solución del conflicto. Pero sabemos que los problemas son más amplios y complejos y que implican cuestiones más básicas de justicia distributiva, dimensiones culturales y aspectos emotivos que exceden las formalidades jurídicas y que tienen un carácter menos transitorio y más estructural.

Nos sentimos agradecidos con todos los autores que colaboran en esta obra y que respondieron generosa y prontamente a nuestra invitación a participar con trabajos inéditos y notables, a aportar en un esfuerzo más por contribuir al debate serio y crítico sobre los difíciles problemas de las transiciones. Por encima de sus acuerdos y discrepancias, todos ellos han mostrado en su dedicación profesional la responsabilidad para avanzar hacia la justicia después de la barbarie.

 

Isabel Turégano Mansilla

Cuenca, 26 de mayo de 2013

 

Bibliografía

Roth-Arriaza, N. (2006). The new landscape of transitional justice. En N. Roht-Arriaza y J. Mariezcurrena (eds.), Transitional justice in the twenty-first century (pp. 1-16). Cambridge: Cambridge University Press.

 

 

 

 

Primera parte*

Aproximaciones a un concepto complejo de justicia transicional

*Los tres trabajos de esta primera parte se insertan en el marco del proyecto de investigación i+d Prevencion, gestion de conflictos y justicia transicional en situaciones de crisis, financiado por la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha (pii1i09-0175-5756).

 

 

 

 

 

 

 

1
Argumentaciones y negociaciones
en los procesos de transición política Juan Ramón de Páramo Argüelles

Juan Ramón de Páramo Argüelles

Universidad de Castilla-La Mancha

I

La proliferación de procesos de negociación y acuerdos de paz y las sucesivas “olas de democratización” que desde el último cuarto del siglo pasado cerraron largos periodos de regímenes autocráticos en el mundo han suscitado la pregunta sobre cuál debería ser el tratamiento de los crímenes y delitos cometidos en el pasado durante los procesos de transición en estas sociedades. Esta cuestión pone el relieve en el reto de garantizar la protección de los derechos de las víctimas de las agresiones, pero considerando las particularidades de estos procesos, y también en el de conseguir desenlaces favorables permanentes y estables (cese de hostilidades, vuelta a la vida civil de excombatientes, reinserción de los terroristas, normalización democrática, estabilidad política, etc.). Todo ello ha alimentado la discusión y la producción académica, en particular en las últimas dos décadas, acerca de las características, alcances y límites de la justicia en procesos de transición.

Es necesario considerar que cada proceso de transición tiene sus particularidades, en la medida en que los mecanismos jurídicos y políticos se definen de acuerdo con las características culturales, históricas y las motivaciones de los actores de las sociedades en las que se desarrollan. El Derecho no consiste solo en normas, sino que también consta de actitudes, comportamientos, instituciones, violencia, roles, razonamientos, etc. Santos (2009: 57) habla de tres componentes estructurales del Derecho: la retórica, la burocracia y la violencia, entidades que varían internamente, así como en sus articulaciones recíprocas e interdependientes. Los ámbitos jurídicos pueden entenderse como constelaciones de retórica (argumentaciones y negociaciones), burocracia (normas e instituciones) y violencia (amenazas, poder y fuerza). En ese sentido, existen peculiaridades en los procesos de transición de los Estados que han atravesado crisis democráticas, en cuanto rupturas de sus regímenes democráticos, como ocurrió con las dictaduras en América Latina. Así mismo, existen situaciones de conflicto armado o de guerras donde no solamente se presenta el quebrantamiento de las normas del Derecho internacional de los derechos humanos, sino también la conculcación de las normas del Derecho Internacional Humanitario, lo que promueve una gran variedad de instrumentos de la llamada geometría de la justicia transicional, que no es más que la existencia de un conjunto de mecanismos políticos, jurídicos y éticos que deben responder al necesario equilibrio entre los valores de la paz y de la justicia en el marco de un Estado social y democrático de Derecho. Y en este diseño, los tres planos señalados —la retórica argumentativa, la burocracia normativa y la violencia institucionalizada— marcan caminos insoslayables.

Desde el punto de vista de su finalidad, podemos decir que la justicia de transición abarca toda la variedad de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado de abusos a gran escala, con el fin de que los responsables rindan cuentas de sus actos, sirvan a la justicia y logren la reconciliación y estabilidad política. Se entiende que los mecanismos de la justicia transicional abordan la herencia de violaciones a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario durante la transición de una sociedad que se recupera de un conflicto o un régimen autoritario. Es decir, un entramado de problemas jurídicos, políticos, éticos y sociales que exigen preguntas y respuestas complejas. Los elementos estructurales del Derecho no siempre son analizados en sus complejas interrelaciones, debido a la centralidad del papel del Estado que tiende a aminorar el uso de la retórica y la violencia y a sobrevalorar la idea del Derecho como un producto burocrático/normativo destinado al control de la organización de la sociedad civil y de las relaciones privadas. Creo que el ámbito de actuación de la justicia transicional pone de manifiesto lo sesgado de esta concepción, por otro lado dominante en la cultura jurídica occidental, porque en la aplicación de la justicia transicional se despliegan mecanismos instrumentales, simbólicos y políticos que hacen saltar por los aires una visión estrictamente formalista del Derecho. Precisamente, en este breve ensayo me ciño a plantear algunas cuestiones referidas al campo retórico y argumentativo y a su relevancia en los procesos de transiciones políticas.

 

II

¿Qué papel desempeñan la argumentación y la negociación en estos procesos? Habría que recordar, como señala Elster (1999 y 2001), que las motivaciones humanas pueden quedar enmarcadas en tres categorías principales: el interés, una acción deliberada que obedece al cálculo de la elección racional; la pasión, motivación visceral que cubre una amplia red de deseos y emociones, y la razón, acción deliberada que no obedece al limitado cálculo racional, sino que extiende su campo de acción a finalidades más generales y menos dependientes de la maximización de los intereses particulares. Para la toma de decisiones en una sociedad democrática, las personas se pueden comunicar e interactuar estratégicamente mediante la argumentación, la negociación y, por supuesto, la votación, un procedimiento de agregación de preferencias unidireccional y meramente informativo. En los procesos de transición política que salen de situaciones críticas se usan con frecuencia negociaciones y argumentaciones. La negociación implica interdependencia estratégica y, con frecuencia, manipula la información mediante la tergiversación de las preferencias —uso estratégico de los valores de reserva— y ejerce la coacción negociable, mediante el ejercicio de amenazas y promesas con credibilidad. En cambio, con la argumentación se busca influir en la otra parte mediante un ejercicio persuasivo de intercambio de preferencias con transparencia informativa y apelaciones a la razón justificativa de las distintas pretensiones; pero ambos procesos no son compartimentos estancos, y es frecuente observar cómo se procede a usar argumentaciones estratégicas y racionales en procesos de negociación, con el fin de dotar de mayor estabilidad los acuerdos o compromisos alcanzados. Ni todo es manipulación en la negociación (sería absurdo pensar que el negociador no tiene en cuenta las pretensiones fundadas de la otra parte como razones que le obligan a racionalizar y fundamentar sus propias pretensiones) ni todo es diálogo desinteresado en las argumentaciones, donde los intereses estratégicos se superponen a los deliberativos de manera inconsciente o intencionada.

Es frecuente comprobar cómo la negociación se ha llevado la peor parte en el balance comparativo de la atribución de virtudes y defectos como mecanismo de resolución de conflictos. Frente a la carga positiva del diálogo y la deliberación, considerada esta una herramienta imparcial que construye espacios para la presentación de razones en un diálogo sincero, abierto, responsable y racional, la negociación se ha dibujado como un mecanismo manipulador de engaños y amenazas con frecuentes asimetrías y portadora de intereses parciales. ¿Así es como parece? ¿Son tan imparciales la naturaleza de los intereses en juego cuando hablamos de argumentación? ¿Tienen los sujetos como objetivo la comprensión recíproca y la búsqueda del consenso? ¿Son el bien común y la justicia sus argumentos específicos? Por el contrario, ¿es la mentira el estado mental propio de los negociadores? ¿Sus objetivos están solo están guiados por el éxito autointeresado y la manipulación de las percepciones? ¿Son los argumentos elementos excluidos conceptualmente del escenario de la negociación?

La respuesta a estas preguntas exige tener en cuenta una serie de presupuestos y consideraciones de carácter teórico. Creo que se pueden describir del siguiente modo:

En primer lugar, para que las comparaciones sean válidas y objetivas, se tienen que hacer bien entre las descripciones de dos realidades (la realidad de la argumentación en contextos políticos y jurídicos y la realidad de la negociación), bien entre dos modelos normativos, pero nunca pueden entrecruzarse ambos elementos. Un ejemplo histórico de esta metodología equivocada fue el modelo del ideal socialista, al compararlo con la defectuosa realidad del capitalismo vigente. El ideal normativo del socialismo, aun teniendo presentes los modelos frustrados de su implementación práctica, se comparaba con las disfunciones y perversiones del modelo de mercado realmente existente. Esta misma trampa retórica se lleva a cabo en la comparación de la deliberación como ideal regulativo y la negociación realmente practicada. No se deben entrecruzar las explicaciones y descripciones empíricas con los modelos normativos. Este error aparece también en el debate sobre las virtudes de la democracia deliberativa frente a los defectos de la democracia representativa.

En efecto, la democracia deliberativa se ha blindado ante el argumento de las dificultades de su implementación práctica mediante la calificación de su modelo como un ideal regulativo o un horizonte normativo que no tiene por qué rendir cuentas a su correcta o incorrecta plasmación institucionalizada (Martí, 2006; Ruiz Soroa, 2010). Las críticas que se dirigen a subrayar su inconsistencia con el funcionamiento de la democracia vigente, con la falta de compromiso y motivación de la ciudadanía, con sus perversiones y subproductos contradictorios, son desechadas porque se han admitido previamente por sus defensores. Si la democracia actual parece que está diseñada para no favorecer la deliberación y para desmotivar la participación ciudadana, esto no es ningún obstáculo para la bondad de una teoría que parece que no debe tener en cuenta sus posibilidades de realización práctica, esto es, ese complejo diseño institucional de normas, burocracia, retórica y violencia en el que consisten los ordenamientos jurídicos reguladores de la convivencia social.

Los modelos democráticos (Held, 2011) están constituidos por un entramado descriptivo y normativo de instituciones entrelazadas en difícil equilibrio. Los ideales regulativos no son modelos normativos y, por lo tanto, sus comparaciones no actúan en el mismo plano. Si quisiéramos considerar un ideal regulativo opuesto a la deliberación —sentimiento colectivo al resultado de la libre discusión en condiciones de simetría e imparcialidad— podríamos fijarnos en la idea de contrato, acuerdo interindividual entre seres racionales y autónomos provistos de información suficiente. A pesar de sus semejanzas, las diferencias entre un consenso racional fruto de un proceso cognoscitivo intersubjetivo argumentado (deliberación) y un acuerdo entre individuos autónomos fruto de su libertad intrasubjetiva (contrato) son evidentes. Para los deliberativistas, las virtudes de la comunicación mediante el lenguaje, como una instancia esencialmente argumentativa, representan ese modelo dialógico tan frecuentemente citado (Habermas, 1981), el cual no solo capacita el conocimiento del bien común; convierte a los ciudadanos participantes en más virtuosos. El bien no es fruto de la voluntad, sino del conocimiento, y este rejuvenecimiento del platonismo socrático se lleva a cabo mediante una razón dialógica colectiva argumentada intersubjetivamente. De manera que en la democracia deliberativa no puede haber compromisos de acuerdos de voluntades autónomas, sino asentimiento generalizado al fruto de la deliberación colectiva. Frente al contrato, pervertido por las deficiencias de los intereses privados y la asimetría de las posiciones, se opone la horizontalidad dialógica del consenso racional. Frente a las convenciones contingentes, falibles y perfectibles, se suelen enfrentar las convicciones argumentadas producto de la deliberación racional. Pues bien, con estos mimbres deliberativos, no creo que se pueda construir una buena teoría que asuma y reelabore la realidad. Se parece a los modelos de la economía construida por hipótesis, como el de la racionalidad del consumidor. Si los seres humanos adoptásemos una conducta de santos racionales, nos pondríamos de acuerdo de inmediato. No se puede menospreciar al contrato por sus carencias reales —que las tiene— y oponerle un consenso irreal. Juguemos a lo mismo, y así podremos aprovechar la crítica deliberativa para la mejora de los mecanismos democráticos como es la incorporación de la reflexión pública en todos los procesos de toma de decisiones para mejorar y refinar las opiniones y los intereses parciales.

En segundo lugar, hay que recordar que la negociación es un método de resolución de conflictos. Si se compara con el diálogo y la argumentación, debemos contemplar estos también como métodos de resolución de conflictos y no como simples deliberaciones que aunque versan sobre conflictos y discrepancias, no tienen la urgencia de su solución. En caso contrario corremos el riesgo de asignar al proceso de diálogo, como sucede en el caso del modelo de la democracia deliberativa respecto del modelo de la democracia representativa, ciertas virtudes sobre las que el proceso de negociación no puede decir nada. Una deliberación sin el límite del tiempo exigido para resolver un conflicto juega con ventaja. No es lo mismo el proceso deliberativo que puede darse en un tribunal que dilucida sobre la viabilidad o no de la alimentación forzada en una huelga de hambre de presos, que la discusión argumentada en un seminario universitario sobre la ponderación entre el principio de autonomía de la voluntad de los presos y el deber de tutela del Estado sobre las personas que están bajo su vigilancia penitenciaria. En el primer caso se trata de resolver un conflicto con el límite del tiempo, lo que altera su modo de proceder y la naturaleza de sus argumentos. En el segundo se trata de evaluar la justificación del mejor argumento y su ponderación respecto de otros principios.

En tercer lugar, sabemos que el lenguaje no es solo una instancia argumentativa, sino un instrumento de imposición, violencia y engaño. La argumentación no es una instancia exclusiva de generación de razones, sino también un instrumento que ampara sin razones y opiniones preconcebidas de forma retórica. Una defensa realista de la deliberación debería reconocer los límites que tiene en la arena de las luchas políticas por el poder y de conflicto de intereses. La defensa de privilegios enturbia las llamadas a la virtud, y aunque la participación y la deliberación pueden ser el mejor camino para paliar estas patologías, no por ello tenemos la seguridad de la bondad de su resultado. El lenguaje y su forma articulada por medio de discursos pueden ser un instrumento idóneo para el abuso de poder y logran su máxima eficiencia si son capaces de diseñar modelos mentales preferidos y marcos de referencia respecto de eventos específicos. El discurso es capaz de persuadir a las personas para que formen las representaciones sociales preferidas por las élites de poder. El papel que desempeña la cultura oficial como instrumento de control social es una de sus manifestaciones más obvias.

El discurso involucra el texto y el contexto. Controlar el discurso significa, ante todo, controlar el contexto: por ejemplo, la forma en la que se define el evento comunicativo, quién podría hablar y a quién, quién podría o debería escuchar, cuándo, dónde, etc. Dicho control del contexto está cuidadosamente organizado por los gabinetes de comunicación de los órganos políticos y empresariales. Las élites simbólicas tienen especialistas y departamentos de prensa especiales para organizar dicho control del contexto; esto se hace planificando el día, la hora y la ubicación precisas para dar ruedas de prensa, para seleccionar a los periodistas o a otras élites simbólicas, a efectos de organizar debates aparentemente neutrales y abiertos. Por ejemplo, los inmigrantes en Europa que sufren discriminación y racismo a diario no tienen acceso cotidiano a la mayoría de los periódicos y medios de comunicación para hablar de sus experiencias personales. De hecho, estas experiencias diarias ni siquiera son consideradas de interés periodístico en primera instancia —a menos que estén definidas como problemas para nosotros; por ejemplo, cuando estas experiencias son catalogadas como delincuencia—.

Así, controlar las propiedades del contexto es la principal forma en la que las élites dominantes controlan el discurso aparentando ciertas concesiones dentro de los límites de la discrepancia permitida. Un análisis crítico del lenguaje está relacionado con el poder, con el abuso de poder y con las formas de desigualdad social e injusticia que son las consecuencias de dicha dominación discursiva. El poder está relacionado con el control, y controlar el discurso es importante porque, de esta manera, podemos manipular las representaciones mentales de las personas y controlar indirectamente sus acciones, incluidos sus discursos. Comprender el discurso involucra la formación o el cambio de modelos mentales; además, la persuasión y la manipulación aluden a que somos capaces de controlar dichos modelos mentales a través de nuestro discurso. Más importante que controlar los modelos mentales de eventos específicos es controlar las representaciones sociales generales incluyendo las ideologías básicas que de grupos, países, organizaciones e instituciones.
De hecho, el objetivo último de la dominación discursiva es controlar las representaciones sociales de las personas y por esta vía las futuras acciones que están basadas en dichas representaciones. Así, si el discurso es capaz de controlar las representaciones mentales de las personas, un análisis crítico del lenguaje necesita estudiar también la manera en la que los discursos por sí mismos son controlados, quién los controla, quién tiene acceso preferencial a ellos y cómo los contextos y las estructuras de texto también pueden ser controlados.

Además, se deben explicar cuáles son las estructuras del discurso que tienen más tendencia a afectar las representaciones mentales preferidas por las élites de poder. Una de las estrategias más comunes es la de la polarización “dentro del grupo/fuera del grupo”, a través de una representación positiva de nosotros y una representación negativa de ellos; esto ocurre en todos los niveles de la estructura del discurso, desde los temas generales y los significados locales hasta las formas y formatos del texto y el habla. Una vez que comprendemos estos mecanismos básicos de dominación discursiva, estamos mejor equipados para analizarlos críticamente, denunciarlos y resistirlos, así como desenmascarar la retórica neutral de la argumentación política.

En cuarto lugar, las resoluciones de conflictos no son el resultado del conocimiento, sino del fruto de la voluntad. El presunto intelectualismo de las democracias deliberativas y su sobrevaloración de la argumentación no tiene en cuenta que el valor moral del proceso de una decisión no depende de su calidad cognitiva, sino que deriva de un factor volitivo, como es la obligación moral de respetar la autonomía moral de los interesados. Una cosa es el momento reflexivo, y otra, el momento de las decisiones. Aunque las democracias deliberativas pueden ser definidas ampliamente como una comunicación que induce a la reflexión sobre las preferencias, los valores y los intereses, de un modo no coercitivo, en realidad la democracia deliberativa es una subcategoría de la deliberación que exige una decisión vinculante. Y las decisiones vinculantes están impregnadas de limitaciones contextuales que obligan a abandonar rápidamente la posición del mejor argumento.

En quinto lugar, las teorías de la democracia deliberativa rechazan el modelo de la negociación, porque en este se manifiestan con toda su crudeza los aspectos más contingentes del ser humano (regateos, amenazas, engaños…); pero tomarse en serio la autonomía de los sujetos que intervienen en procesos de justicia transicional conlleva abandonar la idea de que los procesos deliberativos se acercan mucho a las demostraciones racionales de búsqueda de la verdad, en lugar de llegar a acuerdos de compromiso. La moderna psicología cognitiva ha evidenciado los múltiples sesgos que invaden los procesos de tomas de decisiones y que conducen a decisiones irracionales e ineficientes (se puede ver por todos el principal aporte de Daniel Kahneman a la ciencia económica, que consiste en el desarrollo, junto a Amos Tversky, de la denominada teoría de las perspectivas, según la cual los individuos toman decisiones, en entornos de incertidumbre, que se apartan de los principios básicos de la probabilidad). A este tipo de decisiones lo denominaron atajos heurísticos (Kahneman y Tversky, 1974).

Los diferentes sesgos que distorsionan nuestros juicios, como los de representatividad, disponibilidad, anclaje y polarización, parece que nos ofrecen razones para desconfiar de las posibilidades de deliberación de los ciudadanos. Un ejemplo: uno de los resultados empíricos más mencionados, la llamada ley de polarización de grupos, demuestra que después de una deliberación entre individuos que comparten moderadamente ciertas ideas, es frecuente que acaba por imponerse la versión más radical y fanática del punto de vista que los une (Sunstein, 2009). En tales situaciones se impone un sesgo de confirmación, una disposición a recoger solo argumentos y datos favorables a nuestras creencias y opiniones. En torno a ese sesgo se añaden otras dinámicas patológicas (Ovejero, 2008): filtros informativos que nos inducen a fijarnos solo en los datos compatibles con las ideas compartidas con el grupo; procesos de simplificación que se retroalimentan porque las opiniones se dan por buenas y no se someten a prueba; acumulación de razones a favor de puntos de vista no contrapesados o corregidos por opiniones contrarias, etc. Todo esto induce a pensar que en la discusión real no se busca la verdad, sino convencer al otro de que uno tiene razón: y esto se acentúa más en la defensa que los expertos hacen de sus razones, esto es: cuanto mayor conocimiento tenemos, mayor es nuestro sesgo confirmatorio. El investigador acostumbrado a mirar desde su marco de referencia es incapaz de escapar al esquema conceptual y cognitivo del que parte (Goffman, 1974).

En las decisiones políticas los intereses enturbian los procesos deliberativos de dos maneras. Las fuertes asimetrías informativas entre los expertos y los ciudadanos, incluso entre los técnicos y los políticos, determinan que los políticos estén subordinados a técnicos que les enmarcan los problemas y, por lo tanto, buena parte de las soluciones. Los técnicos monopolizadores de la información gestionan el peso y la prioridad de los problemas y sus contrapartidas presupuestarias, por lo que es determinante la defensa corporativa de sus intereses endogámicos. Además, el interés acaba afectando al proceso mismo de argumentación. Los sesgos cognitivos aparecen en la producción de los argumentos antes que en su análisis. Evaluamos mejor los argumentos de los otros que a nosotros mismos (Elster, 1998 y 2001).

Por último, creo que los defensores radicales de la deliberación y la argumentación sobrevaloran el consenso como estado ideal: se contempla a los ciudadanos más como jueces desapasionados de un problema epistémico que como seres reales portadores de intereses en conflicto. Pero intuyo, en cambio, que el disenso es la regla y el consenso es la excepción. El disenso es fundamental para evitar la tendencia a la conformidad, lo que priva a los ciudadanos de información. El consenso tiene efectos perversos: la información se imparte por las acciones y los enunciados de otros y el deseo de tener buena reputación lleva a la conformidad, a la inmersión en cascadas sociales de imitación y emulación acrítica y, lo que es más grave, a la polarización social, esto es, a las tomas de posición extremas que justifican las tendencias previas a la deliberación (Sunstein, 2005). Cuando no hay suficiente pluralidad y manifestación de divergencia de opiniones, el razonamiento se deja llevar por la sobreconfianza y por la acumulación unilateral de argumentos. El compromiso es creativo, el consenso adormece: la política puede verse contemplada como un ejercicio humilde de negociación y cesión entre participantes discrepantes, que estimulan su creatividad precisamente en su mutua cesión. Cada uno apuesta por lo suyo y vigila los fallos de los demás. Una de las grandes ventajas de la negociación es que las partes en disputa pueden aceptar el compromiso sobre la base de diferentes razones, a diferencia del consenso de la deliberación que debe descansar aparentemente en razones que convencen a todas las partes del mismo modo. La pregunta que está implícita es que si no llega a un consenso, ¿quién y cómo se decide?

En la práctica real de las democracias ningún proceso de toma de decisiones se resuelve mediante un modelo de negociación puro o un modelo de argumentación puro. No son procesos aislados, se afectan mutuamente. No son excluyentes. Existen argumentaciones estratégicas y negociaciones deliberativas, como es la convergencia de intereses aparentemente conflictivos en un resultado coherente por carencia de información, los acuerdos con fundamentos teóricos incompletos (acuerdos aceptados por distintas razones), las negociaciones integradoras creadoras de valor o las negociaciones distributivas plenamente cooperativas (en realidad se trata de compromisos en alcanzar acuerdos con alguna cesión). Todos estos procesos han sido estudiados y comprobados empíricamente, por lo que no me detendré en su análisis (Mansbridge, 2009; Mansbridge et al., 2010).

Si tenemos en cuenta las anteriores consideraciones, podríamos abordar el papel que cumple la argumentación y la negociación en las transiciones políticas de manera más coherente.

 

III