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      Crisis económica. La globalización y su impacto en los Derechos Humanos.—Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, Facultad de Jurisprudencia, 2014.

XII, 240 páginas.—(Colección Textos de Jurisprudencia)

ISBN: 978-958-738-453-6 (Rústica)

ISBN: 978-958-738-454-3 (Digital)

Derechos humanos / Globalización / Derechos civiles / Desarrollo económico / Derecho comercial / Derecho social / I. Lloredo Alix, Luis / II. García-Matamoros, Laura Victoria / III. Ribotta, Silvina / IV. Galvis Castro, Felipe / V. Cortés Nieto, Johanna del Pilar / VI. Título / VII. Serie.

341.481  SCDD 20

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

amv Marzo 12 de 2014

 

Crisis económica

La globalización y su impacto
en los Derechos Humanos

Luis Lloredo Alix,

Laura Victoria García Matamoros,

Silvina Ribotta,

Felipe Galvis Castro,

Johanna del Pilar Cortés Nieto,

Rodolfo Gutiérrez Silva,

Alberto Iglesias Garzón,

Édgar Iván León Robayo,

Eduardo Varela Pezzano

 

María Eugenia Rodríguez Palop

María Teresa Palacios Sanabria

-Editoras académicas-

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Colección Textos de Jurisprudencia

 

 

©  2014 Editorial Universidad del Rosario

© 2014 Universidad del Rosario, Facultad de Jurisprudencia

© 2014 María Eugenia Rodríguez Palop, María Teresa Palacios Sanabria, Luis Lloredo Alix, Laura Victoria García Matamoros, Silvina Ribotta, Felipe Galvis Castro, Johanna del Pilar Cortés Nieto, Rodolfo Gutiérrez Silva, Alberto Iglesias Garzón, Édgar Iván León Robayo, Eduardo Varela Pezzano

 

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 Nº 12B-41, oficina 501 • Teléfono 297 02 00

http://editorial.urosario.edu.co

 

Primera edición: Bogotá D.C., julio de 2014

 

ISBN: 978-958-738-453-6 (Rústica)

ISBN: 978-958-738-454-3 (Digital)

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: Rodrigo Díaz Lozada

Diseño de cubierta: Álvaro Bernal

Diagramación: Martha Echeverry

Desarrollo ePub: lápiz Blanco S.A.S

 

 

Impreso y hecho en Colombia
Printed and made in Colombia

 

 

LIBRO RESULTADO DE INVESTIGACIÓN

 

Fecha de evaluación: 17 de marzo de 2014

Fecha de aceptación: 21 de mayo de 2014

 

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo por escrito de la Editorial Universidad del Rosario.

Introducción

Los catálogos de derechos humanos consagrados en los instrumentos internacionales, así como aquellos reconocidos en los textos internos de los Estados, se encuentran en permanente evolución. Debido a ello, el estudio de la fundamentación, de la interpretación de los derechos por vía jurisdiccional y el análisis sobre el marco jurídico existente para comprender, son de suma importancia toda vez que el ordenamiento normativo se enfrenta a permanentes retos que en diversas ocasiones cuestionan la eficacia de la norma jurídica.

La obra titulada Crisis económica. La globalización y su impacto en los derechos humanos tiene como propósito plantear las reflexiones contemporáneas que desde diversas áreas del derecho se proyectan como desafíos a la conceptualización, reconocimiento y exigibilidad de los derechos humanos, concebidos desde una perspectiva amplia y flexible.

El texto representa, además, un esfuerzo académico por cristalizar las relaciones existentes entre el Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid y la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Este objetivo fue el que convocó a los profesores de las dos instituciones a participar de esta obra colectiva con disertaciones en torno a temáticas que proponen interesantes cuestionamientos a la concepción tradicional de los derechos humanos.

De este modo, se presenta a los lectores una obra novedosa y colaborativa,  compuesta por ocho capítulos fruto de las contribuciones académicas de los profesores de las dos instituciones mencionadas. En el primero de ellos, titulado “‘El pueblo es el acreedor universal’: una crítica democrática y social al paradigma neoconstitucionalista en el contexto de la globalización”, se expone una interesante reflexión en torno al aparente advenimiento del neoconstitucionalismo como resultado del retroceso en las condiciones del Estado social y democrático de Derecho.

En el segundo capítulo, “Una mirada del sistema multilateral de comercio en función del desarrollo”, se presentan unas críticas a las actuales reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y, a su vez, se propone la necesidad de que se adopten reformas en función del derecho al desarrollo. Por su parte, en el tercer capítulo, “Pobreza y justicia social. Sobre verdades incómodas y realidades innegables”, se desarrolla un profundo análisis del concepto de pobreza y de los devastadores efectos de esta en el ejercicio de los derechos de las personas. En el cuarto capítulo, “Restricciones presupuestales y protección judicial de derechos económicos, sociales y culturales: el debate en Colombia”, se esboza el menoscabo que en materia de protección de derechos económicos, sociales y culturales experimentan los Estados como resultado de las crisis económicas mundiales, y se analiza, en particular, el caso colombiano.

Por otra parte, en el apartado “Debates sobre la integración de los derechos humanos y las estrategias de desarrollo”, se presenta la discusión teórica existente entre la inclusión de los derechos humanos en los planes de desarrollo de los Estados y el discurso propuesto por las entidades financieras y las agencias de cooperación internacional.

Enseguida se aborda uno de los temas centrales de la agenda de las Naciones Unidas para la erradicación de la pobreza en el marco de los Objetivos del Milenio, con la contribución titulada “Los programas de transferencia desde un enfoque de derechos”.

Finalmente, se concluye con dos reflexiones asociadas a los derechos civiles y políticos y que resultan bastante ilustrativas: “Un click, un voto? El datamining como herramienta metapolítica” y “Los derechos a la intimidad y ‘habeas data’ frente a las amenazas tecnológicas de Internet”. En ambos trabajos se proponen visiones críticas al modo en el que las nuevas tecnologías han incidido en el ejercicio de los derechos.

La publicación de cualquier libro colectivo exige un esfuerzo de coordinación considerable, y el que ahora presentamos no ha sido una excepción. Superar las barreras geográficas, las franjas horarias y las diferencias culturales ha sido uno de los retos más ricos que hemos afrontado en este trabajo, pero lo cierto es que, a la vista de estos textos, puede decirse que lo hemos superado con notable éxito. Este proceso de encuentros y reencuentros ha sido muy fructífero y formativo para todos/as nosotros/as. Esperemos que para nuestros/as lectores/as resulte también interesante.

María Eugenia Rodríguez Palop

Profesora Titular

Universidad Carlos III de Madrid

María Teresa Palacios Sanabria

Profesora de Carrera Académica

Universidad del Rosario

“El pueblo es el acreedor universal”: Una crítica democrática y social al paradigma neoconstitucionalista en el contexto de la globalización*

Luis Lloredo Alix**

* Este trabajo se ha realizado gracias al Proyecto Consolider-Ingenio 2010: “El tiempo de los derechos”, CSD 2008-00007 (HURI-AGE) y del Proyecto “Los derechos humanos en el s. XXI. Retos y desafíos del Estado de derecho global” (DER 2011-25114).

** Doctor por la Universidad Carlos III de Madrid y profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Chile.

El pueblo es el acreedor universal

María Zambrano1

1. Usos y abusos del concepto de paradigma

Desde los años sesenta del siglo XX, el concepto de paradigma ha ido ganando en número de adeptos, hasta convertirse en un término de moda en diversos círculos intelectuales. Aunque su primera utilización filosófica data del siglo V antes de nuestra era, cuando Platón lo empleó para caracterizar a las formas puras del conocimiento, no ha sido hasta el siglo XX cuando se ha empleado de manera generalizada.2 Hoy en día lo utilizan los filósofos, los sociólogos, los economistas y hasta los periodistas –por citar solo alguno de los gremios donde más lo solemos encontrar– para referirse de forma un tanto ambigua a periodos o etapas en el desarrollo de una idea o una institución, o bien para referirse a la existencia de concepciones culturales diversas.

Así es como a menudo se nos habla del paradigma estructuralista, el paradigma postindustrial, el paradigma capitalista o el paradigma del common law, pero también de “paradigmas culturales heterogéneos”, para aludir a las diferencias entre la cultura occidental y las orientales. Aunque, sin duda, a quienes más nos gusta este concepto es a los filósofos, que muchas veces lo usamos de forma abusiva. El teórico del derecho John Riddall, con esa ironía desenfadada y a la vez flemática del pensamiento anglosajón, ha dicho que “algunos filósofos, que aprenden de los sociólogos, prefieren usar en lo posible palabras poco comunes en lugar de las que son inmediatamente reconocidas. Así, «societario» se prefiere a «social», «paradigmas» a «ejemplos», «caracterizados» a «descritos»”.3

Pese a que Riddall quería achacar el origen de este mal a los sociólogos, lo cierto es que los filósofos no les vamos a la zaga. No solo se nos llena la boca con la noción de paradigma –más rimbombante que palabras humildes como “ejemplo”, “concepción” o “teoría”–, sino que constantemente estamos proclamando el derrumbe y el surgimiento de viejos y nuevos paradigmas, marcando rupturas con el pasado y situándonos a nosotros mismos en el albor de nuevas épocas.

De esta peligrosa deriva se dio ya cuenta el padre de la criatura, el filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn, que utilizó el concepto de paradigma de manera sistemática y consciente en la obra que le hizo célebre: La estructura de las revoluciones científicas. En este libro, en el que Kuhn se propuso estudiar la forma en que se desarrollan ciencias naturales como la física o la química, la idea de paradigma le servía para designar el conjunto de creencias y presupuestos metodológicos que atesoran los científicos de una determinada época para desenvolver su actividad científica. Se trataría, según Kuhn, de una suerte de cosmovisión conforme a la cual trabajan los integrantes de una disciplina en concreto, experimentando con las posibles consecuencias que deberían derivarse de la teoría que manejan y profundizando en los detalles que aún les restarían por conocer.

Un ejemplo para entender a qué se refería es el de la visión geocéntrica del universo, en función de la cual trabajaron los astrónomos durante siglos, añadiendo nuevos planetas, estrellas y sus correspondientes órbitas a medida que los instrumentos de observación se perfeccionaban y los científicos podían ver mejor y más lejos. Este proceso continuó a lo largo de varios siglos, incorporándose ajustes ad hoc o excepciones cada vez que un nuevo descubrimiento no encajaba bien en el paradigma, hasta que el modelo fue tan abigarrado que parecía evidente su obsolescencia. Se entró así en lo que Kuhn denomina un periodo prerrevolucionario, en el cual un grupo de investigadores empezó a apostar por una visión alternativa a la hegemónica. Y así fue como, gracias a la presión ejercida por Galileo, Copérnico, Kepler y muchos otros astrónomos, terminó por imponerse un nuevo paradigma: el heliocentrismo.4

Así las cosas, podría pensarse que la noción de paradigma es redundante, ya que tales fenómenos pueden explicarse mediante palabras clásicas como teoría o modelo: “la teoría heliocéntrica”, el modelo “geocéntrico” y así sucesivamente. De hecho, como anunciaba al principio del párrafo anterior, el propio Kuhn terminó dándose cuenta de los abusos que se estaban produciendo en la comunidad filosófica y científica al utilizar dicho concepto en contextos y con finalidades de lo más heterogéneo, así como de las imprecisiones que él mismo había cometido al manejarlo en su obra. Una de sus críticas, Margaret Masterman, escribió un célebre artículo en el que censuraba la pluralidad de significados que Kuhn parecía atribuir al concepto de paradigma en La estructura de las revoluciones científicas, llegando a contar hasta veintiuno.5

A partir de ese momento, y tras reconocer la vaguedad del término, Kuhn se propuso usarlo de forma más selectiva, pero reafirmando la validez de su teoría, que se sostenía aun en el caso de que no se empleara compulsivamente la noción de paradigma.6 Más allá de las consideraciones del propio Kuhn al respecto, lo cierto es que el concepto se ha independizado de su autor y es manejado con recurrencia por parte de científicos de diversas ramas, incluidas las disciplinas sociales y humanísticas.7 En este sentido, creo que la idea de paradigma sigue mereciendo atención y que sigue siendo útil e interesante para explicar la naturaleza y la evolución del conocimiento.

Ahora bien, ¿qué novedad aporta la noción de paradigma en contraste con la de teoría, modelo o concepción? ¿Por qué y cuándo conviene utilizarla en lugar de estas? Tomemos el ejemplo del heliocentrismo y el geocentrismo. Se trata de paradigmas, y no de teorías a secas, porque tanto el uno como el otro se constituyeron, en sus respectivas épocas, como dos grandes formas de percibir y de estructurar la realidad, que no solo afectaban al trabajo de los científicos profesionales, sino también al imaginario social, al resto de esferas de la cultura y, por supuesto, al ámbito de la política. Este es un aspecto que apenas dejó apuntado el propio Kuhn, pero que está ampliamente desarrollado en la obra de un contemporáneo que manejó una idea similar a la de paradigma, publicando sus obras casi en la misma fecha en que lo hizo Kuhn. Me refiero a Michel Foucault y su noción de episteme.8

De acuerdo con Foucault, las epistemes son estructuras del conocimiento que se infiltran en lo más hondo de las mentalidades y que se proyectan en todas las esferas de la actividad humana, desde la producción científica o cultural hasta la política y la vida social. Todo ello, por supuesto, sin que apenas nos demos cuenta de lo que está ocurriendo, tal y como ocurre con la ideología: tanto si asumimos la retórica de los idola de Francis Bacon, como si preferimos la noción marxista de falsa conciencia, es un hecho que el conocimiento de la realidad no se adquiere de manera incorrupta, sino que siempre está enturbiado por condicionantes lingüísticos, sociales o culturales.9 La episteme de Foucault sería el conjunto de todos esos condicionantes que se instalan inevitablemente en la conciencia de una época.

Un buen ejemplo para entender esto nos lo ofrece el propio Foucault en un texto donde estudió la aparición del pensamiento “genealógico” en tres autores enormemente dispares: Marx, Freud y Nietzsche. Pese a provenir de disciplinas heterogéneas, ideas políticas distintas e intereses dispares, todos ellos coincidieron en plantear su trabajo en clave genealógica, es decir, estudiando la génesis última de los fenómenos de los que querían dar cuenta: Marx a través del materialismo histórico, Nietzsche mediante las etimologías y Freud gracias al análisis de la evolución de la psique. Pese a las enormes diferencias que existen entre estas tres orientaciones –motivación política, filosófica y clínica–, todas ellas revelan la obsesión compartida de una época, la del historicismo, por plantearse el conocimiento en clave histórico-genealógica.10

Este punto de vista se refleja también en áreas como la lingüística, donde por primera vez se planteó la teoría del indoeuropeo, según la cual habría existido una protolengua original, de la que se habrían desgajado poco a poco los demás idiomas que componen hoy el mapa lingüístico europeo. Esta visión genealógica de las lenguas, que hasta entonces se habían estudiado siempre en clave sincrónica, es otro ejemplo para ver cómo el conocimiento y la percepción de la realidad se empezaron a plantear en términos historicistas; una propensión que hoy está instalada en nuestra conciencia –miramos al mundo en clave histórica y siempre que queremos estudiar un fenómeno nos remitimos a sus orígenes– pero que tiene fecha de nacimiento. De hecho, incluso las ciencias de la naturaleza se vieron impregnadas por el paradigma historicista.

La teoría de la evolución de Charles Darwin, que rompía la creencia en la inmutabilidad de las especies y que explicaba las características de estas en función de su desarrollo temporal, iba en la misma línea genealógica. Y la teoría de los cambios geológicos de Charles Lyell, que entendía las transformaciones de la superficie terrestre como un devenir ininterrumpido –y no como fruto de la creación divina o de acontecimientos catastróficos recurrentes– también debe entenderse como manifestación del paradigma historicista.11

Lo interesante de estos fenómenos es que tienen lugar de forma inadvertida y que resultan difíciles de captar por los propios contemporáneos. En el fantástico diccionario en imágenes de la filosofía occidental de Ubaldo Nicola, pueden encontrarse algunos ejemplos notables de este proceso. El primero que me gustaría traer a colación tiene que ver con dos representaciones anatómicas del ojo humano que se elaboraron en la baja edad media, pero partiendo de tradiciones religiosas y culturales distintas. La primera, procedente de la Europa cristiana, muestra las partes del ojo a través de esferas que se superponen o que se disponen en círculos concéntricos; la segunda, extraída de un tratado médico árabe, describe los mismos elementos, pero basándose en el patrón de la media luna.12

Más allá de las evidentes connotaciones religiosas en ambos modos de representar la anatomía humana, el primero de los modelos –el de las esferas– está elaborado en concomitancia con la representación circular del universo, que también era característica de la época medieval y moderna –hasta Kepler– y que se propagó por un buen número de áreas de la cultura.

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Representaciones del ojo humano en el mundo árabe y el mundo cristiano (s. XIV). Ambas describen las mismas partes y propiedades, pero desde paradigmas culturales notablemente distintos: mediante el modelo de las medias lunas en el caso árabe y mediante esferas en el cristiano.

El segundo ejemplo que me gustaría mencionar está relacionado con el anterior y creo que sirve para constatar cómo los paradigmas no solo atañen a la historia de las ideas filosófico-científicas, sino que se trasladan al mundo de la política y a las formas de conciencia social en su conjunto. La querencia occidental por el esquema circular, en efecto, sirvió también para refrendar teorías y prácticas políticas, como lo demuestra una ilustración del siglo XVI, en la que la reina Isabel I de Inglaterra aparece coronando una esfera de esferas –a la que se denomina sphaera civitatis– que es equivalente a la representación ptolemaica del universo, y en la que cada círculo concéntrico aparece ribeteado por una de las virtudes y las características del buen gobierno.13

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Representación del universo (s. XVI), elaborada en el contexto del absolutismo inglés. Isabel I aparece coronando una esfera de esferas, en la que puede leerse lo siguiente: “Isabel, reina de Inglaterra, Francia e Irlanda, y defensora de la fe por la gracia de Dios”. Debajo, en círculos concéntricos, se señalan las virtudes del buen gobierno: majestad, prudencia, fortaleza, religiosidad, clemencia, elocuencia y abundancia.

La cuestión que me interesa recalcar de todo esto se refiere a la inconsciencia de estos fenómenos. Evidentemente, el artista que diseñó la citada representación isabelina lo hizo con un ánimo deliberado de ensalzar a la monarquía. Sin embargo, hay una fe y una sinceridad fuera de sospecha en el hecho de que decidiese equiparar las virtudes con los signos zodiacales y en la percepción de la política como un arte vinculado con la disposición y las propiedades de los cuerpos celestes. Hoy en día, nos apercibimos con claridad de la operación ideológica subyacente, que consistía en trazar un paralelismo entre el reinado de Isabel y un modelo científico que se estimaba perfecto e inmutable, lo cual elevaba la monarquía al rango de lo absoluto y lo atemporal. Pero esto no era visto como tal por los contemporáneos.

Lo mismo podría decirse del caso anterior: aunque la representación del ojo a través de medias lunas no se llevara a cabo ignorando el trasfondo religioso que latía detrás de ello, eso no quiere decir que se subordinara la actividad científica al principio religioso –como quizá pudiera pensarse–, sino que la propia observación de la realidad estaba condicionada por categorías e ideas culturales que mediatizan el acto de conocimiento.

Una vez expuestas las características centrales de la noción de paradigma, tal y como se utilizará aquí, podemos pasar ya a analizar en qué medida cabe hablar de un paradigma del constitucionalismo y/o del neoconstitucionalismo, y en qué medida nos encontramos en un momento de estabilidad o de ruptura filosófica y científica. Por decirlo a través de la terminología kuhniana, se trataría de dilucidar si estamos en una fase de “normalidad” o en un periodo “revolucionario”.

2. ¿Paradigma constitucionalista o neoconstitucionalista?

En los últimos años, se ha hablado hasta la saciedad del neoconstitucionalismo en la teoría y la filosofía del derecho. No vale la pena entrar en todos los pormenores de la discusión, ya que esta ha adquirido un nivel de detalle y de complejidad que no sería pertinente para el objeto de este artículo.14 Con carácter general, podría decirse que con la rúbrica de neoconstitucionalismo se quieren significar todas o algunas de las siguientes cosas:

1) El positivismo jurídico surgió al amparo del Estado de derecho, como espejo intelectual de los cambios jurídico-políticos que este trajo consigo, y necesariamente ha de morir con el advenimiento del Estado constitucional, donde la ley ha cedido su primacía normativa en favor de la Constitución y donde los derechos ocupan un lugar preponderante respecto al derecho objetivo.15

2) El positivismo jurídico se obstinó en trazar una frontera infranqueable entre el derecho y la moral, pero esta se ha venido abajo gracias al empuje de los principios constitucionales y los derechos fundamentales, que incorporan altas dosis de moralidad dentro del ordenamiento jurídico y que, por lo tanto, socavan la aparente pulcritud de la distinción entre ambas normativas.16

3) Mientras que el positivismo jurídico dio una visión del derecho fuertemente asentada en la coacción estatal, hoy vemos que las normas tienen fuentes heterogéneas y que los conflictos jurídicos se dirimen a través de una argumentación entre diversos operadores jurídicos, más en forma de red que piramidal y más con base en las reglas del razonamiento moral que en mecanismos de subsunción lógica.17

4) La pretensión de asepsia científica del iuspositivismo, que con tanto esmero se empeñó en construir una teoría general y descriptiva del derecho, ha de ser puesta en entredicho: es imposible ofrecer una noción científicamente pura de este, puesto que se encuentra transido por vectores ideológicos que nos impiden estudiarlo desde una plataforma externa y objetiva.18

Como puede verse, el elemento que ha dado pie a la inflexión post-positivista es la cuestión de la moral, es decir, la idea de que los Estados constitucionales fraguados tras la Segunda Guerra Mundial incorporan numerosas cláusulas morales que, en opinión de muchos, habrían socavado la férrea distinción entre lo jurídico y lo ético. Como ya he sostenido en otro lugar, esta no es la primera vez que se pone en solfa la vigencia del positivismo jurídico, sino que se trata de una dinámica habitual desde casi los mismos comienzos del paradigma.19 Con algunos momentos de especial virulencia a partir de la inflexión antiformalista de finales del XIX y principios del XX, así como después de la Segunda Guerra Mundial –con el resurgir de ciertas inquietudes iusnaturalistas–, las teorías positivistas se han visto en la picota con enorme frecuencia.

No obstante, parece que las críticas recibidas desde los años setenta del siglo XX, a raíz del ataque de Ronald Dworkin al “modelo de reglas” de Hart, está propiciando una laminación sin precedentes del positivismo jurídico. El problema que me interesaría discutir aquí es si esta nueva forma de pensar la filosofía del derecho, con un fuerte hincapié en la moral –nótese la aparición de otros fenómenos concomitantes que también arrancan de los años setenta, como el florecer de las éticas y deontologías profesionales, el rescate de las teorías republicanas que ponen el acento en la virtud cívica o el giro ético-pragmático en la filosofía general– de verdad está inaugurando un nuevo paradigma.

Si tenemos en cuenta las apreciaciones que se hacían en el epígrafe precedente, me parece que hay que ser bastante cuidadoso a la hora de dictaminar la existencia de semejantes rupturas históricas. No sería la primera vez que se afirma la muerte del positivismo sin que esta haya tenido lugar en realidad, y además debemos tener en cuenta que cesuras históricas de tal envergadura no tienen lugar de forma tan recurrente como a veces pretendemos. Si andamos proclamando la desaparición y el surgimiento de nuevos paradigmas por doquier, el potencial explicativo de dicho concepto se dilapida y, entonces sí, estaríamos incurriendo en un claro abuso de este.

Así las cosas, creo que la mejor estrategia que podemos adoptar pasa por ver la cuestión con una cierta perspectiva histórica. Si hablamos de neoconstitucionalismo, es porque asumimos, al menos de forma implícita, que se ha producido una novedad relevante respecto al constitucionalismo clásico. Ahora bien, ¿qué es lo que debemos entender por constitucionalismo? ¿Cuál es la característica central de este y en qué medida podemos darlo por periclitado?

La cuestión del constitucionalismo es también ciertamente compleja y no admite un desarrollo exhaustivo en este momento. Sin embargo, el problema podría simplificarse diciendo que hay dos maneras principales de entender la expresión. En un primer caso, el constitucionalismo se refiere al continuo de formas históricas que han existido para dotar de estructura normativa y organizativa a una comunidad y que, especialmente, se han afanado por ponerle barreras al ejercicio del poder. Podríamos denominarla como la ideología de los límites del poder y es obvio que ha existido en todas las épocas: desde la regla del ostracismo impuesta por la democracia ateniense a todo gobernante que se excediera en sus funciones, al rex eris si recte facies medieval –que permitía derrocar al rey cuando su poder se convirtiese en tiránico– todas las comunidades históricas han elaborado principios y estructuras de naturaleza constitucional.20

No obstante, en un sentido más restringido, hablamos de constitucionalismo para referirnos a una forma particular de establecer dichos límites, que surge a lo largo de la edad moderna y que cristaliza a resultas de las revoluciones liberales de finales de siglo XVIII. Esta nueva variante ha dado pie a hablar de constitucionalismo de los antiguos y de los modernos21 y tiene que ver con el papel de centralidad que se le otorgó al derecho desde entonces: el momento del “imperialismo jurídico”.22

Es importante subrayar la idea de la centralidad del derecho, porque se trata de un rasgo característico del mundo moderno que acompañará al positivismo en toda su evolución. Pese a que en todas las épocas y culturas han existido normas para regular las relaciones vitales de una comunidad, esto no siempre ha tenido lugar a través del derecho. La sociedad puede encauzarse mediante el establecimiento de una férrea moral pública, mediante una fuerte presencia de los usos y costumbres, mediante directivas políticas o religiosas, etc. Todas estas manifestaciones normativas guardan indudables semejanzas con lo jurídico, pero no son derecho en el sentido estricto en que hoy lo comprendemos. Es solo a partir de la modernidad y en especial del positivismo, cuando el derecho adquiere ese puesto de protagonismo que, al menos hasta ahora, ha tenido en nuestra organización social.23

A finales del siglo XVIII, esta nueva concepción de las cosas se tradujo en la glorificación de la ley como un instrumento de regulación omnipotente, lo cual incluso llegó a propiciar la fundación de un “club de los nomófilos”.24 A lo largo del XIX, sobre esta misma base, la centralidad del derecho se manifestó en el efervescente proceso de codificación (civil, mercantil y penal), que ocupó casi toda la centuria. Y durante el siglo XX, esta convicción respecto al papel medular del derecho se reveló en la aparición de un constitucionalismo fuerte, con cartas magnas rígidas y con sistemas jurisdiccionales –no políticos– de revisión de la constitucionalidad.

Así pues, el constitucionalismo que se pergeña en la modernidad se fundamenta en el control jurídico de los gobernantes: el imperio de la ley, la separación de poderes (que implicaba la existencia de una esfera jurisdiccional independiente de la política y con la potestad de controlar a esta) y la presencia de elencos de derechos fundamentales e intangibles que instauran esferas de inmunidad frente al ejercicio del poder. A lo largo del siglo XIX, este programa inicial se va extendiendo en la conciencia política y se va derramando por todo el ordenamiento jurídico. Uno de los escollos principales con el que hubo que lidiar fue el de la domesticación de la Administración pública, que no había sido tematizada en las teorías clásicas de la división de poderes de Locke y de Montesquieu,25 y que no encontraba un buen acomodo en los diseños constitucionales post-ilustrados.

De ahí se deriva que, ya bien entrado el siglo XX, Elías Díaz identificara un cuarto elemento del Estado de derecho, además de la separación de poderes, el imperio de la ley y los derechos fundamentales: la fiscalización de la Administración.26 Este proceso de fiscalización fue fruto de una ardua tarea de construcción e instauración del derecho público, que durante las edades antigua, medieval y moderna apenas existía como tal –la organización colectiva se encomendaba únicamente a la política– y que consistió en la paulatina legalización de esta última: a lo largo del siglo XIX y de buena parte del XX, se logró que también la política pasara a integrar el ámbito de lo jurídico, en tanto que objeto de regulación del derecho.

Una vez esbozadas ambas formas de abordar la cuestión que nos ocupa, podemos regresar a la pregunta sobre la naturaleza paradigmática o no del constitucionalismo. Creo que, si lo entendemos en el primero de los sentidos enunciados, no se trata en absoluto de un paradigma, sino de una constante en la historia de la humanidad. Sin embargo, sí lo sería en el segundo sentido. Desde este punto de vista, a partir de las revoluciones liberales de finales del XVIII habríamos entrado en un nuevo paradigma jurídico caracterizado por la primacía del derecho en nuestra organización social. La fe en la ley, que desde entonces se empieza a homologar con las leyes de la física y con su supuesta regularidad absoluta (nótese que Newton publica sus Philosophiæ naturalis Principia Mathematica en dicha época) adquiere la fuerza de un mantra, hasta el punto de que Kant llegó a considerar que se podría gestar un Estado próspero y bien ordenado “incluso para un pueblo de demonios”,27 siempre que esté regido por buenas leyes.

Este inquebrantable optimismo en el derecho está en la base del arrinconamiento de las éticas de la virtud –una postergación preponderante en el mundo occidental hasta bien entrado en el siglo XX– y fue caracterizado por el jurista soviético Eugeni Pašukanis como un “fetichismo de la ley”.28 Así las cosas, la pregunta que deberíamos hacernos pasa por analizar en qué medida el neoconstitucionalismo ha puesto en tela de juicio la centralidad del derecho y la primacía de este como mecanismo de control del poder. Si concluimos que esta se ha venido abajo en favor de otras instancias y que hemos penetrado en una nueva fase de la historia del constitucionalismo, entonces podremos afirmar sin ambages la aparición de un nuevo paradigma. Si no ha sido así, sin embargo, entonces habría que buscar nuevas perspectivas para entender la relevancia del neoconstitucionalismo en nuestra actual configuración del derecho y del Estado, o directamente abandonar dicha etiqueta por irrelevante o poco descriptiva.

Como ya se ha afirmado antes, la característica central del neoconstitucionalismo tiene que ver con la presunta penetración de la moral en los ordenamientos jurídicos posteriores a la Segunda Guerra Mundial –aunque las teorías neoconstitucionalistas surgen en realidad en los años setenta del siglo XX– y el correlativo desplazamiento del punto de vista en favor de la ética.

Sin embargo, este es un fenómeno que no solo atañe a la teoría del derecho, sino que abarca muchos ámbitos. En filosofía general, se ha hablado de un giro pragmático a partir de los años setenta, a raíz del cual se habría reinvertido la prelación tradicional que situaba a la epistemología como filosofía primera, para pasar a considerar la ética y la política como ocupaciones preponderantes de la filosofía.29 Sobre todo desde las aportaciones de Karl Otto Apel, Jürgen Habermas y otros autores del racionalismo crítico, pero también con el resurgir del pragmatismo en la versión de un pensador tan señero como Richard Rorty, la filosofía ha experimentado una marcada reorientación en favor de las cuestiones morales. Este cambio en la filosofía general ha tenido su correlato en el mundo del derecho y de la plural reflexión en torno a este. Los ejemplos son inagotables, pero me limitaré a señalar solo algunos de los aspectos más relevantes en los que esto se puede percibir:

1) En primer lugar, desde la crítica de Dworkin al positivismo jurídico y las ulteriores evoluciones del discurso iusfilosófico promovidas por Robert Alexy, se ha venido reafirmando el principio de la unidad de la razón práctica, según el cual el razonamiento jurídico no sería sino una especie del razonamiento ético lato sensu.30 La distinción entre la teoría jurídica y la ética se vería así aminorada, puesto que la primera sería una de las manifestaciones de la segunda.

2) En segundo lugar, también desde los años setenta, se ha venido produciendo un rebrote del republicanismo en una de sus posibles versiones: la de las virtudes cívicas. Frente a la entronización de la ley como único instrumento regulador de la vida social, se ha verificado un resurgir de la ética de las virtudes: para poder convivir en democracia, es menester un ordenamiento jurídico bien engrasado, pero también una moral cívica que interiorice las reglas del sistema en comportamientos y actitudes.31

3) En tercer lugar, se ha producido un incremento de las éticas y las deontologías profesionales.32 Con este renovado interés, además, está teniendo lugar una dislocación de lo jurídico. Cada vez hay más aspectos cuya ordenación se encomienda a los sectores afectados, que así se autorregulan,33 en lugar de someterse a normativas promovidas por el Estado. Y aunque los códigos deontológicos no sean propiamente derecho, quizá sea hora de admitir que la fenomenología de lo jurídico está asumiendo nuevas formas.

4) En cuarto lugar, a partir de la publicación de Una teoría de la justicia de John Rawls (1971), la filosofía del derecho ha potenciado exponencialmente una de sus ramas más desatendidas por el positivismo: la teoría de la justicia. Desde entonces, la reflexión sobre lo justo en clave post-iusnaturalista se ha visto renovada. Aunque ya casi nadie cree posible dictar un conjunto de principios justos con carácter universal e inmutable, se han articulado otras vías para reflexionar sobre la ética jurídica desde bases laicas.

Las teorías neoconstitucionalistas perciben este desplazamiento ético como algo que inhabilitaría seguir manteniendo la férrea distinción entre el derecho y la moral y que, por ende, nos obligaría a abandonar el positivismo. Me parece que estas concepciones se precipitan y que, como ya he defendido en otras ocasiones, lo máximo que podemos hacer es proponer la aparición de un subparadigma ético o neoconstitucionalista.34 Y ello porque, en primer lugar, la presencia de cláusulas morales en los textos jurídicos ha sido una constante desde siempre, no solo a partir de los Estados constitucionales de posguerra.35 En segundo lugar, la historicidad y la positividad del derecho es un punto de partida para todos los autores que se reclaman superadores del positivismo jurídico, lo cual les coloca sin ambages en la órbita del paradigma. Y en tercer lugar, porque las ideas principialistas de un Dworkin o un Alexy se asemejan en muchos elementos a variantes iusfilosóficas del siglo XIX –como la jurisprudencia de conceptos alemana– que son calificadas sin dudas como positivistas. Por estas razones y por otras que no vale la pena detallar, creo que sería más prudente entender el neoconstitucionalismo como una de las muchas posibilidades teóricas que el positivismo jurídico incorpora en su seno.

Ahora bien, a tenor de los cuatro rasgos enunciados hace un momento, sí creo obligado concluir que algo se está transformando en nuestra visión de la realidad. En efecto, podría detectarse una especie de necesidad de volver a la moral y de enarbolarla como instancia complementaria al protagonismo que había ostentado el derecho en el paradigma del constitucionalismo moderno. En este sentido, quizá sí podría decirse que se trata de un nuevo paradigma. Sin embargo, creo que lo central no es la necesidad del regreso a la moral, sino la causa que alimenta ese proceso de manera implícita y muchas veces solapada, y que debe buscarse en los años setenta del siglo XX. Nótese, en efecto, que todas las derivas mencionadas arrancan de dicha etapa. Como sostendré en el último apartado de este artículo, el neoconstitucionalismo no sería sino un síntoma de cambios más fuertes que están llamando a nuestras puertas en el contexto de la crisis social de comienzos del siglo XXI, pero que vienen labrándose desde el último tercio de la anterior centuria.

Desde ese punto de vista, mi hipótesis sería que el neoconstitucionalismo y el mencionado giro ético son manifestaciones de un periodo prerrevolucionario –utilizando la terminología de Thomas Kuhn– que están contribuyendo a laminar la vigencia del paradigma constitucional moderno, basado en la preeminencia del derecho como forma de organización social por antonomasia.

3. La crisis del Estado soberano y del Estado social en la era de la globalización

Si he insistido tanto en los años setenta del siglo XX como momento de transición entre el paradigma constitucional y el viraje ético, es porque se trata de un periodo de gran significación, al que no se le suele otorgar la importancia historiográfica debida. De hecho, si hacemos caso de las afirmaciones que se están produciendo en la academia al hilo de la crisis económica y social de principios del XXI, la gran cesura histórica debería establecerse en 2008. Sin embargo, como lleva defendiendo el historiador Josep Fontana desde hace algunos años, el inicio de la deriva que nos conduce a la situación actual debe buscarse en la década de los setenta y en la crisis del petróleo, a resultas de la cual se desencadenaría un realineamiento ideológico del conservadurismo que, poco a poco, ha ido minando muchos de los elementos que constituyeron el pacto social fraguado tras la segunda posguerra mundial.36

A través de un complejo proceso que encontró bastiones relevantes en la presidencia de Ronald Reagan en los Estados Unidos, de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, en la progresiva mercantilización del programa de integración europea y en el desmembramiento de la Unión Soviética, en los últimos treinta años del siglo XX se fueron sembrando las semillas que conducen a la crisis actual.37

Por lo que se refiere al derecho y la política, el fenómeno que ha presidido todo este proceso es un paulatino desmantelamiento del Estado. Desde las reivindicaciones neoliberales por una menor intervención de este en la vida social y en la economía, hasta la efectiva disminución de las prerrogativas estatales –que cada vez se delegan con más frecuencia en entidades privadas– pasando por el aumento de autoridad de otros actores superpuestos al Estado y superiores en influencia, lo cierto es que este ha ido perdiendo su hegemonía como agente monopolizador del poder; un atributo que, por cierto, solía considerarse definitorio de este desde que se aupara como potencia soberana a finales del medievo y a lo largo de la edad moderna. No en vano, Luigi Ferrajoli ha hablado de la aparición de “poderes salvajes”,38 y otros autores, como Umberto Eco, plantearon que, desde los años setenta, hemos entrado en una nueva edad media.39

Desde este punto de vista, me parece que los principales retos a los que se enfrenta el positivismo jurídico –que no es sino el marco intelectual en el que prosperó la cultura del constitucionalismo basado en la centralidad del derecho40– no tienen tanto que ver con la presencia de la moral en el ordenamiento jurídico, cuanto con la desaparición de la hegemonía estatal. A continuación expondré los cuatro fenómenos que, a mi modo de ver, están socavando la preponderancia del paradigma positivista y que, por ende, están abriendo las puertas a una nueva era en el constitucionalismo.

1) En primer lugar, el Estado está sufriendo un fenómeno de asedio por arriba. Las instituciones financieras internacionales y las grandes empresas multinacionales cobran cada vez más peso en el escenario mundial globalizado y, poco a poco, han ido tejiendo una malla de normas que a menudo se superponen a las emanadas por las instituciones legítimas de cada Estado. Fenómenos como el de la lex mercatoria o el del constitucionalismo multinivel así lo atestiguan. La teoría positivista del derecho ha elaborado varios mecanismos para mantener a salvo la vigencia de sus ideas en este contexto. La tesis hartiana de las fuentes sociales, por ejemplo, serviría perfectamente para dar cuenta de los fenómenos citados: es evidente que las reglas forjadas por las grandes empresas transnacionales en el ámbito internacional siguen siendo de naturaleza social y que estamos lejos de un regreso al derecho natural.

Sin embargo, las teorías no solo fracasan porque no logren abarcar un conjunto de fenómenos desde un punto de vista semántico, sino también –al menos en el seno de las ciencias humanas y sociales– por no poner el acento en los fenómenos relevantes o por difuminar la importancia de aspectos que, a tenor de las circunstancias de la praxis, parezcan reclamar presencia en el mundo de la teoría. Este sería el caso del positivismo jurídico. Por mucho que la abstracta formalidad de la tesis de las fuentes sociales o del positivismo en su variante metodológica –por usar el concepto de Bobbio–41 no yerren en su descripción ontológica de las normas de la lex mercatoria, del soft law internacional o del constitucionalismo multinivel, nos dicen bien poco del mundo en que vivimos y de los caminos por los que el derecho habrá de transitar en lo sucesivo. En este sentido, quizá la teoría del derecho fuera más fecunda si abandonase el obsesivo binomio iusnaturalismo-positivismo y se dedicara a forjar teorías capaces de hacernos entender las complejidades del mundo fragmentado en el que estamos inmersos.42

2) En segundo lugar, el fenómeno de asedio también se está dando por abajo. Desde los años setenta, está surgiendo un nuevo corporativismo que, al igual que sucedía en el caso anterior, pone en cuestión la idea de un ordenamiento jurídico unitario que pivota sobre la existencia de un Estado fuerte y estructurado. Cada vez proliferan más grupos e instancias de poder subalternas que, poco a poco, usurpan el monopolio estatal en la producción normativa: entidades regionales, comunidades culturales organizadas y activas en la defensa de sus intereses particulares, grupos de presión de diversa índole –desde iglesias hasta ejércitos, pasando por sindicatos u organizaciones de empresarios–, corporaciones profesionales, judicaturas constitucionales activas e independientes de los organismos de representación democrática, élites económicas y financieras de distinto género, etc.

Más allá de las dimensiones culturales, políticas y económicas de este proceso, también en el mundo del derecho se reflejan estas dinámicas. Y es que, por mucho que el Estado siga alimentando la ficción de que es él quien forja el derecho, una mirada desapasionada de la realidad nos dice que en muchas ocasiones no resulta ser más que un portavoz de transformaciones que ya se han dado en otras sedes. La teoría jurídica se suele escudar en el prurito disciplinar según el cual tales apreciaciones son propias de la sociología, pero creo que muchas veces se trata de un pretexto para no dar pasos hacia una reconceptualización del derecho en términos más acordes con las necesidades de la praxis.43

3) En tercer lugar, también desde los años setenta –pero especialmente a partir de los noventa– se ha venido adquiriendo una conciencia más clara y acuciante respecto a los fenómenos de pluralismo jurídico, y se ha producido el incremento de estos en términos cuantitativos.44 El pluralismo jurídico no es en absoluto novedoso, ya que la constatación de que pueden existir experiencias jurídicas dispares y heterogéneas dentro de un mismo Estado ya arranca en el periodo del colonialismo. De hecho, con la crisis del formalismo de fines del XIX y principios del XX, así como con la paralela aparición de teorías pluralistas como las de Eugen Ehrlich,45 el iuspositivismo sufrió un primer embate del que logró salir airoso. Gracias a la matización de determinados principios –como el estatalismo de las fuentes del derecho– y a una paulatina socialización de la teoría, la concepción positivista pudo reinventarse.

Sin embargo, en un clima en el que la desoccidentalización cobra cada vez más fuerza, y en el que asistimos a un incremento exponencial de las demandas de reconocimiento cultural en el interior de Estados anteriormente unitarios, el positivismo jurídico se encuentra ante un reto para el que no está bien pertrechado. En efecto, la realidad de los países que han vivido sometidos a dominación colonial, pero también de algunas regiones europeas, se asemeja a un palimpsesto en el que se solapan y entrecruzan distintos sustratos jurídicos: derecho autóctono, derecho colonial de cuño capitalista, derecho colonial de raíz soviética, derecho internacional, práctica jurisprudencial acorde con la lex mercatoria, etc.

De nuevo, es verdad que el positivismo metodológico puede dar cuenta de estos fenómenos, pero probablemente al precio de desdibujar los perfiles de la experiencia jurídica efectiva. Creo que la filosofía solo podrá sortear este desafío si se deja contaminar por otras disciplinas como el derecho comparado, la sociología, la antropología y la historia de la circulación de las ideas jurídicas.46

4) En cuarto lugar, el fenómeno descrito se manifiesta en el desmantelamiento de los principios teóricos y las prácticas del Estado social. Uno de los pilares del orden político fraguado tras la Segunda Guerra Mundial era precisamente el pacto entre capital y trabajo. Una vez que este pacto ha sido tácitamente abolido –y eso es lo que parece ocurrir en Europa a la vista de los recortes masivos que se están produciendo en materia social–, los mimbres del sistema irán cayendo como piezas de dominó. Si el Estado está dejando de ser la unidad política de referencia, ello es debido, entre otras cosas, a que ha abdicado de su papel como agente de transformación social. Y el positivismo jurídico, precisamente, también se había adaptado a la coyuntura del Estado del bienestar. En efecto, el instrumentalismo, al concebir el derecho como herramienta contingente al servicio del cambio social, fue una de las direcciones más representativas del paradigma positivista.47

De hecho, la revuelta contra el formalismo de principios del siglo XX contribuyó a asentar esta vía y preparar el camino para los Estados sociales de posguerra. La llamada a la socialización jurídica que encontramos en muchos representantes del realismo jurídico estadounidense, así como en numerosos exponentes del antiformalismo europeo,48 se explica como un proceso de religación del derecho con la sociedad. Algo que, superados algunos excesos, terminó calando en el iuspositivismo del siglo XX. En todo caso, creo que la crisis del Estado social está estrechamente ligada con los procesos descritos en los puntos anteriores. En primer lugar, con la crisis del Estado y el nuevo corporativismo, porque la ruptura del pacto social está provocando la desfidelización de amplias capas de la población y la correlativa aparición de poderes alternativos.

No por casualidad, el motivo de los primeros proyectos de seguridad social fue lograr la unidad del Estado, fidelizando a la ciudadanía mediante concesiones en sanidad o pensiones.49desoccidentalización––