Cubierta

FEDERICO BAEZA

PROXIMIDAD Y DISTANCIA

ARTE Y VIDA COTIDIANA EN LA ESCENA ARGENTINA DE LOS 2000

Editorial Biblos

Agradecimientos

Toda publicación se encuentra en el epicentro de una red de múltiples conversaciones. Me gustaría poder mostrar el panorama de diversas cercanías que han configurado este libro como un trabajo colectivo.

En primer lugar quiero reconocer los aportes de Marita Soto. Además de haber sido la directora de la tesis doctoral defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en diciembre de 2013, que fue el origen de este libro, Marita fue muy generosa en señalarme un panorama de discusiones en torno a la noción de cotidianeidad que alentó inicialmente la escritura de estas páginas. Desde 2004 formé parte de equipos de investigación dirigidos por ella centrados en las prácticas estéticas de la vida de todos los días. En esas instancias pude observar esa escenografía autorreflexiva que configura los lugares que habitamos, también escuchar los relatos con los que proveemos de inteligibilidad a esos pequeños mundos. También fueron importantes las observaciones de aquel jurado de tesis, Graciela Speranza, Oscar Traversa y Esteban Dipaola, pues sus comentarios me permitieron enriquecer el posterior desarrollo de estas ideas.

Otra instancia de diálogo central se dio con María Fernanda Pinta. El acercamiento a experiencias cercanas al ámbito de las artes escénicas estuvo fuertemente marcado por nuestra relación de complicidad mutua. Su profundo conocimiento sobre los debates estéticos argentinos en la década del 60 y de la contemporaneidad fue otro insumo imprescindible para completar el itinerario de este libro.

Quiero agradecer a los artistas, a quienes no sólo entrevisté y me proveyeron material documental; ellos aportaron sus propias miradas sobre ejes centrales de este libro: Ana Gallardo, Diego Bianchi, Eugenia Calvo, Gabriel Baggio, Marcelo Pombo, Leandro Tartaglia, Leticia Obeid, Leopoldo Estol y Verónica Gómez. Asimismo, a amigos y colegas con los que proyectos de exhibición, lecturas y conversaciones nos unieron e impulsaron este trabajo: Darío Steimberg, Florencia Qualina, Guadalupe Chirotarrab, María Stegmayer y Sebastián Vidal Mackinson. La mirada atenta de Andrea Giunta y sus sugerencias de edición también colaboraron con esta versión final.

No quiero dejar de mencionar mi deuda con instituciones como la Universidad de Buenos Aires y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet). Las becas en instancias doctorales y posdoctorales otorgadas por ambos organismos han permitido el desarrollo de esta investigación y, más ampliamente, han impreso en mi bibliografía una marca indeleble. El repliegue de estas políticas de investigación a partir de 2016 sólo puede lamentarse.

Finalmente a mis padres, Norma y Eduardo, quienes siempre creyeron en la impostura de su hijo allanándole el camino para seguir sus propios deseos.

Introducción

Marcelo Pombo, Telefé. Esmalte sintético y flecos de bolsas de nailon sobre PVC, bordes de cuerina. 80 x 100 cm. Buenos Aires, 1991. Gentileza del artista.

 

 

 

Buenos Aires, 1994. Se respiraba un clima parsimonioso en la charla pública que tenía lugar en la Fundación Patricios, uno de los epicentros de la escena artística porteña de la década. En su intervención, León Ferrari repasaba pausadamente un itinerario de causas que aún siguen vigentes. Como trasfondo avanzaba el repliegue de las políticas de derechos humanos del gobierno menemista que amenazaba, una vez más, con garantizar la impunidad a genocidas y cómplices de la última dictadura cívico-militar argentina. Ferrari abundaba sobre la situación de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. A fin de ese mismo año, 1994, se fundó la asociación Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS).1 Con tono monocorde, la exposición se prolongó enlazando estos episodios con la difícil situación de la comunidad qom en la provincia del Chaco hasta confluir en el tópico general del lugar del artista frente a su responsabilidad social y la posición del arte argentino y latinoamericano en el contexto global. En la mesa moderada por el crítico Jorge López Anaya, en la que participaban también Luis Felipe Noé y Marcelo Pombo, sonó una voz discordante. Pombo tiró la primera piedra. Con la misma serenidad dijo que él no se sentía interpelado por ese gran escenario de las luchas nacionales y mundiales, que lo único que le importaba realmente era lo que sucedía en sus inmediaciones, en el radio de un metro en torno suyo. Nadie respondió a la provocación, la conversación continuó sin sobresaltos.2

Así acuñó la divisa del metro cuadrado, una formulación que con el paso de los años adquirió cada vez mayor consistencia, hasta presentar un carácter casi programático. La frase de Pombo se constituyó como un rechazo a la abstracción conceptualista del statement, a la burocracia de las muletillas del “arte contemporáneo”, a la buena conciencia culposa de las redes globales del arte, a la distancia estéril y cínica de los grandes temas de la historia. A favor del erotismo centelleante de las superficies, de la devoción al milagro cotidiano conjugado en las lenguas bastardas del canutillo, la guirnalda y el moño, de la alegría, la fantasía y el desconsuelo de las negras tristes de un lado y del otro de la avenida General Paz.3 Todos motivos que poblaron su producción en esos años. Se trata de la algarabía psicodélica de un pequeño universo cercano, de un localismo militante e irreductible. El metro cuadrado serpenteaba los perímetros de un horizonte de máxima inmediatez, relaciones entre vecinos inclinados en un espacio gobernado por la proxemia. La satisfacción de necesidades particulares y un privilegio alucinado por lo cercano: justamente los epítetos con los que la filosofía idealista tradicionalmente había condenado la esfera de la experiencia cotidiana. En el caso de Pombo, su provincialismo le otorgaba una importancia meridiana a la presencia de sus compañeros artistas más contiguos: Jorge Gumier Maier, Miguel Harte, Omar Schiliro, Benito Laren, Fernanda Laguna, inclusive el icónico teatrista, performer y animador cultural de la década del 80, mezcla de chamán y clown para Pombo: Batato Barea.4

El metro cuadrado fue conceptualizado como un lugar de intercambio entre artistas, una red de conversaciones donde las búsquedas individuales se confundían hasta lo indiscernible. Casi podría decirse que ese espacio operaba como un microterritorio en el que establecer nuevos vínculos interpersonales. Eso hubiese afirmado años después la crítica cercana a la estética relacional imperante en los años 2000. Pero siguiendo los relatos de Pombo se construye otra imagen. Él recuerda que a finales de la década del 80 y principios de la del 90 el panorama de sus cercanías había cambiado radicalmente. Atrás había quedado el orden de la fiesta que impulsaron figuras del underground porteño como el ubicuo Batato Barea en centro culturales y locales nocturnos icónicos como Cemento y el Parakultural o los bares Bolivia y El Dorado.5 Aquella escena que desclasificaba las pertenencias sociales y la performática de los géneros sexuales se había desvanecido. Al menos para aquel pequeño universo, y para aquella generación, parecía haber llegado el momento de ir cada uno a su casa. Los encuentros con los integrantes de su metro cuadrado no resultaban tan asiduos. Igualmente, Pombo los percibía muy presentes, sentía que era trascendental compartir el mismo momento, le parecía un privilegio vivir la época. Las palabras de cada uno de sus compañeros resonaban y se extendían en el pequeño cuarto que le servía de habitación y taller. Trabajando solo, demorándose en la manufactura pormenorizada de sus obras, escuchando música o mirando televisión, Pombo comenzó a ensayar cierta domesticidad en los primeros años de los 90. En este ámbito reducido meditaba sobre las charlas y los gestos de sus amigos, el metro cuadrado era una extraña combinación de introspección y comunidad, discurrir mental y encuentro efectivo.

En 1992 renunció a su cargo de profesor en una escuela de San Francisco Solano, una establecimiento de enseñanza pública para chicos y chicas con capacidades diferentes del otro lado de la General Paz, más precisamente en el partido de Quilmes. Éste fue el primer trabajo que le permitió una salida laboral mientras cursaba el magisterio, así pudo obtener algunos recursos que su familia no podía facilitarle. Allí también se encontró con la idea de la laborterapia como una epifanía. Mientras enseñaba y producía sus esmerados objetos, escamoteaba imágenes y materiales de ambos mundos. Los ejercicios escolares, las reacciones de sus alumnos y su trabajo de taller se fundían en un continuo.

Ese mismo año, 1992, expuso por primera vez en Ruth Benzacar, la paradigmática galería del centro porteño. Sin embargo, aún trocaba cada tanto algunos proyectos de obra por ropa usada o marihuana. Continuaba sus merodeos diurnos y nocturnos por el caótico barrio de Once, cerca del Centro Cultural Rojas; lo seguían encandilando las vidrieras de ese informe mercado a cielo abierto. En algún momento alguien le regaló unas revistas de decoración y vidrierismo de los años 50. Lo interpelaba el gusto por un imaginario desclasado y marginal pero también colorido y resplandeciente, sentimental y eufórico a la vez. Regateaba por lo bonito y barato, pedacitos de vidrio, cuerina y tela, gemas de plástico, papel de regalo, nailon, cristal, tachas, moñitos, stickers, brillantina. Anotaba todo en cuadernos, bocetaba grandes proyectos, pero se restringía a su presupuesto. Finalmente, descartaba las apuestas más radicales o feístas para tentar la venta. Sus escasos ingresos le permitían costear un lujo pobre y accesible. Las reconversiones del mercado del consumo producidas en el gobierno menemista lo fascinaban con una nueva gama de productos y packs iridiscentes que crecientemente ingresaban por la apertura de las importaciones.6

La habitación donde comía, dormía y trabajaba no tenía ventanas, sólo dos puertas que daban a un patio donde estaba el baño; la cocina no tenía agua caliente. Hacía cosas chiquitas, posaba entre el ready-made y la artesanía precaria, entre la sacralización y la desacralización de una miríada de objetos con los que mantenía una relación cercana y alucinada. En esos años otro artista, Pablo Siquier, le dijo que su trabajo parecía obra de pequeña industria argentina. Pombo echaba mano a esmaltes industriales, material que tendrá una gran pervivencia en su trayectoria, como un modo de borrar las huellas de la factura, de reprimir el gesto grandilocuente de lo pictórico. En sus dibujos sucedía lo mismo, el trazo discurría regular sobre la superficie evitando inflexiones y accidentes, el objetivo era que se viesen como impresos. Aun en las superficies caleidoscópicas y centelleantes se revelaba el afán de cierto anonimato.

Todavía es posible reconstruir la escena de aquel cubículo de trabajo. Las horas pasaban entre los lentos momentos de secado de las capas de esmalte y el pegado con Poxiran de diferentes fragmentos que iban a ser adheridos. Se recortaba una atmósfera embriagadora, como de ensueño. En un video casero grabado en 1994 por su amigo y coleccionista Gustavo Bruzzone puede entreverse algo de ese ambiente:7 la cámara muestra el cuarto poblado por un denso empapelado y una banda sonora ensordecedora de rock. La lente se detiene en las pequeñas piezas satinadas, el encuadre oscila plácidamente, como meciéndose sobre ellas. En este lugar Pombo escuchaba música y dejaba prendida, aunque sin sonido, su televisión en blanco y negro mientras se entregaba a sus labores.

De hecho, a principios de los 90, Pombo se había deslumbrado por la nueva televisión. La privatización de los antiguos canales estatales transformó drásticamente la grilla. Se interesó particularmente por la nueva emisora Telefé, el antiguo canal 11, que en aquel momento había desembarcado con una programación apta para todo público. El show de Xuxa, conducido por la blondísima conductora brasileña que gustaba a grandes y a chicos; ¡Grande, pa!, la comedia familiar que narraba las aventuras y desventuras de un viudo, sus tres hijas y una niñera provinciana en una prototípica casa de clase media; Videomatch, entretenimiento de medianoche que combinaba deportes y bloopers, piedra basal del ahora empresario televisivo Marcelo Tinelli.

En la quietud de su habitación, cuarto y taller a la vez, mientras Pombo veía la sucesión proliferante de imágenes en blanco y negro, practicaba un rito solitario. Una especie de ceremonia que le permitía destilar otro color para estas imágenes borrosas transmitidas por los rayos catódicos. Tomando todo aquello que tenía a la mano, los modestos insumos a los que podía acceder, los tesoros y las cargas que poblaban el horizonte de sus inmediaciones, producía una especie de suspensión. La interposición de una alucinada distancia que irrumpía en el terreno de sus proximidades.

 

* * *

 

Diversas experiencias provenientes del heterogéneo panorama de las artes contemporáneas coinciden en interpelar relatos, saberes y objetos que conforman un cúmulo de recuerdos, legados, dones y herencias con los que convivimos. Asimismo, evocan el horizonte, más masivo y anónimo pero igualmente cercano, de nuestros consumos y desperdicios, de los usos que proporcionamos a las cosas, imágenes y narrativas que determinan nuestros entornos de todos los días. Se trata de indagaciones que reparan en los lugares públicos o privados que habitamos haciendo foco en la utilización efectiva que les damos, en las huellas que nuestros tránsitos y prácticas concretas imprimen sobre ellos. Todas estas experiencias se interrogan acerca de las operaciones que realizamos sobre las cosas existentes, los escenarios en que representamos nuestros roles y las reinterpretaciones a las que sometemos aquellas cargas o tesoros que nos han sido dados en la vida cotidiana. El punto de partida que anima la escritura de estas páginas es la necesidad de delimitar un espacio común en el que hacer legibles ciertas relaciones entre proyectos artísticos que se extienden en el horizonte argentino de los 2000. El espacio en el que confluyen estas exploraciones convoca la noción de vida cotidiana que, desde mediados del siglo XX, impulsa múltiples investigaciones, críticas y discusiones en el campo de la cultura.

Aquí, el término cotidiano no se ajusta completamente a una definición literal: lo que sucede todos los días, la repetición –herencia etimológica que lo opone a lo extraordinario–. Escapa, asimismo, de otras clasificaciones habituales: no se corresponde al ámbito de la privacidad (domesticidad opuesta a una vida pública), ni a la esfera de lo utilitario o lo funcional (en contraposición al detenimiento estético o a la experiencia del exceso), tampoco a una escena de la inmediatez oral (reservorio de una cultura popular intacta) o, su contrario, un espacio enteramente dominado por la estetización (el ejercicio de un control social que se constituye en la producción y circulación hegemónica de las imágenes). Otros rasgos son los que articulan los contornos de las maneras de hacer cotidianas que las producciones artísticas observan, analizan y en las que intervienen.

Ensayaré una primera síntesis. La esfera cotidiana se presenta como un ambiente inmediato, un entorno próximo. En estas escenas de cercanía, las destrezas ordinarias se rebelan contra la segmentación de saberes y actividades especializadas, disciplinarias o profesionales. Lo cotidiano es un territorio abierto a la circulación de actividades profanas, de lo que se hace con los restos de otros procedimientos parasitando sistemas preexistentes. Se trata de un lugar de circulación de residuos, de epistemes anacrónicas, supervivencias de elementos fragmentarios de antiguas y contemporáneas formas de sociabilidad. El carácter antidisciplinario de estas prácticas es doble: se contrapone al lugar del especialista y, a su vez, desafía la sujeción disciplinaria produciendo lecturas y acciones divergentes a los programas previamente diseñados, constituyendo experiencias singulares. Se trata del ámbito de soberanía del uso, de un conjunto de actividades en segundo grado, de lo que se hace con lo ya hecho en un movimiento que reúne reflexión y operación, invención y ejecución, creación y reproducción. Aquí las exploraciones del arte contemporáneo encuentran un terreno sumamente fértil para repensar y cuestionar las dicotomías entre producción y consumo, entre actividad y pasividad. Los artistas reelaboran insumos que son contiguos a sus formas de vida y que, simultáneamente, pueden ser evocados en el ámbito de su recepción, es decir, con nuestras experiencias en tanto espectadores. Se trata de tópicos, espacios compartidos, lugares comunes. A su vez, la vida cotidiana también se constituye como un terreno de prácticas poiéticas, de procedimientos ficcionales, de teatralidades y performances. La generación de vínculos interpersonales, espacios de encuentro, lugares donde estar juntos, se alterna con momentos de retraimiento y contemplación en los que determinados fragmentos sensibles convocan temporalidades solapadas que hacen emerger instantes autorreflexivos. En la proximidad de lo cotidiano también irrumpe la distancia estética.

Las exploraciones artísticas de las prácticas de la vida cotidiana vuelven a poner en escena la pregunta por los vínculos entre arte y vida; búsqueda desarrollada por la constelación de movimientos vanguardistas del siglo XX que produjo diversos resultados. Sin embargo, lo que se encuentra en los proyectos aquí investigados difiere de los fundamentos que alentaron otros emprendimientos. No se trata de interponer elementos extraños al ámbito de las artes para hacer colapsar sus estatutos, liquidar sus instituciones o suprimir el campo de las representaciones. Tampoco anida la expectativa utópica de concretar una mutación disruptiva de la vida ordinaria que permita su superación o negación. Por el contrario, la convicción de que es posible encontrar en la vida cotidiana existente regímenes de producción de imágenes en un sentido amplio (representaciones, teatralidades, puestas en escena, ficciones) promueve su investigación cognoscitiva y sensible.

Estéticas contemporáneas y cotidianeidad

Desde mediados de la década del 90, diversos discursos en el ámbito del arte contemporáneo a nivel internacional –entre ellas la formulación más célebre ha sido la de estética relacional de Nicolas Bourriaud ([1998] 2008), pero también pueden citarse las denominaciones arte contextual de Paul Ardenne ([2002] 2006), arte dialógico de Grant Kester (2004) o estética de la emergencia de Reinaldo Ladagga (2006)– analizan la experimentación sobre los marcos procesuales de la experiencia artística situando en el centro de sus preocupaciones las “microutopías de lo cotidiano” como un terreno fecundo para la acción inmediata y concreta. Así, se evoca la tradición crítica de las vanguardias históricas y las neovanguardias que cuestionaron específicamente los marcos de la producción y la recepción artística. Sin embargo, la perspectiva contemporánea posutópica encuentra a estos precedentes marcados por una mirada idealizante de las relaciones entre arte y vida en la que la reconexión de ambos términos tendría la capacidad de generar una transformación radical de la vida social en su conjunto.

Estas voces en torno a la estética relacional han puesto el acento en la elaboración de formatos artísticos que se oponen a la producción de representaciones o a la generación de ficciones para privilegiar la construcción de dispositivos de encuentro y participación directa basados en la enunciación de un estar-juntos. Esa estrategia haría posible el establecimiento de nuevos vínculos entre productores y espectadores poniendo en relación niveles de realidad distanciados o de improbable contacto en otros ámbitos. La construcción de este tipo de plataformas de encuentro y conversación, determinadas por el privilegio de la oralidad y el contacto cara a cara asociado a la inmediatez de lo cotidiano, permitiría efectuar una terapéutica de los lazos sociales particularmente afectados por un proceso de cosificación generalizado que se despliega desde los objetos mercantilizados a las relaciones humanas, también entendidas como productos diferenciados en el umbral del capitalismo tardío.

El diagnóstico sobre la cosificación de las relaciones humanas fue central, precisamente, en las definiciones de vida cotidiana que se produjeron en el ámbito de la filosofía y las ciencias sociales desde mediados del siglo pasado. En la perspectiva inaugural de Henri Lefebvre (1967), la instauración del “mundo de la mercancía” genera la especificidad del “reino de la vida cotidiana” donde las obras humanas devienen en productos escindidos tanto de los productores como de los consumidores. En un sentido similar, Ágnes Heller (1970) señala que lo cotidiano se constituye como una esfera donde el uso se distancia del saber sobre los objetos. A su vez, Michel de Certeau (1980) indica que las prácticas cotidianas, en su carácter inventivo, se despliegan superponiéndose sobre el espacio reticulado de la tecnocracia. En el análisis de Lefebvre, la expansión de la vida cotidiana acontece en la disolución de los ritos de la cultura popular devenida en cultura de masas en el marco del desarrollo de la “sociedad burocrática de consumo dirigido” que fragmenta el continuo social en subsistemas específicos que determinan lo cotidiano estableciéndolo como un fondo integral y, a su vez, como un residuo aún irreductible que escapa a los dispositivos de control social superpuestos. En este ámbito determinado por la programación de las conductas, la circulación de los productos se da ante todo como un “consumo de signos” donde las mercancías se disocian del valor de uso para asumir un rol ideológico o mitológico que esconde la entronización del valor de cambio. El argumento de Lefebvre se vincula con el análisis semiológico de la cultura de masas y sus mitos realizado por Roland Barthes (1957) en Mitologías, con el funcionamiento de las imágenes como vehículos de disociación de la realidad planteado en La sociedad del espectáculo de Guy Debord (1967), con la noción de estetización de lo cotidiano entendida como un proceso de simulación en tanto vaciamiento referencial de los signos en una lógica del intercambio y la equivalencia semiótica postulada por Jean Baudrillard (1972) y podría prolongarse, al menos, hasta el carácter improfanable de la mercancía pensada como objeto que incorpora la imposibilidad del libre uso, según Giorgio Agamben (2004).

Frente a estos puntos de vista que privilegian el despliegue de dispositivos sociales que programan los comportamientos de los usuarios en la vida cotidiana, el análisis de Certeau se enfoca en la observación de las tácticas cotidianas, las “artes de hacer”, las “prácticas de lo singular” que sirven de contrapartida a la sujeción tecnocrática. Aun compartiendo con Lefebvre, Debord y Baudrillard el diagnóstico sobre la expansión de la sociedad de consumo en la vida de todos los días como un proceso “semiocrático” amparado en una expansión “cancerosa” de la vista, Certeau reivindica el uso como actividad poiética, superando la antinomia entre operatividad y capacidad reflexiva para postular el carácter inventivo y estético de las prácticas cotidianas.

Contar, usar, recorrer

En el marco de estas definiciones de lo cotidiano –entre su carácter alienante y su capacidad inventiva– y la discusión de las relaciones entre arte y vida cotidiana enunciadas por las estéticas contemporáneas, hallamos una serie de proyectos artísticos procedentes del ámbito nacional que interpelan la problemática. Emprendidos en los primeros años de los 2000 correspondiendo a muy diversas estilísticas, estas experiencias exploran aspectos de las prácticas de la vida ordinaria que propongo organizar en tres ejes: la narración de la vida, el uso de los objetos y el recorrido por el horizonte urbano.

El primer vector corresponde al problema de la transferencia de diversas herencias culturales, legados familiares y experiencias personales que se hacen presentes en el relato de vida. En sus performances, esculturas cerámicas e instalaciones, Gabriel Baggio indaga en los procesos culturales de transmisión de saberes como la cocina, el tejido o técnicas artesanales en vías de extinción, dando cuenta de la complejidad de esas transferencias que fluctúan entre la reproducción, el olvido y la transformación. Verónica Gómez investiga los recuerdos que los objetos evocan elaborando narrativas que comprimen diversas temporalidades generacionales. Sus exploraciones incluyen la producción de dibujos, documentación fotográfica, textos escritos –epistolarios, diarios, fichas– y la construcción de plataformas de encuentro. Ana Gallardo también trabaja sobre relatos asociados a vivencias que pueden proceder de su propia biografía, de instancias de conversación sostenidas con otras personas o de la circulación de diversos ritos colectivos mediante instalaciones, videos, dibujos, performances y el diseño de experiencias que promueven vínculos.

En este eje también se sitúan otras experiencias procedentes del ámbito teatral que reconfiguran sus dispositivos poniéndose en diálogo con los desarrollos de la performance. Generando un archivo de las prácticas escénicas de la vida cotidiana, los proyectos de Vivi Tellas buscan “la teatralidad fuera del teatro” a partir de la edición dramatúrgica de relatos de personas sin una actividad escénica profesional. El resultado de estos procesos es el montaje de obras interpretadas por sus protagonistas. Las obras de Lola Arias también se vinculan con la exploración del “teatro documental”, apelan a las narrativas de los “actores” y a diversos soportes documentales que permiten explorar episodios históricos traumáticos desde la mirada en primera persona de los testigos, poniendo así en relación el umbral de las experiencias personales con el horizonte de la historia.

El segundo eje interpela la idea del uso de los objetos entendido como una actividad que se yuxtapone y contradice los objetivos comunicacionales y funcionales que el diseño les ha reservado a los productos. En este horizonte podemos situar las instalaciones hipersaturadas de objetos de consumo anónimo y efímero presentes desde mediados de la década de 2000, en las obras de Diego Bianchi y Leopoldo Estol. Sus producciones se caracterizan por la suspensión de los lazos metonímicos habituales de los objetos para presentarlos en organizaciones insólitas. Este tipo de agrupaciones, de un fuerte carácter fragmentario, responde a formalizaciones morfológicas y cromáticas que evocan la proliferación de usos espontáneos, artes del hacer cotidiano, y, a su vez, tematizan el horizonte entrópico y disfuncional de lo urbano contemporáneo. Por otra parte, la problemática del uso también se hace presente en las realizaciones de Luciana Lamothe y Eugenia Calvo en las que las herramientas se apartan de sus funciones constructivas para producir actos de microterrorismo que, en el primer caso, actúan sobre el marco de la aparente seguridad doméstica y, en el segundo, acontecen en espacios de circulación pública que pueden ser vulnerados por acciones vandálicas. Ambas artistas operan con herramientas que requieren de un adiestramiento básico, realizan labores que prescinden de las destrezas tradicionalmente asociadas al saber hacer escultórico actuando directamente sobre, o evocando, espacios cuyas reglas son infringidas por las acciones que desarrollan.

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La conformación de un corpus que reúne experiencias escénicas con otras provenientes de las artes visuales parte de dos consideraciones: en primer lugar, las enunciaciones que insisten en una reducción de las distancias entre los lugares de los artistas y de los espectadores convocando instancias presenciales de encuentro en los que se establecen relaciones de proximidad que pueden asociarse a la vida cotidiana se han producido en campos interdisciplinarios entre lo escénico y lo visual, como el de la performance. Por otro lado, en un horizonte estético donde diversas iniciativas impulsan una “desespecificación de los instrumentos, materiales o dispositivos propios de las diferentes artes”, tal como señala Jacques Rancière (2005: 13), considero que la investigación sobre las prácticas artísticas contemporáneas debe asumir la tarea de poner en segundo plano una circunscripción determinada por los lenguajes para indagar en movimientos que atraviesan y cuestionan las fronteras disciplinarias. Concuerdo, igualmente, con el diagnóstico de Reinaldo Ladagga (2006) sobre el carácter posdisciplinario de la escena contemporánea, en la que la especificidad de los procedimientos artísticos se desdibuja dando lugar a proyectos que ponen en crisis instancias clasificatorias estables. Otro ejemplo, en este sentido, es la exploración de un espacio entre dos que ilumina puntos de contacto entre las palabras y las imágenes, desarrollada por Graciela Speranza (2006, 2012), poniendo en diálogo producciones de la literatura y las artes visuales para dar cuenta de emergentes culturales que los atraviesan.

Para finalizar: una vez más, la intuición que guió la escritura de estas páginas. Los proyectos aquí reseñados soslayaron el carácter ordinario, utilitario, racionalizado, reproductivo, alienante, programado, estetizado o pasivo de la esfera de la experiencia cotidiana para privilegiar sus capacidades inventivas, disruptivas, reflexivas, estéticas, representacionales o performativas. Con este norte se embarcaron en una investigación poética y cognoscitiva de las prácticas de todos los días para reformular los marcos de la experiencia artística. La meta será dar a ver, aunque sea de manera precaria, en el heterogéneo horizonte de estos episodios singulares un mapa de afinidades en un panorama cultural aún próximo.

 

1. El tema era particularmente cercano y doloroso para Ferrari, quien en 1977 sufrió el secuestro y la desaparición de su hijo Ariel.

2. Esta escena y gran parte del relato biográfico sobre Marcelo Pombo desarrollado en este apartado provienen de una entrevista realizada por el autor al artista el 3 de febrero de 2017 en Buenos Aires.

3. Esta autopista que divide a la ciudad de Buenos Aires de la provincia homónima en el imaginario porteño, y en el argentino más extensamente, ha representado, y aún parece hacerlo, una frontera económica y cultural entre la ciudad letrada, civilizada, y ese “otro” territorio mestizo y atávico.

4. Claudio Iglesias caracterizó al metro cuadrado como un espacio de intercambios entre varios de los artistas enumerados; si bien no se trató exactamente de iniciativas colectivistas, sí se constituyó como una red de conversaciones. Así, calificó a Pombo de “artista de artistas”. Para profundizar en este aspecto se puede leer “Marcelo Pombo y la topología del metro cuadrado”, en Claudio Iglesias (2014: 47-63).

5. Para profundizar en las relaciones entre los artistas de la esfera del Centro Cultural Rojas, como Marcelo Pombo, y la escena del under porteño de los años 80 recomiendo la lectura del artículo de Mariana Cerviño, “El under, el Rojas y sus batallas”, en Baeza, Marmor y Vidal Mackinson (2016: 41-56).

6. En este sentido, Inés Katzenstein tituló la primera retrospectiva de Pombo “Marcelo Pombo: un artista del pueblo”. Recomiendo la consulta del catálogo (Katzenstein, 2015).

7. Ese material en bruto pudo verse por primera vez en la muestra Oasis. Afinidades conocidas e insospechadas en un recorrido por la producción artística de nuestro tiempo, curada por Federico Baeza, Lara Marmor y Sebastián Vidal Mackinson en la sección Dixit, arteBA, 2016.

8. El término delimita la constitución del campo artístico posterior a la crisis institucional, política, económica y cultural que en nuestro país, tal vez anticipadamente, comenzó a resquebrajar el consenso global sobre las prácticas neoliberales. Véase Andrea Giunta (2009).