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Carlos Cuauhtémoc Sánchez

LOS OJOS DE MI PRINCESA

Versión completa de La fuerza de Sheccid

“Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios sin el permiso de la editorial”.

Edición ebook © Abril 2012

ISBN: 978-607-7627-26-5

Edición impresa - México

ISBN: 968-7277-63-7

Derechos reservados: D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México, 2004.

D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 2004.

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Introducción

En algún momento todo autor que se precia de serlo, toma la decisión de dedicarse a escribir por el resto de su vida. Comúnmente lo hace a solas, en secreto, durante el proceso creativo de un trabajo especial en el que vuelca lo mejor de sí mismo. En mi caso ocurrió mientras escribía Los ojos de mi princesa. Fue un instante en el que todas mis energías convergieron en el mismo anhelo, como cuando se logra de forma repentina el enfoque de un enorme telescopio.

Puse en este libro demasiado de mí. A la larga, me dio grandes satisfacciones: Juan Rulfo escribió de él con su puño y letra “es un honor para mí avalar la gran calidad de esta obra”, y los jurados del Premio nacional de la juventud en literatura, y del Premio nacional de las mentes creativas, lo consideraron digno de ganar el primer lugar. Siempre vi, sin embargo, este libro como un trabajo muy íntimo. Por eso cuando tuve la oportunidad de hacerlo público preferí condensarlo, quitarle la esencia personal y darle un enfoque distinto. Así surgió La fuerza de Sheccid; vendió casi un millón de ejemplares y se convirtió en un libro de lectura sugerida en miles de escuelas secundarias y preparatorias. No obstante, opté por guardar para mi familia y amigos más cercanos el libro original.

Ahora las cosas han cambiado. Me he dado cuenta que haga lo que haga, se mantienen inamovibles tanto la mala actitud de algunos críticos cuanto la fidelidad y nobleza de muchos de mis lectores. Eso me permite el privilegio de mostrarme como soy.

Los ojos de mi princesa, se desarrolla dentro de un marco temporal y social único:

Iniciaba el año 1978 en la ciudad de México. Gobernaba José López Portillo y era un tiempo de agitación política en el mundo. La guerra fría estaba en su apogeo. El presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter y su homólogo ruso Breznev, acababan de firmar el acuerdo para limitar el uso de armas nucleares. El muro de Berlín permanecía erguido y más vigente que nunca. La gimnasta rumana Nadia Comanecci de catorce años se había convertido en un ídolo de la juventud. Los éxitos del cine eran Rocky, La guerra de las Galaxias y Fiebre de sábado por la noche. John Travolta, causaba controversia por sus movimientos en el baile. La música disco se estaba poniendo de moda con la misma velocidad con la que surgieron los pantalones acampanados y las camisas floreadas. Los jóvenes escuchábamos una estación de radio en A.M. llamada “La pantera”. Los televisores tenían una perilla redonda con trece canales y una «U». No existía ningún caso reconocido de sida en el mundo, el Internet era un tema descabellado de ciencia ficción, y aunque no se habían inventado computadoras, controles remotos, teléfonos celulares, compac discs, cámaras de video portátiles, ni relojes digitales, la difusión ilegal de la pornografía y de la droga iniciaban su enorme expansión entre los estudiantes.

A pesar de todo, los valores que reflejan los personajes de esta historia, son atemporales —funcionaban antes y funcionarían ahora—; y tanto quienes vivieron aquella época como los jóvenes de hoy, podrán retomar con la lectura principios que enriquecerán su presente.

Gracias, lector amigo, por interesarte en leer este trabajo. Después de caminar tanto tiempo por los mismos senderos, me embarga una gran alegría al compartirlo contigo.

Carlos Cuauhtémoc Sánchez

Capítulo 1

Lloviznaba.

Las clases en la secundaria habían terminado, y José Carlos caminaba sobre el pavimento mojado con la vista al frente sin inmutarse por la posibilidad de que la lluvia se convirtiera en aguacero.

Sentía miedo, pero también alegría. Su corazón latía de forma diferente. Estaba enamorado por primera vez.

Se preguntaba cómo se acercaría a la joven recién llegada a su colegio, compitiendo con tantos galanes desenvueltos. Él era tímido, introvertido, relegado por sus condiscípulos. ¡Pero soñó varias veces con esa chica! La imaginó y dibujó en su mente con tan obstinada reiteración antes de conocerla que ahora, cuando al fin la había encontrado, no podía permanecer escondido detrás del pupitre viendo cómo los conquistadores naturales iban tras ella.

Sus pensamientos se pusieron en pausa cuando un Datsun rojo se detuvo junto a él.

—¡Hey, amigo! —El conductor abrió el vidrio moviendo la manivela—. ¿Sabes dónde se encuentra la Escuela tecnológica ciento veinticinco?

—Claro —contestó—, de allá vengo. Regrese por esa calle y después...

—Perdón que te interrumpa, pero necesito un guía. ¿Podrías acompañarme? Como un favor especial.

Percibió la alarma en su cerebro. Respondió casi de inmediato.

—No. Disculpe… lo siento… —echó a caminar tratando de alejarse.

—Hey, ven acá, José Carlos…

Se detuvo. ¿Cómo sabía su nombre?

Giró el cuerpo muy despacio.

Mario Ambrosio, uno de los compañeros más desenvueltos de su salón, había salido por la puerta trasera del vehículo. El conductor también había bajado del auto y encendía un cigarrillo con gesto de suficiencia.

—¡Ratón de biblioteca! —dijo Mario—, no tengas miedo, sube al coche... El señor es profesor de biología y vende algunos productos para jóvenes. Quiere que lo llevemos a la escuela. Anímate. Acompáñame.

Tragó saliva.

—¿Qué productos?

—Sube, no seas cobarde. Ya te explicaremos.

—Pe... pero tengo algo de prisa. ¿De qué se trata exactamente?

—Es largo de contar —intervino el hombre—; te interesará. Además, al terminar la demostración te daré un premio económico.

A José Carlos no le faltaba dinero, pero tampoco le sobraba. Para conquistar a una chica como la recién llegada a la escuela se necesitaban recursos; por otro lado, Mario Ambrosio era un donjuán, sabía desenvolverse con las mujeres y sería interesante convivir con él para aprender. ¿Qué riesgos había? El vendedor de productos no parecía tener malas intenciones. Cuando se percató de su error de apreciación ya era demasiado tarde.

Un viento helado silbaba en la ranura de la ventanilla haciendo revolotear su ropa. Quiso cerrar el vidrio por completo y movió la manivela, pero ésta dio vueltas sin funcionar.

—¿Cuántos años tienes?

—Quince.

—¿Cómo vas en la escuela?

—Pues… bien... muy bien.

—No me digas que te gusta estudiar.

Le miró a la cara. Conducía demasiado rápido, como si conociese la colonia a la perfección.

—Sí me gusta, ¿por qué lo pregunta?

—Eres hombre... supongo. Aunque te guste estudiar, piensa. Seguramente no te gusta tanto y el trabajo que te voy a proponer es mucho más satisfactorio. Algo que le agradaría a cualquiera.

—¿El trabajo? ¿Cuál trabajo? ¿No es usted profesor de biología? ¿No vende productos? Mire... la escuela es por allí.

—Ah, sí, sí, lo había olvidado, pero no te preocupes, conozco el camino.

Sudor frío. “¡Estúpido!”, se repitió una y otra vez. Había sido engañado. Giró para ver a Mario Ambrosio, pero éste parecía encontrarse en otro mundo. Hojeaba unas revistas con la boca abierta.

—No te asustes, quiero ser tu amigo —el hombre sonrió y le dirigió una mirada rápida; de lejos, su saco y corbata le ayudaban a aparentar seriedad, pero de cerca, había algo anormal y desagradable en su persona; era un poco bizco, tenía el cabello largo y grasoso—. Confía en mí, no te obligaré a hacer nada que te desagrade.

—Regréseme adonde me recogió.

—Claro. Si no eres lo suficientemente maduro para el trabajo, te regresaré, pero no creo que haya ningún problema; supongo que te gustan las mujeres, ¿o no?

Aceleró; parecía no importarle conducir como loco en plena zona habitacional; José Carlos estaba paralizado. Si sufrían un accidente tal vez podría huir, pero si no... ¿Adónde se dirigían con tanta prisa?

—¿Alguna vez has acariciado a una mujer desnuda? —José Carlos carraspeó y el hombre soltó una carcajada—. Mario, pásame una revista para que la vea tu amigo.

Su compañero escolar obedeció de inmediato.

—Deléitate un poco. Es una ocupación muy, muy agradable... —La portada lo decía todo—. Vamos. Hojéala. No te va a pasar nada por mirarla.

Abrió la publicación con mano temblorosa. En otras ocasiones había visto algunos desnudos, incluso revistas para adultos que sus compañeros escondían como grandes tesoros, pero jamás algo así... La condición del hombre, degradada hasta el extremo, extendía sus límites en esas fotografías. Las tocó con las yemas de los dedos; eran auténticas; las personas realmente fueron captadas por la cámara haciendo todo eso... Lo que estaba mirando iba más allá de la exhibición de desnudos, llegaba a la más grotesca perversidad.

Había quedado, como su compañero del asiento trasero, hechizado y aletargado.

—Muy bien. Hablemos de negocios. Necesito fotografías de muchachos y muchachas de tu edad. Como ves en mis materiales artísticos, el acto sexual puede hacerse con una o con varias personas al mismo tiempo. Es muy divertido. También realizamos filmaciones. ¿Nunca has pensado en ser actor? —el auto se internó por una hermosa unidad habitacional, rodeada de parques y juegos infantiles—. ¿Qué les parece esa muchacha?

Mario Ambrosio y José Carlos vieron al frente. Una jovencita vestida con el uniforme de su escuela caminaba por la acera. El auto llegó hasta ella y se detuvo.

—Hola.

La chica volvió su rostro afable y pecoso. José Carlos abrió la boca, guardando la respiración.

Durante dos semanas había espiado casi a diario a la hermosa joven de nuevo ingreso. Era elegante, dulce, de carácter firme y tenía una sola amiga. ¡Una sola! ¡La pecosa que estaba a punto de ser abordada por el pornógrafo!

—Qué tal, linda —dijo el tipo—. Necesitamos tu ayuda; nos perdimos; no conocemos estos rumbos y queremos encontrar una escuela secundaria.

—Pues mire, hay una muy cerca.

—No, no. Queremos que nos lleves. Vendemos productos y quizá tú conozcas a alguien que se interese. Si nos acompañas te daré una comisión.

“¿Si nos...?” La pecosa se percató de que había dos personas más en el automóvil.

—¿Por qué no lo llevan ellos? 

José Carlos cerró el ejemplar de la revista y accionó la palanca para abrir la portezuela. Se escuchó un golpe seco. El tipo se volvió con la velocidad de una fiera y sonrió, sardónico.

—Sólo se abre por fuera... Tranquilízate o te irá mal.

Las manijas habían sido arregladas para que, quien subiera al coche, quedara atrapado.

—¿Cómo te llamas?

—Ariadne.

—Tú debes de conocer a varias muchachas y ellos no —comentó el tipo jadeando—. Si nos deleitas con tu compañía unos minutos te regresaré hasta aquí y te daré algo de dinero.

—¿Qué productos venden?

El hombre le mostró un ejemplar del material.

Mario había dejado su propio entretenimiento y se había inclinado hacia delante, atento a lo que estaba sucediendo, pero la vergüenza y la sospecha de saberse cerca de su primera experiencia sexual lo hacían esconderse detrás de la cabeza del conductor.

Ariadne se había quedado inmóvil con un gesto de asombro, sin tomar la revista. El hombre la hojeaba frente a ella.

—¿Cómo ves? Es interesante, ¿verdad?

La joven permanecía callada; aunque estaba asustada, no dejaba de observar las fotografías. El hombre sacó una caja de abajo del asiento y la abrió para mostrar el contenido a la chica.

—Esto es para cuando estés sola... ¿Lo conocías? Funciona de maravilla. Como el verdadero. ¡Vamos, no te avergüences! Tócalo. Siente su textura...

La joven observó el instrumento y luego miró a José Carlos.

—Ya te sentirás con más confianza —aseguró el hombre—. Tenemos muchas otras cosas cautivantes que te relajarán. Ya lo verás.

La chica estaba pasmada. El hombre le hizo preguntas sobre su menstruación, sus sensaciones, sus problemas, y ella respondió con monosílabos y movimientos de cabeza.

—Está bien —asintió al fin denotando un viso de suspicacia—, los acompañaré a la escuela, siempre y cuando me regresen aquí después.

—¿Vives cerca?

—Sí. Por la esquina donde va cruzando aquella muchacha.

—¿Es tu compañera? ¿La conoces? ¡Trae el mismo uniforme que tú!

—Estudia en mi escuela.

—Llámala. ¿Crees que querrá acompañarnos?

José Carlos se quedó congelado. No podía ser verdad. Era demasiada desventura. Se trataba de la estudiante de recién ingreso.

El conductor tocó la bocina del automóvil y sacó el brazo para hacerle señales, invitándola a aproximarse.

—¡Ven! —La llamó y luego comentó en voz baja—: Así se completan las dos parejas.

Capítulo 2

Jueves 16 de febrero de 1978

Estoy furioso, desesperado, enojado, frenético. Me llevan los mil demonios. ¿Cómo pudo pasar lo que pasó? ¡Tengo tantas ganas de salir corriendo y llorar y gritar y reclamarle a Dios!

Yo estaba enamorado. Creía en el amor… Consideraba que era posible ver a una mujer con ojos limpios.

Hoy ya no sé que pensar.

Cierro los ojos y veo en la mente, mujeres desnudas. También veo a la chica de nuevo ingreso y a la pecosa. Me imagino que se quitan la ropa y se acercan a mí.

Tengo la cabeza llena de imágenes asquerosas. No puedo borrarlas. Trato de pensar en otra cosa y me persiguen como un enjambre de abejas enojadas. Y lo peor de todo es que me gusta dejarme atrapar. Las picaduras son venenosas, pero placenteras. Me agrada recordar lo que pasó y después de un rato me siento vil y sucio.

Todo ha cambiado en mi interior. Estoy muy confundido e incluso asustado porque descubrí que las cosas no son como creía. En mi mente se revuelve la porquería con la bondad, la suciedad con la pureza. Tengo ganas de gritar, llorar, salir corriendo y preguntarle a Dios… ¿Por qué permite que el mundo se caiga a pedazos?

José Carlos dejó de escribir y se puso de pie, ofuscado, desorientado. Cuando calculó que todos en la casa se habían dormido, salió de su cuarto y fue al pasillo de los libros. Encendió la luz y trató de encontrar algo que lo ayudara a razonar mejor. Alcanzó varios volúmenes, sin saber con exactitud lo que buscaba y se puso a hojearlos en el suelo. Había obras de sexología, medicina, psicología. Trató de leer, pero no logró concentrarse. Después de un rato, deambuló por la casa; al fin se detuvo en la ventana de la sala.

No podía apartar de su mente las imágenes impresas que vio. Regresaban una y otra vez. Pero iban más allá de un recuerdo grato.

Con la vista perdida a través del cristal abandonó la ingenuidad de una niñez que lo impulsaba a confiar en todos.

De pronto tuvo la sensación de estar siendo observado. Se giró para mirar sobre los hombros y dio un salto al descubrir a su madre sentada en el sillón de la sala.

—¿Pero qué haces aquí?

—Oí ruidos. Salí y te encontré meditando. No quise molestarte.

¿Su mamá lo había escuchado sollozar y reclamarle a Dios? ¿Había detectado cuan desesperado y triste estaba? ¿Por qué entró sin anunciarse?

—¿Cuánto tiempo llevas en este lugar?

—Como media hora.

—¿Sin hacer ruido? ¿Sin decir nada? ¿Con qué derecho?

—Quise acompañarte... eso es todo.

—¿Acompañarme o entrometerte?

—Yo soy tu madre. Nunca me voy a entrometer en tu vida, porque formo parte de ti.

—No estoy de acuerdo.

—José Carlos. Cuando se ama a alguien se está con él, sin estorbar, apoyándolo sin forzarlo, interesándose en su sufrimiento, sin regañarlo.

—Mamá, sigo sin entender. ¿Qué quieres?

—Vi que sacaste varios libros sobre sexualidad. ¿Buscabas algo en especial?

Bajó la guardia.

—No. Mejor dicho, sí... No sé si contarte...

—Me interesa todo lo que te pasa. Estás viviendo una etapa difícil.

—¿Por qué supones eso?

—En la adolescencia se descubren muchas cosas. Se aprende a vivir. Los sentimientos son muy intensos.

José Carlos se animó a mirarla. La molestia de haber sido importunado en sus elucubraciones se fue tornando poco a poco en gratitud. Le agradaba sentirse amado y ser importante para alguien que estuviera dispuesto a desvelarse sólo por hacerle compañía.

—Está bien —concedió—, te voy a contar… Hay una muchacha que me gusta… ¿Por qué sonríes? Es más complicado de lo que crees. Soñé con ella desde antes de conocerla. Por eso cuando la vi por primera vez me quedé asombrado. Es una chica muy especial. Le he escrito cosas, imaginando el momento en que podré dárselas a leer para que me conozca. Pero ahora todo se echó a perder. Ella cree que soy el ayudante de un promotor pornográfico.

—¿Cómo?

—Lo que oíste, mamá. Fui convencido por un tipo que se hizo pasar por profesor de biología.

—¿Convencido de qué?

—Soy un estúpido.

—¿Qué te pasó?

—Un hombre... me invitó a subir a su coche. No te enojes, por favor, sé que hice mal, pero parecía una persona decente... Es imposible confiar en la palabra de otros, ¿verdad?

—Sigue.

—Esas revistas… eran ilegales, supongo. No tenían el sello de ninguna editorial.

Ella se puso de pie, movida por una alarma interior. Trató de recuperar su compostura y volvió a tomar asiento.

—¿Qué revistas?

—Me da vergüenza describirte lo que vi.

—Háblame claro.

—Logré escapar a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—El hombre vendía revistas con… fotos… de… mujeres mostrando groseramente las partes más íntimas de su cuerpo y escenas sucias que… no puedo describirte.

La madre estaba azorada. Miró los libros de sexología que su hijo había dejado abiertos sobre el piso.

—¿El hombre de ese coche —aclaró la garganta para que su voz no flaqueara—, te hizo algo malo?

—No. Pero Mario Ambrosio, un compañero de mi salón, se fue con él. Parecía muy entusiasmado con el trabajo que le proponía.

—¿Qué trabajo?

—El de actor...

—Dios mío… Cuéntame más.

—El hombre quería formar dos parejas de jovencitos para llevarnos a un lugar y tomarnos fotografías… Primero nos invitó a Mario y a mí. Luego se detuvo junto a una chica pecosa de mi escuela. Ariadne. La convenció de acompañarnos y por último quiso hablarle a la muchacha nueva que pasaba cerca, la que me gusta, pero Ariadne lo impidió. Dijo: “Prefiero ir sola, no conozco bien a esa chica y tal vez lo arruine todo”. Estaba mintiendo, ¡claro que la conocía! Es su mejor amiga. El hombre le dijo “entonces vamos; no nos tardaremos mucho, sube al asiento de atrás, por la otra puerta; sólo se abre desde fuera.” La pecosa rodeó el coche. El hombre sonrió mirándonos a Mario y a mí en señal de triunfo.

—A ver, José Carlos. Explícame. ¿Las puertas del auto no podían abrirse por dentro? ¿O sea que ustedes estaban secuestrados?

—Sí, mamá, pero la pecosa se dio cuenta de eso, dio la vuelta al coche, abrió las dos puertas, primero la de adelante y luego la de atrás, y comenzó a alejarse. Lo hizo como para ayudarnos a escapar. El hombre gritó: “¿Que haces, niña?, ¿adónde vas?, me lo prometiste, no tardaremos, vamos, ¡sube ya! ¡Los dos muchachos son buenas personas, verás como no te dolerá! Todo te gustará mucho. Vamos, ¡sube ya!”, pero Ariadne echó a correr. El hombre, furioso, comenzó a tocar el claxon.

—¿Y tú, qué hiciste?

—Aproveché para saltar, pero apenas anduve unos pasos me di cuenta de que había olvidado mi portafolios. Regresé por él. Pensé que sería fácil recuperarlo. Me agaché para alcanzarlo y el hombre me cogió de la muñeca. Dijo: “Vas muy aprisa, cretino; tú vienes con nosotros”. Me sacudí, pero fue inútil. Llevé la mano libre hasta la del tipo y la traté de arrancar de mi antebrazo. “¡Suélteme..!”, dije mientras le enterraba las uñas en la piel y le empujaba la mano. El sujeto era mucho más fuerte de lo que jamás hubiera pensado o yo soy mucho más débil. Vi su enorme cara morena llena de hoyuelos, su gesto duro y sus asquerosos ojos que me miraban sin mirarme. El hombre me dijo: “Te voy a enseñar a que no seas un maldito cobarde, te voy a enseñar”. Grité: “¡Suélteme!” y él repitió: “Te voy a enseñar”, mientras me jalaba para adentro del carro. Desesperado, traté de liberarme y casi lo logré, pero el tipo me detuvo con el otro brazo. Entonces le escupí a la cara y me soltó dando un grito. Tomé mis útiles, y eché a correr, pero el portafolios se me enredó entre las piernas y tropecé. Me fui al suelo de frente y metí las manos un instante antes de estrellar la cara contra el pavimento. El Datsun rojo estaba a media calle. Vi cómo Mario Ambrosio volvía a cerrar la puerta quedándose adentro del auto, me gritó algo que no entendí, mientras el conductor cerraba la de adelante; vi cómo se encendían los pequeños focos blancos de las luces traseras y escuché al mismo tiempo el ruido de la reversa. Me puse de pie. Levanté mis útiles y, volví a correr. El automóvil venía directamente hacia mí. Pude sentirlo y escucharlo. Estaba a punto de alcanzarme cuando llegué a la banqueta y di vuelta hacia la izquierda.

La madre de José Carlos permanecía callada sin alcanzar a asimilar la historia que su hijo le estaba contando.

—¿Y la pecosa?

—Escapó.

—¿Sabes dónde vive?

—Más o menos. ¿Por qué?

—¡Quiero que tu padre y yo vayamos a hablar con los padres de ella para explicarles lo que pasó, y levantar una denuncia!

—¿Ya ves por qué no quería platicarte nada, mamá? ¡Sólo complicarás las cosas!

La mujer observó a su hijo en silencio. Se acercó a él y lo abrazó. José Carlos sintió un nudo en la garganta. Su mente estaba llena de ideas contradictorias. Tenía mucha vergüenza, pero a la vez le emocionaba pensar en lo que habría ocurrido si sus compañeras hubieran subido al coche.

Agachó la cara y sintió que su confusión se tornaba en ira.

—¿Por qué me pasa esto?

—¿Qué?

—No puedo apartar tanta porquería de mi mente... Sé que es algo sucio, pero me atrae. No entiendo lo que me pasa.

Ella era una mujer preparada. Aunque tenía estudios de pedagogía y psicología, en uno de los momentos más cruciales de la vida de su primogénito, no sabía qué decirle. Acarició la cabeza del adolescente y se separó de él para comentar en voz baja.

—Hace poco oí en el noticiero que algunas agencias de empleos solicitan muchachas jóvenes para contratarlas como edecanes o modelos, pero al final las embaucan en trabajos sexuales... también informaron que la pornografía juvenil se está convirtiendo en un gran negocio. Los que la producen y venden dicen que no es dañina, pero millones de personas son afectadas directa o indirectamente por esa basura. Cuando la policía registra las casas de los criminales, siempre encuentra que son aficionados a la más baja pornografía y a todo tipo de perversiones sexuales.

—Mamá yo no soy un pervertido, pero… lo que acabo de descubrir… No entiendo por qué me atrae tanto. Aunque sé que está mal, me gustaría ver más… ¿Es normal?

—Sí —se llevó una mano a la barbilla para acariciarse el mentón con gesto de profunda pena, luego agregó—. Alguna vez leí que los adolescentes son como náufragos con sed.

—¿Cómo?

—Imagina que los sobrevivientes de un naufragio quedan a la deriva. Después de muchas horas, el agua de mar les parece apetitosa. Quienes la beben, en vez de mitigar su sed, la aumentan, al grado de casi enloquecer, y mueren más rápido. La pornografía, el alcohol, la droga y el libertinaje sexual son como el agua de mar. Si quieres destruir tu vida, bébela…

—No quiero destruir mi vida. ¡Pero sigo teniendo sed!

—Encuentra agua pura.

—¿Dónde?

—¡Pide que llueva!

—¿Cómo?

—Busca el amor.

—No te entiendo.

—Me comentaste que hay una muchacha muy linda que te inspira cosas buenas. Piensa en ella. En sus ojos, en su dulzura. Borra de tu mente la pornografía.

—¡Se dice fácil!

—Hijo, sólo el amor cambia vidas; puede impulsar al peor de los hombres a ser más grande, más noble, más honesto… ¿Alguna vez te platiqué la historia que escribió mi padre sobre un joven encarcelado injustamente?

—Creo que sí. Ya no me acuerdo bien.

—Era un buen muchacho que fue metido a una prisión subterránea oscura, sucia, llena de personas enfermas y desalentadas. Se llenó de amargura y deseos de venganza. Cuando el odio lo estaba corrompiendo, la hija del rey, llamada Sheccid, visitó la prisión. El joven quedó impresionado por la belleza de esa mujer. La princesa, por su parte, se conmovió tanto por las infrahumanas condiciones de la cárcel que suplicó a su padre que sacara a esos hombres de ahí y les diera una vida más digna. El rey lo hizo, y el prisionero se enamoró de la princesa. Entonces, motivado por el deseo de conquistarla, escapó de la cárcel y puso en marcha un plan extraordinario para superarse y acercarse a ella. Con el tiempo llegó a ser uno de los hombres más ricos e importantes del reino.

—¿Y al final conquistó a la princesa?

—No. Sheccid fue sólo su inspiración. Un aliciente que lo hizo despertar.

—Qué lástima.

—El resultado fue bueno para él de todos modos. Haz lo mismo. Aférrate a tu Sheccid y olvida la porquería que conociste hoy.

Asintió y se quedó callado por unos segundos. Luego reflexionó:

—Mis amigos dicen que los jóvenes podemos tener un poco de sexo e incluso fumar o tomar, sin que lleguemos a pervertirnos. Oí que todo es bueno si se hace moderadamente…

—No. Lo siento. Eso es mentira. Entiende, hijo. Aunque existen serpientes, eso no significa que debes convivir con ellas. ¡Son traicioneras!

—¿Serpientes?

—Un domador de circo en Europa, que había pasado trece años entrenando a una anaconda, preparó un acto que funcionó bien, pero hace varios meses, frente al público en pleno espectáculo, la serpiente se enredó en el hombre y le hizo crujir todos los huesos hasta matarlo.

—¿De verdad?

—Sí. Miles de muchachos mueren asfixiados por una anaconda que creyeron domesticar. La cerveza, el cigarro, la pornografía… Lo que es malo es malo. Punto. No puedes jugar con ello, ni siquiera “con medida”.

Hubo un largo silencio. José Carlos asintió. Luego abrazó a su madre. Por un rato no hablaron. Era innecesario. Esa mujer era no sólo una proveedora de alimentos o una supervisora de tareas, sino la persona que sabía leer su mirada, la que reconocía antes que nadie sus problemas, la que aparecía en la madrugada y se sentaba frente a él, sólo para acompañarlo.

—En la maestría de pedagogía debes de haber leído muy buenos libros. ¿Podrías recomendarme alguno?

—Claro. Vamos.

El muchacho tomó como tesoro en sus manos los cuatro volúmenes que su madre le sugirió cuando llegaron al pasillo del librero. Luego se despidió de ella con un beso.

Regresó a su cama y hojeó los libros. No pudo leer. El alud de ideas contradictorias le impedía concentrarse lo suficiente. A las tres de la mañana apagó la luz y se quedó dormido sin desvestirse sobre la colcha de la cama.

Capítulo 3

Lunes 20 de febrero de 1978

Desde hace más de un año anoto algunos de mis “conflictos, creencias y sueños”. Lo hago en papeles sueltos. Voy a reunirlos y a llevar un orden.

Mi princesa: He pensado tanto en ti durante estos días. He vuelto a soñar contigo de forma insistente y clara. Tengo miedo de que tu amiga, Ariadne, se me anticipe y lo eche todo a perder. Por eso, la próxima vez que te vea, me acercaré a decirte que, sin darte cuenta, me has motivado a superarme.

Quisiera ser escritor. Como mi abuelo. Escribir es una forma de desahogarse cuando la sed nos invita a beber agua de mar. Tengo muchas cosas que escribir. Quiero imaginar que este diario lo escribo para alguien muy especial. Para ti, mi Sheccid.

José Carlos se encontraba sentado en una banca del patio principal.

Cerró muy despacio su libreta y se irguió de repente sin poder creer lo que veían sus ojos.

La chica de recién ingreso estaba ahí.

Algunas veces su rostro perfecto se ocultaba detrás de los estudiantes y otras se descubría en medio del círculo de amigas.

Las manos comenzaron a sudarle y los dedos a temblarle. La boca se le secó casi por completo. Dio unos pasos al frente. Tenía que acercarse a ella. Se lo había prometido.

Estaba rodeada de personas. ¿Cómo la abordaría? Sin saber la respuesta, se aproximó poco a poco.

De pronto, el grupo de muchachas comenzó a despedirse y unos segundos después la dejaron totalmente so... ¿la? El corazón comenzó a tratar de salírsele del pecho. Caminó unos pasos más, dudando. Pronto terminaría el descanso y ella se esfumaría de nuevo. No disponía de mucho tiempo. Avanzó sin pensarlo más. Se detuvo a medio metro de la banca en la que estaba sentada la joven. Nunca la había visto tan de cerca. Era más hermosa aún de lo que parecía a lo lejos.

—Hola —dijo titubeante.

La chica levantó la cara. Tenía unos ojos de color inusual.

—Hola —respondió mirándolo con un gesto interrogativo.

—¿Son verdes o azules?

—¿Perdón?

—Es que… tus ojos… me llamaron mucho la atención…

—Son azules. Aunque a veces la luz los hace ver distintos.

—Oh —la voz del muchacho sonó insegura pero cargada de suplicante honestidad—. ¿Puedes ayudarme?

Ella frunció un poco las cejas.

—¿De qué se trata?

—Se trata de... bueno, hace tiempo que deseaba hablarte... En realidad hace mucho tiempo…—la postura de la chica traslucía el visaje de una primera buena impresión, pero, ¿cuánto tiempo duraría si él no encontraba algo cuerdo que decir? Debía pensar bien y rápido. Comenzó a construir y descartar parlamentos en la mente a toda velocidad: “Es difícil abordar a una joven como tú...” No. Movió la cabeza. Eso era vulgar; entonces: “Si supieras de las horas en que he planeado cómo hablarte me creerías un tonto por estar haciéndolo tan torpemente...” Sonrió y ella le devolvió la sonrisa. No podía decir eso, sonaría teatral, pero tenía que decir algo ya.

—Te he visto declamar dos veces y me gustó mucho.

—¿Dos?

—La segunda lo hiciste para toda la escuela después de abanderar la escolta.

—¿Cómo?

—La primera lo hiciste para mí... En sueños... —la frase no tenía intención de conquista, era verdadera; tal vez ella notó la seguridad del muchacho y por eso permaneció a la expectativa—. Declamas increíble —completó—. Estoy escribiendo un diario para ti. Quiero ser tu amigo.

—¿Por qué no te sientas?

Lo hizo. Las palabras siguientes salieron de su boca sin haber pasado el control de calidad que exigían las circunstancias.

—Eres preciosa y quiero conocerte.

—Vaya que vienes agresivamente decidido.

Movió la cabeza, avergonzado. Eso fue un error. Tenía que ser más sutil y seguir un riguroso orden antes de hablar.

—¿Por qué no empezamos por presentarnos? —sugirió ella—. Mi nombre es...

Sheccid —la interrumpió.

—Che... ¿qué?

—Mi abuelo es escritor. Lo admiro mucho. Él solía contar la historia de una princesa árabe muy hermosa llamada Sheccid. Un prisionero se enamoró de la princesa y, motivado por la fuerza de ese amor, escapó de la cárcel y comenzó a superarse hasta que logró convertirse en un hombre muy importante. Por desgracia nunca le declaró su cariño y ella no supo que él existía. La princesa se casó con otro de sus pretendientes…

La joven lo miró unos segundos.

—Y esa princesa se llamaba... ¿cómo?

—Sheccid.

—¿Así que vas a cambiarme de nombre?

—Sí. Yo soy ese prisionero que escapó de la cárcel y tú eres esa princesa, pero no quiero que te cases con otro sin saber que yo existo. Por eso vine.

Ella rio y movió la cabeza.

—¿Siempre eres tan imaginativo?

—Sólo cuando me enamoro.

Se dio cuenta de que había pasado otra vez por alto el registro de razonamiento y se reprochó entre dientes: “Que sea la última vez que dices una tontería”, pero a ella no le había parecido tal, porque seguía riendo.

De pronto la joven levantó un brazo y agitó la mano para llamar a otra chica que caminaba despacio, cuidando de no derramar el contenido de dos vasos con refresco que llevaba en las manos.

—¡Ariadne, aquí estoy...! —bajó la voz para dirigirse a José Carlos—. Te presentaré a una amiga que fue a la cooperativa a traer algo de comer.

El muchacho sintió un agresivo choque de angustia y miedo. La pecosa llegó. Él bajó la cabeza pero fue reconocido de inmediato.

—¡Hey! ¿Qué haces con este sujeto...?

La joven se puso de pie, asustada.

—¿Qué te pasa, Ariadne? Vas a tirar los refrescos. ¡Estás temblando!

—¡Es que no comprendes! —observó al chico con ojos desorbitados—. ¡Dios mío! ¿No sabes quién es él? 

—Acabo de conocerlo ¿pero por qué...?

—Es el tipo del Datsun rojo, de quien te hablé.

—¿El de...?

—¡Por favor! ¿Ya se te olvidó? ¡El de las revistas pornográficas! A él y a otro de esta escuela les abrí la puerta creyendo que estaban atrapados, pero me equivoqué. Corrieron detrás de mí para obligarme a subir con ellos.

—¿Él? 

—Sí. 

—¿Estás segura?

—Claro.

—No lo puedo creer.

—Eso —dijo José Carlos—, tiene una explicación…

—¿De verdad? ¿Vas a inventar otra historia como la de que me viste declamar en sueños y vas a ponerme el nombre de una princesa que inventó tu abuelo? —dio dos pasos hacia atrás y se dirigió a su amiga para concluir—: ¡Pero qué te parece el cinismo de este idiota!

José Carlos no pudo hablar. Las miró estupefacto. No volvieron la cabeza. Sólo se alejaron.