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CARLOS CUAUHTÉMOC SÁNCHEZ

MUJERES DE CONQUISTA

Hay un tipo de mujeres para quienes nada es imposible

“Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros medios sin el permiso de la editorial”.

Edición ebook © Junio 2012

ISBN: 978-607-7627-43-2

Edición impresa - México

ISBN: 968-7277-64-5

Derechos reservados: D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México,2005.

D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 2005.

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o inspiraron

todos los conceptos

plasmados en este libro

Pilar

Sheccid

Rosa Elena

Ivonne

Ivi Sahian

Liliana

Gracias por ser

las mujeres de mi vida

1 El terremoto

—¿Qué ocurre, hijo?

—Es un temblor, mamá. Tranquila.

Se quedaron quietos. Los movimientos disminuyeron y hubo un breve silencio.

—¿Lo ves? Ya está pasando.

Pero en ese momento la vibración reinició con más fuerza. Leonardo vio el espeluznante suceso en cámara lenta: La lámpara sobre el buró oscilando como movida por una mano invisible, las cortinas ondeando, el piso desplazándose cual balsa en altamar.

—¡Dios mío! No para.

La atmósfera se había cargado de electricidad y las paredes rechinaban; parecía que el edificio entero estuviera respirando. Repentinamente, brotó como un enorme rugido. Leonardo advirtió el rostro desencajado de su madre, sus ojos aterrorizados y sus manos venosas agitándose sin control.

—¡Hijo! El edificio… se… se va a caer…

Quiso acercarse a ella, pero las sacudidas lo echaron hacia atrás. El estruendo de las paredes cimbrándose y el atroz crujido del techo se mezclaron con un fragor de cristales rompiéndose. Otra vibración lo lanzó dos metros adelante y lo hizo caer de rodillas. Su madre enloqueció. Comenzó a gritar y echó a correr. Leonardo la perdió de vista.

—¡Sal del depar..! —no pudo terminar la frase porque el pavor y la confusión le cerraron la garganta—. ¡Aisha! —balbuceó después—, ¡mi hermana está dormida! Tengo que despertarla.

Se puso en pie con movimientos torpes. Alcanzó a ver de reojo cómo se partía la pared a su izquierda. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró gritar:

—¡Mamá, sigue corriendo! ¡Sal de aquí!

Un terrorífico tronido del techo le heló la sangre.

Era el momento de saltar hacia afuera. Podía hacerlo. Tenía la habilidad y la fuerza para abrirse paso y llegar a la calle en unos segundos, pero su hermana estaba atrapada en la habitación. Regresó a ayudarla.

Se había abierto una grieta que corría como serpiente. Justo detrás de donde había estado su madre, el techo cayó, y una nube de polvo se extendió con rapidez.

—¡Esto no puede estar ocurriendo! ¡Aisha! —quiso abrir su puerta, pero estaba atorada por las piedras; la golpeó—. ¡Hermana, despierta!

La segunda sección se vino abajo sobre la entrada del departamento cerrando el paso con escombros y tierra.

—¡No!

Las venas de su cuello se hincharon por el alarido, mas su voz se perdió entre las explosiones provocadas por los desgajamientos.

—¡Estoy soñando! ¡Es sólo una pesadilla!

Los escombros seguían cayendo. La nube de polvo lo envolvió. Perdió el equilibrio. Puso las manos contra el
trepidante piso para avanzar a gatas. Enormes y pesados trozos del techo caían a su alrededor. El instinto de supervivencia lo hizo volver a su recámara
y refugiarse debajo del escritorio. Se encogió cuanto pudo, cubriéndose la cabeza con las manos. Fatalmente, el techo y las paredes cedieron. Sintió que el piso se hundía. Por un instante quedó suspendido en un colchón de aire y luego fue succionado al vacío por una descomunal fuerza. El suelo se desmoronó llevándose todo consigo, arrasando muebles y aparatos. En un instante descendió y fue arrojado entre escombros. Un golpe seco, terrible, detuvo su caída. Su fémur izquierdo se partió en dos y el dolor implacable le subió por el muslo al darse cuenta de que una especie de puntal le había atravesado la pierna. A cada respiración tragaba tierra.

Entonces perdió el conocimiento.

Estaba enterrado en una tumba de concreto.

Eran las 7:17 del 19 de septiembre de 1985 en la ciudad de México. Los conductores de medios interrumpían sus noticieros y programas de entretenimiento para anunciar, primero con asombro y después con temor lo que ellos mismos estaban sintiendo.

El epicentro se localizaba en el Océano Pacífico frente a la desembocadura del Río Balsas en Michoacán, sin embargo la intensidad con que las ondas de choque se propagaban a una distancia de cuatrocientos kilómetros estaba superando las peores expectativas para un sismo de este tipo.

La tremenda fuerza del terremoto derrumbaba todo a su paso. Elevadas construcciones aparentemente sólidas caían una detrás de otra como fichas de dominó. Los gruesos rieles de antiguos tranvías se retorcían separándose del piso; pesadas paredes se hacían añicos mientras los árboles levantaban sus raíces rompiendo el concreto con una fuerza feroz.

En los edificios del centro la gente salía de sus departamentos y corría por los pasillos empujándose frenéticamente en su desesperación por alcanzar las escaleras. Muchos caían al suelo mientras los demás pasaban sobre ellos. Hombres y mujeres aterrados, solos o con niños en brazos, se apretujaban en los elevadores. El ruido de los derrumbes ocasionaba una histeria colectiva. Todos actuaban sin juicio, buscando escapar.

Quienes dormían no alcanzaron a salir de la cama. Algunos ni siquiera lograron darse cuenta cuando el edificio se desplomó.

El caos hizo presa de toda la ciudad. En los pasajes subterráneos del metro los vagones se detuvieron y la gente que viajaba dentro comenzó a llorar y a gritar en medio de la oscuridad.

Una espesa nube gris se extendió por la metrópoli al tiempo que la electricidad, los teléfonos y los transportes dejaron de funcionar. Todas las calles se llenaron de personas desconcertadas, que aunque estaban a salvo, sentían pánico porque sabían que miles más habían quedado atrapadas.

Con asombrosa velocidad, las consecuencias del desastre se hicieron evidentes y comenzaron a escucharse gritos de auxilio.

—¡Por acá, por favor! ¡Toda mi familia está adentro!

Se oían los desgarradores lamentos de mujeres desquiciadas y los rumores colectivos que aseguraban cada vez con mayor fuerza las espeluznantes noticias:

—¡Se cayó el Centro Médico!

—¡Se vinieron abajo los edificios de Tlatelolco!

Y las voces llenas de urgencia de individuos que escarbaban en los escombros, destrozándose las uñas, moviendo los brazos como locos, llamando al aire:

—¡Acá, vengan acá! ¡Aquí hay gente viva!

Todas las estaciones de bomberos y policías comenzaron a trabajar con alarma roja tratando de organizarse para combatir los incendios que se propagaban y amenazaban con hacer explotar millones de cilindros de gas, pero el agua para apagar el fuego también faltaba y a los rescatistas se les veía como fantasmas, con los ojos hundidos y los semblantes impotentes. Nadie sabía qué hacer para acallar los estremecedores lamentos que se deslizaban por entre los vidrios rotos y edificios destruidos.

Leonardo se movió un poco.

Las vigas que habían sostenido las paredes se doblaban sobre él, acercándose milímetro a milímetro y haciendo su cárcel cada vez más estrecha. Los escombros le cubrían ambas piernas. Tenía la cabeza inclinada sobre su hombro izquierdo y, en conjunto, parecía una marioneta con los hilos sueltos. Toda su ropa estaba desgarrada. Junto a él, la lámpara del buró se encendía y se apagaba con breves intervalos.

Poco a poco, dolorosamente, recuperó la conciencia. Estaba acostado boca abajo. Al tratar de moverse, dejó escapar un gemido de dolor. Su pierna izquierda se había destrozado. Tardó varios minutos en poder abrir los ojos. A cada intento, minúsculas partículas de polvo se lo impedían. Sentía como agujas clavadas por todo el cuerpo, pero lo más terrible era la sensación de asfixia. Abrió la boca tratando de respirar profundo y eso le provocó un acceso de tos.

Entonces comenzó a sentir claustrofobia. Nunca antes había experimentado una emoción tan pavorosa. Su corazón latió con rapidez y su presión arterial subió al límite. Se movió con desesperación tratando de escapar, pero el esfuerzo lo hizo perder el aliento. Vagamente comprendió que debía hacer aspiraciones cortas, pero la fobia a morir encerrado es una condición cercana a la locura en la que no es posible razonar con claridad y sólo existe el anhelo exasperado de salir a un espacio abierto y respirar aire limpio.

Todo estaba en penumbras. En sus frenéticos esfuerzos logró liberar la pierna derecha. Se le oscurecía la visión y las sienes le palpitaban como si fuera a perder otra vez el conocimiento. Cada espasmo muscular era un suplicio, pero cuando tensó los músculos de la pierna izquierda volvió a desvanecerse por un instante a causa del terrible aguijonazo. Después se quedó inmóvil. El pánico lo tenía sujeto por el cuello como un monstruo demoníaco a punto de matarlo. Gritó:

—¡Dios mío! ¡Ayúdame, por favor!

Su corazón latía con tanta fuerza que estaba cerca de sufrir un infarto. Comenzó a rezar.

—Padre nuestro que estás en el cielo… Pa… padre nues...tro…

Pero su oración se convirtió en llanto. Llevó ambas manos hacia la cara e hizo un cuenco tratando de usarlo como filtro para el polvo, mientras gemía:

—Dios mío, dame aire. Necesito aire… No importa que no pueda moverme, pero déjame respirar.

Entonces notó la incongruente luz de la lámpara a unos centímetros de sus ojos. Seguía encendiendo y apagando como el brillo de una luciérnaga moribunda enterrada en un denso manto de polvo. Pensó que esa luz tintineante representaba el leve aliento de vida que le quedaba a él y tal vez a su madre…

Mantuvo la vista fija en la luz hasta que se apagó por completo.

2 Tlatelolco

¡Quien hubiera pensado que su regreso a casa sería justo unas horas antes del terremoto más devastador que había ocurrido en esa región!

Entre nubes recordó la forma en que había llegado a la ciudad de México la noche anterior. Se vio a sí mismo como en una película, bajando del avión. En el área de llegadas internacionales había poca gente.

Giró la cabeza hacia todos lados con desconfianza.

Temía ser descubierto en público.

Quizá había cámaras escondidas y la vigilancia del aeropuerto lo estaba analizando.

Corrió hacia el baño más cercano e irrumpió en él, jadeando. No había nadie adentro. Abrió una llave del lavabo y se mojó la cara. Vio su imagen reflejada en el espejo. Parecía un hombre joven todavía, no mayor de treinta años, pero con evidentes rasgos de tensión y cansancio. Cerró los puños para controlar el temblor de sus manos. Poco a poco fue tranquilizándose, hizo profundas aspiraciones y notó cómo el ritmo de su corazón volvía a la normalidad.

—Ya relájate, ¿quieres? —se dijo—, huiste de aquí hace cuatro años. Quizá nadie recuerda lo que pasó, ni te están buscando, ni terminarás en la cárcel. ¡Sólo vas a pasar unos días con tu familia! Ellos merecen saber de ti y tú lo necesitas.

Salió del baño; pasó los trámites de migración y aduana fingiendo naturalidad, pero sus manos sudaban. Después abordó un taxi y pidió que lo llevaran a un hotel. Dormiría un poco y aplazaría con el sueño el momento en que iba a enfrentarse con su pasado.

Se acostó en la cama sin desvestirse; de inmediato sintió que las energías lo abandonaban. Un momento antes de perder la conciencia, como todas las noches desde hacía cuatro años, en su cabeza resonó una pregunta: “¿Cómo puede conciliar el sueño alguien que ha cometido un asesinato?”

No había sistemas de alarmas sísmicas en la ciudad. Nadie sospechaba del terremoto que estaba a punto de sobrevenir.

Leonardo despertó muy temprano, se metió a bañar; el agua le devolvió la energía y lo llenó de esperanzas. Desayunó bien y salió del hotel con paso apresurado. Todavía estaba oscuro. Detuvo un taxi y le pidió al chofer que se dirigiera hacia Tlatelolco.

Esa mañana de septiembre era como muchas otras, ligeramente fría. La ciudad comenzaba a despertar y se veían unos cuantos transeúntes casi corriendo para tomar el microbús. Volvió a sumirse en sus reflexiones. Anhelaba ver a su madre y abrazar a su hermana Aisha, a quien abandonó cuando ella apenas tenía dieciséis años. Respecto a su padre no sabía si deseaba verlo… Siempre fue un hombre enigmático de ideas ambivalentes. Lo recordaba como su entrenador de baseball, enseñándole y dándole ánimos, pero también como el hombre que lo puso en el camino de la degradación.

Le pidió al chofer que se desviara. Deseaba ver el centro nocturno de su padre. ¿Todavía estaría en funcionamiento? ¿Aún sería de los sitios en los que trabajaban algunas de las prostitutas más selectas de la ciudad?

El taxista se detuvo frente al edificio. Era una construcción vieja. En la fachada había un discreto anuncio luminoso que en esos momentos estaba apagado.

—Oiga —cuestionó el chofer con vulgaridad—, ¿se acaba de levantar y ya quiere acostarse de nuevo? ¡A esta hora no creo que encuentre ninguna muchacha sobria!

Leonardo no contestó porque estaba perdido en sus ensoñaciones.

—¿Se va a bajar? —insistió el taxista con impaciencia.

—No.

¡Cuántos recuerdos ingratos se agolpaban en su cerebro mientras contemplaba la fachada del antro! Mujeres bailando muy despacio, quitándose la ropa poco a poco y haciendo contorsiones alrededor de un tubo. Hombres fumando y bebiendo licor. Dinero. Mucho dinero y su padre sentado en el escritorio panorámico del lugar, charlando con amigos. Casi pudo revivir una de las conversaciones habituales de las que fue testigo. Los borrachos se arrebataban la palabra:

—Las mujeres son como los semáforos: después de las doce de la noche, nadie las respeta.

—O como la tierra, porque es de quienes las trabajan.

—O como los zapatos, porque si no aflojan con alcohol, aflojan con el tiempo.

Las carcajadas, el ruido del table dance y los grotescos gritos de los beodos daban al lugar un ambiente dantesco.

—Es mejor ser hombre que mujer porque los hombres no somos tan indecisos, no menstruamos, podemos orinar de pie y donde sea, cuando otros platican con nosotros no se la pasan echando vistazos a nuestro pecho, podemos usar el mismo traje y no parecemos retrato, diferenciamos entre amor y sexo, y podemos tener uno sin el otro y, sobre todo, mientras más abultada es nuestra cartera, las mujeres dicen que tenemos mejores nalgas.

—Oiga, señor —protestó el taxista—. Si vamos a estar aquí estacionados, va a tener que pagarme el tiempo.

—Sí, sí.

Vio salir por la puerta lateral a Benito, el anciano que se ocupaba de la limpieza desde hacía muchos años.

Abrió la ventana para saludarlo.

—¡Don Benito! —gritó—. Hola.

El hombre se acercó al taxi, entrecerrando los ojos para enfocar la mirada.

—¿Leonardo? ¿Es usted?

—Sí —se bajó del auto y abrazó al anciano—. Soy yo. Ya regresé. Dígame. ¿Cómo está todo por aquí?

—Mal, muy mal. El negocio se vino abajo. Casi no tenemos clientes. Las muchachas se fueron. Su papá vendió el local. El nuevo dueño está tratando de contratar más bailarinas, pero este sitio está salado…

—¡No me diga! ¿Y mi papá? ¿Dónde está?

—Me dijeron que quiso poner otro centro nocturno, pero tampoco le fue bien.

El taxista intervino en la conversación sin bajarse del auto.

—Señor, me tengo que ir. Esta es la hora pico de trabajo para mí. No puedo estar parado.

Leonardo se despidió de don Benito y se subió al taxi. El auto avanzó.

En las esquinas había pequeños grupos de niños y adolescentes en uniforme; la gente cruzaba sorteando el tráfico. Había ruidos discordantes de motores y cláxones. A los pocos minutos se vio a lo lejos el perfil de la unidad habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Era un complejo y apretado conjunto de edificios, todos tan parecidos entre sí que mucha gente se sentía perdida al caminar por sus pasillos interiores.

—Deberían quitar esta plaza —opinó el taxista—, y convertirla en estacionamiento.

—¡Cómo puede decir eso! ¡Estamos en un sitio histórico!

—¿Qué importa? ¿Para qué sirve la historia cuando en la ciudad ya no caben los carros?

—¡Para recordar el dolor y valorar lo que tenemos!

—¿El dolor? ¿Cuál dolor?

—Éste fue el centro comercial más importante del México prehispánico. Aquí mismo Cuauhtémoc resistió un sitio que duró ochenta largos días hasta que fue hecho prisionero por Hernán Cortés. Los indígenas que no murieron en esas batallas sirvieron después como esclavos de los españoles y construyeron la parte colonial de la zona. Las enormes paredes de la iglesia de Santiago que se ven desde aquí fueron levantadas con la sangre de esa gente desvalida. Muchos años después en octubre de 1968, centenares de estudiantes fueron asesinados en este lugar. ¡Cada etapa histórica de la plaza fue regada con sangre!

—¡Órale! Usted sí sabe. ¿Es maestro o algo así?

—No. Pero crecí aquí. Luego me fui al extranjero y sólo estando lejos investigué y valoré todo eso. La Plaza de las tres culturas se llama así porque aquí se representan la prehispánica, la colonial y la contemporánea. ¿Ve los restos arqueológicos? Están rodeados de edificios modernos y coloniales. Es una maravilla.

—Bueno, gracias por la clasecita, pero hay que chambear. ¿Me paga?

Leonardo le dio dinero, bajó del taxi y caminó con paso vivo. Por un momento se olvidó de la paranoia que lo hizo huir. No pensó más en el riesgo de ser arrestado. ¡Ahora estaba frente a su casa! ¿Cómo lo recibirían? En esos cuatro años no se había vuelto una mejor persona, por el contrario; estaba más confundido y triste que nunca. Tuvo en sus manos todos los elementos para ser feliz, pero no supo aprovecharlos. Se sentía un fracasado. Deseaba encontrarse con su madre y su hermana para llorar con ellas su ruina y hacerles confidencias que jamás les hizo. ¡Deseaba sobre todo charlar con Aisha! Era muy joven cuando la vio por última vez, pero ahora tendría veinte años.

Estaba seguro de que las encontraría ya despiertas, preparándose para salir, una al trabajo y la otra a la universidad. Su papá, por otro lado, estaría todavía dormido. Se desvelaba tanto que nunca despertaba antes de la una de la tarde.

El departamento se hallaba en el segundo piso. Sólo había que subir veinte escalones. Lo hizo despacio.