Tabla de contenido

1 El sueño

2 Soledad que debilita

3 Amor que fortalece

4 Desahogo

5 ¿Buscarla?

6 Amores eróticos

7 Su verdadero nombre

8 La anciana

9 El Cacarizo

10 Antena parabólica

11 El bar

12 Trilema

13 La madre de Ariadne

14 Sybil

15 Pilar

16 Regaño retrasado

17 No te tuve porque no te tuve

18 Café artístico

19 Dulce

20 Claustro de Sor Juana

21 Padres

22 Accidente

23 Planeación telefónica

24 La lata de pintura

25 Estar enamorado

26 Buscar el placer

27 Casa del libro

28 El convertible

29 El lago

30 Extorsión

31 Competencia ciclista

32 Becado

33 Vergüenza

34 Historia común

35 Adalid

36 Golpiza a una mujer

37 El enfermo

38 La manta

39 El funcionario

40 La jefa de edecanes

41 Creo en ti

42 Duerme

43 Te lo advertí

44 Naucalli

45 Filosofía contradictoria

46 Despedidas

47 Canadá

48 El novio de Ariadne

49 Velorio

50 Dejar el pasado atrás

51 Libro negro

52 Las leyes del amor

Epílogo


CARLOS CUAUHTÉMOC SÁNCHEZ

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Edición ebook © Diciembre 2012

ISBN: 978-607-7627-54-8


Edición impresa - México

ISBN: 978-607-7627-46-3


Derechos reservados: D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México, 2012.

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1 El sueño


Creencias, Conflictos y Sueños (C.C.S.)  Domingo  23 de enero  de 1983


Hoy te soñé.

Estabas charlando con otras personas alrededor de una mesa ovalada.

—Hola, princesa. —Llegué decidido, desde lejos.

Todos los comensales se quedaron mudos al verme.

—Hola… —respondiste abriendo apenas los labios como si mi aparición te causara aturdimiento—. ¿Eres tú?

—Sí, Sheccid.

—Hacía mucho tiempo que nadie me llamaba Sheccid.

—¿Todavía te gusta?

—Depende de quién lo pronuncie.

—Yo soy el único que te puede decir así.

—Tienes razón.

—¿Me has extrañado?

—Mmh —te llevaste un dedo a los labios—. Ha sido un tiempo difícil.

—Contéstame.

Había tantas cosas qué explicar. Tanto que aclarar. Tanto que comprender.

—Sí —aceptaste—. Te he extrañado.

—Necesitamos hablar.

—¿Cuándo?

—Te invito, mañana, a comprar un libro.

—¿Geometría y Trigonometría plana?

—Puede ser. ¿Por qué no? Lo perdí. Quiero recuperarlo para mi colección. ¿Vamos a pie y después en autobús de pasajeros? ¿Como antaño? Podemos tomar un helado de chocolate también.

Cinco años atrás fuimos juntos a comprar el libro de Baldor. Andando por la calle y usando el transporte público. Fue la tarde en que me atreví a abrazarte por la cintura y me senté junto a ti, apresando tus manos entre las mías. La tarde en que compartimos el mismo helado y estuvimos a punto de besarnos.

Sonreíste acongojada (si la contradicción es lícita), como tratando de borrar con un soplo los últimos años tormentosos para poder regresar mágicamente a los felices tiempos de la inocencia.

—De acuerdo —dijiste—, nos vemos en la misma esquina a la misma hora.

—No llegues tarde —recomendé.

Los sueños son a veces sucedáneos de acontecimientos reales. Para ciertas corrientes de psicoanálisis hay, en la actividad mental nocturna, mensajes secretos enviados por el subconsciente, propensos de ser interpretados por un profesional. Para los adeptos a retrotraer las prácticas de antiguos profetas escriturales, los sueños transfieren de manera vedada un mensaje de la divinidad. Yo no soy prosélito de ninguna de esas teorías, pero sin atreverme a descalificarlas por completo, me inclino a creer que, como la mente es muy poderosa, cuando concebimos en ella pensamientos reiterados, ocurre un fenómeno de plasticidad que les va dando materia hasta convertirlos, primero en sueños vívidos y más tarde en sucesos reales.

Sheccid: yo te he ideado (y trazado y descrito y narrado y planeado) demasiado tiempo; no es raro que te sueñe como si fueras de carne y hueso, ni será extraño que pronto acabe por verte frente a mí…

La realidad no es sino el resultado de lo que deseamos.

Por eso el sueño me pareció tan real. Y por eso sé que se hará verdad.

Me vi ahí, parado en la misma esquina donde nos citamos antes, esperándote con ansia, alegre de que pronto llegarías y temeroso de que no lo hicieras.

Observé la calle. ¡Había excesiva polución!; la avenida tenía baches, charcos, lodo; el tráfico, espeso; y los grandes y espaciosos autobuses urbanos de antaño escaseaban (habían sido sustituidos por microbuses). Por si fuera poco, en el horizonte se dibujaban los trazos luminiscentes de una tormenta eléctrica. Portentosos relámpagos chocaban en el firmamento. Al principio los fulgores resultaron bellos, dignos de fotografiar como se hace con las auroras boreales, pero poco a poco aumentaron de intensidad acompañados de truenos atroces. Jamás había visto ese portento de lobreguez. “Un mal presagio”, pensé.

Escuché unas pisadas detrás. Giré. Eras tú. Vestida con saco y falda, maquillada en exceso; te veías más adulta y formal, pero también más triste e insegura, como ocurre con las personas que han sido golpeadas cruelmente por la vida. Miré el reloj.

—Llegaste puntual.

—He cambiado.

—¿Ahora usas zapatos de tacón?

Estabas más alta que yo.

—A veces; discúlpame.

Uno de los pocos autobuses de pasajeros que quedaban en circulación se detuvo frente a nosotros. Pero iba lleno. Subimos. No había un solo asiento libre. La gente se bamboleaba asida a las barras de metal. Olía a gasolina y sudores. Apenas pudimos entrar. En el cielo continuaba generándose el ruido infame de relámpagos.

Un vagabundo, quizá morboso y malintencionado, pero también quizá porque fue empujado por el gentío o aletargado por el alcohol, comenzó a recargarse en ti. Te incomodaste. Volteaste a verme como diciendo “protégeme”. Entonces aparté al tipejo e interpuse mi cuerpo para cubrirte la espalda. El vagabundo se desbordó en insultos. No le respondí. Quedé como abrazándote. Tú te encogiste un poco para dejarte abrazar.

—Gracias.

—Sabes que me pelearía con cualquiera por ti.

—Sí… no me lo recuerdes.

—Desde que nos separamos, no he pensado en otra mujer. Me has hecho falta. ¡Hay tantas cosas que no aclaramos… tantos cabos que dejamos sueltos!

—¿Por qué nos pasó eso?

—¿Malos entendidos? —adiviné.

—Puede ser.

—Sheccid, dime. ¿Cómo has estado?

—Mal… —cerraste los ojos—. Muy mal…

—¿Por qué?

—Espero que no me pidas demasiadas explicaciones. No podría dártelas —tu voz se atenuó hasta el silencio; te encogiste aún más como tratando de esconderte—.Vivo secuestrada. Aterrada. Mi vida peligra. Tengo miedo. Me están observando. Ayúdame, José Carlos. No sé a quién acudir.

En el cielo se dibujó una centella seguida del trueno más ensordecedor.

Entonces, de forma inverosímil (en los sueños no importan las verosimilitudes), comenzamos a caer por un largo, profundo y negro agujero…

Desperté. Me levanté sudando.

Quise alcanzar el vaso con agua que acostumbro poner en mi mesita. Lo tiré. Por fortuna estaba casi vacío. Encendí la luz. Iban a dar las cuatro de la madrugada. Traté de calmarme. Salí de la cama y descorrí el cancel de la ventana. Quería sentir el frío de la noche. La humedad del rocío. Pero la noche era caliente, bochornosa… había sombras entre las buganvilias. ¿Una persona? ¿Una mujer? Cerré los ojos y volví a abrirlos. Eran sólo tinieblas.

Volví a la cama pero ya no dormí.


2 Soledad que debilita


Se pasó varios días meditando en aquel sueño. Estaba convencido de que había experimentado una especie de revelación.

Siempre había pensado que estar solo era bueno; se había definido como “amigo de la soledad creativa, de la que empuja a soñar y planear, a cantar y rezar, a descansar para tomar fuerzas”, pero después de aquel sueño, la idea de seguir bregando sin ella, comenzó a producirle angustia. 

Fue a la habitación de sus padres para despedirse. La puerta estaba cerrada. Giró el picaporte. Halló a su papá en cuclillas junto a la cama. Le dio las buenas noches, y cuando levantó la vista, notó que se limpiaba las lágrimas.

—¿Qué tienes papá? ¿Hay algún problema?

—Se me olvidó cerrar con llave.

Su respuesta llevaba dos filos. Disculpa y reproche. Al adulto se le olvidó cerrar y al joven llamar. Pero lo remarcable del instante era otro asunto: ¿Su padre fuerte, varonil, valiente, de carácter duro (a veces demasiado), se encerraba con cerrojo y lloraba?

—Perdona… —entré sin tocar—. Venía a despedirme.

—Hasta mañana.

—¿Te sucede algo?

Entonces el adulto miró a su hijo con un gesto desguarnecido de toda ficción; franco, honesto.

—Me siento muy solo.

En el rostro del padre había dolor verdadero.

Ahí estaba otra vez el mismo concepto sobre el que había estado meditando. “Me siento muy solo”.

En esas cuatro palabras se resumía la principal problemática del ser humano. La soledad obligatoria. La indeseada. La que proviene de llevar una carga a cuestas, sin tener con quien compartirla; la que se gesta en silencio después de muchos días de sembrar sin cosechar.

Pensó que había descubierto un concepto valioso. El secreto para diferenciar lo que causa plenitud de lo que ocasiona pesar, estriba en saber si es forzado o voluntario. Todo lo forzado se convierte en coercitivo, porque atenta contra la libertad. De esa forma, es nociva la dieta forzada porque no hay qué comer (en contraste con la dieta voluntaria de quien felizmente busca estar más sano)… o el ejercicio forzado en una prisión (en contraste con el ejercicio voluntario de un atleta que se entrena de buen agrado).

—¿Por qué te sientes solo, papá?

—A veces parece que, haga lo que haga, nunca es suficiente; estamos al borde de la quiebra… Me siento muy cansado.

Su padre, siempre rudo, esa noche parecía otro. Físicamente empequeñecido por creerse perdedor de una batalla que sólo él conocía, y moralmente engrandecido a causa de la humildad de quien se reconoce necesitado de afecto.

—La soledad debilita —susurró y después agregó—. ¡Y la debilidad es el peor enemigo de la humanidad!

José Carlos contempló a su padre en cuclillas junto a la cama. Al verlo quebrantado, lo admiró… Quiso abrazarlo, pero permaneció quieto. Aquilatando la singularidad del momento.

La última frase le coreaba en la mente como un eco.

“La debilidad es el peor enemigo del ser humano”.

Era un tema digno de analizarse. Él también se sentía débil. Pensaba mucho en su Sheccid. Desde que soñó con ella, cada noche peleaba contra el fantasma del insomnio que le susurraba al oído: No te hagas ilusiones. Se fue. Te traicionó. Jamás encontrarás amor en ella… entonces se deprimía. Cobraba conciencia de las llagas invisibles de su alma. Y claro; no debía sentirse malsanamente solo, ni débil, porque tenía unos padres maravillosos y tres hermanos estupendos. ¡Pero con esa lógica, tampoco su padre debía sentirse así!

Lo observó unos segundos más, y se puso en cuclillas a su lado.

—Papá —le dijo colocando un brazo sobre su espalda—, cuentas conmigo. Voy a trabajar en tu negocio de capacitación. He estado pensando que podríamos convertirlo en escuela secretarial. Eso lo levantaría. Yo podría dar clases. Sé matemáticas, pero también redacción y ortografía. De algo servirá. Saldremos adelante.

—Gracias, hijo —hizo una larga pausa; luego agregó sonriendo—. El amor fortalece ¿lo has notado?

José Carlos asintió.

A un animal herido podía salvarle la vida el apoyo de la manada o el cobijo de la madre lamiendo sus llagas…

Sin duda, el amor fortalece. En esta época de prisas y competencia feroz, pensó, la gente está débil porque carece de amor. Si alguien tiene amor, cuenta con el vigor para estudiar, emprender trabajos extenuantes, laborar de sol a sol y aún dar la vida en pro de sus ideales. Al contar con una persona especial a quien abrazar, con quien compartir las alegrías y tristezas cotidianas, la debilidad y los malos sentimientos se esfuman…

Salió de la recámara y fue a la cocina.

Su mamá estaba terminando de hacer la cena. También se veía débil. Entonces lo supo: ¡Sus padres (en secreto), llevaban varias semanas disgustados! ¡No se hablaban! ¡No se tocaban! ¡No se apoyaban el uno al otro! Había conflictos matrimoniales no resueltos… Por eso, los dos (¡también ella!), habían caído en una espiral de agotamiento.

—Mamá, es tiempo de que arreglen sus problemas; papá está muy sensible. Ve a verlo, por favor. Enciérrense. Y no salgan de la habitación hasta que se hayan puesto de acuerdo…

Ella giró la cara hacia la estufa y siguió cocinando.

—Después. Al rato. Mañana.

Conocía a sus papás. Sabía que volverían a unirse. Habían pasado por muchas tormentas y siempre salían a flote. Mal que bien, se tenían el uno al otro…

Pero, fuera de su familia, José Carlos no contaba con nadie… La mujer de la que se enamoró hacía tiempo, le había roto el corazón. 


3 Amor que fortalece

Dejó a Ariadne sola unos minutos. Salió al estacionamiento para caminar en círculos. Pero después, movido por la incipiente lluvia que amenazaba con empaparlo, volvió al interior del restaurante.

—¿Dónde fuiste? —la pecosa se veía molesta—. Van dos veces que te desapareces.

—Perdóname amiga… Estar contigo de nuevo me produce mucha ansiedad.

—¡Eso es casi un insulto!

—Tu imagen está ligada a recuerdos tristes.

—Pues dejemos nuestra plática aquí. ¿Te parece?  Lo que menos quiero es causarte angustia.

—No, no, Ariadne, por favor no digas tonterías —extendió sus manos para tomar las de la chica—. Tú eres mi amiga… mi mejor amiga… Mírame. Sabes que es verdad.

La joven pecosa asintió y esbozó una levísima sonrisa.

Ambos se conocieron cuando eran apenas unos púberes que estaban despertando a la razón. Pero Ariadne se había convertido en una mujer atrayente; ya no tenía las mejillas plagadas por mazacotes de pecas; ahora sólo unos cuantos lunares dorados le afilaban los pómulos. Además había embarnecido: sus senos primitivos de la secundaria cumplieron honradamente la promesa de opulencia que contuvieron, y las curvas prominentes que formaban, eran difíciles de obviar.

Ella notó que el muchacho tragaba saliva después de echar un rápido vistazo a su vestido.

—¿Te parezco atractiva?

—¿A quién no le parecerías?, has cambiado mucho desde la secundaria.

—Pues tú sigues igualito.

—¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera vez?

—Cómo olvidarlo. Fue traumatizante.

—Sí. ¡Terrible! Yo había sido secuestrado por un productor de pornografía infantil. Estaba en su auto sin poder salir y el sujeto se detuvo en la calle para llamarte y pedirte que te unieras a nosotros. ¡Quería atraparte también! Te acercaste al coche, miraste las fotografías pornográficas, escuchaste la oferta del proxeneta, me viste a la cara y abriste la puerta desde afuera para ayudarme a escapar. Después echaste a correr. ¡Me salvaste sin conocerme! ¿Te imaginas lo que hubiera sucedido si, en vez de hacer eso, hubieses aceptado acompañarnos? Nuestra vida sería otra…

—Como la de Mario Ambrosio.

—Mario no quiso o no pudo irse. Su destino cambió esa tarde.

Ariadne miró hacia la ventana.

—¡Qué aguacero se soltó otra vez!

—Ajá.

—Este año, las lluvias han sido excesivas. ¿No te parece? Quizá se acerca el fin del mundo —contempló ensimismada las gotas furiosas reventando en el ventanal y habló como quien piensa en voz alta—. ¿Sabes, amigo? Después de conocerte, tuve miedo de ti. Creí que eras un degenerado sexual, porque me perseguías por todos lados. Te confieso que pensé en denunciarte.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque algo no concordaba. Tu actitud temerosa. Parecías un cachorrito herido, no un depravado. Además, decías que estabas enamorado de ella, Deghemteri, la jefa de mi grupo… Y siempre me pedías lo mismo: que le hablara bien de ti…

—O al menos que no le hablaras mal. Por eso te buscaba tanto, Ariadne. Me urgía convencerte de mi inocencia, de que yo no tenía nada que ver con el pornógrafo. Que había sido una víctima.

—Para que te ayudara con ella —insistió sin ocultar el desprecio.

—Sí… Me enamoré perdidamente.

—Como un idiota. ¿Por qué?

—Yo era muy tímido. Enamorarme de esa chica despertó mi héroe interior… Por eso le decía “Sheccid”. Esa palabra proviene de la leyenda sobre una princesa árabe que inspiró a un prisionero a salir de la cárcel y a superarse para merecerla… ¡Yo fui ese prisionero y me hice hombre pensando en ella! El amor me fortaleció. ¡Porque amar fortalece! Y vivir debilita.

—¿Vivir debilita? —La pecosa le puso azúcar a la taza de café que había estado sobre la mesa por más de media hora y habló como quien está dispuesto a entablar una charla filosófica—. Si así fuera, todos los seres vivos acabaríamos muertos.

—¡Y así sucede, tarde o temprano!

—Por supuesto, perdón. Quise decir que estaríamos siempre exhaustos.

—¡Vivir debilita, Ariadne! He estado leyendo sobre esto. Es un tema fascinante. Piensa. El simple hecho de respirar, caminar, pensar, movernos, y por supuesto estudiar o trabajar, nos roba energías. ¡Si no hacemos algo para recuperarlas, nos apagamos hasta la extinción! La debilidad es un fantasma que persigue al ser humano todo el tiempo. ¡Por eso, físicamente necesitamos comer y dormir; pero en otras áreas (como la mente, la autoestima, la fe), cada día, también necesitamos hacer cosas para fortalecernos!

—¿Como cuáles?

—No sé, ¿trabajar en lo que nos gusta?, ¿hacer ejercicio?, ¿enfrentar retos?, ¿oír buena música?, ¿leer?, ¿rezar?, ¿aprender cosas nuevas?, ¿charlar con un amigo?, ¿contemplar las estrellas?

—¿Y amar?

—¡Sí, Ariadne! El amor nos brinda energía. ¡El que no ama, se marchita!

—Así que amar fortalece.

—¿No es una idea fascinante? A eso le llamo La fuerza de Sheccid. 

Ariadne tomó su taza de café y se la llevó a los labios. Pero sólo le dio un ínfimo sorbo, porque el líquido se había enfriado. Levantó la mano para pedir un reemplazo. El mesero se acercó.

—Está helado, ¿podrías cambiármelo?

Una vez consumada la renovación de la bebida, la pecosa retomó el hilo de la charla.

—Entiendo que necesitaras depositar tu romanticismo en una mujer de carne y hueso, pero ¿por qué elegiste a Deghemteri?

—Te lo voy a explicar. Hace mucho leí la leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer, que describe unos ojos fascinantes «con brillo fosfórico, como dos esmeraldas sujetas a una joya de oro». Durante años imaginé esa mirada y me dije: «yo reconoceré a la mujer de mi vida por sus ojos». Los de Deghemteri eran así; además, ella tenía elegancia al caminar, seguridad frente al micrófono. Al estar cerca de ella, mi cuerpo vibraba, la piel se me erizaba y mi visión se centraba en su silueta mientras todo alrededor se desenfocaba.

—No tienes remedio, amigo. ¡Escúchate! ¡En qué te fijabas! Puras formas. ¡Cosas superficiales! Ni siquiera conocías bien a esa muchacha y la proclamaste tu Sheccid… ¡Perdiste la cabeza por ella! Volaste muy alto ¡y ya ves lo que sucedió! Te desplomaste al suelo en caída libre cuando descubriste quién era ella en realidad.

—Sí… —aceptó—, casi me vuelvo loco…


4 Desahogo

C.C.S. viernes 4 de febrero de 1983


Deghemteri:

Nunca te perdoné que mancillaras (y de qué forma) la imagen de mi ideal.

Eras una chica hermosa, seductora, tierna… ¡hechicera! (en una palabra). Tus ojos fascinantes (tan parecidos a los de Bécquer), me hicieron caer en un abismo insondable de mítica esperanza.

¡Te llamé “Sheccid” (y a ti te gustaba que te dijera así)! Sabías que el nombre te dignificaba; que te elevaba…  Pero de pronto (malagradecida), sin decir ni “agua va”, te revelaste ante mí como parte de un grupo sectario, híbrido entre zoroastrismo, santería y culto al peyote.

¡Vaya sorpresa!

Me quedé petrificado al descubrirte en aquella fiesta (a la que me colé de últimas y sin invitación) recitando mantras, fumando, tomando, ¡drogada!, bailando sensualmente y quitándote la ropa para el deleite de una sarta de borrachos. ¡Bribona de mala pinta! Me acerqué a saludarte mientras movías las caderas, te detuve por los hombros y pregunté “¿Sheccid, qué te pasa?”, como respuesta me diste un lengüetazo en la cara; después giraste para seguir bailando al coreo de los beodos que te gritaban “¡bravo, Justinianaaaa!”

¿Justina o Justiniana? ¿Quién carajos se puede llamar tan feo? ¡Ahora entiendo por qué dejaste que yo te regalara un seudónimo! El nombre que te puse, además de enaltecerte, te ayudó a hacer a un lado la risible combinación silábica que urdieron tus groseros padres.

¡Por todos los santos! ¿Tienes alguna noción de lo que hiciste, bajo el efecto de drogas esa noche (y quién sabe cuántas noches más)? ¿Sabes que me rompiste el corazón? ¡Porque yo creía en ti! Y, por favor (no me lo puedes negar), tú también creías en mí… ¡Nos queríamos! Forjamos una relación especial, en la que ambos estábamos convencidos de ser el uno para el otro. ¡Llegamos a conocernos lo suficiente como para prometernos que no nos traicionaríamos! ¡Nuestra unión se fue fortaleciendo con lo mejor de cada uno de nosotros! ¡Con la nobleza más sincera emanada de dos corazones jóvenes que se aferran a la pureza del primer amor y se niegan a corromperse! Fuimos novios sin serlo. Nos besamos sin besarnos. Y hasta hicimos el amor, sin hacerlo.

Disculpa si estoy excediéndome en mi desahogo, pero tengo un enojo guardado que no he podido expresar. Todo el mundo dice que te idealicé, sin embargo, sé que tienes nobles sentimientos y eres muy inteligente. Varias veces te vi conmovida ante el dolor de otros, te vi improvisando composiciones poéticas, defendiendo a tus compañeros, luchando por dar siempre buen ejemplo. No eres sólo un cuerpo de formas bonitas, eres una mujer completa, muy valiosa y cuando lo pienso así, el enojo se vuelve en contra mía.  Quizá simplemente te metiste en problemas, cometiste errores, estuviste sola y débil, y las personas a tu alrededor, en vez de darte una mano rescatándote del pozo cenagoso, te empujaron con el pie… Quizá yo mismo lo hice. Caíste y te di la espalda haciéndote responsable de tu caída e interpretándola como traición.

Últimamente te he soñado atrapada en un calabozo sucio, oscuro y pestilente; secuestrada por una sarta de locos fanáticos.

¿Así te encuentras?

Alguna vez leí que ciertas personas tienen una conexión espiritual capaz de trascender el espacio físico. Por ejemplo, un joven sufre un accidente y su madre despierta en ese momento con una angustia que le oprime el pecho; una mujer fallece y, a lo lejos, su amante se alarma sabiendo que algo grave acaba de ocurrir.

Creo que eso sucede entre nosotros. Como dice Francisco Luis Bernárdez:


Tan unidas están nuestras cabezas

y tan atados nuestros corazones,

ya concertadas las inclinaciones

y confundidas las naturalezas,

que nuestros argumentos y razones

y nuestras alegrías y tristezas

están jugando al ajedrez con piezas

iguales en color y proporciones.


En el tablero de la vida vemos

empeñados a dos que conocemos,

a pesar de que no diferenciamos,

en un juego amoroso que sabemos

sin ganador, porque los dos perdemos,

ni perdedor, porque los dos ganamos.


¿La gente de esa secta te esclavizó?

¿Necesitas ayuda?

¿Sufres de alguna adicción? (Al alcohólico o dependiente de otras drogas se le insulta, injuria y humilla, en vez de tenderle la mano como el enfermo que es).

¡Yo hago todo con pasión y no descansaré hasta encontrarte!

Y si estás atrapada, haré lo que sea por sacarte de ahí…

Deseo volver a luchar por ti.

Porque amarte me fortalece.



5 ¿Buscarla?

—No te entiendo. ¿Quieres volver a verla? —Ariadne esbozó una mueca de repulsa—, ¿después de todo lo que te hizo?

—Presiento que necesita ayuda.

—Y tú quieres dársela.

—Exacto.

—¡Ay amigo! No seas inocente —la pecosa parecía irritada—, déjame resumir: ¡Tú idealizaste el amor; luego, (como tenía que suceder), te decepcionaste y caíste en depresión! ¡Escribiste una novela que le dio sentido a tu caída! —alzó la mano cual directora de orquesta y la movió en zigzag—. Ese es el redondeo final del tema. Punto. No le des más vueltas. Sheccid vive en tu corazón. ¡Ahí déjala! ¿Me oíste? En cuanto a Deghemteri, ¡olvídala!

—¿Por qué te alteras tanto, Ariadne? ¿A ti en qué te afecta si yo la busco de nuevo?

—¡Ella ha cambiado mucho!

—Todos cambiamos. Sí, es cierto: se drogó en una fiesta. Sí, varios hombres la querían tocar mientras ella bailaba. Sí, ¡lo vi tan bien como tú!, pero jamás tuve la decencia de acercarme después para preguntarle por qué hizo eso… Di por sentado que era una mujerzuela y preferí tratar de matarla en mis recuerdos antes de perdonarla. ¿Y qué tal si me equivoqué, Ariadne? ¿Quién soy yo para haberla juzgado, quitándole el derecho elemental que todo ser humano tiene de explicar sus actos? ¡Tú misma acabas de recordar que, cuando me conociste, te di una impresión aterradora! Creíste que yo era un degenerado sexual, pero logré comprobarte lo contrario. ¿Sabes por qué? Porque tú me permitiste hablar. ¡Dejaste que te contara mi historia! ¡Tal vez, Deghemteri también fue una víctima! ¿No lo has pensado? Pero jamás pudo darme su versión de los hechos. Nunca le di la oportunidad.

—¿Y ahora quieres dársela? ¿Cinco años después?

—Pecosa. ¿Por qué de pronto te veo tan enfadada?

—Porque me importas, amigo… Eres obsesivo y vas a volver a enamorarte de alguien que puede perjudicarte… La idealización destruye, porque proviene de las fantasías ingenuas.

—Pero el amor fortalece porque emana del conocimiento y la voluntad… ¡Yo sólo quiero mirar de frente, otra vez, a la mujer que despertó ese deseo de superarme, y brindarle mi apoyo, como un acto de caballerosidad! 

—Don Quijote y Dulcinea.

—Deja de burlarte.

—No sé dónde está.

—¡Era tu vecina!

—Los Deghemteri se mudaron. La casa se encuentra abandonada. El pasto ha crecido y hay basura de varios meses en la acera…

—¿Algún letrero con teléfono de “se vende” o “se renta”?

—No…

—Deben haber dejado datos de adonde iban.

—Amigo. Me parece admirable que tengas hacia ella intenciones de altruismo por el simple hecho de haberte inspirado en tu adolescencia; aplaudo que quieras ayudarla (no sé a qué), pero me incomoda ese brillo de esperanza que detecto en tu cara… 

—Ariadne… ¡Entiéndeme! Yo no me despedí. No le dije “que te vaya bien, que seas feliz”… Sólo me fui de su vida con la excusa del desengaño… Cuando se muere un familiar, los deudos tienen paz sólo si logran despedirse del difunto… Eso se llama cerrar el ciclo… Yo no lo cerré.

—De acuerdo… Haz lo que debas hacer.

—¿Por qué no quieres ayudarme?

—Bueno, pues la verdad no me interesa seguir sintiéndome utilizada por ti. Desde que te conozco, sólo me has buscado para que te ayude a acercarte a Deghemteri. Dudo de tu amistad. Además ya me cansé de ser tu celestina  —miró el reloj—. Es tarde. Llévame a mi casa.

—Pero sigue lloviendo.

—No importa.

La pecosa levantó la mano para pedir la cuenta. El mesero ya la tenía preparada.

—¿Nos vamos?

José Carlos siguió a Ariadne. Se detuvo a pagar en la caja.

En el umbral de la puerta había agua.

—¡Corramos! —ordenó ella.

Aunque el auto no estaba lejos, la lluvia era tan copiosa que cuando lograron entrar al coche se habían empapado.

—¿Por qué tanta prisa? —recriminó él—. Mira nada más cómo quedamos. Parecemos nutrias en primavera.

—Me cansé del tema… eso es todo… Enciende la calefacción para secarnos.

José Carlos prendió el motor y giró la manivela del calefactor, pero el aire salió frío.

La luz exterior del estacionamiento iluminaba parcialmente el interior del auto.

—Estás tiritando —notó él.

—Un poco… —entonces ella hizo un movimiento de orfandad y se acercó a su amigo; susurró—. ¿Me abrazas?

Él se aproximó a su compañera y la atrajo hacia él.

De inmediato sintió la gravitación magnética de dos cuerpos que, pese a todos los prejuicios mentales, agradecían el contacto.

La pecosa se acurrucó un poco como gatito que ronronea.

Se dio cuenta de que estaba a punto de franquear una barrera de la que no había retorno. El contexto era obvio: La noche, la lluvia, el auto cerrado, los vidrios empañados, el vestido escotado de Ariadne, sus pechos prominentes, su ropa mojada…

Quiso dejarse llevar por los instintos.



6 Amores eróticos

C.C.S. viernes 11 de febrero de 1983


Hoy cené con Ariadne en un restaurante; al salir, nos mojamos con la lluvia. Ella se veía bella, provocativa, sensual. Llevaba un vestido de seda que, empapado, se le pegaba al cuerpo transparentando su ropa interior. Me pidió que la abrazara para calentarse un poco porque tenía frío… Y yo la obedecí sin oponer objeción alguna. ¡Qué sensación tan placentera me embargó! Hubiese querido permanecer ahí por siempre. Pero después hice un esfuerzo y me separé de ella. Sus largos cabellos rojizos habían perdido las ondulaciones que los caracterizan y desplomados escurrían gotas de agua sobre su vestido.

Qué visión más espectacular y privilegiada. Cualquier hombre hubiera pagado una fortuna por estar en mis circunstancias.

Se me secó la garganta y la contemplé con la boca abierta. Porque claro. No soy ciego ni eunuco. ¡Tuve deseos de volver a abrazarla, acariciarla, besarla e incluso más! Pero supe que si seguía estrechándola, (y tal vez me atrevía a explorar algún tipo de caricia) los instintos tomarían el control y perdería la cabeza. No podía permitirlo, sobre todo porque al sopesar la posibilidad de convertirme en pareja de Ariadne percibí en el estómago una contracción de rechazo, casi de alarma incestuosa. ¡Ella es como mi hermana!

Eché a andar el auto y salí a la calle, manejando.

No dije palabra por varios minutos. Pobre Ariadne. Mi silencio fue para ella más frío que las gotas del chaparrón.

Analizando los hechos, puedo asegurar que lo que hicimos, o mejor dicho lo que dejamos de hacer, nos fortaleció como personas…

Desde hace varios días he reflexionado y leído sobre ese concepto. «La fortaleza humana». Lo que nos la brinda y lo que nos la roba:

Pienso en un convaleciente que acaba de salir del quirófano. Tiene una debilidad física extrema por los efectos del ayuno, la anestesia y el bisturí; incluso se ve pálido. Al ponerse en pie se marea y necesita detenerse para no caer; debe salir de ese estado pronto, luchar por ganar fuerzas otra vez, si quiere sobrevivir. Y así es nuestra vida; en todas las áreas: física, mental, espiritual, social, relacional… Sólo somos eficientes, si estamos fuertes.

Volviendo al tema de Ariadne y de las relaciones eróticas, tengo una teoría:

Hay seres humanos a quienes la vida los ha unido para que sean amigos. Así, «son más fuertes gracias a su amistad».

Hay seres humanos a quienes la vida los ha unido para ser compañeros de trabajo. Así, «son más grandes por su relación de equipo».

Hay seres humanos a quienes la vida los ha hecho familia. Así, «su relación familiar los vigoriza».

Propiciar un contacto erótico con alguien que está cerca de nosotros “para otro propósito”, nos debilita y mata la relación.

Por ejemplo:

Conozco a un buen gerente (casado), que hacía una extraordinaria mancuerna con su colaboradora licenciada (también casada). Ambos se complementaban y resolvían asuntos de trabajo muy complejos; lograban resultados sobresalientes. Su relación los hacía fuertes en el área profesional. Pero un día, al gerente se le ocurrió que la licenciada era una mujer hermosa; la sedujo y ella se dejó seducir. Tuvieron contacto íntimo. Después de eso, los dos se volvieron débiles (como individuos) y perdieron la riqueza que tenían trabajando juntos. Dejaron de ser competentes. Contaminaron y descompusieron el engranaje que los hacía poderosos. ¡Su contacto erótico los acabó individual y profesionalmente!

Aunque dos hermanos, hombre y mujer, sean fortísimos en su unión, si tienen relaciones sexuales incestuosas se destruirán…

Si dos colegas de trabajo practican caricias y besos, acabarán devastados…

El amor erótico no puede suceder “con quien sea”. Sólo engrandece el alma del ser humano cuando se da entre personas adecuadas.

Sé que Ariadne se enfadó porque preferí no experimentar con ella una relación más íntima. Yo mismo, al recordar sus cabellos mojados, escurriendo sobre ese vestido transparente, me enfado y me arrepiento de impulso. Pero después me doy cuenta que sigo sintiéndome fuerte para defender lo que creo.

¿Y qué es lo que creo?

Muy sencillo:

Que Ariadne y yo fuimos hechos para ser amigos… Mientras que Sheccid Deghemteri y yo, fuimos hechos para ser pareja…



7 Su verdadero nombre

Ariadne y José Carlos se separaron como si hubiesen recibido un toque eléctrico. Ella se hizo para atrás y miró por la ventanilla de su lado. Él movió la palanca de velocidades, echó el auto en reversa, encendió los limpiadores y manejó hacia fuera del estacionamiento.

Iban callados, pensando en lo que estuvo a punto de suceder, y evaluando la posibilidad de dejar que ocurriera otra vez…

Él aún se sentía excitado y luchaba por dentro con ideas contrapuestas. ¿Por qué no aprovechar la oportunidad de un encuentro físico con su amiga? ¿Por qué renunciar a esa aventura?

A sus veinte años no había conocido mujer (en el sentido bíblico del término), y a veces sentía que los sofocos lo ahogaban por las noches.

Mientras conducía, veía la imagen de Ariadne, mojada, dejando a la vista los encajes de su ropa íntima, deseosa de ser besada y acariciada.

El periférico estaba congestionado. La lluvia había causado encharcamientos.

Después de un largo rato, al fin retomó la iniciativa de una charla amistosa:

—Platícame, Ariadne. ¿Tienes novio? ¿Cuántos has tenido?

Ella apretó los labios y movió la cabeza como enfadada. Luego contestó:

—Salí con un par de muchachos, tratando de olvidar, pero no resultó.

—¿Olvidar?

—Tú sabes. Lo que vivimos juntos nos marcó a los dos, no sólo a ti.

—¿Qué… fue lo que vivimos… juntos?

—Yo observé tu romance con Deghemteri, fui testigo presencial de todo lo que pasó entre ustedes; ella era mi mejor amiga y tú te convertiste en mi mejor amigo también; jugué un papel de mediadora que acabó afectándome… vi de cerca la forma en que la amabas y luchaste por ella… pero también la forma en que ella te despreció una y otra vez. Dentro de mí se gestó una idea. ¡Yo quiero ser amada así, deseo encontrar un hombre que me quiera y luche por mí como tú quisiste y luchaste por tu Sheccid! ¡No me conformaría con menos! Así que me has echado a perder, amigo. Si acabo de postulanta en un convento, será culpa tuya.

Las palabras de Ariadne resonaron dentro del vehículo como chocando con los vidrios y causando eco.

—Pues así como vamos —respondió él—, quizá nos acompañaremos para vestir santos en pareja.

—Qué ridículo. Suena casi a sacrilegio.

—Entonces ¿me ayudarás a encontrar a Justina?

—No se llama Justina…

—Pero… En esa fiesta le decían así…

—Cierto. En esa fiesta…

—¿Cómo se llama entonces?

—Sheccid.

—¡Deja de bromear!

—Está bien. Su verdadero nombre es Lorenna; Lorenna Deghemteri…

—¿De verdad? ¡No puedo creerlo! ¡Lorenna es un nombre lindo! ¿Por qué le llamaban Justina en la fiesta?

—A mí también me sorprendió eso. Como dices (y en ello te doy la razón) ella no pudo explicarnos nada. ¡Se fue de la escuela a los pocos días y jamás me enteré por qué usaba dos nombres! Pero se generaron muchos rumores. Algunos decían que le cambiaron el nombre en el grupo de Mario Ambrosio. El Club de la dicha. Así le llamaban a su comunidad, “de la dicha”. ¡Ja!  Pornografía, droga, bailes, fiestas y ritos seudoreligiosos… 

—¿O sea que Lorenna (la niña buena), se disfrazaba de Justina (la niña mala), por las noches?

—Eso se murmuraba. 

El joven permaneció con la vista fija; después susurró:

—¡Mario Ambrosio!… ¡Él la metió a ese club! ¡Él la atrapó! ¡Él la corrompió (como estuvo a punto de hacerlo contigo y conmigo)! ¡Mario le gritaba “Justina” en aquella fiesta mientras ella bailaba! El Club ¿“de la dicha”, dices?, ¿todavía existe?

—Hace mucho se deshizo… pero dejó secuelas. Las personas que salieron de ahí, ahora están metidas hasta el cuello en el crimen organizado. Así que, amigo, no trates de jalar la hebra de ese hilo porque puedes acabar atrapado en él, como insecto en una telaraña. Te lo diré en tus términos: no te fortalecerás, sino todo lo contrario; te debilitarás más que nunca.