Es una lluvia de islas posadas sobre el mar. Franjas de arena blanca, un sembradío de gotitas lechosas que uno creería caídas de la ubre indolente de la Gran Península, en la estela de las islas Maldivas.

Chagos. En medio del océano Índico, archipiélago en equilibrio precario, en la curva en arco de la dorsal del Índico medio. Emergentes de la meseta Chagos-Laquedivas, cerca de sesenta islotes repartidos en cuatro atolones: Peros Banhos, Salomón, Egmont, Diego. Diego García.

Testigos de fracturas antiguas, de sublevaciones del océano, de brutales erupciones volcánicas, de sacudidas telúricas que fragmentaron con violencia la hipotética Gondwana, ese gran continente primitivo que supuestamente se extendía entre el océano Índico y el océano Pacífico para dar nacimiento a la mítica Lemuria, a su vez desmembrada, en fragmentos, hundida para no dejar sino huellas dispersas: algunas islas que brotan sobre el mar.

¿Acaso las islas Chagos formaron parte de este mito? ¿Acaso siguen conservando en su soclo, bajo su corona de coral, el recuerdo antiguo de aquellas convulsiones de la tierra, de ese desgarramiento fundacional?

Chagos. Archipiélago de nombre sedoso como caricia, abrasador como lamento, áspero como la muerte...

A kilómetros de allí, casi en línea recta en dirección al norte, cuesta arriba, se perfila otra tierra. Montañosa, rugosa, cuyo nombre es un silbido. Afganistán. Un niño levanta la mirada. Una corriente de aire tibio crispa la piel de su rostro. Ya no hay nada por encima de él. Nada más que una bóveda incandescente que escupe chispas y pepitas ardientes. Junto a él, su madre está recostada, con sus grandes ojos llenos de asombro dirigidos a sus piernas, extendidas y los pies hacia adentro, a dos metros de su cuerpo. En el cielo, muy en lo alto, rondan dos masas oscuras. Dan una última vuelta por encima del montón de ruinas incendiadas, luego los B52 vuelven a irse, aligerados de las bombas, hacia el océano Índico que alcanzarán en apenas algunos minutos, hacia su base, allá, en Diego García, punto de mira de las islas Chagos.

Más abajo, hacia el suroeste, otro niño se aferra a la mano de su madre apoyada en el barandal que acordona el agua prisionera del puerto. Detrás de ellos, turistas en bermudas floreadas de hibiscos multicolores se entretienen descifrando un mapa en un gran tablero que anuncia en letras rojas: Port-Louis welcomes you, Bienvenidos a la isla Mauricio.

El niño huele el olor tibio de los pedazos de pizza que uno de ellos lleva en una caja de cartón plana, ilustrada con un pirata dispuesto a ir al abordaje con un cuchillo y un tenedor decididos. Él también tiene hambre. Jala la falda de su madre. Ella no lo ve. Su mirada está perdida, allá, hacia la hendidura apenas visible donde el cielo azul se desliza en el mar azul.

Él sabe que esta noche, cuando ella le hable, será para decirle las mismas palabras: Chagos. Diego. Deportación. Exilio forzado. Base militar. Palabras que rechinan y golpean, palabras que él aprehende sin conocer su sentido porque lo alejan, porque a ella la desgarran y, a veces, de sus ojos hacen derramar lágrimas silenciosas que se deslizan por su rostro en el pliegue amargo que rodea su boca.

Tiene hambre y está cansado. Desde hace horas están allí y no hay nada que ver, excepto esa agua estanca y aceitosa, vacía de los barcos que el desarrollo portuario expulsó muy lejos, demasiado lejos de la vista. El niño jala con insistencia la falda de su madre. Ella por fin agacha la cabeza hacia él. Una bruma extraña habita sus pupilas. Poco a poco, él distingue allí una silueta que avanza, primero, con paso titubeante, se acerca, una silueta de niño cada vez más precisa, viste el mismo short que él, y tiene su rostro: es él, está allí, en los ojos de su madre, pero no aquí, no en este muelle gris rodeado de edificios que brotan hacia el cielo. Avanza y bajo sus pasos hay arena, arena blanca apenas alterada por sus pies y, a su espalda, palmas verdes se mecen con indolencia. Avanza, tiende la mano, siente que va a sonreír. Una cortina de lluvia lo borra. Su madre cierra los ojos. Y él no sabe de dónde viene esa fractura interna de su cuerpo que corre del vientre al estómago y se llena de un eco llegado de muy lejos. De las entrañas del océano Índico.




Létan mo ti viv dan Diégo

Mo ti kouma payanké dan lézer

Dépi mo apé viv dan Moris

Mo amenn lavi kotomidor


Cuando vivía en Diego

Yo era como un colipavo en los cielos

Desde que vivo en Mauricio

Llevo una vida desquiciada


Fragmento de Pays natal

[Tierra natal], canción

que compusieron y cantaban

los chagosianos exiliados en Mauricio.