NOTAS

* A cualquiera, se le ruega llenar los blancos. [Regreso]

CHARLES LAMB


Sobre la melancolía de los sastres

Presentación de 
RAFAEL VARGAS


UNAM

UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO
2012

NOTAS

* Hay dos admirables textos mexicanos en los que se ha hecho gala de talentos semejantes: En defensa de lo usado de Salvador Novo y Disertación sobre las telarañas de Hugo Hiriart. [Regreso]

NOTAS

*Habiendo mencionado de pasada al peluquero en comparación con los otros temperamentos profesionales, espero que ningún gremio se sentirá ofendido –o lo tomará como una descortesía– si digo que, por lo que respecta a la urbanidad, a la camaradería y a todas las gracias sociales y conversacionales que “alegran la vida”, considero que ningún otro oficio puede compararse con el de éste. De hecho, es tal el afecto que profeso hacia este valioso y complaciente grupo de personas que, en el edificio de los Inns of Court en donde vivo (y donde se pueden encontrar los mejores representantes de esta profesión, con excepción quizá de las universidades), hay siete peluqueros a los que conozco personalmente y que jamás me encuentran sin que nos quitemos educadamente el sombrero en señal de saludo. Me perdonará aquí mi amigo –cortés y bien educado como ninguno– el Sr. A—m, de la Flower-de-Luce Court, en Fleet Street, por mencionarlo a él en particular: puedo decir que nunca pasé un cuarto de hora en sus manos sin sacar algún provecho de las agradables discusiones que siempre tienen lugar en su establecimiento. [Regreso]

LAMENTO POR LA DECADENCIA DE LOS MENDIGOS EN LA METRÓPOLI

La escoba de la reforma social, que todo lo barre –única versión moderna del garrote de Alcides para librar a la época de sus abusos–, se levanta mecida por múltiples manos para extirpar de la metrópoli los últimos andrajos ondeantes del espectro de la mendicidad. Rótulos, sacos, bolsas –bastones, perros y muletas–, la fraternidad mendicante en su conjunto, con todo su equipaje, abandona rápidamente las inmediaciones de esta undécima persecución. “En medio de suspiros”, el genio de la indigencia se marcha del atestado crucero, de las esquinas de las calles y los recodos de los callejones.

Yo no apruebo esta imposición al por mayor de ir a trabajar, esta impertinente cruzada o bellum ad exterminationem proclamada en contra de una especie. Podrían aprenderse muchas cosas buenas de estos mendigos. Ellos encarnaban la forma más antigua y más honorable de la mendicidad; apelaban a nuestra naturaleza común y a una mente ingeniosa le eran menos repulsivos que quien suplica el particular humor o capricho de un semejante o grupo de semejantes, sean parroquiales o sociales. Los suyos eran los únicos porcentajes sin envidias a la hora de fijar los impuestos, ni quejas a la hora de pagar contribución.

Tenían una dignidad que brotaba de lo más profundo de su desolación, pues el estar desnudo está mucho más cerca del ser humano que el andar de librea. Los espíritus más grandes han experimentado esto en sus horas de infortunio. Y cuando Dionisio se convirtió de rey en maestro de escuela, ¿sentimos hacia él otra cosa que desprecio? ¿Van Dyck podría haberlo pintado llevando una férula por cetro y habría conmovido nuestras mentes con la misma compasión heroica con que contemplamos su Belisario mendigando un obolus? ¿La moraleja habría sido más graciosa, más patética? El ciego mendigo de la leyenda, el padre de la bella Bessy –cuya historia no pueden degradar ni disminuir las coplas satíricas de taberna, pues algunas chispas de su ilustre espíritu brillan a través de los disfraces–, ese noble conde de Cornwall (como lo fue en la realidad), memorable juguete de la fortuna, huyendo de la injusta sentencia de su señor feudal, despojado de todo, sentado en el floreciente prado de Bethnal, con su aún más fresca y primaveral hija a su lado iluminando sus harapos y su mendicidad, ¿habría tenido una mejor figura haciendo los honores de un contador o expiando su desdichada condición bajo la enana eminencia de alguna mesa de costura? Sea en un cuento o en la historia, el pordiosero es precisamente el antípoda del rey. Cuando los poetas y escritores románticos (como los llamaría la querida Margaret Newcastle) tienen que pintar con mayor agudeza y sentimiento un revés de la fortuna, nunca se detienen hasta que han dejado a su héroe en harapos. La profundidad del descenso ilustra la altura de la que ha caído. No existe término medio que pueda brindarse a la imaginación sin ofenderla; no hay asidero en la caída. Lear, arrojado de su palacio, debe despojarse de sus ropajes hasta corresponder a la “mera naturaleza”; y Cressida, caída del amor de un príncipe, debe extender sus pálidos brazos, pálidos con una blancura distinta a la de la belleza, y mendigar cual una leprosa con una campana y un plato de madera. El ingenioso Luciano sabía esto muy bien y, con una política inversa, cuando quería burlarse de la grandeza sin la piedad, nos mostraba a Alejandro en las sombras remendando zapatos o a Semiramis desenredando lino embrollado.

¿Cómo sonaría en un poema que un gran monarca inclinase su afecto hacia la hija de un panadero? Sin embargo, ¿sentimos que se violenta la imaginación cuando leemos la “balada auténtica” en la que el rey Cofetua corteja a la joven pordiosera?

Indigente, pordiosero, pobre, son expresiones de piedad, pero de piedad mezclada con desprecio. Nadie desprecia a un mendigo. La pobreza es algo comparativo y cada grado de ella es objeto de mofa por parte del “puerco vecino”. Sus pobres rentas y entradas son rápidamente resumidas y dichas; sus pretensiones para la pobreza son casi ridículas; sus lastimosos intentos de ahorrar producen una sonrisa. Todo burlón compañero puede medir su insignificante bolsillo contra el suyo. En las calles el pobre reprocha al pobre su condición de una manera descortés si la suya es ligeramente mejor, mientras el rico pasa a su lado y se ríe de ambos. Ninguna bellaquería comparativa insulta a un mendigo, ni nadie piensa en medir contra él su bolsillo. No se encuentra en la escala de la comparación; tampoco bajo la medida de la propiedad: manifiestamente carece de cualquiera, salvo quizás un perro o un borrego. Nadie se burla de él porque haga ostentación por encima de sus posibilidades; nadie lo acusa de orgullo o lo reconviene con burlona humildad; nadie disputa con él un muro o arma un pleito por cuestiones de prioridad; ningún vecino rico busca echarlo de sus tierras; nadie lo demanda; nadie quiere pelear en la corte con él. Si yo no fuese el caballero independiente que soy, en vez de ser un sirviente de los poderosos, un ordinario capitán o un pariente pobre, elegiría, por la delicadeza y auténtica grandeza de mi pensamiento, ser un mendigo. Los andrajos, que son el reproche de la pobreza, son el manto del mendigo y la graciosa insignia de su profesión, su cargo, su vestido de gala, el traje con que se espera que se muestre en público. Nunca está pasado de moda o torpemente cojeando a su zaga; nunca se le exige que lleve luto. Emplea todos los colores y no tiene temor de ninguno: su vestido ha sufrido menos cambios que el de los cuáqueros. Es el único hombre en el universo que no está obligado a estudiar las apariencias; las altas y bajas del mundo han dejado de importarle. Él es su propio cimiento. El precio del ganado o de la tierra no le afecta; las fluctuaciones de la prosperidad agrícola o comercial no lo tocan o, en el peor de los casos, hacen que cambien sus clientes. No se espera que brinde fianza o respaldo a nadie; nadie lo molesta con cuestiones de su religión o su filiación política. Es el único hombre libre en el universo.