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FERNANDO GARCÍA

CÓMO ENTREVISTAR
A UNA ESTRELLA DE ROCK
Y NO MORIR EN EL
INTENTO

 

 

 

 

 

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PRÓLOGO

EL ARTE DE ADMIRAR
A LOS MONSTRUOS

 

 

Fernando García ha perfeccionado uno de los géneros más apasionados e ingratos del periodismo: la entrevista a una estrella de rock. La principal constatación de quienes hemos pasado por el suplicio de aguardar a una luminaria en el banquillo de las expectativas es que los héroes del alto volumen no quieren hablar con nadie, al menos en ese momento.

Profesionales de la intensidad, quienes secretan adrenalina en un escenario se relajan con otras formas del exceso, de la destrucción de televisores al sexo en cadena, pasando por los paraísos artificiales de la droga, la caprichosa ingesta de comida chatarra y el acopio de motocicletas, castillos medievales y otras variantes del coleccionismo extremo.

Durante décadas, los músicos de rock se han liberado de la posibilidad de ser normales y han ejercido su diferencia hasta crear su propio folklore: ya nada resulta tan lógico como un rockero ilógico. Del mesías que derrite cien mil almas en un estadio se espera cualquier cosa menos que sea común. No puede querer a su hermano ni cuidar un hámster. Como Kurt Cobain, puede escribir con hermosa caligrafía, siempre y cuando esas letras redonditas hablen del sentido trágico de la vida.

El rock es la extraña actividad donde un cantante decapita bebés de plástico, un guitarrista simula masturbarse con su instrumento y un bajista se abstrae del cosmos con el autismo posthumano de un zombi. En un oficio donde el más apático escupe fuego, la entrevista es una convención tediosa. ¿Es necesario que los desaforados se expliquen a sí mismos? Por supuesto que sí. ¿Cómo ignorar a los iconos de la sociedad del espectáculo, esos taumaturgos capaces de cambiar la moda y las conciencias?

Desde que John Lennon dijo: «Somos más famosos que Jesucristo», el rock ha estado acompañado de frases célebres para las que no han faltado evangelistas. Lisa Robinson apareció en los más variados camerinos para extraer espontáneas confesiones de quienes, extrañamente, también existen en backstage, Sam Shepard transcribió su diálogo con Bob Dylan al modo de una pieza teatral, y Jonathan Cott convirtió sus intercambios con los chamanes de la tribu en auténticos simposios.

No es ocioso hablar con un exaltado representante de la cultura de masas. El problema estriba en encontrar el momento para hacerlo, en dar con el remanso de calma, el ojo en el huracán. Por desgracia, eso depende de condiciones asquerosamente coloniales. El rock es básicamente un producto de exportación inglés y norteamericano. El periodista que ostenta una credencial de Rolling Stone o New Musical Express puede aspirar a una cita que dure más de media hora. En cambio, los reporteros que habitan en los suburbios del imperio deben sortear obstáculos dignos de los trabajos de Hércules para acercarse el condimentado aliento de las fieras.

Hay pasiones que surgen de la dificultad de obtenerlas. En América Latina el rock ha circulado de manera intermitente, azarosa y a veces clandestina. Conseguir una primicia equivale a buscar el Santo Grial. Ninguna publicación tiene suficiente poderío para sentar a una leyenda de la contracultura ante el detector de mentiras. En sus giras por el tercer mundo, los gladiadores de las siete notas se resignan a ser entrevistados para cumplir un requisito laboral y no tienen mayor curiosidad por el país que visitan ni los aborígenes que lo habitan.

 

 

YO TE QUIERO Y «FINITO»

 

El rock existe, entre otras cosas, para refutar las coordenadas espaciotemporales. El paraíso de un músico es un estudio sin ventanas donde se comienza a grabar a las doce de la noche y se sale en un momento indefinido. Quien sale de gira no siempre tiene necesidad de saber si se dirige al sudoeste o al noreste. Hacer turismo y tocar rock son actividades antitéticas, entre otras cosas porque el rock es, en sí mismo, un sitio de visita y a veces es, incluso, un sitio arqueológico.

Joe Strummer nació en Ankara, pasó su primera infancia en México, creció para convertirse en un rockero más informado que la mayoría y fundar el grupo The Clash. En la canción «Spanish Bombs», rindió tributo a Federico García Lorca y al bando republicano de la guerra civil española con una frase de ignorante desenfado: «yo te quiero y finito».

De pronto, los extraños viajeros del rock llegan a una orilla del mundo donde los periodistas tienen la omnipresencia de la humedad y las hormigas. Agobiados por el jet lag, aceptan encarar a la prensa, pero rara vez le dicen a un reportero: «yo te quiero y finito».

Como es de suponerse, aun en ese gremio de gente harta hay personas que tratan bien a todo el mundo y acaban recibiendo, como Phil Collins, el mote insultante de Mister Nice Guy. Pero no es común que esto suceda. Es más: no es humano. Si tocas cuatro horas en el estadio de River mientras en tu país son las siete de la mañana, ¿puedes atender amablemente al curioso que desea conocer tu postura ante el fundamentalismo islámico, la muerte de los delfines o tu santa madre?

Éstas son las condiciones en las que trabaja Fernando García, maestro de la entrevista-que-no-debería-haber-ocurrido. No ejerce la beatería del fan ni la corrosiva mirada del desmitificador crónico. Busca el misterio de la persona que vive dentro del mito sin perder de vista que el encuentro es anómalo. En buena medida, los impecables retratos reunidos en Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento son reflexiones sobre el género de la entrevista en condiciones peculiares. De acuerdo con el manual de estilo de El País, el reportero no debe delatar las dificultades que tuvo para acceder a la información. Ése es su trabajo y toda persona tiene derecho a no hacer declaraciones. Sin embargo, cuando un cronista del subdesarrollo entrevista a una luminaria del cosmos rockero, lo más interesante son, precisamente, las dificultades.

En los minutos que concede a la prensa latinoamericana, el músico de fama mundial tiene tanto que decir como un aburrido león de circo o un delantero en la zona mixta de un estadio. Sin embargo, la forma de llegar a él puede aportar datos reveladores a la microhistoria de masas.

La estructura de estas conversaciones revela que el autor opera en dos niveles: adelanta alguna declaración clave, luego abre un paréntesis para ocuparse de lo que más le importa (la mitología del grupo, la forma en que conoció esa música, las peripecias que lo llevaron a esa cita y, sobre todo, el estado de ánimo de la criatura en cuestión) y finalmente regresa a los comentarios ante la grabadora. Las entrevistas son intervenidas por una narración donde los temores y las pasiones del autor resultan tan significativas como el hastío y los logros de sus personajes.

Las barreras para acceder a los gigantes son tan variadas que la crónica mejora con ellas. Un escritor de la estirpe de García puede sentir la tentación de que todo salga mal o, de preferencia, pésimo. Admirar a un grupo depende de variables como la época, el gusto y el sentido de pertenencia a una comunidad; seguir admirando al rockero que no quiere hablar contigo depende de una curiosidad sin freno, una desmedida capacidad de espera, un respeto absoluto por las extravagancias ajenas y una incombustible resistencia. Éstas son las virtudes cardinales de Fernando García.

 

 

LA ELOCUENCIA DE LOS NIHILISTAS

 

Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento ofrece un acoso múltiple a algunas de las principales figuras del siglo XX. El autor sube a un automóvil para perseguir el convoy de Paul McCartney por las calles de Buenos Aires hasta entablar una «conversación» a señas de coche a coche; aborda un avión donde se acerca a Jon Bon Jovi y logra un extraño momento de sinceridad (el astro se quita sus lentes oscuros); se encuentra con el sofisticado Bowie y sus dientes amarillos en un camerino brasileño que más parece un basurero; recibe la encomienda de Johnny Rotten de comprar cigarros; habla por larga distancia con Bono, la comunicación se corta y el cantante de U2 le llama de regreso; encara uno por uno a los Bee Gees y descubre que ninguno quiere hablar del otro y odian la palabra que los une (hermanos); recibe el esperado regaño de Lou Reed y se somete a su interrogatorio.

Si con los hermanos Gibb descubre que resulta casi imposible hacer hablar a los reyes del falsete, con Ozzy Osbourne aprende que la logorrea puede ser más inquietante que el silencio. En una sesión simultánea de psicoanálisis, transmigración de las almas y reality show, el cantante de Black Sabbath se confiesa con la premiosa ansiedad de quien recita un mantra: «Mi mente me juega trucos. “Qué hermoso día soleado. ¿Una cerveza?” Pero entonces me digo: “Ozzy, no seas estúpido, no le hagas caso a tu mente”»… y así continua el imparable stream of consciousness del hombre que procura no seguir a su mente en pos de una cerveza.

En otro episodio, García visita a Dee Dee Ramone en su modesto hogar en Banfield y conoce la precaria vida de un rockero que se encamina a la sobredosis sin abandonar la condición del adolescente para quien el dinero y la fama son incómodas señales de vejez. Ante Kiss, acepta su condición de fanático serie B, que no descubrió la grandiosa energía eléctrica con los Beatles, sino con esos peculiares promotores del sexo, «payasos monstruosos enfundados en mallas de lycra».

De manera elocuente, el único que en verdad tiene ganas de decir cosas en este libro no es un músico, sino un promotor conceptual. Malcolm McLaren fue un artista de la paradoja: no dominó género alguno, pero incidió en muchos de ellos. Dueño de la boutique de ropa alternativa SEX, creó al grupo Sex Pistols para promover el punk. Por primera vez cuatro inconformes súbditos de la corona británica aceptaron tocar una música que ellos mismos detestaban. La esperpéntica rebelión ideada por McLaren demostró que un sonido tan musical como el de un sacapuntas eléctrico podía pertenecer al arte. En su vibrante revisión de la cultura contemporánea, el ideológo del punk condena el mundo karaoke contemporáneo, donde la imitación es tan voraz que produce efectos desconcertantes: «Los Beatles están copiando a Oasis», afirma, atendiendo a la invitación borgiana de buscar la influencia de Virgilio en Homero y de Kafka en Cervantes.

En su condición de antihéroe de la escena, demasiado inteligente para rebajarse a tocar un instrumento, McLaren declara: «Fui la Yoko Ono de los Sex Pistols». Al igual que Karl Marx, el visionario del punk está enterrado en el cementerio de Highgate en Londres. En las vibrantes reflexiones que comparte con García, años antes de compartir su último vecindario con el teórico del fetichismo de la mercancía, McLaren advierte que el márketing se ha convertido en la parte dominante del arte: lo singular ya no es la obra, sino el dispositivo para venderla.

El rock es el altavoz de los parias y los marginados de la sociedad postindustrial. De acuerdo con McLaren, no es casual que tenga un componente nihilista. Su entrevista arroja luz sobre todas las demás y brinda una metodología para entenderlas. Son muchas las cosas en las que un rockero no quiere creer y una de ellas es la fuerza reveladora del periodismo latinoamericano. El mérito de García consiste en extraer secretos de quienes hablan por obligada rutina de trabajo. A diferencia del paparazzo, no opera a traición; busca un contacto legítimo con su presa y no escatima esfuerzos para congraciarse con ella. Debe luchar contra los otros pero sobre todo contra sí mismo. En 1997 entrevista a David Bowie en Brasil y pierde la capacidad de hacer que la grabadora funcione. El Hombre que Cayó a la Tierra advierte sus predicamentos y le arregla el aparato; de pronto, el camaleón del rock encarna un nuevo e inesperado papel, el de ingeniero de sonido de su entrevistador. Con la cinta en funcionamiento, dice que prefiere morir a ser un clásico; sabe que sus palabras han sido registradas, pues se ha asegurado de que así sea.

En enero de 2016, David Jones, también conocido como Bowie, hizo su último gesto artístico: narró su muerte y su resurrección en la pieza Lazarus y falleció unos días después de que la canción saliera al aire. El músico que prefería morir antes de ser un clásico vivió guiado por la divisa de la renovación. En su reciente posteridad, la frase que le dijo a García tiene otra forma de asombrarnos: sin posibilidades de vida, murió como un clásico.

La escena musical semeja un avión de combate donde las turbulencias son una magnífica noticia, la señal de que la nave aún no ha sido derribada. Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento tiene un valor de caja negra, el insólito depósito donde se registran las últimas palabras antes de que todo sea accidente y grito y fuego y estallido.

 

JUAN VILLORO

INTRODUCCIÓN

 

Come as you are, as you were,

as I want you to be,

as a friend, as a friend,

as an old enemy.

 

Take your time, hurry up,

the choice is yours, don’t be late.

Take a rest as a friend,

as an old memoria.

 

Come doused in mud, soaked in bleach,

as I want you to be,

as a trend, as a friend,

as an old memoria.

 

And I swear that I don’t have a gun,

no I don’t have a gun.

 

KURT COBAIN (1991)[1]

 

¿Por qué alguien habría de morir entrevistando a una estrella de rock? ¿Se muere uno de eso? Hasta el día de hoy (a las 14.30 de un martes frío), no se conoce el caso de una estrella de rock, starlet o macho alfa del hip-hop que haya atravesado a un cronista de un balazo, le haya invitado una taza de veneno diluido en café o, con métodos cavernarios, le haya hundido el cráneo a puro golpe de cenicero, por ejemplo. Sabemos, sí, de agresiones físicas a paparazzi, como aquella de la pequeña (sólo en cuanto a contextura física) Björk en Hong Kong, o la legendaria trompada de Sid Vicious a Nick Kent, redactor estrella del New Musical Express, en un pub, ambas fuera de la situación de entrevista, fuera de contexto.

Y es que las estrellas de rock no son exactamente criminales, pero tampoco son personas que, apelotonadas, se apeen del vagón del underground. A ver: los hay veteranos de guerra. No de Vietnam, ni de Afganistán, sino de una larga guerra contra sí mismos. Muchas veces tenemos enfrente sobrevivientes heridos de alcohol y psicofármacos, cocaína o heroína que vieron muy de cerca la muerte y la locura, en ocasiones más de una vez. Éste es el tipo de artista cuya energía, envasada antes en discos para millones, se nos presenta, aún desgastada, con su aura y en su forma pura. Esa energía puede estar más allá de las palabras y, a veces, créanme, puede fulminarnos. Por supuesto que el tipo de cuestión que se pone en juego en una entrevista a una estrella de rock es (en apariencia) menos comprometida que la que resulta del encuentro con un político implicado en un caso de corrupción, o con un paramilitar. Sin embargo, la situación es cualquier cosa menos banal. Estamos frente a músicos, artistas, ideólogos en algunos casos, que han atravesado en cuerpo y alma la barrera del sonido, y cuyas acciones han sido como un imán para millones de personas. Hay algo de orden sacrificial en la materia de la estrella de rock, y esa marca se nos manifiesta siempre. Sería así aunque no hablásemos, aunque como druidas de estirpe lacaniana nos sentáramos frente a ellos en silencio. ¡El problema es que muchas veces son ellos los que asumen ese papel! Y tener a un espécimen del alto entretenimiento mudo frente a uno es ciertamente intimidante. Rompe, literalmente, los nervios.

Los fans se mueren por estar cerca de sus ídolos; los cronistas que fuimos primero fans (aunque con cierta propensión a la mirada crítica desde la adolescencia) tenemos la obligación de no morirnos frente a ellos. Esto es, evitar volvernos unos encanecidos groupies conceptuales cuya única misión sea coleccionar discos autografiados. Ésta es la forma más inocua de morir entrevistando a una estrella de rock, pues directamente no hay entrevista en esas condiciones.

En el rock, fenómeno connatural al show capitalista, opera, u operaba, cierta matriz romántico-trotskista: el mandamiento del «cuanto peor, mejor». Hemos crecido leyendo embelesados sobre cantantes y héroes de la guitarra en pleno dolce far niente de sexo, drogas y rock and roll, y en estos encuentros aprendimos a ir de caza. Es cierto que agentes de prensa, discográficas y ejecutivos de marketing median cada vez más entre la estrella y el cronista, pero el encuentro cuerpo a cuerpo sigue teniendo lugar (a menos que se trate de una rueda de prensa o de una interview telefónica), y por supuesto nadie espera la clásica puesta en escena del encuentro con un intelectual, por ejemplo, para ir al otro extremo de la promoción cultural. Aun cuando estos encuentros con estrellas globales generalmente se hayan circunscrito a habitaciones y lobbies de hoteles cinco estrellas, la entrevista con una estrella de rock se halla, siempre, bajo las condiciones de una performance. Son figuras obligadas a hablar en el trance de una resaca, o que tienen personalidades imprevisibles, y en el mejor de los casos están hundidas en un viaje de tedio o son incapaces de comunicarse debido a las cicatrices del pasado.

No sólo de palabras, sino de todo ese material distinto de las palabras y los silencios, de todo ese arsenal de pop y circunstancia, de toda esa arquitectura inmaterial está hecho este libro que recopila dieciséis entrevistas que quieren ser, más bien, retratos (polaroids) de estrellas de rock, de iconos masivos o de culto cuya influencia en la cultura contemporánea se extiende desde mediados de los sesenta hasta la primera década del nuevo siglo. Me gusta pensar que la mayor parte de este recorrido es una suerte de visita a un Grand Hotel abandonado (como el Budapest de Wes Anderson),[2] de cuyas habitaciones entramos y salimos casi como interrumpiendo un estado de meditación, como si los cuadros de la National Portrait Gallery nos hablaran o, al menos, pudieran escucharnos. Mi condición excéntrica de periodista y escritor de las antípodas, y el viaje en el espacio y el tiempo que en cada caso ellos hicieron le dan a estas entrevistas una extrañeza aún mayor. No debería ser jamás un hábito, una rutina, hablar con David Bowie, por ejemplo, pero mucho menos a diez o doce mil kilómetros de donde las cosas ocurrieron originalmente. En Buenos Aires, como si fueran arrojados a un túnel del tiempo, John Lydon vuelve a ser el Johnny Rotten de los Sex Pistols y los Ramones viven como los Beatles en plena beatlemanía de los sesenta, escondiéndose de la gente, acosados por adolescentes en llamas. Así, nuestras preguntas de «sudamerican rockers»[3] no fueron, no habrán sido, las mismas, aunque MTV nos haya emparejado en tiempo y forma.

Lo que este libro pretende mostrar no es solamente el peso de estos artistas, sino el encuentro de dos mundos. La historia del rock y el pop que los argentinos habíamos consumido con voracidad amanecida en la década de 1970 vino de visita —con pasajes de primera clase y en aviones privados— con la dolarización de la economía, a partir de 1991. Esa dislocación también es materia prima de estos textos. Y, al revés: cuando los que viajamos somos nosotros, los «sudamerican rockers», llevamos a donde sea nuestra mirada de cazadores furtivos en la selva imaginaria de la música pop. Ningún cronista del centro del planeta rock se habría sentado del mismo modo a desayunar en Nueva York con Paul Stanley desmaquillado que después de haberse vuelto a maquillar. Por eso estas entrevistas, en el sentido más abarcador del término, funcionan como polaroids de un momento único que no está hecho tanto de la actualidad del icono pop como de su encuentro con todas esas ansiedades, postergaciones y mitologías encarnadas en un cronista cuyo acento debe haberles sonado español, o italiano, o que quizá ni siquiera percibieron.

Los textos de Cómo entrevistar a una estrella de rock y no morir en el intento están basados en entrevistas que realicé entre 1992 y 2010 para distintas secciones del diario Clarín de Buenos Aires.[4] La urgencia de la publicación y las limitaciones del espacio impreso hicieron que en el camino se perdiera no sólo parte de la conversación, sino también la perspectiva cultural descrita más arriba. Por tanto, se recogen aquí en versión completa y enmarcadas en nuevos textos que aprovechan la perspectiva del tiempo y que, rescatando del olvido situaciones que oscilan entre lo absurdo y lo fantástico, elaboran un retrato de época de cada uno de los entrevistados.

Lou Reed, Robin y Maurice Gibb, Dee Dee Ramone, Malcolm McLaren y David Bowie murieron en años recientes y dejaron vacías algunas de las habitaciones de este Grand Hotel imaginario. Por allí vaga también el espíritu de Kurt Cobain, ausente desde 1994, pero curiosamente (o no) nombrado una y otra vez en estos textos.

A ellos, buen viaje y hasta pronto.

 

Buenos Aires,

23 de abril de 2016