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BREVIARIOS
del

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

104

Traducción de
J. ROVIRA ARMENGOL

Martin Buber

Caminos de Utopía

 

 

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en alemán, 1950
Primera edición en español, 1955
     Séptima reimpresión, 2014
Primera edición electrónica, 2015

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PRÓLOGO

Este libro nació de la intención de exponer genéticamente las ideas de lo que Marx y los marxistas denominaron “socialismo utópico”, y, en particular, su postulado de una renovación de la sociedad por renovamiento de su tejido celular. No me proponía dar una visión de conjunto del desarrollo de una idea, sino diseñar la imagen de una idea en proceso de desarrollo. Para la formación de este cuadro, como para todo cuadro en general, la cuestión fundamental es decidir qué debe omitirse. Del enorme material, me pareció que sólo debía incluirse lo pertinente al estudio de la idea. Lo importante no son las afluencias, sino la corriente única a la cual desembocan finalmente. Observando su desarrollo a través de la historia del espíritu, surge ante nosotros la idea misma.

Otra perspectiva, bien que sólo reducida, había que abrir aún: la que mostrara los ensayos para realizar la idea, ensayos audaces, pero problemáticos. Sólo después se ofrecía margen para exponer críticamente la relación teórica y práctica del marxismo con la idea de la renovación estructural, relación que al comienzo del libro únicamente podía indicarse a modo de introducción. Luego, y partiendo de eso, me correspondía hablar de un intento en particular, cuyo conocimiento directo me indujo a redactar este libro; fiel a mi propósito, no lo describí ni relaté, sino que me limité a esclarecer su conexión intrínseca con la idea, convencido de que es un intento que no fracasó.

Un capítulo final resume mis propias relaciones con la idea que, hasta ahí, sólo habían sido expresadas entre líneas. Además, también era preciso señalar su importancia para el momento histórico actual.

Este libro quedó terminado en la primavera de 1945; al año siguiente se publicó su edición hebrea.

MARTIN BUBER

Jerusalén, primavera de 1950.

I

EL CONCEPTO

Entre los capítulos del Manifiesto comunista que más intensamente influyeron en las generaciones subsiguientes y hasta nuestros días, figura el titulado “El socialismo y comunismo crítico-utópico”.

Como es sabido, Marx y Engels fueron encargados por la “Liga de los Justos” para “formular una profesión de fe comunista” (un proyecto de Moisés Hess había sido rechazado a causa de la oposición de Engels), importante labor preliminar para la convocatoria, proyectada para 1848, de un Congreso Comunista General y de la “Unión de todos los Oprimidos”. Según instrucciones de la directiva de la Liga, en él debía fijarse también la “posición con respecto a los partidos sociales y comunistas”, es decir: deslindar y expresar las diferencias esenciales con respecto a tendencias afines, y al decirlo así se pensaba, sobre todo, en los fourieristas, “esos hombres triviales”, como se les llama en el proyecto de declaración que el órgano central presentó al Congreso de la Liga en Londres. En el Proyecto, que entonces elaboró Engels, no se habla aún de socialistas o comunistas “utópicos”; solamente leemos de hombres que proyectan “grandiosos sistemas de reforma”, “que con el pretexto de reorganizar la sociedad, quieren conservar las bases de la sociedad actual y con ellas esa misma sociedad”, por lo cual se les califica de “socialistas burgueses” que es preciso combatir, calificación que en la redacción definitiva se aplicó esencialmente a Proudhon. La distancia entre el proyecto de Engels y la redacción final, que en lo esencial proviene de Marx, es enorme. Los “Sistemas”, entre los cuales se mencionan los de Saint-Simon, Fourier, y Owen (en el proyecto de Marx se nombraba también a Cabet, Weitling y hasta a Babeuf como autores de semejantes sistemas), se tratan como frutos de una época en que todavía no se había desarrollado la industria y, por lo tanto, tampoco el proletariado; por consiguiente, era imposible que se comprendiera y dominara el problema “proletariado”, antes bien, aparecieron precisamente esos sistemas que no podían ser sino inventados, fantásticos, utópicos y que en el fondo proponían la abolición de una diferencia de clases que precisamente empezaba a desarrollarse, diferencia que un día habrá de provocar la “transformación general de la sociedad”. Marx se limita a formular de nuevo aquí lo que poco antes había proclamado en la obra polémica contra Proudhon: “Esos teóricos son utopistas, tienen que buscar ciencia en su espíritu porque todavía no han llegado al punto de que les baste con rendirse cuentas de lo que sucede ante sus ojos y convertirse en sus portavoces”. Se reconoce que la crítica de las condiciones existentes, sobre la cual se edifican los sistemas, es valioso material de ilustración; en cambio, todo lo que de positivo contienen está condenado a perder todo valor práctico y toda justificación teórica a lo largo del desarrollo histórico.

Sólo podremos calibrar el carácter político de esa declaración dentro del movimiento socialista-comunista de entonces percatándonos de que estaba dirigida contra las concepciones que habían imperado en la propia “Liga de los Justos” y que fueron suplantadas por las ideas de Marx. Doce años después de la publicación del Manifiesto comunista, Marx las calificó de “doctrina secreta” formada por una “mezcolanza de socialismo o comunismo franco-inglés y filosofía alemana”, a la cual oponía él “la comprensión científica de la estructura económica de la sociedad burguesa como única base teórica sostenible”. Lo que se pretendía entonces era —como dice él— mostrar que “no es cuestión de llevar a la práctica cualquier sistema utópico, sino de colaborar conscientemente en el proceso histórico de transformación de la sociedad que se opera ante nuestros ojos”. Por lo tanto, el capítulo del Manifiesto que impugnaba el “utopismo” tenía el significado de un acto de política interior en la acepción más genuina de la palabra: la terminación victoriosa de la lucha que Marx, secundado por Engels, había sostenido inicialmente en la misma “Liga de los Justos” (que ahora se llamó “Liga de los Comunistas”) contra las demás tendencias que se denominaban a sí mismas, o eran denominadas comunistas por otros. El concepto “utópico” fue el último y más afilado dardo que se disparó en esa lucha.

Acabo de decir: “secundado por Engels”. Sea como fuere, no debe omitirse aquí una alusión a algunas líneas de la introducción que Engels puso a su traducción de un fragmento de las obras póstumas de Fourier unos dos años antes de redactarse el Manifiesto. También en ella se habla de las doctrinas que en el Manifiesto se rechazan como utópicas; se cita también a Fourier, Saint-Simon y Owen y se distingue igualmente entre la valiosa crítica de la sociedad existente y la “esquematización”, mucho menos enjundiosa, de la futura; pero previamente se dice: “lo que los franceses e ingleses dijeron hace ya diez, veinte y hasta cuarenta años —y lo dijeron muy bien, muy claramente, en un hermoso lenguaje— los alemanes al fin lo han aprendido y hegelianizado ahora, desde hace un año, o, en el mejor de los casos, se lo inventaron de nuevo a posteriori y lo hicieron imprimir en una forma mucho peor, más abstracta, como si fuera una invención totalmente nueva”. Y Engels añade literalmente: “No exceptúo de esto mis propios trabajos”. Por lo tanto, la lucha se entabla también contra el pasado propio. Pero más importante todavía es el siguiente juicio: “Fourier construye el futuro después de haber examinado debidamente el pasado y el presente”. Esto tiene que confrontarse con lo que el Manifiesto expone contra el utopismo. Y no debe olvidarse que el Manifiesto se escribió no más de diez años después de la muerte de Fourier.

Lo que treinta años después del Manifiesto escribió Engels en su libro contra Dühring, precisamente sobre aquellos mismos “tres grandes utopistas”, y lo que poco después incluyó con algunos complementos en la obra Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft (“Evolución del socialismo de la utopía a la ciencia”), que tanta influencia tuvo, constituye sencillamente una elaboración de lo que figura ya en el Manifiesto. Inmediatamente nos sorprende que sólo se trate de nuevo a los mismos tres hombres, “los fundadores del socialismo”, precisamente los que eran “utopistas” “porque no podían ser otra cosa en una época en que la producción capitalista estaba todavía poco desarrollada”, aquellos que se veían obligados a “construir imaginariamente los elementos de una sociedad nueva, ya que esos elementos no se manifestaban todavía palpablemente en la sociedad antigua misma”. ¿No habían aparecido, en los treinta años transcurridos entre el Manifiesto y el Anti-Dühring, socialistas que, según la opinión de Engels, merecían, al mismo tiempo, el calificativo de “utopistas” y atención, pero a quienes no podían concederse aquellas circunstancias atenuantes, puesto que en su época las relaciones económicas se habían desarrollado ya y “los problemas sociales” ya no estaban “ocultos”? De Proudhon, para mencionar sólo al más grande (uno de cuyos libros anteriores: Las contradicciones económicas o la filosofía de la miseria había combatido Marx, aun antes del Manifiesto, en su famosa polémica), habían aparecido entre tanto una serie de obras importantes que no podían ser pasadas por alto por una doctrina científica de las relaciones y problemas sociales; ¿no figuraba también él (de cuya obra impugnada por Marx había tomado, por otra parte, el Manifiesto comunista el concepto de “utopía socialista”) entre los utopistas, y precisamente entre aquellos que no podían justificarse? Sin duda, en el Manifiesto era mencionado como ejemplo de los “socialistas conservadores o burgueses”; en la obra polémica había declarado Marx que Proudhon estaba muy por debajo de los socialistas “porque no tiene bastante valor ni bastante comprensión para elevarse por encima del horizonte de la burguesía, aunque sólo fuera especulativamente”; después de la muerte de Proudhon aseguró primero en una necrología oficial que debería suscribir todavía ahora todas las palabras de ese juicio, y un año después expuso en una carta que Proudhon había “causado un daño enorme” y que con “su pseudo crítica y su pseudo oposición contra los utopistas” había sobornado a la juventud y a los obreros. Pero de nuevo, un año después, y nueve años antes del Anti-Dühring, escribe Engels en una de las siete reseñas que publicó anónimamente sobre el primer volumen del Capital que Marx “pretendía dar a las tendencias socialistas la base científica que hasta entonces no habían logrado darles Fourier ni Proudhon, ni siquiera Lassalle”, de lo cual se desprende claramente qué rango atribuía a Proudhon a pesar de todo. ¿Y mucho antes, en la época anterior a la polémica de Marx? En 1844, Marx y Engels (en La sagrada familia) encontraron en la obra de Proudhon sobre la propiedad un progreso científico “que revoluciona la economía política y por vez primera hace realmente posible una verdadera ciencia de la economía política”; además, declararon que no sólo escribía en interés de los proletarios, sino que él mismo era proletario y que su obra era “un manifiesto científico del proletariado francés” de “importancia histórica”. Inclusive, en un artículo anónimo de mayo de 1846, Marx lo calificó de “comunista”, precisamente en un contexto del cual se desprende que Proudhon era todavía a sus ojos un comunista representativo, aproximadamente medio año antes de que comenzara a redactar la polémica. ¿Qué ocurrió, entre tanto, que decidiera a Marx a modificar tan radicalmente su juicio? Es verdad que se habían publicado las Contradictions de Proudhon, pero esta obra no constituye una modificación decisiva de sus opiniones; además, la violenta polémica contra la “Utopía” comunista (calificativo con que Proudhon alude a lo que nosotros denominamos “colectivismo”) es sólo una forma elaborada de la crítica de la communauté que puede leerse en el primer tratado —tan ensalzado por Marx— sobre la propiedad (1840). Pero antes de publicarse las Contradictions había rechazado Proudhon la invitación de Marx a una cooperación. La situación se nos hace más clara aún cuando leemos lo que después de estallar la guerra escribe Marx a Engels en julio de 1870: “Los franceses necesitan palos. Si triunfan los prusianos, la centralización del state power será provechosa para la centralización de la clase obrera alemana. Además, la preponderancia alemana trasladaría de Francia a Alemania el centro de gravedad del movimiento obrero de Europa occidental, y basta comparar el movimiento en ambos países, desde 1866 hasta la actualidad, para ver que la clase obrera alemana es superior a la francesa desde el punto de vista teórico y por su organización. Su prepondencia sobre la francesa en el escenario mundial sería al propio tiempo la preponderancia de nuestra teoría sobre la de Proudhon, etc.” Se trata, pues, en sentido eminente, de una actitud política. Por consiguiente, debe considerarse consecuente el hecho de que poco después Engels, en una polémica contra Proudhon (Sobre la cuestión de la vivienda), lo califique de puro diletante, ignorante y perplejo frente a la economía, que predica y se lamenta “allí donde nosotros demostramos”. Además, presenta claramente a Proudhon como utopista: el “mejor mundo” que él construye, queda “aplastado en capullo por el pie del desarrollo industrial en su avance”.

Me he detenido bastante en este tema porque es la mejor manera de poner en claro algo importante. Al principio, Marx y Engels llamaban utopistas a aquellos cuyas ideas habían precedido al decisivo desarrollo de la industria, al proletariado y a la lucha de clases y que no pudieron, por lo tanto, tener en cuenta estos factores; luego se aplicó el concepto sin distinción a todos aquellos que, según Marx y Engels, no querían, o no podían —o no podían ni querían— tomar en cuenta esos factores.

Desde entonces, el calificativo de “utopista” pasó a ser el arma más fuerte en la lucha del marxismo contra el socialismo no marxista. Ya no se piensa en demostrar a cada momento el acierto de la opinión propia contra la del adversario; por regla general, se encuentra en el campo propio, por principio y exclusivamente, la ciencia y, por consiguiente, la verdad; y en el campo ajeno se encuentra, por principio y exclusivamente, la utopía y, por consiguiente, el engaño. En nuestra época, ser “utopista” significa: no estar a la altura del desarrollo industrial moderno; lo que el desarrollo industrial moderno sea lo enseña el marxismo. Respecto de aquellos utopistas “prehistóricos”: Saint-Simon, Fourier y Owen, declaró Engels en 1850 en la Guerra de los campesinos alemanes que el socialismo teórico alemán no olvidaría nunca que se apoyaba sobre los hombros de esos hombres “que a pesar de todas sus fantasías y de todo su utopismo figuran entre los talentos más importantes de todas las épocas y que anticiparon genialmente innumerables verdades cuya exactitud verificamos ahora científicamente”. Pero ya no se piensa en la posibilidad —y eso es una política consecuente— de que precisamente ahora vivan hombres, conocidos o desconocidos, que anticipen verdades cuya exactitud habrá de verificarse por la ciencia en el futuro, antes bien, en la actualidad “la ciencia” —es decir, una tendencia científica que, como ocurre no pocas veces, se identifica con la ciencia en general— está decidida a declararlas inexactas, como lo hizo también en su época con aquellos “fundadores del socialismo”. Aquellos eran utopistas precursores; éstos son utopistas de estorbo. Aquellos preparaban el camino a la ciencia; éstos se lo obstruyen. Pero, por suerte, basta calificarlos de utopistas para hacerlos inocuos.

Permítaseme citar una pequeña experiencia personal como ejemplo de este método: pulverizar al adversario colocándole una etiqueta. En el día de Pentecostés de 1928 se celebró en Heppenheim, donde yo residía entonces, un cambio de opiniones, entre delegados socialistas procedentes principalmente de grupos religiosos, sobre la posibilidad de fomentar de nuevo las fuerzas internas del hombre en las cuales se apoya la fe en la renovación socialista.1 En mi discurso, en el cual me ocupé en particular de las cuestiones sumamente concretas y ordinariamente preteridas de la descentralización y de la forma de trabajo, dije: “ No debe tratarse de utópico aquello en que todavía no hemos puesto a prueba nuestra fuerza”. Esto no me ahorró una observación crítica del presidente, que sencillamente me encasilló entre los utopistas y así me eliminó.

Pero para que el socialismo salga del callejón sin salida en que se ha metido, hay que examinar el verdadero contenido del tópico “utopistas”.

1 Las actas se publicaron en Zürich en 1929 con el título “Socialismo a base de la fe”.