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Jorge Zalamea,
enlace de mundos

Quehacer literario y cosmopolitismo (1905-1969)

Andrés López Bermúdez

 

 

 

 

 

 

López Bermúdez , Andrés

Jorge Zalamea, enlace de mundos: quehacer literario y cosmopolitismo (1905-1969) / Andrés López Bermúdez. – Bogotá : Editorial Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas, 2014.

xvi, 584 páginas. – (Colección Textos de Ciencias Humanas).

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN: 978-958-738-565-6 (rústica)

ISBN: 978-958-738-566-3 (digital)

Literatura colombiana / Periodismo / Crítica literaria / Colombia – Historia – Siglo XX  / I. Zalamea, Jorge, 1905-1969 / II. Título / III. Serie.

920.5  SCDD 20

Catalogación en la fuente – Universidad del Rosario. Biblioteca

Amv                                                                                   Noviembre 28 de 2014

 

Hecho el depósito legal que marca el Decreto 460 de 1995

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Colección Textos de Ciencias Humanas

 

© Editorial Universidad del Rosario

© Universidad del Rosario, Escuela de Ciencias Humanas

© Andrés López Bermúdez

 

Editorial Universidad del Rosario

Carrera 7 No. 12B-41, of. 501 • Tel: 2970200 Ext. 7724

http://editorial.urosario.edu.co

Primera edición: Bogotá, D.C., abril de 2015

 

ISBN: 978-958-738-565-6 (rústica)

ISBN: 978-958-738-566-3 (digital)

 

Coordinación editorial: Editorial Universidad del Rosario

Corrección de estilo: César Mackenzie

Diagramación: Martha Echeverry

Montaje de cubierta: David Reyes -Precolombi

Desarrollo ePub: Lápiz Blanco SAS.

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

Fecha de evaluación: 14 de agosto de 2014

Fecha de aceptación: 05 de septiembre de 2014

Todos los derechos reservados. Esta obra no puede ser reproducida sin el permiso previo escrito de la Editorial Universidad del Rosario

A Ruth Alviar Restrepo, mi madre.

Grande e inolvidable.

Siempre amorosa, siempre presente, siempre decisiva.

 

Agradecimientos

Esta investigación fue posible gracias a una Comisión de Estudio concedida por la Universidad de Antioquia, con sede en Medellín, institución en la que me desempeño como profesor.

En la realización del proyecto colaboraron y/o intervinieron amablemente diversas personas. Debe mencionarse en primer término la acertada conducción del asesor académico, dr. Phil. Edison Neira Palacio. Así mismo, el respaldo del dr. Juan Guillermo Gómez García, quien efectuó gestiones oportunas para franquearme el acceso al archivo personal de Jorge Zalamea. Sus trámites derivaron en la más cordial acogida por parte de los propietarios de tan valioso acervo documental: el dr. Alberto Zalamea Costa (QEPD) y su esposa, el dr. Fernando Zalamea Traba y su esposa, y la dra. Patricia Zalamea Fajardo, amables benefactores de esta iniciativa.

De otro lado, resultó esencial el apoyo –y paciencia– de mi esposa, Erika Jazmín López Mejía. Reconozco igualmente la colaboración de mi padre, Sergio Hernán López Taborda. La contribución del historiador Jorge Isaac Ortiz Arboleda debe destacarse, pues leyó y comentó la versión inicial del texto. Agradezco también a los asistentes que apoyaron la recolección de la información, en archivos diversos e incontables fuentes secundarias: Cristian Eduardo Blanco García, Juan David Montoya Sánchez, Liliana Londoño Saldarriaga, Frankly Alberto Suárez Tangarife, Milena Suárez Zapata, Sandy Biviana González Toro, Rodrigo Moreno Martínez y Juan Felipe Gil Granda. Las digitadoras Diana Milena Pérez Martínez y Eucaris Díaz Cardona efectuaron por su parte una excelente labor. Además, Angelique Gaydier, Andrés Felipe Londoño Mesa, Ana María Jaramillo Vélez y Luis Fernando Sierra Muñoz aportaron datos significativos.

Por el apoyo logístico y la cálida acogida dispensada en Bogotá siempre agradeceré a Ruth Alviar Restrepo (QEPD), Antonio José Bermúdez Bautista, Federico Bermúdez Alviar y Carlos Pardo Vargas. Y, finalmente, por su camaradería y apoyo moral, agradezco a Rafael Rubiano Muñoz, Rodrigo García Estrada y Giovanni Restrepo Orrego.

A todos, muchas gracias.

El autor

Presentación*

En el mundo de la creación artística y en el plano de la función crítica, el hombre que participa en ellas es tan digno de estudio y de respeto como su propia obra.

Jorge Zalamea**

Que se tenga noticia, con anterioridad al presente no se disponía de un estudio sistemático sobre el quehacer literario y la función social cumplidos por el escritor Jorge Zalamea Borda. Es verdad que la correlación entre su vida y su obra no había sido completamente ignorada por la crítica. Sin embargo, esta nunca contó con un elemento trascendental: el acceso al archivo personal del escritor (Archivo Jorge Zalamea Borda, A.J.Z.B.).1 Dicho acervo documental permaneció olvidado en un sótano en la ciudad de Bogotá por un lapso de treinta y ocho años, hasta cuando en el año 2007 el doctor Alberto Zalamea Costa, hijo del polemista, diplomático, traductor y poeta, recibió una llamada en la que le proponían que comprara el archivo de su padre, oferta a la que después de algunas negociaciones él accedió.

Estando en Viena en 1956, Jorge Zalamea había contraído segundas nupcias con una ciudadana checoslovaca, quien luego del fallecimiento del escritor se casó con otro colombiano. Este, a su vez, tras la muerte de su esposa conservó el archivo de Zalamea. Fuente valiosa para el conocimiento de las letras y la historia cultural y político-social de la Colombia del siglo xx, vino a hacer así las veces de “cápsula del tiempo” que reposó largamente en un inadvertido rincón.

Durante los últimos años de su vida, el doctor Alberto Zalamea Costa, en posesión del archivo, tuvo ocasión de deleitarse recordando, a la vista de incontables documentos, la vida de su padre. Es lamentable que no tenga oportunidad de leer estas líneas, pues arrojan luces sobre tópicos mencionados en aquellos registros. El doctor Alberto falleció en septiembre de 2011, luego de haberme concedido su amable autorización para entrar en contacto con los vestigios de las contingencias literarias, políticas y éticas emprendidas por su padre.

Como paso inicial del presente trabajo fue necesario proporcionar una organización básica e inventariar el archivo, pues ni siquiera la familia del escritor tenía una idea aproximada sobre sus particularidades y tipos documentales constitutivos. Esa labor terminó convirtiéndose en “obra de romanos”, dado el considerable tamaño del acervo documental y el inocultable desorden en que se hallaba. Al cabo del esfuerzo tal situación ha variado parcialmente. De manera paralela, se efectuó un detenido rastreo de información en fuentes secundarias (libros, revistas, publicaciones periódicas). Luego se procedió al planteamiento de hipótesis de trabajo. Una de ellas contempló, por ejemplo, que los extensos viajes realizados por Zalamea, así como sus amplísimas relaciones literarias, le proporcionaron una mirada cosmopolita –inusualmente amplia– en la Colombia de su época.

Constituye esta una oportunidad privilegiada para examinar los escenarios literarios por los que discurrió un hombre que, según anotan el investigador literario Carlos Patiño y el periodista Álvaro Bejarano, confió en el poder movilizador de la palabra,2 que se preocupó y padeció por exaltar la dignidad de lo humano y que exigió a las letras nacionales el rigor y la expansión de miras –y de reflexión– distintivas del contacto vinculante con las letras y la cultura universales. Determinar el estado de la condición propia exigía previamente –a su juicio–, profundizar en un panorama más vasto, más general, más complejo.

Lastimosamente los lugares comunes terminaron por copar las alusiones a su desempeño, dando por sentadas “cuestiones simples” –realmente no tan simples– de su trasegar vital. Puede afirmarse: hasta ahora se desconocía casi por completo, por ejemplo, lo hecho por Zalamea durante la segunda mitad de su vida. Por lo tanto, aquí se pondrá en evidencia la inusual profundidad de esos claroscuros, subrayando la relevancia de la lucha diaria de un apasionado que confrontó la “prensa hidráulica” –social, política y culturalmente hablando–, que fue el medio en el que le cupo en suerte vivir y ejercer su oficio.

Jorge Zalamea fue un polemista, traductor y poeta de orientación liberal socializante –luego simpatizante del socialismo– marginado por sus convicciones, pero que a pesar de ello llegó a contar en ciertos momentos de su vida con un significativo nivel de integración a la institucionalidad. Su participación en instancias políticas, literarias y culturales fue extensa y descollante, según lo demuestran su obra, su archivo, testimonios diversos e innumerables publicaciones referidas a su accionar. En este libro se pretende entonces comprender a Zalamea como intelectual crítico, sin que ello signifique encasillarlo o clasificarlo inflexiblemente.

Trayectorias para descifrar la figura del intelectual

Analizado en el marco de la historia social de la literatura, el quehacer literario del escritor bogotano Jorge Zalamea Borda (1905-1969), se contextualiza en estas páginas siguiendo –entre otras orientaciones– una de orden metodológico formulada por Rafael Gutiérrez Girardot: que dicha historia obedece a una perspectiva sociológica.3 Una sociología carente o escasamente nutrida de elementos específicos –afirma Gutiérrez–, difícilmente podrá perfilar de manera apropiada nuevas orientaciones o reelaboraciones conceptuales para los estudios literarios.4

Desde esta perspectiva, la realización de trabajos en el campo de la historia social de la literatura resulta cada vez más necesaria y válida pues, a manera de “primera etapa” investigativa, constituyen insumos indispensables para posteriores estudios y hacen posible reflexiones diversas (de crítica literaria por ejemplo,5 o relativas a la función social del escritor).6 Gutiérrez habla expresamente de la pertinencia metodológica de “estudios previos” que examinen “las existencias de material hasta ahora no explotado en archivos y bibliotecas latinoamericanas”.7 Ante la pretensión de componer apropiadamente una historia social de la literatura hispanoamericana, valora este tipo de estudios como fundamentales.8

En consecuencia, en esta investigación se parte de copiosas fuentes primarias procedentes de archivos diversos, especialmente el archivo personal del escritor, para reconstruir escenarios y aspectos cosmopolitas –y/o universalistas– que enmarcaron su trayectoria vital. Dos elementos específicos se introducen para el efecto: la categoría de intelectual 9 y el concepto de cosmopolitismo, a la luz de su función social en Colombia. Por formación, Zalamea mantuvo a lo largo de su vida una mirada cosmopolita sobre aquellos fenómenos sociales que concentraron su interés, ya que recurrió al uso de lenguas diversas y auscultó fuentes originales. Fue cosmopolita también su actitud al exponer sus ideas, puesto que concedió un valor superlativo a la alteridad, al mutuo respeto entre las culturas y los mundos distantes que se propuso conocer y poner en diálogo –a pesar de ser diversos en cuanto a creencias morales, religiosas, políticas, etc.10

La noción de universalismo guarda intrínseca familiaridad con el concepto de cosmopolitismo puesto que el cometido de tender puentes conllevó la clara intención de hacer a un lado los particularismos, confiando en las vinculaciones de naturaleza cultural para enfocar, explicar y reorganizar el mundo –y la vida humana– en pos de ideales trascendentes, tales como la coexistencia pacífica de individuos y naciones. Igualmente, fue universalista su accionar incansable en favor de la democratización de la cultura, en procura de posibilitar el acceso a la misma a gentes de todas las condiciones sociales.11

En este libro se examinan con especial atención las redes literarias que brindaron marco al desempeño del personaje estudiado, y también la función social vinculante que desarrolló con círculos literarios de América Latina y otras partes del mundo.12 De esta manera la investigación materializa, en buena medida, la recomendación de Gutiérrez Girardot de “describir la vida literaria, esto es, la red de preparación, producción y recepción de la literatura”, en este caso en torno a un escritor determinado.13 En opinión suya, para desarrollar estudios amplios en el ámbito de la historia social de la literatura resulta crucial el trazo previo de una historia intelectual, puesto que esta “trata los presupuestos de dos elementos primarios de la literatura, esto es, la producción y distribución de libros y la formación o posibilitación del hábito de la lectura”.14

Las consideraciones de Gutiérrez Girardot conducen, además, a precisar la postura de Jorge Zalamea frente a tópicos inherentes a la función social del escritor, y a describir y analizar su experiencia personal en torno a la profesionalización del oficio.15 Siguiendo una sugerencia de Enrico Mario Santí, este trabajo esboza el lugar del bogotano dentro de un “tejido de relaciones” y “contextos”16, además de caracterizar sus vinculaciones con instituciones sociales y literarias (Laverde).17 Adicionalmente, determina su percepción acerca de la responsabilidad intelectual, así como su integración –y/o exclusión– a círculos de pensamiento y poder influyentes en la configuración de la sociedad de su tiempo (Gómez).18

Gutiérrez Girardot resalta que es necesario crear las bases de investigaciones venideras para el perfeccionamiento de tipologías sociológicas, capaces de superar el “rígido esquema formalista de los géneros literarios”.19 Autores como Karl Mannheim y Leo Löwenthal han planteado –en sentido comparable– que el trazo de tipos particulares del escritor (determinados a partir de investigaciones de historia social de la literatura), puede dar pie a reflexiones sociológicas enriquecedoras de los estudios literarios.20 Desde esa perspectiva, para acceder a la comprensión de la obra de Jorge Zalamea es necesario conocer su contexto histórico-social, de tal forma que las aproximaciones teóricas derivadas surjan de un cabal entendimiento de ese entorno específico. O, lo que es igual, que la comprensión de una determinada obra –objeto concreto de estudio– provenga de aproximaciones especulativas sucesivas que se van perfeccionando progresivamente. Según Gutiérrez Girardot, presupuestos teóricos prefijados no pueden garantizar de por sí la exactitud de un análisis. Es indispensable conocer el objeto de estudio en su especificidad para poder definir el instrumentario teórico y metodológico pertinente. De ese modo no se dispersa ni se condiciona inadecuadamente un proceso investigativo:

La teoría se va formando [–debe formarse–] en el análisis del objeto y tanto la terminología como la teoría son el resultado de ese análisis. La teoría y la terminología surgen del objeto, al que se debe hacer hablar mediante preguntas, es decir, la teoría y la terminología no son respuestas previas a preguntas que no se ha hecho al texto, sino que se deducen de un juego especulativo.21

El accionar investigativo de Mannheim avala esta sugerencia, pues optó por observar las situaciones o fenómenos histórico-sociales antes de pasar a efectuar formulaciones teóricas. En sus estudios dichas formulaciones parten de la observación de hábitos y acciones, esto es, regularidades y hechos concretos protagonizados por individuos o por colectividades específicas.22 Para explicar la gestación de ideas en los intelectuales –plasmada obviamente en su producción– y las normas que en dicho proceso predominan, en opinión de Mannheim es necesario analizar en detalle “las historias de las vidas individuales” de personajes particulares. Según afirma, como “directrices fundamentales para la sociología de este tema” resultan esenciales cuatro pautas. Dice:

[Las dos primeras] se refieren a las características intrínsecas de la ‘intelligentsia’, las otras dos se refieren a sus correlaciones con el proceso social en general:

1. El trasfondo social de los intelectuales;

2. Sus asociaciones particulares;

3. Su movilidad de ascenso y de descenso;

4. Sus funciones en una sociedad más amplia.23

De acuerdo con ello, de las pesquisas realizadas en el marco de esta investigación se obtuvieron evidencias que permiten caracterizar a Jorge Zalamea como compatible –entre otras posibles– con ciertas categorías presentes en los tipos ideales del escritor formulados por Leo Löwenthal, destacado sociólogo de la Escuela de Frankfurt: 1. El escritor-político (defensor de una ideología determinada); 2. El escritor-misionero (que se impone a sí mismo las causas de la difusión literaria, la justicia social, etc.); 3. El “escritor libre” (es decir, económicamente independiente).

Apoyándose en hallazgos del archivo de Jorge Zalamea, esta investigación se propone adicionar a las anteriores categorías (de acuerdo con la especificidad reclamada por Gutiérrez Girardot24), una más: el escritor “enlace” (aquel empeñado en conectar a su entorno próximo o a su país con mundos distantes).

Este punto de partida se determinó con posterioridad a la exploración de las fuentes primarias inéditas relacionadas con la vida y la obra de Zalamea, que indicaron la pauta sobre el rumbo metodológico a seguir. Así, esta investigación podría ser un insumo para futuros proyectos de investigación, interesados en la estructuración de nuevas tipologías explicativas del accionar de este escritor colombiano.

Soslayar las aportaciones de Mannheim en el planteamiento de un estudio concienzudo no es adecuado. Sin embargo, para la formulación de estudios atinentes a América Latina las previsiones del sociólogo húngaro deben ser tomadas con precaución y justeza (o “en situación”). Se trata de un contexto específico que él no llegó a estudiar pero que pertenece a la tradición occidental que él sistematizó en sus sociologías del conocimiento y de la cultura. Las formulaciones de Mannheim vienen a complementar metodológica y conceptualmente otras formulaciones, que de hecho son anteriores. Es el caso de las enunciadas en América Latina por Alfonso Reyes25 y Pedro Henríquez Ureña,26 bases, a su vez, de varios de los planteamientos de Gutiérrez Girardot.27

Valga resaltar que para la consulta de las aportaciones del teórico húngaro se tuvo la precaución de cotejar la fidelidad de su traducción castellana, contando con la revisión del asesor académico Edison Neira Palacio, quien al mismo tiempo que orientó la investigación cotejó dichas traducciones con los textos originales en alemán e inglés.28

Ante el hecho de la existencia de una extensa gama de posibles análisis de historia intelectual y de los intelectuales, enunciada por autores igualmente numerosos y diversos, el presente estudio optó por circunscribirse a la pauta metodológica citada, toda vez que se encamina a una reconstrucción de aspectos puntuales de la historia social de la literatura. Entre dichos aspectos se destacan las relaciones literarias –de colegaje e institucionales– y también la función social de un escritor perteneciente al ámbito hispanoamericano.29

Igual que Mannheim al trazar sus enunciados teóricos referidos a la intelligentsia europea, tanto Reyes, como Henríquez Ureña y Gutiérrez Girardot recomiendan una pausada exploración biobibliográfica en el acervo literario, archivos y estudios históricos previos (es decir, la realización de un detallado seguimiento empírico demostrativo) que va proporcionando las claves y los materiales necesarios para reencauzar, progresivamente, nuevas inquietudes sociológicas. Estas habrán de suscitar a su vez la investigación futura.30 Gutiérrez Girardot otorga la máxima relevancia al trabajo ya efectuado por los citados intelectuales hispanoamericanos, punto que señala como crucial si se desea acometer iniciativas investigativas dotadas de solidez genuina:

(…) lo que Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña ofrecían (…) no era otra cosa que la conjunción de teoría y práctica de la literatura y de la historia literaria respectivamente, nacidas desde dentro de la literatura hispanoamericana misma en su contexto occidental, es decir, era un resultado del análisis de la literatura hispanoamericana (Henríquez Ureña) y de la experiencia de un escritor hispanoamericano con la propia literatura (Alfonso Reyes) desde una perspectiva universal. (…)

El actualismo y el terminologismo despiertan la justificada impresión de que bajo el manto de la ciencia y a la sombra del entusiasmo por el llamado ‘boom’, los estudios literarios hispanoamericanos prefieren el juego o el ejercicio de la vanidad, a propósito del texto, al trabajo amplio y crítico con el contexto literario histórico. No hay nada más fácil que inventar teorías y barajar terminologías. Más difícil, porque exige esfuerzo, es poner a prueba esas teorías recibidas (…) Con esta observación no se pretende superar la división entre consideración diacrónica y sincrónica, sino poner de presente que la literatura no debe ser neutralizada históricamente, porque en países como los de lengua española, pero también en la Alemania de los siglos xviii y xix, la que se llamó ‘el país de los poetas y pensadores’, por ejemplo, la literatura es la más perceptible expresión de la complejidad histórica de un pueblo, la que le da conciencia de lo que es, cómo ha llegado a ser y lo que quiere llegar a ser.

Una historia social de la literatura hispanoamericana resultaría, además de un desafío (…), la satisfacción de un postulado de Pedro Henríquez Ureña, esto es, que cada generación debe escribir de nuevo la historia de la literatura, de su pasado literario. Esto no quiere decir naturalmente que cada generación debe comenzar de nuevo, sino que cada generación debe renovar y enriquecer su pasado literario.31

Primera parte
El irresistible llamado de las letras
(1905-1934)

Podía dar pábulo el entendimiento a su inofensiva vanidad, estableciendo la genealogía de las palabras, aprovechando las bellas metamorfosis de ciertas formas verbales, haciendo chocar sobre el blanco mar de la página la aguda proa de un insólito adjetivo contra la cóncava popa de un sustantivo en reposo.*

Capítulo 1
El inolvidable teatro de la infancia
(1905-1920)**

Caserones antiguos y cautivadores libros

La historia vital de Jorge Zalamea, niño rubio de cabellos ensortijados y “fulgurantes ojos azules”,1 comenzó cuando el país mantenía intacto el recuerdo de la guerra de los Mil Días (1899-1902), última guerra civil del siglo XIX. Ese conflicto resultó decisivo para el afianzamiento del régimen conservador que, parapetado durante tres décadas en el poder, se dio a la tarea de proteger con vehemencia idearios y concepciones del mundo marcadamente tradicionalistas. Frente a ellos, Jorge Zalamea –quien a la postre sería reconocido como polifacético intelectual–, sostuvo durante toda su vida el más férreo antagonismo.

La primera familia de Jorge Zalamea estuvo conformada por Benito Zalamea López y Margarita Borda Monroy, sus padres, y por sus hermanos mayores María Eugenia (cariñosamente llamada “Maruja” o “Cuquita” en el seno familiar), Alberto y Juan. Con respecto a su llegada al mundo, estando próximo a cumplir sesenta años Jorge Zalamea comentó:

La vida del viejo aprendiz de escritor comenzó en la madrugada del 8 de marzo de 1905, en una casa de cuatro pisos, pretenciosamente moderna para la época y situada en el costado norte de la Plaza de Bolívar. Como todavía aquella casa era muy rica, puede decirse que el niño nació rodeado por buen número de factores de poder: el capital, representado por la propia mansión; la Iglesia, por la Catedral Primada; la política, por el Capitolio y el pueblo que, al menos en apariencia, podría simbolizarse en el Cabildo.2

Los caserones en los que el pequeño pasó su infancia estuvieron ubicados sobre el marco de la Plaza de Bolívar, el primero, –tal como acaba de indicarse–; “en la carrera sexta, equidistante de las parroquias de San Agustín y Santa Bárbara”, el segundo; en el barrio de La Capuchina, el tercero; en La Candelaria frente al templo del mismo nombre, el cuarto –famoso por haber sido habitado durante el siglo XVII y comienzos del XVIII por el pintor Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos–; en la calle 17 con la carrera 9ª, el quinto; y, finalmente, en el cruce de la carrera 5ª con la calle 19, el sexto. El ambiente de cada una de estas viejas casonas –igual que los libros que allí conoció– influyeron profundamente en la temprana inclinación del niño por las letras, conforme lo testimonió años después al evocar su infancia.3 El mirador de la cuarta casa mencionada inspiró una de esas sentidas añoranzas, expresiva de un incontenible afán de libertad –para sí y para su entorno–, tentativa que muy tempranamente confió a la privilegiada atalaya emplazada en la expresión lírica:

EL BALCÓN

Aquel balcón:

¡qué proa de nave capitana!

De la añosa madera de su techo

pendía una gran jaula

en que se atortolaban los canarios,

silabeaban los pericos de Australia

y esponjaban sus plumas las calandrias.

Del rumor de esas alas,

el amor me nació por las palabras.

Allí aprendí a leer,

imitando los labios

de mi hermana.

Y las aves cautivas me enseñaron

su afán, nunca cansado,

de partir algún día,

alta el ala,

de aquella proa capitana.4

Según la anterior descripción, el amor por las palabras surge de un innato deseo de libertad despertado por el encierro de las aves –paradójicamente presas en una atalaya desde la cual podía vislumbrarse la libertad. Cual llave mágica, la prisión de las aves abre el filón poético antes enjaulado, para acompañar al autor existencialmente. Se lanzó entonces al vuelo por los infinitos y a la vez exclusivos espacios de las letras. En efecto, los espacios domésticos en los que transcurrieron los primeros años de Jorge Zalamea impactaron sin duda su primera percepción del mundo, igual que su naciente capacidad de creación y asombro. Narraciones familiares y anecdotarios históricos alusivos a dichos espacios –moradores ilustres que algún día los albergaron, tesoros ocultos en sus muros, fantasmas atados a ellos, etc.– nutrieron el gusto inicial del pequeño por el mundo de las letras, quien así estimulado por los integrantes de su núcleo familiar experimentó pronta curiosidad y avidez de relatos.

Sentada en el balcón aludido en el poema arriba transcrito, María Eugenia, hermana de Jorge, todos los días leía cuentos al futuro escritor, preferencialmente –según lo recordó este, años más tarde– las aventuras del “títere italiano” Pinocho, famoso personaje ficcional creado por el florentino Carlo Collodi a finales del siglo XIX. Ya en su madurez plena Jorge Zalamea rememoró cuánto contribuyeron aquellos relatos a definir su amor por las letras:

Si no me engaña la memoria –esta memoria mía que al tiempo que se torna más precisa sobre lo sucedido hace medio siglo, olvida lo inmediato: las cosas, los rostros y los nombres, con grave detrimento de mis relaciones sociales–, el delicioso cuento filosófico de Collodi se publicaba como folletín de ‘La Gaceta Republicana’. Y cada tarde, en el mirador de la nueva casa, bajo la gran jaula en que revoleteaban alondras, canarios y periquillos de Australia, mi hermana María me leía la entrega cotidiana, dejándome a la expectativa de si cuajarían o no las monedas de oro en el árbol mágico, conforme a las falaces promesas del zorro y del gato: esos precursores de las cajas de ahorro desvalijadas por la devaluación; si Pinocho y su padre saldrían salvos del vientre del tiburón, esa otra alegoría de la contingencia social, o si el beso del hada transformaría finalmente al muñeco de madera en niño de carne y hueso, ya sin la pesadumbre de sus descomunales narizotas: tercera fábula del hombre redimido por sus dolores y su voluntad de recuperación.5

Pocos años después de que escuchara por primera vez el cuento de Collodi, otro personaje predilecto del futuro escritor fue el aguerrido pirata Sandokán, personaje creado por el veronés Emilio Salgari en 1883, cuyas hazañas acostumbraba a dramatizar en compañía de varios de sus primos de edades afines –entre ellos estaba el también escritor Eduardo Zalamea Borda, nacido en 1907. Curtido por el paso del tiempo, Jorge recordó con nostalgia aquellos episodios plenos de alegría en los que, hacia sus nueve años, en la casa ubicada en la calle 17 con la carrera 9ª, muchas veces simuló en compañía de sus primos que los árboles de cerezo plantados en el solar familiar eran barcos estremecidos por enormes olas:

ÁRBOL VELERO

¡Cerezas!

No hubo piratería semejante

ni más rápido abordaje

que el de los sueños trepando

por las vergas

del verde

bajel

inmóvil

sobre sus negras raíces

más tembloroso

cuanto más altas sus ramas.

¡Al asalto!

¡Qué heridas en las piernas infantiles!

¡Qué dicha en los talones!

¡Qué ampollas en las manos!

¡Qué codicia en los dedos

acarreadores de cerezas

contra la oposición de la corteza!

Y tú, Anita,6

saltando más alto

en el velamen

del bajel

vegetal,

y ofreciendo

al pirata iracundo7

la más bella cereza

para esquivar los labios.8

Las peripecias del heroico aventurero Sandokán compuestas por Salgari inspiraron los juegos de Jorge, calaron en su perspectiva cosmopolita y universalista de la vida y perfilaron de manera significativa los principios que, en lo sucesivo, orientarían su quehacer ético-literario. En ese sentido, años más tarde aseveró:

Pero no son pocas las cosas de que todavía soy deudor a don Emilio [Salgari], el desventurado. Pues trasladándome de las praderas del lejano oeste a las costas del Mediterráneo; de las islas del Caribe a las del océano Índico; de Alaska al centro de África, hizo nacer en el niño esa curiosidad y ese amor por la patria tierra que luego le llevaría en alucinado peregrinaje por los 5 continentes. Me enseñó, además, que los pueblos no valen tanto por su riqueza y poderío cuanto por su valor, su lealtad, su sentido de solidaridad humana y su amor patrio. Con su propio, horrendo, suicidio me hizo entrever los abismos de la codicia, y me infundió ya para siempre un iracundo desdén por los explotadores del hombre.9

Indiscutiblemente, casas y libros incitaron la disposición literaria de Jorge Zalamea desde una edad temprana, que de manera aproximada estimó –siendo ya adulto– cercana a sus cinco años. Momento nítido en sus recuerdos por haber coincidido con la celebración de Centenario de la Independencia nacional y por la imborrable impronta que sobre la sociedad de la época ocasionó el cometa Halley a su paso por los cielos capitalinos. El amor por las palabras y los libros, palpable en el visionario destinado a descollar en diversos círculos intelectuales, fue de hecho precoz. Remontándose al tiempo de su inocencia, trajo a la memoria el inicio del sendero que terminaría transitando toda su vida:

Acaso comencé a intuir entonces que la palabra es una semilla que el sembrador ignora dónde siembra. Que unas veces suscita con ella la ternura o engendra la belleza; otras desata la fantasía y promueve la demencia; algunas otras pueden fomentar la negra ira y la tenebrosa venganza. Que lo mismo puede la palabra abrir las puertas al caos que bendecir los desposorios de la necesidad con la justicia y de la rebeldía con la dignidad.10

“Tratando de aferrarse a su infancia” –al estilo del poeta simbolista austriaco Hugo von Hofmannsthal11– aclaró en sus años postreros que a instancias de la temprana incitación generada por los libros identificó su luz vital y vocación profunda, especie de “trampa” en la que quedó atrapado para siempre:

EL LIBRO

Aquel rumor alciónico de vegetales hojas

se hizo luego susurro de papel.

Y el iracundo sol

fue lámpara doméstica.

Otro bosque se abría

a la impaciencia.

Ya no más el azul,

ni el amarrillo de las hierbas,

ni la convulsa margarita indecisa,

¡ni el vientre amoratado y obsceno del mar!

Ni el blancor de la sábana esponsalicia,

ni el lívido crepúsculo

tachonado de sombras

como los largos corredores abandonados de la casa incolora:

Sólo lo negro sobre el blanco.12

En este sucinto poema el autor resalta las propiedades de los elementos que describe. Apela en especial al enfoque físico de los colores para llegar a la síntesis de su significado esencial: el blanco como producto de la presencia de todos los colores y el negro como resultado de su ausencia. El color −o toma de sentido de la vida− surge del descubrimiento de las letras: la ausencia de color es sucedida por la toma de color −de satisfacción interior, de presencia de sentido. Por otra parte, el poeta alude a la procedencia vegetal del papel (vegetales hojas / libros con hojas), elemento sobre el que plasmará sus percepciones y sentires desplazando el blanco vacuo. Una lectura alternativa apunta igualmente al significado existencial del libro en la vida del poeta: del rumor “vegetal” recibido al calor del hogar paterno, especie de murmullo del viento entre los árboles, se da paso al susurro de la palabra escrita, aquella de cuya mano se aprende lo realmente necesario para el encuentro con la poesía profunda. Traspasado ese umbral, una dimensión diferente de la vida se abre paso, un lugar donde la lámpara doméstica palidece y empieza un camino hacia otra naturaleza, probablemente un mundo telúrico, contradictorio y abierto a la impaciencia. En un entorno así surge una nueva poética, antípoda de la poética de los niños, encantados con el color del firmamento, el verde de la hierba y otras figuras que ocultan la turbulencia o la fuerza incontenible del ajetreo de la vida (“ni el vientre amoratado y obsceno del mar”), capaz de tragarse toda humanidad de un solo sorbo. Lejos quedan el blanco de las sábanas del tálamo paterno, los crepúsculos y los arreboles, las sombras de los corredores de aquella casona. El iracundo sol ilumina entonces la nueva “casa poética” de quien se dedica a la creación, de quien deja atrás la casa interior “incolora” para pasar a la conquista del color proporcionado por las letras: en adelante la casa dotada de color es aquella que el poeta mismo reviste con su poesía. De esa manera, como ya se ha sugerido, la luz nace de anteriores sombras. Paradójicamente, una vez plasmado el imaginario poético en el papel se da la situación inversa: de la ausencia de color (el negro de las letras estampadas) surge la luz interior que llega a borrar la ausencia de sentidos en el papel blanco. Es decir, si en lo físico –no en lo simbólico− el blanco es la suma de todos los colores, en lo metafísico se verifica lo opuesto.

El descubrimiento de otra ventana al mundo: el cine

La infancia de Jorge Zalamea transcurrió mientras se verificaba el arribo a Colombia de rotundas revoluciones tecnológico-culturales. La luz eléctrica, el cine y luego la aviación apenas se estaban dando a conocer en el país cuando inició sus estudios escolares. A su proceso formativo se integró entonces otro héroe, procedente esta vez del mundo del cine: Charles Chaplin, a quien tendría el honor de conocer en persona décadas después y con quien entabló una estrecha amistad. El primer encuentro de Jorge con el cinematógrafo se produjo cuando rondaba los siete años de edad. La situación quedó registrada en sus propias palabras:

Cerca de mi casa [en el barrio La Candelaria], en la esquina de la carrera 6ª con la calle 9ª, el padre Campoamor ofrecía, entre otras cosas, a las gentes humildes de Bogotá los primeros programas de cine. Para ver uno de ellos, me escapé de mi casa una noche. No recuerdo cómo entré a aquel salón. Pero sí recuerdo que vi allí unas escenas de caza en África, una especie de ‘documental’ sobre los primeros vuelos aéreos y, más impresionante aún para el niño, una película de suspenso en la cual, convulsivamente, se narraba la triste historia de una criada de servir calumniosamente acusada de hurto por el mostachudo Don Juan que encontrara, ante sus apetencias ancilares, el púdico rechazo de la crispada y sollozante doncella.13

Poco antes, mientras residía en la casa situada “en la carrera sexta, equidistante de las parroquias de San Agustín y Santa Bárbara”, había tenido lugar otro encuentro cercano con los avances de la modernización en boga cuando su hermano mayor, Alberto, maravilló a toda la familia al efectuarle una demostración del uso de la “linterna mágica”, artefacto empleado para la proyección de imágenes estáticas que suscitó el asombro de la expectante concurrencia al mostrar sobre una pared de la citada casa “las lentas e inconexas imágenes de la recién nacida civilización”.14

El ejemplo paterno y las limitaciones del entorno cultural

Parte del gusto literario del pequeño Jorge se debió indudablemente al ejemplo brindado –quizás sin quererlo– por su padre. Don Benito era contabilista experto en asuntos mercantiles y funcionario de “la compañía que suministró por más de medio siglo la luz eléctrica a Bogotá”.15 Al comenzar el siglo XX se había desempeñado como cónsul colombiano en los Estados Unidos. Fue además campeón nacional de ciclismo, actividad en la que obtuvo varios premios nacionales e incluso un honroso subcampeonato en una competencia realizada en dicho país. Una de sus hazañas más sonadas fue la de ganarle al Ferrocarril de la Sabana en el trayecto comprendido entre la Estación Central de Bogotá y el Puente del Común, al norte de la capital. Su manera de ver el mundo y de recibir los imponderables de la vida terminó incidiendo sobre la psiquis del hijo, quien al igual que su padre acogió para siempre acentuadas inclinaciones. Según contó el propio Jorge:

[Por la época en que la familia residía en el barrio La Candelaria] una noche despertó al niño la entusiástica declamación de su padre: don Benito Zalamea. El cual era muy aficionado a las bellas letras; muy dado al inconformismo político; como Odiseo, nauta de largas travesías; como varón, picaflorista fecundo; y como todo ello, aficionado al vino que estimula tan dignas, agradables y variadas aficiones.16

Pese a todas las circunstancias descritas, cercano al término de su vida el escritor consideró pobres sus inicios en el mundo de la literatura, pues consideró inferiores las condiciones, apoyos y experiencias a su disposición, en contraste con las brindadas a los niños de otras latitudes:

(…) los orígenes de mi formación literaria fueron muy modestos. A los 10 años, los niños franceses de mi época habían leído ya Las aventuras de Telémaco, entrando por esa puerta falsa al mundo homérico; recitaban a Lafontaine y Corneille y se iniciaban en la declinación latina; los niños ingleses, hacían de las hazañas de los caballeros de la mesa redonda el eje de sus juegos, se sabían de memoria la vida de Robinson Crusoe y representaban en la escuela las escenas menos indiscretas de las comedias de Shakespeare. A mi alcance sólo estaban las novelas de Salgari.17

Primeros estudios y afición periodística

Las primeras clases colectivas a las que asistió Jorge tuvieron lugar en la escuela de la señora Merceditas Camacho, cuando contaba con aproximadamente seis o siete años. Allí conoció al futuro poeta Arturo Camacho Ramírez –sobrino de la señora Merceditas–, a los hermanos Federico y Carlos Lleras Restrepo y a las hermanas mellizas de estos. Sentires íntimos de la niñez en los que resuena una discordante inconformidad constituyen la esencia de algunos versos escritos por Jorge recordando aquellas experiencias:

LA ESCUELA

Olor de tiza y de pizarra

olor de tinta y delantal

olor de pipí y trenzas destrenzadas,

sobrenadando en los aromas de salvia y yerbabuena.

“Dos y dos son cuatro…”

“V - A, Va; C - A, Ca…”

“…al salir y al entrar…”

“Cuatro y dos son seis…”

Pasmado el niño,

y lelo.

Y sobre el niño el cielo.

Y la tijera de la golondrina.

Y ese olor de saliva

y de miga de pan…

Y la maestra,

tan abominable,

tan incomprensible

como una ración de lentejas.

¡No! ¡No las trago!

¡Ni a la maestra,

ni a la escuela,

ni a las lentejas!

¡Y 2 y 2 son 22!18

Hacia los diez años de edad, Zalamea comenzó estudios en el colegio Gimnasio Moderno,19 donde tomó afición por los literatos ingleses y franceses, especialmente por los reconocidos como afamados dramaturgos. Entonces escribió sus primeros versos. Pronto el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) marcó lo que identificó como la puerta de entrada a su adolescencia. Las noticias del Viejo Continente lo hicieron percibir “la colectiva locura” –es decir, los conflictos sociales, la guerra, las tragedias de la humanidad– como producto de dirigentes tendenciosos e insensibles, interesados en conducir a los pueblos “a su autodestrucción”.20

Don Benito Zalamea lo matriculó luego en la Escuela Ricaurte, caracterizada por la estricta disciplina imperante en sus aulas. En la Bogotá de la época solía comentarse que su rector, un clérigo de nacionalidad española, “prefería el uniforme al hábito”.21 En este centro educativo aconteció un trascendental reencuentro: el inicio –en firme– de la amistad que durante el curso completo de sus vidas unió a Jorge Zalamea con Alberto Lleras Camargo –primo en segundo grado de los otros Lleras arriba mencionados– y futuro colega escritor con quien el joven Zalamea compartiría en grande, sobre todo cuando pocos años después ambos entraron a integrar el grupo literario conocido como Los Nuevos, momento que el presente trabajo abordará más adelante. Por un testimonio de Jorge se sabe que años atrás, cuando Lleras contaba con cuatro años de edad y él con cinco, habían compartido juegos infantiles “en las casas veraniegas de Sopó”, población situada en las afueras de Bogotá.22 Posteriormente, el hecho de compartir estudios en la Escuela Ricaurte cimentó una amistad estable.

Allí comenzaron a publicar conjuntamente, en los periódicos estudiantiles Horizontes, El Escolar y Excelsior. Según lo recordó Jorge, ya maduro, dieron a la luz “versos de la peor calidad y prosas en las cuales Alberto seguía el buen modelo de Azorín y yo el peligroso ejemplo de Nietzsche”.23 A pesar de todo, el empeño puesto por el par de jóvenes se reflejaba en el rigor crítico con que juzgaban sus propias producciones:

Desde los 13 años, Alberto y yo habíamos decidido celebrar una ceremonia más o menos secreta, en el curso de la cual examinábamos lo que habíamos escrito en los meses anteriores. Después de la lectura de nuestras cosas, discutíamos sobre ellas y, generalmente, todo terminaba haciendo una pequeña hoguera en la cual quemábamos la totalidad de nuestros papeles literarios, considerándolos inferiores a lo que podríamos y deberíamos hacer más tarde.24

En una divertida crónica aparecida en las páginas de La Nueva Prensa, el 21 de marzo de 1962, Zalamea amplió detalles sobre aquellas primeras lides periodísticas en compañía de Lleras:

Hace ya cerca de cuarenta y cinco años que Alberto Lleras y yo sufrimos las fiebres iniciales de la pasión periodística. No recuerdo exactamente si fue en 1918 ó 1919 cuando, mediando nuestros estudios de bachillerato en la Escuela Ricaurte, hicimos nuestro primer periódico, que creo se llamó Horizontes: cuatro páginas manuscritas sobre un pliego de papel de oficio, dividida cada página en dos columnas e ilustrada en colores. Alberto solía escribir el editorial –con notoria influencia de José Enrique Rodó en el estilo– y breves notas humorísticas sobre la vida del colegio. No acierto a recordar qué ‘cosas’ pudiera yo escribir por entonces –acaso pequeños relatos románticamente humanitarios–, pero no olvido que me incumbía la tarea –benedictina, según nuestro vocabulario–, de escribir a mano las cuatro páginas del periódico, cuyo tiraje era de diez ejemplares, procurando que en cada uno de ellos, línea por línea coincidiesen exactamente con el número original. Que era nuestra manera de competir con las cajas de tipo. Las ilustraciones eran obra del hoy monseñor Bernardo Sáenz de Santamaría, quien se tomaba el doble trabajo de calcar su dibujo original sobre los nueve restantes y de colocarlos luego, uno a uno, para producir la impresión de un gran tiraje técnicamente homogéneo.