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A través de nuestras publicaciones se ofrece un canal de difusión para las investigaciones que se elaboran al interior de las universidfades e instituciones públicas de educación superior del país, partiendo de la convicción de que dicho quehacer intelectual sólo está comnpleto y tiene razón de ser cuando se comparten sus resultados con la colectividad. El conocimiento como fin último no tiene sentido, su razón es hacer mejor la vida de las comunidades y del país en general, contribuyendo a que haya un intercambio de ideas que ayude a construir una sociedad informada y madura, mediante la discusión de las ideas en la que tengan cabida todos los ciudadanos, es decir utilizando los espacios públicos.

Con esta colección Pública Ensayo presentamos una serie de estudios y reflexiones de investigadores y académicos en torno a escritores fundamentales para la cultura hispanoamericana con las cuales se actualizan las obras de dichas autores y se ofrecen ideas inteligentes y novedosas para su interpretación y lectura.

 

 

 

Títulos de Pública Ensayo

 

1.- México heterodoxo. Diversidad religiosa en las letras del siglo XIX y comienzos del XX

José Ricardo Chaves

 

2.- La historia y el laberinto. Hacia una estética del devenir en Octavio Paz

Javier Rico Moreno

 

3.- La esfera de las rutas. El viaje poético de Pellicer

Álvaro Ruiz Abreu

 

4.- Amigos de sor Juana. Sexteto biográfico

Guillermo Schmidhuber de la Mora

 

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Los derechos exclusivos de la edición quedan reservados para todos los países de habla hispana. Prohibida la reproducción parcial o total, por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito de los legítimos titulares de los derechos.

 

Primera edición, 2014

 

© Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2014

Cerro Tres Marías número 354

Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200

México, D. F.

editorial@libreriabonilla.com.mx

www.libreriabonilla.com.mx

 

© Iberoamericana, 2013

Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid

Tel.:+34 91 429 35 22

Fax: +34 91 429 53 97

info@iberoamericanalibros.com

www.ibero-americana.net

 

© Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, 2013

Av. Universidad s/n, Zona de la Cultura, Col. Magisterial, Vhsa, Centro, Tabasco, Mex. C.P. 86040. Tel (993) 358 15 00

www.ujat.mx

 

ISBN 978-607-7588-94-8 (Bonilla Artigas Editores)

ISBN 978-84-8489-749-1 (Iberoamericana)

ISBN edición digital: 978-607-8348-15-2

 

Responsables en los procesos editoriales en Bonilla Artigas Editores:

Cuidado de la edición: Andrea López

Diseño editorial: Saúl Marcos Castillejos

Diseño de portada: Teresita Rodríguez Love

Hecho en México

 

Una mujer de pájaros y frutas

esclarecía en Rodas la mirada

del que ciñe la esfera de las rutas.

Hora y 20

 

Carlos Pellicer

Contenido

Nota del autor

Presentación

Primera parte

Apuntes biográficos

Tiempo desnudo, febrero de 1977

El niño y el mar

La casa azul

Divina Esperanza

 

Segunda parte

Viajar, poetizar lugares

Prosa: imaginación y poesía

Inagotable prosa

Viaje y poesía

La esfera de las rutas

 

Tercera parte

Retratos ejemplares

Tres vidas para imitar

Galería de retratos

El gran sacerdote de la poesía

Últimas cuerdas del poeta

 

Bibliografía y hemerografía

Sobre el autor

Nota del autor

Este libro es el resultado de varios años de lectura y revisión de la obra de Carlos Pellicer Cámara, el poeta que atrae a simple vista por su verso luminoso y seductor. A partir de una breve intervención en un congreso de 1992 en Barcelona, sobre la luz en la poesía de Pellicer fui siguiendo sus huellas; lo más visible era que se habían escrito decenas de notas y artículos, muchos prólogos a sus epistolarios pero escasos libros que entraran a su universo poético tan variado y prolífico. La crítica coincidía en afirmar que Pellicer era uno de los poetas más sólidos y nada más. Pensé que valía la pena arriesgarse a revisar su poesía que comenzaba con Colores en el mar y otros poemas (1921), el primer paso de un poeta que todavía escribe bajo la influencia del modernismo, guiado por Rubén Darío, Díaz Mirón y López Velarde, y terminaba con Cuerdas, percusión y alientos (1976).

Mientras que Piedra de sacrificios. Poema iberoamericano (1924) le servía a Pellicer para cantar a los montes, los valles y los mares latinoamericanos, a sus héroes y sus luchas, mitos y caídas; 6,7 poemas de ese mismo año y Hora y 20 (1927) y Camino (1929), eran títulos que ponían el verso de Pellicer en una dimensión original, no explorada por la poesía mexicana, y aparecía el peregrino que camina por ciudades y países buscando su estrella. Se colocaba en la ruta de las vanguardias de los años veinte y se afianzaba como un poeta excepcional, seguro de su oficio.

Su poesía era radiante y religiosa, civil y elegiaca, pero su originalidad venía de su relación intrínseca con las artes plásticas, sobre todo con los impresionistas; había un rincón de este escritor que era preciso conocer y explorar: el de su prosa. Vasta y precisa, es sin duda una escritura al margen que el poeta pulió y dejó como testimonio de su pasión por la crítica de arte y literaria, el discurso social y político, el artículo sobre museografía y las culturas prehispánicas, además, había producido epistolarios ejemplares.

Su vida era un largo itinerario que había comenzado en la ciudad de México en 1908 en vísperas de la Revolución, y a partir de ese momento el joven se relaciona con maestros, poetas, escritores y artistas. Mirando a ese poeta en ciernes, el lector puede descubrir que su destino estaba quizás ya marcado, pues escribía sin descanso y pronto conquistó el mundo de las letras hispánicas y creó una nueva sensibilidad en la poesía mexicana. Inicialmente pensé que escribiría una biografía extensa que diera cuenta de los pasos de Pellicer, desde el primer aprendizaje, el desarrollo y la cima que escaló, hasta su muerte. Pero fui viendo que el personaje es interesante y prolífico, un ser en movimiento que se escapa, un producto de las paradojas de su tiempo, y me dediqué a narrar su vida, pero a través de sus viajes. De ahí que la primera parte de este trabajo se llame “Apuntes biográficos”, que subraya aspectos decisivos de su familia, su tierra, luego los pasos iniciales en la ciudad de México y la forma en que se liga con los Contemporáneos. “Viajar, poetizar lugares” es la segunda parte, en la que trato de seguir al poeta a través de lo que fue escribiendo en Aviñón, París, Ámsterdam, Florencia, El Cairo, y otros países y ciudades: apuntes, largas cartas, poemas, artículos y discursos. La tercera, “Retratos ejemplares”, es un acercamiento crítico a tres niveles decisivos de la escritura pelliceriana. El primero, el que dedica a quienes consideró héroes de la poesía y de la lucha civil, Simón Bolívar, Rubén Darío y José Vasconcelos. El segundo nivel reconstruye el alma de los que Pellicer vio como seres queridos y artistas entrañables: José Clemente Orozco, Diego Rivera, José Guadalupe Posada, con el paréntesis que propicia la escritura que le inspiró la sensibilidad de Frida Kahlo (1907-1954); a raíz de su muerte el poeta tabasqueño se derrama en imágenes nítidas de la vida y el arte de esta gran mujer, convertida en leyenda y en mito de la liberación femenina. “La casa de Frida Kahlo” (1955) es una descripción de la casa de Coyoacán de esta artista infatigable que Pellicer admiró y amó. En ese apartado me dedico también a revisar la vocación del poeta por el mundo prehispánico, y la forma como se convierte en una especie de “Chamán del trópico” debido a su tendencia por reivindicar la selva y el paisaje tropical. “Y mi juventud un poco salvaje/ que sienta bien al paisaje”; esta juventud la desarrolla más tarde cuando habla y se autonombra iguana y pez, árbol de caoba y selva, que mezcla con los elementos telúricos, mágicos y con la energía que hay en la atmósfera.

Basta asomarse a los títulos que Pellicer escribió y fechó en diversos países para empezar a entender el significado que le dio a sus propios textos como viajero que mira otras culturas y otros hombres, y los transforma. “Soneto a causa del tercer viaje a Palestina” está fechado en Monte Tabor, Palestina 1929; “Variaciones sobre un tema de viaje”, en Aviñón, Provenza, 1926; el “Tríptico” que son tres sonetos a los que sobretituló “En Atenas”, “En Esmirna” y “En Chipre”, 1926; su “Nocturno de Constantinopla” fechado en esa ciudad en 1926; su ya clásico grupo de poemas bajo el título de “Semana holandesa”, de ese mismo año; “París, canción de primavera” dedicado a Roberto Montenegro, también de 1926. “A la poesía”, Siracusa, 1928; “Envío”, fechado en Agrigento y en el mar Jónico, 1926; “Estudio”, Jafa, 1927. Y la lista es interminable porque desde joven salió de México a Sudamérica y luego no paró de caminar por el mundo como un peregrino que cree en san Francisco, el santo que lo guía y le inspira la fe en la vida, en la humildad y la creación.

Pellicer escribió sin tregua cantidad de textos en los que expresa su visión del hombre, su pasión política, el sentido que tenía de la amistad, lo que entendía por poesía y la forma como concibió a los artistas del siglo XX. Sin embargo, hay otro Pellicer menos explorado y más llamativo: el poeta de los héroes americanos. Con todos estableció un diálogo sin precedentes en la literatura mexicana. Mantuvo una abundante relación epistolar con José Vasconcelos, Germán Arciniegas, José Gorostiza, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Genaro Estrada, y muchos más, y fue amigo de Salvador Novo, el Dr. Atl, Frida Kahlo y Diego Rivera, Carlos Chávez, Octavio Paz, Roberto Montenegro, etcétera. Explorar esta zona poco estudiada del poeta de Hora de junio (1937) me parecía imprescindible para introducirse al mismo tiempo a su universo poético, al poeta y su prosa espléndida, tan extensa como sus poemarios, que empezó a escribir desde muy joven.

La escritura que me pareció importante estudiar fue la que se encuentra en los variados y frondosos epistolarios de Pellicer, que se han recopilado precisamente para el placer y el análisis de sus lectores. El que le dedicó a José Gorostiza, su gran amigo y confidente, su colega y paisano, el gran poeta de Muerte sin fin (1939) es una pieza delicada que permite aproximarse a los ambientes culturales de los años veinte y treinta de México y otros países, dejando la puerta abierta para recorrer la intimidad del poeta, sus dudas, sus caídas y sus soledades. Y otro, inigualable en su estilo y su ironía, es el que recopiló Clara Bargellini, Cartas desde Italia, en el que Pellicer aparece en toda su diversidad humorística y su sabia mirada para contemplar el arte de los pintores italianos del Renacimiento, el Barroco, el arte clásico y el moderno. El poeta es un observador de las rutas del mundo, también un lector atento de las obras de arte que asombran a la humanidad y no solamente las mira y acaricia sino que las asume para transformarlas en versos. En sus poemas, de principio a fin, aparecen muchas figuras conocidas que exalta y sacraliza: Cristo, san Francisco, Quetzalcóatl, Cuauhtémoc, Hidalgo, Morelos, Simón Bolívar, que lo convierten en el poeta civil y religioso de su generación. Pero también echa mano de muchos artistas y de ciudades de Italia y otros países; escribe una y otra vez sobre hechos históricos como la audacia de Hernán Cortés y sus hombres, la conquista de México, la toma de la Gran Tenochtitlán y la inocencia de Moctezuma, los mitos y la vida cotidiana de olmecas, aztecas, mayas, toltecas y zapotecas. También “retrata” con su pluma y su mirada infinita a Ho-Chi-Ming, y al Che Guevara, que forman parte de su canon estético y político.

Las cartas de Pellicer suman cientos, tal vez miles, y representan una fuente exquisita y diversa para entender las rutas que fue tomando su poesía. No son comunicaciones que a veces el amor impulsa, o informes que enviaba de otros países a sus padres y a su hermano, radicados en México, tampoco manifestaciones confidenciales que él expresaba a sus amigos íntimos, ni intercambios nada más de opiniones a un funcionario mexicano al que debía una parte del viaje. Fueron escritas principalmente como un desahogo de su vida diaria en ciudades lejanas bajo el peso de la distancia y la conciencia de la necesidad de escribir para conjurar la soledad. Y tal vez para evadir el injusto mundo que cada instante le producía más asombro. En su trayecto poético se revela el franciscano de corazón, y el católico prudente y sereno que cree en Dios y en la Virgen sin volverse fanático, y el bolivariano que repudia el materialismo que despoja al hombre de su ser y enarbola la bandera de la redención americana.

Cada uno de los cientos de poemas que el poeta tabasqueño escribió a lo largo de su vida es un río de voces entrecruzadas, de imágenes que se combinan con el erotismo, la sensualidad, las mareas y el mar, el paisaje, los colores y los sonidos de la naturaleza, la luz del crepúsculo y la luz solar, las ciudades y las plazas, los puertos y las capitales que vio en sus interminables viajes. En el centro de su quehacer literario se encuentra la música, es decir, la poesía. “Poesía, verdad de todo sueño,/ nunca he sido de ti más corto dueño/ que en este amor en cuyas nubes muero” (Pellicer 1994: 236).

Como en toda investigación que se lleva a cabo durante años, La esfera de las rutas. El viaje poético de Pellicer tiene un antecedente: Pellicer, poética de la luz (2007), un libro que lo precede; ambos caminan en una misma dirección que es hurgar a fondo en el sentido y la orientación de su escritura; por supuesto que se juntan y a veces he tomado de aquél algunos fragmentos –sobre todo de los dos primeros capítulos– con la finalidad de captar la prodigiosa capacidad de Pellicer para cantar en verso y en prosa la aventura del hombre en este mundo de pesares e injusticias que él intentó cambiar. Como buen seguidor de san Francisco, Pellicer unió a su humildad –económica, verbal, amorosa y humana– la convicción de que América debía emanciparse de todo tipo de yugo –el de España, el de Estados Unidos, el de las potencias imperiales– social y espiritual de su pasado y tomar la bandera de Simón Bolívar.

El lector tiene en sus manos un itinerario poético y biográfico de Pellicer que he seguido a través de su prosa luminosa, evidentemente una extensión de su poesía. Y también basado en sus poemas viajeros que escribió en tantas ciudades del extranjero, que fechaba y ubicaba con método ejemplar. Esa prosa alcanza a subir a revelaciones inesperadas en las cartas que le escribió durante más de diez años, entre 1915 y 1925, a Esperanza Nieto, la muchacha que el joven poeta conoce casi una niña y la va asediando de versos, declaraciones verbales, y una infinidad de cartas. Este material ofrece una de las constancias de amor idílico, a distancia, más desenfrenadas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. El bombardeo amoroso fue en verso y en prosa; por tierra, en Villahermosa, y por aire y mar, viajando y cruzando océanos, en realidad a través de las palabras; en Pellicer, la poesía es el verbo, la prosa el predicado. Esperanza fue su musa y su Beatrice que condujo al poeta al infierno. La amó sin medida. Y la pidió en matrimonio sabiendo que jamás la desposaría, mientras tanto ella tuvo que convertirse a la religión católica mediante el bautizo. Incrédula ante el novio que desaparecía y no podía ver, la “divina Esperanza” rompió el lazo y se casó. Pero el poeta la había divinizado en sus noches y en sus versos.

Un libro está hecho de muchas cosas, alegrías y temores, de constancia, pero sobre todo del esfuerzo compartido con quienes el autor cruza opiniones, informaciones, lecturas, viajes, y teje su vida cotidiana entre bromas y tertulias. Por eso, cito a quienes estuvieron directamente relacionados con esta investigación y a los que sólo de manera indirecta. Quiero agradecer a Carlos Pellicer López su generosa contribución en el desarrollo de este trabajo; a Lácides García Detjen, su inmensa colaboración para la publicación del libro; a Ramón Bolívar, Marco Antonio Acosta y Bruno Estañol, tabasqueños de amplios horizontes literarios; a Marco A. Ramírez en la corrección; Hernán Lara Zavala, Margo Glantz, María Teresa Miaja, a Vicente Quirarte que me permitió entrar al archivo de Pellicer en la Hemeroteca de la Universidad Nacional Autónoma de México; a Sara Poot, Rosa Beltrán, Michael Schuessler, Luis Miguel Aguilar, Héctor Aguilar Camín, Eduardo Bernal, Luis Barjau, José Manuel Pintado, Stella Wittenberg. También a mis hermanos, Rosa María y Carlos, a Tania y Álvaro José, que se inventó el título.

Presentación

Yo era un gran árbol tropical.

En mi cabeza tuve pájaros,

sobre mis piernas un jaguar.

 

Al poeta le gustaba pensar y sentir como un árbol. Un árbol de su tierra: una ceiba. En más de un poema vuelve sobre su identificación con el coloso vegetal, con quien también reflexiona y anota las posibles rutas de su camino.

 

Hace poco, en Tabasco, la gran ceiba de Atasta

me entregó cinco rumbos de su existencia.

 

Por esto, nos acercamos a su vida como quien se acerca a un árbol venerable, a cobijarnos bajo su fronda, a nutrirnos con sus frutos, a escuchar el canto enjoyado de sus pájaros, a entablar un diálogo con su follaje, tratando de asimilar, hoja por hoja, su infinita poesía. Todos los viajeros, al aproximarnos, encontramos tesoros diferentes, aun cuando el árbol sea siempre el mismo.

 

Navegando por el río

súbitamente apareces.

Te he visto así, tantas veces

y el asombro es siempre mío.

 

Hace años que frecuento estas apariciones, a través de la relectura constante y a través de los ojos y la palabra de muchos compañeros en esta aventura gozosa. Cada uno regresa con nuevas piezas para conformar el mosaico que nunca se acaba, que será más rico y complejo luego de cada estudio, pero que nunca estará terminado. Estoy seguro que estos compañeros de viaje, animadores de todo corazón a las expediciones por la vida y la obra del poeta, han sentido precisamente lo que él tan bien describe :

 

Cuando a un árbol le doy la rama de mi mano

siento la conexión y lo que se destila

en el alma cuando alguien esta junto a un hermano.

 

Álvaro Ruiz Abreu comparte con nosotros su pasión inteligente por todo aquello que refleja a Carlos Pellicer. Como él, paisano tabasqueño, comprende naturalmente ese universo prodigioso del trópico, motor entrañable del poeta. Lo sigue paso a paso por sus viajes sin término, por su devota admiración a los héroes en el arte, en la política y en la religión. Su libro tiene el orden misterioso y deslumbrante del bosque, a ratos parece esconder el cielo bajo la asfixiante vegetación y por momentos el diluvio de luz se hace espejo en el lagunerío.

 

Estar árbol a veces, es quedarse mirando,

(sin dejar de crecer) el agua humanidad

y llenarse de pájaros para poder, cantando,

reflejar en sus aguas quietud y soledad.

 

Todo empezó, como nos recuerda Ruiz Abreu, con el deslumbramiento del mar. Si las tierras jóvenes de Tabasco salieron del mar, también los primeros poemas del más joven Pellicer. Después vendrá la arquitectura perfecta del Valle de México y luego el mundo mágico y heroico de Nuestra América. El encuentro con Europa se hizo al tú por tú, con la franqueza brutal de un David que reclama, ante las más excelsas obras de arte: “Quiero la Vida!”. Luego, vendrán los viajes a Tierra Santa para suplicar, con la mayor humildad: “Señor, óyeme, ven, dame la vida”.

Entre anécdotas, decubrimientos y siempre más poesía, llegamos al final de su vida. Nuevamente lo encontramos como habitante del bosque. En una imagen milagrosa, el quetzal estampa la resurrección cristiana en el mundo tropical :

 

Y en noches luminosas

la brisa huésped de la madrugada

agita con la yema de sus dedos

el verdeoro caudal de aquellas plumas

retoño volador del árbol muerto.

 

Al terminar el recorrido por los capítulos del libro, me queda, sobre todo, un sentimiento de gusto y ánimo para regresar e internarme de nuevo en aquella selva, para saber y comprender un poco más a esa “Reina del Reino vegetal, la cifra uno de entre los mil millones del ambiente”. Comprobamos que el mejor recuento de la vida del poeta esta en su poesía.

Quedan, entonces, con esta espléndida “invitación al paisaje” que siempre agradeceremos a Álvaro.

 

Carlos Pellicer López.

México, septiembre del 2012.

 

Primera parte

Apuntes
biográficos

Tiempo desnudo,
febrero de 1977

Tu nombre, Carlos Pellicer,
poeta amigo, llena las horas
de nuestra primera juventud.

G. Arciniegas

 

En la última etapa de su vida Carlos Pellicer parecía cumplir disciplinado y sonriente el propósito que se había impuesto desde joven: escribir por designio natural de manera desinteresada, lejos del utilitarismo, para los otros. Conducta cristiana o liberal, en el poeta de ochenta años de edad vemos no la culminación de una carrera sino el comienzo de una vida y una obra abierta al tiempo, a la interpretación y el análisis, y el placer de los lectores. Miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, también presidente de la Sociedad Bolivariana en México y de la Asociación de Escritores de México, Pellicer miraba el futuro confesando sus errores y sus aciertos, recuperando imágenes de los hombres y de las cosas que su larga experiencia le había dejado. Años antes había hecho esta profecía: “Así, cuando la muerte venga a buscarme,/ mi ropa solamente encontrará” (Pellicer 1994: 398).1 El poeta de la luz había iluminado la pintura, la música y la poesía, el arte y la cultura mexicana del siglo XX, aunque primero le había dado la vuelta al mundo. Murió sorpresivamente el 16 de febrero de 1977, en el Hospital de la Raza de la ciudad de México, pues a sus años irradiaba una energía envidiable.

Tuvo tiempo para saber que venía a buscarlo la muerte, según se desprende del recado “inocente” que le envió a su ama de llaves de los últimos veinte años. “Díganle a Chabelita que me van a operar, que rece mucho por mí” (Pellicer López 1977).2 Y de acuerdo a uno de sus últimos versos: “Todos los sueños estaban despiertos;/ y la vida con los ojos cerrados/ y la muerte con los ojos abiertos”.3 En un caso y en el otro es increíble la modestia de Pellicer, y que sus últimas palabras hayan sido para la persona que lo había atendido y le servía de ama de llaves, secretaria privada, compañera de la misma morada.

Era el último habitante de la constelación de Contemporáneos, a la que estuvo ligado por afinidades y por edad, y también alejado y diferente a ellos, como lo ha señalado la crítica.4 Romántico y modernista, admirador fiel de las vanguardias de principio de siglo, surrealista a su manera, poeta impresionista aunque lo negara, amó a los exponentes del expresionismo, cariñoso y tierno con el prójimo convivió y celebró la amistad de Frida Kahlo y Diego Rivera, José Clemente Orozco y Alfonso Reyes, Carlos Chávez y Octavio Paz; su sueño más tangible fue transformar el arte para transformar al hombre. A raíz de su muerte, que se produjo con un tercer ataque al corazón, la tinta sobre su prosa y su poesía, sobre sus viajes y su pasión museográfica, corrió a mares. Había llegado el momento de reconsiderar a un poeta y su siglo, y así surgieron ensayos y artículos, notas, antologías, libros críticos, suplementos culturales que revisaban su obra, mesas redondas, un homenaje nacional. El año 1977 quedaría grabado en la piedra de sacrificios de México, ya que su verso no iba a morir ni la personalidad polémica y caleidoscópica de su autor; Pellicer no había envejecido,5 era fuerte y sólido, bizarro y se hallaba en esa edad en que el poder de la escritura lo mantenía activo y joven. A la enfermedad de sus últimos días hay que sumarle el robo de que fue víctima. Entraron a su casa con una extraña misión: robar cuadros, en especial, los de José María Velasco (1840-1912)6 que con tanto celo y cariño guardaba.

Moría un hombre de verdad angelical, que creyó en la amistad como una forma de convivencia y de conocimiento. Al menos así lo vio Germán Arciniegas, el eterno amigo: “Como una amistad de medio siglo no se rompe, ni con la muerte va a morir la que me unió a Carlos Pellicer, el de la casa de Las Lomas” (Zaïtzeff 2002: 157). En él la literatura era algo más que un camino estético; era el camino a la felicidad, que irradiaba. Quedaba su verso avasallador: “Se quitaba la noche sus últimas diademas”. Fue necio en sus propósitos culturales, firme en sus convicciones. Aún en 1975 andaba atrás de funcionarios para crear museos, conseguir fondos para las escuelas de Tabasco. José Joaquín Blanco, que un día de ese año tenía cita con él cuenta que Pellicer la pospuso: “Esa tarde tenía cita con el presidente Echeverría”. Y lo que obtuvo no fue un puesto público ni fondos o ayuda para su obra, sino recursos para los demás. Sus intereses nunca se encaminaron a obtener beneficios para sí mismo, esta vanidad nunca fue suya, sino en el otro. Antes de morir, Pellicer seguía vivo en el amplio sentido de la palabra:

acumulando piezas arqueológicas, viajando al campo, devorando papayas hasta quedar embarrado de jugo en toda la cara, inventando revolucionarias teorías sobre la vida erótica de los olmecas, confeccionando pacientemente sus admirables nacimientos, escribiendo bellísimos poemas a los setenta y tantos años de edad (Blanco 1977: XIII).

Y no perdía el humor con el que vivió; José Joaquín Blanco llamó al poeta para entrevistarlo sobre su amistad con José Vasconcelos; por teléfono recibió una extraña confesión del autor de Hora de junio, que dijo estar muerto pero que no importaba pues volvería a la tierra para cumplir su palabra y hablar de Vasconcelos: “–Pero, señor Blanco, por supuesto que me agradaría mucho conversar con usted sobre ese gran hombre que fue Vasconcelos, pero hay un pequeño problema: estoy muerto” (Blanco 1996: 240).

De la gracia a la política, del activismo social a su trabajo antropológico, de la creación poética a sus viajes, de sus pecados leves a la prometida que no desposó, Pellicer es el mismo ser que se erige sobre las ruinas morales de nuestro tiempo. Cuando muere el poeta algo cambia, las cosas no vuelven a ser las mismas. Queda en la historia un vacío que el tiempo irá llenando, y la memoria que intenta reconstruir su personalidad y su voz. Fue tan querido en Colombia, que a raíz de su muerte, sus amigos y colegas colombianos dijeron que el poeta tabasqueño había cambiado el horizonte literario de Bogotá en los años veinte. Su muerte enluta las letras americanas, dijo Juan Lozano. “Pero en ninguna parte será tan hondamente sentida como en Bogotá, la desaparición del poeta, porque su presencia en la ciudad, hace poco menos de sesenta años, fue el acontecimiento literario y humano más importante de toda una generación, la de 1920, después llamada de Los Nuevos” (Zaïtzeff 2002: 173-174). Basta recordar a sor Juana Inés de la Cruz y su muerte anticipada (1695); la de Ramón López Velarde, en 1921, el amigo temprano de Pellicer, un constructor de imágenes inacabadas del silencio y del cuerpo, de la carne hecha erotismo; y la de José Carlos Becerra (1936-1970), que le dolió tanto a Pellicer, pues era su alumno avanzado y su paisano preferido, un artesano de la palabra a quien amó sin límite, y descubrió en su poesía una nueva voz de los jóvenes en México. A Pellicer se le recuerda en sus últimos momentos con el espíritu franciscano que él cultivó en la amistad y en el arte, en la política y en la poesía. En 1976 se encontraba en Villahermosa. Se había hecho al río de la política, era senador, con el fin de ayudar a los demás; caminando por el estado de Tabasco, se encontraba a muchos enfermos de paludismo y él los ayudaba a ver un médico; obtuvo libertad para reclusos encarcelados injustamente, a quienes morían de tuberculosis les ponía a su alcance un viaje a la ciudad de México y un hospital donde debían ser atendidos. Su entrañable amigo y paisano, Carlos Sebastián dice que “De su peculio entregaba a dos o tres trabajadores una cantidad semanal para que completaran su raquítico salario” (Hernández 1997: 12), y parecía un fraile repartiendo panes. Pero Carlos Sebastián fue algo más que un amigo, también pasó a ser alumno del “maestro”, su interlocutor y un paisano que Pellicer transformó; recibió lecciones de poesía, de cultura general, y de la herencia prehispánica, ya que con “el maestro” pudo entrar a los grandes escenarios de la cultura universal. Trabajando a su lado, Carlos Sebastián supo de sor Juana y del rey poeta, Nezahualcóyotl, también de Héctor y Elena, las Guerras Floridas, y san Francisco, las pasiones de Pellicer. “Allí también empecé a comprender la lucha de los pueblos, de modo fundamental los latinoamericanos. Aprendí a amar la sonrisa de la Gioconda y lloré junto a los caballos de Aníbal después de las Guerras” (11). Lo evoca como el hombre de sólida energía ante la injusticia del hombre hacia el hombre.

Otro relato sobre la casa de Las Lomas en que vivió Pellicer, la muestra llena de figurillas precortesianas, el retrato del poeta que pintó Diego Rivera, la cabeza de Pellicer esculpida en bronce por Hoffman Isembourg, y una pintura de Orozco, “cuyo tema son unas parejas que se abrazan al ritmo de una danza. Los sitios preferentes están ocupados por paisajes de José María Velasco” (Espejo 1963: 6). Si él se consideraba hijo del desorden por haber nacido en la selva, una vez muerto hubo que poner orden; Pellicer tenía textos, poemas, cartas, libros, periódicos y revistas por todos los rincones de su casa. Arrumbados en cajas de cartón, esos materiales se hallaron igual en cestos de mimbre, en el sótano, en baúles que parecían sobrevivientes de un naufragio, dijo su sobrino Carlos Pellicer López:

Naturalmente estos manuscritos se acompañaban de toda clase de cosas: periódicos, revistas, cartas, postales, boletos, cuentas de hotel, insectos y flores disecadas, cerámica prehispánica, ropa, alambres y otros objetos no identificados. Fueron años de excavaciones. Al mismo tiempo se comenzó a ordenar el caos (Pellicer López 1987: 25).

Década abrupta

Vivió en el Museo de Tabasco varios años. En aquel lugar lo visitaba su colaborador Carlos Sebastián; éste consideró que el aposento provisional y muy sencillo de Pellicer era también un templo donde se solía hablar de Jesucristo, Buda y Quetzalcóatl, “sus otras pasiones”. Sebastián recuerda haberlo visto por última vez el día 10 de febrero de 1977; “nos despedimos sin saber que era la última vez que nos veríamos”, y lo recupera como un hombre, a veces colérico, pero en el que jamás anidó el odio ni el rencor contra aquellos que no compartieron sus ideas. Cita entonces el poema de Rubén Darío que el maestro Pellicer escribió sobre el plafón de su habitación del antiguo museo: “La virtud está en ser tranquilo y fuerte/ con el fuego interior todo se abrasa/ se triunfa del rencor y de la muerte/ y hacia Belén la caravana pasa” (Hernández 1997: 13). Estos versos de Darío podrían servir de epitafio a su tumba, pues vivió bajo el fuego interior capaz de justificar la acción del hombre en este mundo; no conoció el odio ni la venganza, sólo la virtud y la entrega. Sabía que el rencor a nada conduce y trató de evitarlo en su intento por limpiar de espinas el camino hacia la muerte. Éste es el cristianismo liberal, fraterno, en que se apoyó la vida de Pellicer. Basta recordarle en Villahermosa, 1951, viviendo como un fraile. Dormía en una cama dura, en una habitación rústica, se levantaba casi al alba para desayunar en un pocillo y dos platos de peltre, dos huevos cocidos, una rebanada de papaya, y su café con leche, y el atuendo es igualmente humilde: una camisa de la que sólo parece quedar la mitad, un pantalón de algodón con las bolsas de atrás hacia fuera, guaraches y un sombrero de palma. Allí había improvisado un guardarropa hecho de cajas de madera, unos huacales eran sus mesas y estantes. Su mobiliario básico incluía una parrilla eléctrica de una hornilla, dos o tres vasos de vidrio, un juego de cubiertos. Y no le faltaba, dice Carlos Sebastián, la “servidora de la noche”, una bacinica de peltre. Había dejado la ciudad de México, su casa de Las Lomas, y había escogido el camino de la escasez, de la vida rústica pero comunitaria.

Era Pellicer el símbolo de su tiempo, el que más que nadie representó la trayectoria de la poesía mexicana moderna” (Mullen 1977: 53). Esa “llama” dejó una luz muy intensa. El Instituto Nacional de Bellas Artes y el Senado le rindieron justo homenaje, y los asistentes estuvieron de acuerdo al menos en una cosa: que la palabra no sucumbe. Y también en que era urgente rescatar su obra, pues “todo lo material se extingue sin remedio no así la palabra”, y que el “Partenón es un cúmulo de ruinas, pero la literatura griega está fresca como las mañanas tropicales” (Valles 1977: 1).

Se abría ahora un abanico de preguntas alrededor del poeta. Cuando regresó a Tabasco, hacia 1943, ¿qué hacía este poeta que había rodado por el mundo, en su estado, que en esos años era aún selva y caminos sin ley? Tenía el firme propósito de crear un museo ejemplar y rescatar los restos de olmecas y mayas, pero ¿era una decisión de apostolado más que un capricho del destino? Quería crear un acervo representativo de las culturas del México antiguo. Y en este empeño puso un gran esfuerzo. Pero el “empeño” estuvo acompañado de soledad y de renuncia. En esa soledad mística, recibía a sus colaboradores, a los empleados del gobierno estatal, a los estudiantes que se entusiasmaron por su poesía, a los hombres y mujeres del campo que se acercaban a él en busca de ayuda. Es evidente que en su modo de contemplar y asumir la vida hay un deseo de imitar el ejemplo de Cristo, de Buda y de Quetzalcóatl, sus tres grandes ídolos. En la conjugación de estas tres actitudes o tres religiones, la occidental, la de Oriente y la del México antiguo, encontró un significado nuevo y seductor de la existencia.

Marco Antonio Acosta, amigo y paisano suyo, lo vio en los últimos momentos; el martes 15 a las once de la mañana, después de haber atendido a un joven poeta, Pellicer se acercó a Acosta, que lo estaba esperando, al fin venía a su encuentro el maestro que de inmediato y con plena confianza le dijo que se sentía muy mal. “Cuando oí algún grito fuerte desde su cuarto, pensé que estaba haciendo gárgaras, o que trataba de ensayar algún parlamento” y subió a su cuarto, abrió la puerta y lo vio “sobre la cama, con su pijama, recostado, haciendo aspavientos, gritaba y pedía un médico” (Acosta 1895: 6). Llegó el médico, también la ambulancia y el poeta fue conducido al hospital con evidentes indicios de gravedad. Era un día soleado que todavía alcanzó a ver cuando lo bajaron de la ambulancia los camilleros y Acosta a su lado, justo a la una y media de la tarde. Llamó al día siguiente y le informaron que Pellicer había fallecido. Así, no volvió a ver a su amigo y guía, al poeta-árbol que lo había inducido a amar sobre todas las cosas el agua y la naturaleza de Tabasco, el verde vegetal y el tiempo despejado, la historia de los pueblos y especialmente la poesía. “Él mismo fue un Adán en el paraíso. Cantó a la naturaleza, pero esta naturaleza tenía la forma de su creencia” (6). Es innegable que amó a Tabasco como a su propia vida. Hombre de hazañas, Pellicer es una presencia grata en Tabasco por varias razones. Es un orgullo, dice Dionicio Morales, para los tabasqueños y para México.7

Amigo del poeta humilde, combativo, fiel a su tiempo, Efraín Huerta (1914-1982) escribió sobre Pellicer; para él se trata de un poeta congruente con su imagen franciscana: firmaba una carta y decía “su pobre poeta”, tituló un poema Soneto pobre y se lo dedicó a Emma Godoy, y en esto hay sólo un gesto de humildad que no conocen los poetas mexicanos. Lo vio algunas tardes en el Toreo, y recuerda cuánto lloraron el suicidio de Lugones. Lo recuerda en sus protestas, en la cárcel, en la poesía que era vida pura e intensa para él, además “reímos juntos, intercambiamos libros, piedras, postales, amistad”. Fue un hombre dedicado a las imágenes poéticas, entregado a la observación del tiempo, de las horas, de los hombres que cabalgan sobre el lomo de la historia como Darío y Bolívar. “Así debo seguir viendo a Carlos Pellicer: indomable, desafiante, ceñido por el laurel invisible de ser joven, familiar a la muerte, sí, pero no al olvido”(Huerta 1977: XI).

El último sol del poeta

¿Qué hacía Pellicer en los últimos años de su vida? Muchas cosas, su incesante actividad nos permite verlo de cuerpo entero. Profesor de secundaria, museógrafo y activista social, en los años sesenta Pellicer era un veterano de la palabra, un viejo poeta de los Contemporáneos, que había librado varias batallas civiles, poéticas, políticas y culturales. ¿Dónde detener la mirada para verlo mejor? Sin duda en sus viajes, y también en algunos momentos decisivos, que son muchos, que parecen haber definido su temperamento, su gran pasión por la vida y su poesía. Uno de ellos pertenece al año de 1965. Se acercaba a los setenta años de edad y tenía abiertas varias ventanas a su inquietud antropológica, pensaba terminar el museo de Tepoztlán donando una muestra selecta de su colección de piezas arqueológicas, y así lo hizo. Continuaba el proyecto del Museo de Tabasco y estaba comprometido con el de La Venta. Escribía, como fue su costumbre, cartas a sus amigos y poemas encaminados a un nuevo libro. Preparaba conferencias, como la que ofreció sobre “papá Dante”. Trabajó en el canto duodécimo del Paraíso. Tenía pendientes colaboraciones, por ejemplo, una para Cuadernos Americanos. Endiablada actividad acompañada de proyectos para escribir y de emprender sus acostumbrados viajes. Ese año había ido a Londres, según le cuenta a Arciniegas, su gran confidente. “Después de dos semanas de Londres –exclusivamente museos y sobrinos– regresé acompañado de una bronquitis de tipo imperial que me obligó a acostarme ocho días. Ya fui a Tepoztlán y comenzaré el pequeño y entrañable museo, si la Providencia no se opone, el 18 de abril”(Zaïtzeff 2002: 134).

El poeta se hallaba a medio camino de la vida, como escribió “su padre” Dante, ¿en una selva oscura? Tal vez. De ella nunca salió, porque tenía la convicción de que en la tierra sólo hay sufrimiento, y que el hombre no alcanza jamás su plenitud. Su reino no es de este mundo. Hay una persona que conoció al poeta de pies a cabeza, Chabelita. Isabel, su ama de llaves, cocinera, secretaria privada, portera, administradora de Sierra Nevada. La pobre mujer tenía que moverse entre cuadros de Velasco, un “David de Miguel Ángel de yeso enorme, en cuyo sexo había puesto una etiqueta: frágil” (Poniatowska 2002: 4). Él le exigía mucho, hasta el tormento, ella obedecía, en el fondo era una pareja en la que reinaban el cariño, la entrega, el respeto y la risa pegada a la piel. La muerte interrumpió este diálogo increíble.

Casi toda su poesía es producto de la experiencia que acumuló en viajes y misiones culturales; las ocasiones en que se vuelve más lírica y que expresa el yo del poeta, son también expresiones de su vida. Supo disimular muy bien el tono autobiográfico, la alusión directamente personal de sus versos. Podríamos decir, siguiendo a Goethe, “Así pues, todo lo que he publicado no representa más que los fragmentos de una gran confesión” (en Poesía y verdad). Hacia los setenta años de edad, Pellicer había vivido infinidad de experiencias, había llevado a cabo largos viajes alrededor del mundo, había tratrado con políticos, estudiantes, indígenas, escritores, artistas de diversa índole desde Diego Rivera, el Doctor Atl, Frida, Lugones, Gorostiza. Vio el mundo y los hombres, escuchó el ruido de los trenes y la música sacra en auditorios y catedrales, mientras escribía como resultado de esas sensaciones. Escribió con disciplina en apartados rincones del mundo, en ciudades del Mediterráneo, en Río de Janeiro y Nueva York, en Tepoztlán y en Las Lomas en la ciudad de México, en Villahermosa o en Florencia. Por eso su poesía no es sólo el producto de un yo lírico, subjetivo, del que hablaba Schelegel, teórico del romanticismo alemán, que tanto entusiasmó a Hégel en su Estética.

Los setenta fueron años duros de soportar para el poeta. En mayo de 1970 murió en Brindisi, Italia, José Carlos Becerra, nacido en Villahermosa, Tabasco, en 1936. Cuando se dirigía a tomar el barco que lo llevaría a Grecia, tuvo el accidente de coche que le costó la vida. El itinerario lo había hecho con su colega y maestro Carlos Pellicer. Juntos trazaron un mapa de zonas de interés y tal vez sin quererlo el camino a la muerte. Desolado, Pellicer no hizo más que ver el río del tiempo; cuando supo la noticia ya no fue capaz ni de rezar, sólo dijo que México había perdido a un poeta grande, y se preguntó ¿qué vamos a hacer ahora sin José Carlos? Pero todavía le esperaba ese mismo año otro golpe “mortal”, la enfermedad de su hermano Juan, o “Guacho” como le había dicho siempre. El 12 de agosto murió en la ciudad de México su hermano menor, su mero “cuate” del alma, el padre de Carlos y Juan, sobrinos muy queridos por su tío Carlos. Con sobriedad cristiana, Pellicer vio morir con su hermano una parte de sí mismo; morían dos al mismo tiempo. Nadie sabe qué tanto dolor y tristeza le produjo esa muerte de un ser humano con el que había visto el crecimiento de la ciudad en los años veinte, en el que siempre depositó tantas esperanzas, el hermano menor del que se erigió protector y padre, su único hermano en el tiempo limitado de la existencia: Guacho.

A la hora de darle sepultura al poeta tabasqueño, se guardó un minuto de silencio. Miradas cómplices ante la ausencia de un ciudadano excepcional que “comienza a ser historia”, justo en un país siempre nublado. José Luis Martínez leyó el discurso oficial que cerraba un capítulo en la vida de Carlos Pellicer, y abría para la historia de nuestra cultura, otro más vasto e impredecible. “Comienza a ser historia”. Y describió la voz, la cabeza, el humor de Pellicer. En nombre del gobierno de la República, y en nombre también de la Academia Mexicana de la Lengua, Martínez recordó la voz del poeta.8

La vida puede ser también un “acto poético”; logró hacer “una obra de arte limpia, pura” (Gómez Arias 1977: 20). Poco antes de morir, Pellicer recibió en Villahermosa una pregunta esperada, “maestro, ¿para cuándo espera la muerte?”, y en voz baja pero clara, respondió que nadie la espera, pues la muerte nada más llega, como la vida.

¿Esperar la muerte? ¿Quién espera la muerte? Yo no tengo derecho, nadie tiene derecho, nadie puede hacerlo. La muerte va delante de uno, no atrás; uno la alcanza, la toma de la mano; uno camina pisando la sombra de la muerte: si se pisa fuerte la muerte se ahuyenta, se va… y luego vuelve. No, nadie espera la muerte, como tampoco nadie espera la vida.9

Sin embargo, algunos amigos suyos se quedaron esperando al poeta el día 21 de febrero en que él se había comprometido a asistir e inaugurar la conmemoración de la muerte de César Augusto Sandino (1895-1934), el rebelde asesinado en su país, Nicaragua. Siempre sería esperado el poeta y el amigo de la libertad. No fue a ese acto:

Pero su espíritu vivirá en el verbo y en la acción, inspirando no sólo a quienes son solidarios en la lucha por las libertades democráticas y el respeto de los derechos humanos, sino también a esa pléyade de jóvenes heroicos que marchan por la ruta que abrió Sandino hacia la liberación nacional (Guzmán Galarza 1977: 3).

Monsiváis lo llamó excéntrico que mantiene su vocación y su poética pero sobre todo su libertad en los años en que los gobiernos del PRI. eran potestades aglutinantes del pensamiento y de la creatividad. Pellicer pudo a menudo saltar esa barrera a través del humor. Le dijo a un reportero, cuando era senador: “Colecciono ojos. Los tengo en lugar secreto que no puedo revelar porque se va gastando la luz”,10 y a la pregunta de si le gustaría entrar a la Rotonda de los Hombres Ilustres, contestó: “A mí me gustaría, compañero, que mis restos acabasen en el canal del desagüe”. En fin, los testimonios sobre la vida y la obra de este tabasqueño ilustre, parecen interminables. Sólo es posible afirmar que en febrero de 1977, en “El tiempo estaba desnudo”, el gran “chamán del trópico” cayó para no levantarse más; el cuerpo se había ido y también el rostro y la risa del poeta, pero quedaba la palabra, sus poemas que vivirían como constancia de su paso por el mundo, que escribió una poesía que fue constancia del siglo XX, una época que no volvería jamás.

Notas del capítulo

1] Todas las citas sobre la poesía de Pellicer, excepto otra indicación, están tomadas de Carlos Pellicer, Obras. Poesía, edición de Luis Mario Schneider, 2ª edición, Fondo de Cultura Económica, 1994. La primera es de 1981.

2] La recomendación se la dio Pellicer a sus sobrinos, Carlos y Juan, que estuvieron junto a su tío querido desde el principio hasta el final. “Mi tío quería mucho a Chabelita. Ella es como de la casa, pues sirve desde hace más de veinte años y para ella fueron sus últimas palabras”, dijo Carlos Pellicer López.

3] Pellicer escribió “Un soneto” en su casa de Las Lomas, el 4 de octubre de 1976 (Pellicer, 1994: 612).

4] Como una muestra cito a Mónica Mansour que ve las diferencias más agudas y pronunciadas que las similitudes. En vez de la soledad, la muerte y el sueño como ejes de la poesía de los “otros” Contemporáneos, Pellicer escoge principalmente la naturaleza y el paisaje y algo más específico: la mezcla de la poesía con las otras artes como la pintura, la música y la danza. “La mezcla de lenguajes artísticos en la poesía –a través de estos recursos– produce una obra principalmente metafórica y cuyos efectos de significado resultan sobre todo de una gran sensualidad”, Mónica Mansour, “Introducción”, en Carlos Pellicer, Poemas, México, Promexa Editores, 1979, p. XIX.

5] Véase José Joaquín Blanco, “Vejez y muerte de Carlos Pellicer”, en Crónica literaria. Un siglo de escritores mexicanos, Cal y Arena, 1996, pp. 235-243. Publicado inicialmente con el título “Algunas tardes con Carlos Pellicer”, en La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, núm, 786, 18 de marzo de 1977, p. XIII.

6] Es significativo que Pellicer tuviera pinturas del gran paisajista mexicano; Velasco, considerado un artista romántico, pintó conventos, haciendas, puentes, paseos alrededor de la ciudad de México, escenas de cacería. Pero puso especial énfasis en el pasado nahua. Lo demuestra su Pirámide del Sol en Teotihuacan, 1878. Hay en su obra crepúsculos que sangran, cañadas que semejan un Purgatorio. Elementos que seguramente cautivaron a Pellicer.

7] Véase Dionisio Morales, “Pellicer, mira de frente al sol y no queda ciego”, en Tierra Adentro, núm. 86, junio-julio de 1997.

8] Véase, Mario Quintero Becerra, “Pellicer recorrió las viejas cunas de la cultura como su propio reino”, El Universal, viernes 18 de febrero de 1977, p. 11; también se cita el discurso de José Luis Martínez, en Héctor Ignacio, “Recibió el poeta Carlos Pellicer el último homenaje en Bellas Artes”, Excelsior, 18 de febrero de 1977, p. 16.

9] Pellicer citado por Javier López Moreno, “Pellicer, inteligencia sin egoísmos”, El Día, lunes 21 de febrero de 1977, p. 3.

10] Citado por Carlos Monsiváis, “Carlos Pellicer: notas, claves, silencios, alteraciones”, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, núm. 422, febrero de 2006, p. 30.