Cubierta

Marcus Greil

La obra de Greil Marcus (San Francisco, 1945) es quizá la mayor reivindicación de la cultura popular jamás escrita. Sus textos sobre el rock —tema que le sirve a Marcus de trampolín para pensarlo y ponerlo en relación con la política, la estética, la filosofía o la historia— se encuentran entre los más influyentes y brillantes de la literatura ensayística.

Su primer ensayo, Mystery Train (1975), publicado por Contra en 2013, es uno de los grandes estudios sobre las raíces del rock, de sus más ilustres autores y sobre cómo estos se han erigido en los grandes cronistas de su tiempo. Le seguiría el monumental Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX (1989), que traza un recorrido por la cultura Occidental más heterodoxa y radical, estableciendo puentes entre los heréticos medievales, el Dadaísmo, el Situacionismo francés y el punk británico.

Ha dedicado ensayos a Elvis Presley (Dead Elvis. A Chronicle of a Cultural Obsession, 1991), Bob Dylan (The Old, Weird America. The World of Bob Dylan’s Basement Tapes, 1997; Like a Rolling Stone: Bob Dylan en la encrucijada, 2005), Van Morrison (When That Rough God Goes Riding: Listening to Van Morrison, 2010) o a The Doors: Escuchando a The Doors. La historia del rock and roll en diez canciones, publicado por Contra en 2014, es su último libro.

Además, es el autor del tema rock «I Can’t Get No Nookie», que fue grabado por The Masked Marauders en 1969 y que durante una semana ocupó la posición nº 123 del Billboard, momento en el que fue atacado por la Comisión Federal de Comunicaciones, que lo tildó de «obscenidad en el aire». También formó parte de la banda formada íntegramente por críticos y escritores, Rock Bottom Remainders, junto a Stephen King o Matt Groening, y escribe habitualmente para diversas publicaciones, actividad que combina con el comisariado de exposiciones y la docencia. Vive actualmente en Oakland, California, con su mujer, Jenny.

A Larry Miller

  1. Prólogo: Light My Fire, 1967
  2. L.A. Woman
  3. Mystery Train
  4. The End, 1966
  5. The Doors en los llamados Sesenta
  6. When the Music’s Over
  7. The Crystal Ship
  8. Soul Kitchen
  9. Light My Fire en El Show de Ed Sullivan, 1967
  10. The Unknown Soldier en 1968
  11. Strange Days
  12. People Are Strange
  13. My Eyes Have Seen You
  14. Twentieth Century Fox
  15. End of the Night
  16. Roadhouse Blues
  17. Queen of the Highway
  18. Take It as It Comes
  19. The End, 1968
  20. Light My Fire, 1966/1970
  21. Epílogo: «Nadie se va a acordar de ti»
  22. Agradecimientos

THE DOORS —Ray Manzarek (nacido en 1939), Jim Morrison (1943), John Densmore (1944) y Robby Krieger (1946)— se formaron en Venice, una ciudad costera del sur de California, en 1965. Empezaron tocando en fiestas, bodas y bailes de instituto, y dieron su último concierto el 12 de diciembre de 1970, en el Warehouse de Nueva Orleans. Jim Morrison murió en París el 3 de julio de 1971.

JIM MORRISON: Las entrevistas están bien, pero…

GREG SHAW: Buff, son un coñazo.

JIM MORRISON: Las respuestas están en los ensayos críticos.

«Entrevista con The Doors»

Mojo Navigator Rock + Roll News

Nº 14, agosto de 1967

Prólogo: Light My Fire, 1967

Cuando el 30 de septiembre de 1967 The Doors tocaron en Denver en The Family Dog —sala hermana del Avalon Ballroom de San Francisco, donde la banda había tocado a menudo a principios de ese mismo año—, «Light My Fire» ya había alcanzado el puesto número uno en las listas de todo el país. En realidad, había conquistado el año entero. En un primer momento, los casi siete minutos de la canción se deslizaban por entre la noche de las escasas y nuevas emisoras de rock ’n’ roll de FM, que parecían más un rumor que una realidad; luego, en una versión reducida de tres minutos, el tema se adueñó del Top 40 de las emisoras de AM de todo el país, que precipitaron a sus oyentes a las tiendas de discos o a las emisoras de FM —si conseguían encontrarlas— con el fin de escuchar la versión íntegra; o a los teléfonos, para pedir a los DJ que la pusieran entera, cosa que pronto comenzaron a hacer.

Es muy probable que todos los que aquella noche se encontraban en la sala de conciertos de Denver ya hubieran oído la canción entre cuatrocientas y quinientas veces, si no más. The Doors llevaban más de un año tocándola, desde su debut en el desconocido club London Fog situado en una calle de Sunset Strip, en Los Ángeles, hasta su actuación en el célebre Whisky à Go Go y en todos los conciertos que dieron después de aquel. La tocaban cuando no los conocía nadie; la tocaron hasta mucho después de que el nombre del grupo estuviera en boca de tanta gente que, más de cuarenta años después de la muerte de su cantante —tras llevar muerto bastantes más años de los que pasó en vida—, el nombre del grupo todavía tocaba una fibra sensible. No era la del recuerdo, sino la de una posibilidad, la de las promesas que todavía había que cumplir; promesas imposibles de mantener en vida y que se cumplían una y otra vez en la música dejada atrás.

«No supimos ver el advenimiento de este nuevo mundo en el que reinan el feroz individualismo y la santidad de los beneficios», escribió en 2009 la novelista británica Jenny Diski. «Pero quizá era lo único que cabía esperar. Es probable que, después de todo, solo fuésemos jóvenes y ahora seamos simplemente viejos y recordemos con nostalgia los que consideramos nuestros mejores años, como hacen todas las generaciones. Puede que los Sesenta sea una idea que tuvo su momento y que aún sobrevive mucho después de su tiempo. Excepto por lo que se refiere a la música, claro.»

Naturalmente, hubo una gran mayoría que, tras terminar con su juventud salvaje, se enfundó el consabido traje a mediados de los años setenta y salió a trabajar y a llevar una vida normal y corriente, convirtiéndose en todo aquello que sus padres habían deseado que fueran, después de pasar tan solo por una etapa, tal como los adultos más liberales habían sugerido siempre. Pero algunos —en la actualidad llamados, peyorativamente, idealistas— conservaron su antigua percepción de que la «sociedad» existe, y creen que persiste, incluso más allá de los años estridentes de Margaret Thatcher y de las protocolarias y admitidas décadas de egoísmo y avaricia que le siguieron. Somos el decepcionado remanente, la retaguardia de los Sesenta.

Pero ese drama ya se estaba fraguando solo dos meses después de que «Light My Fire» llegara a lo más alto de las listas de éxitos.

¿Cómo convertimos esta canción en algo que no hayan oído antes? ¿Cómo la convertimos en algo que no hayamos oído nosotros antes?

El 30 de septiembre, Jim Morrison sube ligeramente el tono de voz las dos primeras veces que canta la palabra fire en cada estribillo, como si pasara las manos por encima de su única sílaba, dando a entender que, como idea, esa palabra siempre es nueva para él, y se le aparece por sorpresa. Has oído la palabra en la canción, pero no has comenzado a seguir ese fuego en toda su extensión. La sensación es esa. «Fire»: una puerta, balanceándose abierta, vista desde la distancia.

Comparada con las dos primeras veces que se dice la palabra en el disco, la tercera vez —«¡FY-YUR!»— suena vulgar, un gancho, para que te despiertes en caso de que ya estuvieras roncando. Pero esa noche, Morrison se recrea en la palabra durante el primer estribillo, como lo hizo la primera vez que la cantó: Fire… fiiire… fiiiiire. La sostiene a contraluz, contemplándola desde todos sus ángulos, dejándola suspendida en el aire. Llegado septiembre, «Light My Fire» se había convertido en un cliché, en un cansino latiguillo; al cabo de un año, en un póster sexy para adolescentes y un exitazo de música ligera interpretado por José Feliciano; dos años más tarde, en una peli porno. En este momento, conforme da comienzo la canción, la palabra fire suena rara; da la sensación de ser un rayograma más que una palabra.

La grabación de esa noche es pirata, el sonido parece metido a la fuerza, con dificultad. La guitarra de Robby Krieger y el órgano de Ray Manzarek parecen el mismo instrumento. Pero la batería de John Densmore siempre está bien definida; da la sensación de que cada golpe de baqueta ha sido elegido adrede, precintado y olvidado. La voz de Morrison flota en el aire por encima de la banda, incluso cuando parece estar gritando desde el fondo del escenario, dando ánimos a voz en grito, como si a la canción, en su progresión, todavía le faltase algo, no fuera aún ella misma…

COME ON! LET’S GO!

… entonces, Manzarek coge impulso y llega hasta la canción a la que Morrison le está empujando, celebrando que está completa, respirando su propia atmósfera…

LET’S GO! WE LOVE IT!

… para alejarse luego, como si la música ya no necesitara que él le diga lo que tiene que hacer…

In your night, babe Evil hand

[En tu noche, nena Mano malvada]

Pero es difícil aferrarse a los largos pasajes instrumentales con los que Manzarek y Krieger se van alternando una y otra vez. Son meandros, lo que Manny Farber llamó «Arte Termita» cuando hablaba de pintura, de cine y de jazz; un arte que «explora su camino a través de los muros de la particularización, sin signo de que el artista tenga ningún objeto en mente más que socavar los confines inmediatos de su arte y convertir dichos confines en las circunstancias del siguiente objetivo». Es arte sin dirección ni propósito, arte por deseo, por ganas, instinto e impulso, por el que se puede fácilmente deambular en círculos, como en los cruces fronterizos, y saltar sobre sus huecos. Esa noche, Manzarek y Krieger se perdieron durante la canción, como si hubieran olvidado lo que estaban tocando. «Light My Fire» desaparece durante un instante, como si no se hubiera interpretado antes, como si no hubiera referente, ningún éxito emitido nunca por la radio. Como sucederá tantas veces en los tres años siguientes, el tema evoca otras canciones, canciones que surgen de la vaga memoria de uno u otro músico y que sustituyen a la que estaban tocando hace apenas un minuto; esta vez se trata de «My Favorite Things», un instante de jazz sofisticado en una actuación que ya no forma parte de un concierto de rock ’n’ roll en Denver, sino que vuelve atrás en el tiempo, a la casa de Venice Beach donde descubrieron ese tema; solo que ya no estamos en 1965, sino en 1954 y la persona a la que todos miran no es Jim Morrison sino Chet Baker.

Pierden el ritmo, la canción decae, no consiguen encontrar el camino de vuelta a la letra, tropezando inesperadamente en el camino de regreso a los compases de la fanfarria que abre la canción, que la cierra, que marca el camino de vuelta de Morrison a la música, que te dice que algo está a punto de ocurrir, que deja claro que algo ya ha sucedido.

Es un alivio volver a ver a Morrison en el centro, cuando hay palabras que atacar, cuando hay un tema que retomar y reconstruir, en el acto; a los siete minutos y quince segundos de canción, es algo emocionante. Pero ella tampoco está ahí para Morrison. Las cientos de miles de veces que se ha emitido por la radio sin los solos que los músicos acaban de descubrir y perder la han dejado sin cuerpo; solo cabeza, manos y pies girando y sacudiéndose como aspas de molino.

Densmore la trae de vuelta, con un solo shuffle que marca una línea divisoria entre la estrofa —con su pésima rima entre «mire» y «pyre» [lodazal; pira]— y el estribillo, una secuencia de cinco golpes que dice Time’s up. Put up or shut up [Ya es hora. Propón algo o cierra el pico]. Y eso es todo: por primera vez, la canción está totalmente presente, un acontecimiento que tiene lugar mientras escuchas. Durante el último minuto, la sensación de determinación y tensión es tan fuerte que Morrison podría arrodillarse y empujar el tema a través de un muro. La certeza de que acabará por ser interpretado con éxito es abrumadora cada vez que Densmore toma las riendas del sonido; al cabo de un instante, la desesperación se edifica sobre sí misma cuando Morrison ocupa el lugar del batería. Ahora es Manzarek quien grita desde atrás, emocionado…

ALL RIGHT!

… luego, con la emoción envuelta en miedo…

GO!

…miedo de que el muro pudiera aguantar, de que por mucho que Morrison diga «Try to set the night on fire» [Trata de prenderle fuego a la noche], esto no sucederá.

Cuando la canción llega a su fin, no sabes si lo que acabas de escuchar ha sucedido realmente o no. El tema termina, ellos todavía están empujando y el muro todavía está en pie. La canción ha terminado, pero la historia que explica todavía sigue adelante. No se puede oír, pero la puedes sentir en la piel.

L.A. Woman

«L.A. Woman», canción que da título al último álbum de The Doors publicado en abril de 1971, tres meses antes de que Jim Morrison muriera en París —su ideal de emular los pasos de Rimbaud sustituido por una imagen de Marat en la bañera—, fue revelándose con los años, hasta que cuatro décadas después uno todavía podía encender la radio del coche y encontrarse con sus ocho minutos de parloteo y barboteo, con ese vagabundo hablando sin parar en Sunset Strip sobre una mujer y la ciudad y la noche, como si hubiera alguien más escuchando aparte de él mismo. La puedes oír ahí, en cualquier momento; y la puedes escuchar cada dos por tres entre las líneas de la novela negra Vicio propio, de Thomas Pynchon, publicada en 2009 y ambientada en Los Ángeles, verano de 1970, justo antes de que diera comienzo el juicio a Manson; una época en la que, como dice Pynchon, las autopistas hacia el este procedentes de las ciudades de la costa «eran un hervidero de autobuses Volkskwagen con temblorosos dibujos de cachemira, coches de motores hemis con una capa de imprimación, woodies con carrocerías de auténtico pino de Dearborn, Porsches conducidos por estrellas de la televisión, Cadillacs que llevaban a dentistas a citas extramaritales, furgonetas sin ventanas en las cuales se desarrollaban escabrosos dramas juveniles, pickups llenos de colchones cargados de primos del condado de San Joaquín…, todos rodando a la par por esos grandes campos de viviendas sin horizonte, bajo los cables de transmisión eléctrica, con las radios disparando el mismo par de emisoras de AM».

El libro es una carta de amor a una época y a un lugar que están a punto de desaparecer: trata del miedo a que «los psicodélicos años sesenta, ese pequeño paréntesis de luz, estén cerrados después de todo, y todo perdido, de vuelta a la oscuridad (…) cómo tal vez cierta mano consiga salir de la oscuridad y reclamar el tiempo, tan fácil como quitarle el porro a un drogata y apagarlo para siempre».

Justo en la época en la que Pynchon ha situado su historia —sobre un músico de rock ’n’ roll muerto en teoría de una sobredosis de heroína que reaparece de pronto entre los miembros de su antiguo grupo, que no lo reconocen («Ni siquiera cuando estaba vivo sabían que era yo»); un promotor inmobiliario multimillonario desaparecido; una banda de matones patriotas llamados California Vigilante; un imperio criminal tan inmenso e invulnerable que la tierra tiembla al pronunciar su nombre; la primera y rudimentaria versión pirata de internet; y una antigua novia— la gente ya hablaba de la gran novela policiaca hippy. Sobre un negocio de drogas, por supuesto, y una versión marginal de Philip Marlowe o Lew Archer. El Moses Wine de Roger Simon —serie iniciada en 1973 con La gran maquinación y que todavía seguía con vida treinta años después— no daba la talla. En 1971, Hunter Thompson hizo un gran papel con Miedo y asco en Las Vegas, pero pronto se desvaneció en su propia aura. De algún modo, el detective de Pynchon, Doc Spotello, convierte la fantasía en realidad.

A punto de cumplir los treinta, vive en Gordita Beach, un lugar a medio camino entre Hermosa Beach y El Segundo, que no aparece en ningún mapa real. Cree tener cierto parecido con John Garfield; son de la misma estatura. En la pared de su comedor hay colgado un cuadro de terciopelo comprado en la calle: «una playa del sur de California que nunca existió: palmeras, chicas en bikini, tablas de surf, no falta nada».

Cuando se le hacía cuesta arriba asomarse a la tradicional ventana de cristal de la habitación de al lado, se quedaba observándolo como si estuviera mirando por otra ventana. A veces, cuando estaba a oscuras, el cuadro se iluminaba —por lo general si había fumado hierba— como si el botón de contraste de la Creación hubiera sido tocado apenas lo suficiente para darle a todo un leve resplandor, un filo luminoso, y prometiera que la noche estaba a punto de volverse épica.

Una buena descripción de «L.A. Woman» como cualquier otra. Posee la textura de la vida común y corriente, y todo en la canción está ligeramente desenfocado, porque aspira a la épica pero sin ponerse en evidencia, sin el maquillaje, la ropa cool, las sesiones fotográficas ni cualquier otro ornamento del glamour de Hollywood. En un primer plano, la guitarra de Robby Krieger se escucha débil y poco precisa, intrincada y superficial, seria y rápida como el viento. La voz de Jim Morrison está en un segundo plano, por detrás del sonido, como si siguiera la estela de la banda en la calle, gritándoles que tiene una canción para ellos, un nuevo tipo de canción por diez centavos, sería perfecta, y puedes ver al Morrison que canta, un hombre que en 1970 tenía el aspecto de un vagabundo, la barba enorme y enmarañada, la barriga cayéndole por encima del cinturón, su ropa manchada. La voz está llena de chasquidos y zumbidos, y de una loca estimulante exuberancia, disfrutando de deambular por las calles, al sol, bajo los neones por las noches, Blade Runner protagonizada por Charles Bukowski en lugar de Harrison Ford; este vagabundo no arrastra los pies por las calles, él corre, se detiene, gira, vuelve corriendo por donde vino. Puede que la ciudad no quiera verlo, pero él está enamorado de la ciudad y esa es la historia que tiene que contar. No está ciego. «Motel money, murder madness» [Motel dinero, locura asesina], reflexiona en silencio; puede ver el miedo que la banda de Manson dejó en los ojos de la gente con la que se cruza, incluso si esta aparta la mirada, pero no tiene miedo y sabe que él no es el asesino al que tanto temen. Toda la canción es una persecución hecha añicos: el guitarrista traza medios círculos en el aire, el cantante baila en círculos a su alrededor, el guitarrista no lo ve y al cantante no le importa.

En Vicio propio hay escenas plagiadas, como tiene que ser, parecidas a las de La hermana pequeña o El escalofrío1: la visita a la gran mansión, el héroe drogado en una habitación cerrada. Lo que es nuevo es la descripción que hace Pynchon de la economía de la utopía hippy, totalmente controlada por el negocio de la heroína, una sospecha que revolotea alrededor de los márgenes de las primeras páginas de la historia y que conduce las últimas sesenta páginas del libro como un tren. Lo original de esta novela de detectives es Sportello, el otrora espía de poca monta que se gradúa en el mundo de los investigadores privados, división playera, y el infinitamente manipulador detective de homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles y némesis de Sportello, Bigfoot Bjornsen, que podría haber salido de una novela de H.P. Lovecraft. «Es como», dice, «si hubiera un semidiós maligno que gobernara el sur de California, que de vez en cuando se despierta de su sueño y permite que las fuerzas oscuras que siempre están ahí, al acecho, alejadas de la luz del sol, salgan. (…) bye bye Dalia Negra, descansa en paz Tom Ince, sí, me temo que ya no volveremos a ver más de esos asesinatos con aura de misterio del L.A. de los viejos tiempos. Hemos encontrado la puerta del infierno, y es pedirle demasiado a los ciudadanos de L.A. que no quieran atravesarla en tropel, cachondos y riéndose como siempre, buscando la última emoción fuerte. Un montón de horas extras para los chicos y para mí, supongo, pero también nos acerca mucho al fin del mundo», y casi se puede ver a Squeaky Fromme, por no mencionar a cuatro o cinco generaciones previas de místicos y videntes del sur de California sobre sus hombros, sonriendo como Natalie Wood.

La sombra de Manson está por todas partes, ya sea durante una discusión entre Sportello y un militante de color sobre quién está más buena, si Fromme o Leslie van Houten2 («sumisas, con el cerebro lavado, pequeñas adolescentes calentorras», dice la ex novia de Sportello, Shasta Hepworth, «que hacen exactamente lo que quieras que hagan antes incluso de que ni siquiera tú sepas qué es. (…) Tu tipo de chica, Doc, ese es el secreto íntimo que corre sobre ti»), o sobre Sportello y tres personas más en un coche que ha parado la policía sin motivo aparente. «Un nuevo programa», dice un policía, «ya sabe cómo van estas historias, otra excusa para más papeleo, lo llaman Vigilancia de Culto: toda reunión de tres o más civiles se considera ahora como culto potencial». Es un chiste que la gente cuenta porque la parte graciosa del mismo está por todas partes, hasta que Manson lo transforma en una historia tan impresionante que a nadie se le ocurre mirar detrás de ella, en un «vórtice de historia corroída», en lo que Don DeLillo llamó «el verdadero submundo» en Great Jones Street, novela ambientada más o menos en la misma época que la de Pynchon, donde presidentes y primeros ministros «cierran los tratos del submundo y hablan el verdadero idioma del submundo», donde «las leyes se infringen desde lo más hondo, desde muy por debajo de los adictos al speed y de los que cortan el jaco».

De todo esto, Pynchon consigue recrear un chiringuito de playa donde los clientes discuten convincentemente «sobre los dos singles de ‘Wipe Out’ y sobre cuál de las versiones, la de la discográfica Dot o la de Decca, incluía la risa». Describe un tiroteo en una frase que en cualquier otras manos resultaría ridícula, pero que en las de Pynchon suena bien: una frase que para despegar necesita todo un libro detrás, una frase que da con el tono adecuado que el libro necesita para levantar el vuelo. «Esperó hasta ver una densa mancha de sombra moviéndose, apuntó, disparó y rodó hacia un lado inmediatamente, y la figura cayó como una pastilla de ácido en la boca del Tiempo.» Un momento que acaba por desvanecerse en un final tan delicado y trágico en su aprensión de todo lo que está a punto de fallecer que podría sustituir a la última página de Suave es la noche.

Se pueden oír las últimas páginas de la historia que cuenta Pynchon en «L.A. Woman» cuando The Doors la tocaron el 11 de diciembre de 1970 en Dallas, el día anterior a su último concierto en Nueva Orleans. «También parecía la escena de un crimen esperando el siguiente asesinato», escribe Pynchon; si tenías esa imagen en la cabeza, quizá la escucharas mientras arranca «L.A. Woman» desde el escenario del State Fair Music Hall. Es espeluznante, invoca de inmediato la niebla nocturna. En la única cinta que ha sobrevivido al paso del tiempo, el grupo suena como si estuviera muy lejos. Morrison grita con todas su fuerzas un inmenso Yeeeaaahhh! y luego nada, tan solo un ritmo moviéndose sin destino. Lo único que se oye, incluso cuando algo parecido a la música comienza a cobrar forma, es la contención, una renuncia a moverse, un aplazamiento que doblaría la esquina a la noche siguiente, la última noche de The Doors, cuando Morrison comenzó a arrojar violentamente su micrófono contra el suelo en mitad de la actuación hasta romper las tablas del escenario y luego se sentó y se negó a moverse o a cantar. Pynchon podría haber escrito la crítica de ese concierto: «Era como si, fuera lo que fuese lo que hubiera sucedido, hubiera alcanzado cierto límite. Era como encontrar la puerta al pasado, sin vigilar ni defender porque no tenía que estarlo». O reescribirla como un sueño: «Doc seguía las huellas de sus pies descalzos, que ya se deshacían en la lluvia y entre las sombras, como en una estúpida tentativa de encontrar el camino de vuelta a un pasado que, pese a ambos, había acabado en el futuro que era».

En Dallas, después de casi tres minutos, Morrison empieza a cantar directamente, coloquialmente, sin presión, con largas pausas entre los versos de la canción. Como cualquiera podría escuchar meses después, cuando L.A. Woman apareció en las tiendas, el vagabundo de la calle está presente, pero no como será entonces; este hombre está más deteriorado, arrastra las palabras, su comportamiento es distraído, es alguien que se grita a sí mismo mientras se rasga la ropa.

A medida que la actuación va tomando forma, los cuatro músicos suenan como si estuviesen tan seguros de la canción que confían en que esta seguirá adelante aunque parezca que hayan dejado de interpretarla. Y parecen dejar de hacerlo, una y otra vez, como si la estuvieran escuchando en vez de tocando. Los personajes de la canción —el cantante, la ciudad, la mujer a la que el hombre persigue en su cabeza— son espectros, invenciones de la imaginación de unos y otros. Y entonces, después de que el vagabundo sea sustituido por un predicador, que declama y salmodia, ahora bajito, ahora un poquito más alto, y un poquito más, hasta que el risin’ risin’ risin’ se extiende a través de la música, el espejismo se rompe. Todo queda claro. El vagabundo solo es un vagabundo, la ciudad no es más que calles y autopistas, la mujer solo es la última persona que el vagabundo vio antes de abrir la boca.

Cerca del final, después de más de catorce minutos, la banda, interpretando la canción como si fuera un leitmotiv, comienza a desplomarse. Casi se puede ver al batería, al guitarrista y al teclista abandonar el escenario, mientras un extraño surge de las alas del escenario y se dirige al centro del mismo, como si no tuviera ninguna intención de estar allí pero estuviera dispuesto a hacerlo lo mejor que sabe. «Bueno», dice igual que te diría un amigo con el que te acabas de cruzar por la calle, sin pose, sin afectación, «acabo de llegar a la ciudad hace una hora»… ¿Qué te cuentas?