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JAMES AGEE

CARTAS AL PADRE FLYE

(1925-1955)

 

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS Y NOTAS
DE ALEX GIBERT

 

 

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PREÁMBULO

James Harold Flye

 

 

 

En el invierno de 1918 comencé a dar clases en St. Andrew’s, un college para jovencitos situado en la meseta de Cumberland, a unos tres kilómetros de Sewanee, en el estado de Tennessee. Mi esposa y yo vivimos durante muchos años en una casa en el campus. El college, que estaba —y está— bajo la dirección de una orden monástica de la Iglesia episcopal, la Orden de la Santa Cruz, era una pequeña comunidad rural: por aquella época contaba apenas un centenar de alumnos entre la primaria y el bachillerato. Los domingos, vecinos y visitantes solían asistir a misa en la capilla escolar; en todas partes se respiraba un ambiente de intensa devoción, pero amable y espontáneo, sin traza de rigidez o de beatería.

Al año siguiente llegó de Knoxville la viuda de James Agee[1] y se instaló en una casa vecina para pasar el verano junto a sus dos hijos: James —a quien por entonces todo el mundo conocía por su segundo nombre: Rufus—, de nueve años, y Emma, de siete. Cuando acabó el verano, al ver que la casa seguía disponible, la señora Agee decidió quedarse a pasar el invierno y matriculó a sus hijos en el college. Su estancia se prolongó varios años, interrumpida sólo por los veranos y las vacaciones que pasaban en casa de los padres de la señora Agee en Knoxville, futuro escenario del fragmento titulado «Knoxville: verano de 1915», con el que arranca Una muerte en la familia.

Fue así como se entabló la amistad de la que este libro da fe: comenzó cuando el más joven de los dos amigos tenía apenas diez años y se prolongó hasta que cumplió los cuarenta y cinco, alterada tan sólo por la profundidad y la madurez que dan los años. Era ya entonces, como lo sería siempre, una relación jovial, franca y sincera, de mutuo afecto y respeto mutuo, de comprensión, afinidad y simpatía propio del verdadero compañerismo. En estos casos, la edad es lo de menos. Yo era sacerdote y maestro, y le impartí una o dos asignaturas, con lo que nuestra relación tuvo también su faceta pedagógica. Pero eso no impedía que existiera entre nosotros —y no sólo en su caso, por cierto— una simpatía cordial que trascendía lo puramente escolar. Para ilustrar el tipo de relación que trato de describir podría mencionar un día en que, tras corregir un sobresaliente examen final de historia de Jim, que no tendría más de doce años, encontré escrito al final: «Y hasta el año que viene… Nos vemos a la hora de comer».

El verano antes de que cumpliera dieciséis años, los dos pasamos varias semanas recorriendo Inglaterra y Francia, sobre todo en bicicleta. Aquel otoño Jim comenzaba en la academia Phillips Exeter sus estudios preparatorios para entrar en Harvard. Nuestros caminos se bifurcaron al regresar a Nueva York, a finales de agosto: yo volví a St. Andrew’s, y él se fue a visitar a su madre, que se había vuelto a casar y ya no vivía en Tennessee.

Deduje entonces que no volveríamos a coincidir en mucho tiempo y, en efecto, nos vimos muy poco durante los siguientes once años. En mayo de 1936 vino a St. Andrew’s de visita, como refiere en sus cartas. A principios de los años cuarenta me encargaron durante el verano una parroquia neoyorquina, la capilla de San Lucas, en Greenwich Village, un puesto que ocupé hasta 1954 y que nos proporcionó muchas oportunidades para vernos y charlar tranquilamente.

Las cartas aquí transcritas abarcan un periodo de treinta años: desde el otoño en que Jim ingresó en Phillips Exeter hasta 1955, el año de su muerte. Algunas de estas cartas las mecanografió, pero la mayoría me llegaron manuscritas. Las que me envió desde Exeter las escribió con pluma y son bastante legibles; después comenzó a usar un lápiz de mina afilada y su letra se encogió hasta tal punto que la lectura resultaba un ejercicio laborioso y en ocasiones desquiciante. Pero la paciencia que exigían siempre encontraba su recompensa.

NOTA A LA EDICIÓN DE 1963

 

 

 

Más de un lector me ha manifestado su interés por mis cartas a James Agee, pero he preferido no desviar la atención y dejar que el libro sea exclusivamente suyo, salvo por un par de cartas mías, en verso, que reproduzco en cursiva: una que apareció ya en la primera edición y otra que me habría gustado incluir entonces. En cualquier caso, la mayor parte de mis cartas se ha perdido: no se conserva ninguna anterior a 1938, y mi correspondencia posterior presenta grandes lagunas. No es que Jim destruyera deliberadamente las cartas que recibía, pero sus circunstancias vitales y sus continuas mudanzas no favorecían el orden de papeles y escritos, y fue mucho lo que extravió en un momento u otro; no sólo escritos, también otras cosas. Lo mismo ocurrió con muchas de mis cartas.

 

J. H. F.

CARTAS AL PADRE FLYE